Cuando leíste mi historia sobre la esclavitud en la antigua Roma, tus fantasías eróticas echaron a volar. Ya te veías arrojado a la bodega de una nave y conducido para ser exhibido en un mercado, en el que los posibles compradores se recrearan con tu completa desnudez y pudieran tocar cualquier parte de tu cuerpo. Obligado a la docilidad bajo amenaza de severos castigos y con un arete al cuello unido por una cadena a una argolla en la pared eras incitado por el mercader, que pretendía sacar por ti el máximo beneficio, a no resistirte a tan humillante examen. Te hice volver a la realidad argumentando que los pobres esclavos de la época, por muy buenos que estuvieran, no debían estar precisamente muy cachondos cuando los ponían en venta. De todos modos, cuando una idea te excita pasas de coyunturas históricas y la conviertes en un ensueño morboso.
Como tus caprichos siempre me estimulan a tratar de complacerte, empecé a darle vueltas al tema y a buscar información. Dio la casualidad de que con motivo de los carnavales, en un club osuno, se celebraba una fiesta “a la romana”. Se requería ir disfrazado como correspondía a la temática –incluso si la única vestimenta era una corona de laurel, decía el anuncio– y se animaba a agudizar la imaginación. Me pareció una buena oportunidad y rápidamente hice una doble reserva, ya que el aforo era limitado.
Con gran satisfacción por tu parte te expuse mi plan. Yo me caracterizaría como mercader y te llevaría como esclavo a vender en la plaza pública. Seguro que podríamos montar una pantomima en la que realizar tus fantasías. Preparamos la presentación con todo detalle. En mi caso era más sencillo, pues me bastaría con una túnica austera y un manto, aunque preferí añadir algo de peluca y barba poblada para pasar más desapercibido. Lo tuyo en cambio requería más estudio. Desechada tu sugerencia inicial de aparecer ya en pura pelota sólo con cadenas, buscamos algo que permitiera una mejor dosificación del espectáculo. A unas cintas de cuero que pasaban por debajo de la barriga y quedaban anudadas a los costados le metimos una tira estrecha del mismo material que te tapara escasamente por delante y por detrás. Completaba una especie de jubón también de cuero envejecido que dejaba medio pecho descubierto. La parte más dramática la componían tobilleras y muñequeras unidas por cadenas y un collar donde sujetar la cuerda con que había de conducirte. Vamos, más o menos, como el gigante de “Quo vadis?”. Hicimos las pruebas y a ti lo que más te interesaba era la facilidad para desprenderte de las prendas llegado el momento.
Fui a buscarte y, ya a punto, pasé una gruesa cuerda por el aro de tu collar y te conduje hacia la sala. Andabas con cierta dificultad a causa de la cadena y te conminé a que mantuvieras el rostro bajo y con aspecto compungido. Con las manos ligadas a la espalda, tiré de ti entre el bullicio y empezamos a llamar la atención. Había una pequeña tarima en un rincón y allí nos subimos. Dejando bastante holgura sujeté el extremo de la cuerda en un aplique de luz y ya el escenario quedó bien delimitado. Se fueron acercando varios curiosos que pronto comprendieron de qué iba el asunto. A ti ya te veía como transfigurado viajando a lo largo de los siglos.
Era evidente que muchos te observaban con algo más que interés, pero aún no se decidían a tomar parte activa. Hice que te adelantaras al borde de la tarima y te palpé el pecho descubierto como mostrando su consistencia, e indicar de paso que la veda quedaba abierta. Un espectador de la primera fila –un tipo grueso con una breve túnica de tejido muy claro, que transparentaba el abundante vello de su cuerpo– metió la mano por dentro de tu jubón para sobarte la otra teta. Te removiste de gusto y tuve que darte un disimulado pellizco para que no perdieras tan pronto la compostura. Entonces otro concurrente –un apuesto maduro de blanca barba y manto señorial– tiró de la cinta que sujetaba el jubón y éste cayó por su propio peso, quedándote todo el torso liberado. Con una aparente violencia te sujeté la cabeza para que te inclinaras hacia delante. Tus pechos quedaron ahora descolgados y varias manos aprovecharon para sobártelos.
Se oyeron algunos aplausos –esto en Roma no debía pasar–, que aumentaron cuando hice que te dieras la vuelta y destacaras el trasero. La tira posterior se te había quedado metida en la raja del culo, que aparecía con toda su contundencia.
Me divertía lo bien que estabas disimulando por fin cuánto te excitaba tu exhibición, bajo una máscara de aflicción y servilismo. Te sentías inmerso en mi relato, que tanto te había hecho fantasear. Pero al volver a presentar al público tu delantera, la polla ya desbordaba los límites del taparrabos con una descarada erección. Te conminé a ocultarla, como si diera a entender que ya habías enseñado bastante, lo que provocó un abucheo entre el respetable, cada vez más animado.
Condescendiente te ordené entonces que volvieras a enseñar la polla y la toquetearas para deleite de los lascivos mirones. No vacilaste en sacarla bien tiesa y moverla en todas direcciones. La temperatura ambiente iba subiendo y eso te ponía de lo más cachondo.
Para incrementar el clímax pregunté si seguían interesados en conocer mejor las cualidades de la mercancía. Expresiones y gestos con el pulgar en alto –muy en plan coliseo– dejaron bien claras las apetencias. Fuera de guión, y porque sé que te da mucho morbo, se me ocurrió taparte los ojos con un paño negro. No obstante, para facilitar tus movimientos, te libré momentáneamente del encadenamiento en manos y pies, pero mantuve la cuerda que sujetaba tu collar. Con sigilo deshice el lazo de la cinta que sostenía el taparrabos y éste fue deslizándose por etapas.
Cuando lograban girarte, tu culo era objeto de las mayores atenciones. Te lo palpaban y estrujaban, e incluso algunos más osados lo abrían para vislumbrar el agujero. Tuve que dar varios palmetazos para frenar los intentos de meter los dedos.
Para dar el toque de salida y predicar con el ejemplo, me subí la túnica y destapé mi polla, bien cargada por tantas emociones. Te rocé con ella los labios y la engulliste reconociéndola y haciéndole una cariñosa mamada. No me demoré, pues ya se había formado una cierta cola y me apresté a dirigir el tráfico. Advertí que sólo se trataba de una cata y no se permitiría recrearse más de la cuenta. Con las túnicas abiertas o las faldillas levantadas, iban desfilando con una jocosidad nerviosa. Las pollas que ya venían en forma te entraban en la boca y las chupabas expertamente unos instantes. Las que necesitaban estímulos eran sorbidas y pronto cobraban vida.
Me quedé solo mientras ibas al lavabo y entonces una pareja de lo más apetitosa me interpeló. No recordaba que hubieran tomado parte en nuestra farsa, aunque estaban muy al tanto de lo allí acontecido. Con zalamería me preguntaron si todavía estaba abierta la puja por el esclavo. Respondí que eso ya era asunto tuyo y que podían ir a buscarte.
Como sabía que ibas a estar bastante tiempo ocupado, me fui detrás de un cuerpazo que pasó cerca de mí para ver si me quitaba de penas.
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