martes, 22 de octubre de 2019

El acompañante (Tercera parte)

Todo transcurría en una plácida convivencia entre mi ‘protector’ y yo. Seguía siendo largamente generoso conmigo y el sexo frecuente que manteníamos parecía revitalizarlo. Así las cosas, un día durante el desayuno, dejó caer preparando el terreno: “Creo que vamos a tener compromisos…”. Lo dijo con una sonrisa que me hizo sospechar. Lo cual se confirmó cuando añadió: “Un viejo conocido, que se ha enriquecido especulando con terrenos, es propietario de unos que me interesaría adquirir por un buen precio. Es un tipo bastante grueso y comodón, con una sexualidad muy peculiar. Participaba en las juergas de las que te habló tu delator, pero a su manera. Mientras los demás retozábamos con los chicos, él se repantingaba en un sofá y se masturbaba mirándonos”. Con estos precedentes, me costaba imaginar en qué podría consistir su visita. Pero mi ‘protector’ fue aclarándolo. “Resulta que el parlanchín de tu delator le contó con pelos y señales nuestra juerga en la piscina y está deseando que repitamos algo así. Desde luego tu delator se ha apuntado también ¡cómo no!”. “O sea que ese conocido tuyo se la quiere menear mientras nosotros tres follamos en la piscina”, traté de sintetizar con crudeza. “Algo así”, rio mi ‘protector’, “Pero que sea en la piscina no le hace demasiada gracia… Es más de secano”. “Así que él escogerá el escenario”, comenté irónico. “Lo que sea con tal de tenerlo a mi favor”, reconoció con cinismo mi ‘protector’, “Además a mí también me excita ver cómo te follas a tu delator y así te lo haré yo con más ganas mientras mi futuro socio se la pela. Y quién sabe… Igual se anima y requiere algo más de ti”. Preferí no añadir nada más. Al menos antes podía escoger a los ligues de los que sacar partido. Pero ahora me veía abocado a plegarme a las conveniencias sociales y lucrativas de mi ‘protector’, sutilmente convertido en mi chulo.

El gordo magnate vino acompañado de mi delator. Su traje completo y con corbata, de tejidos de la mejor calidad, no disimulaba demasiado la obesidad que lo desencajaba. Contrastaba además con la ropa más informal que tanto el delator como mi ‘protector’ y yo llevábamos. Total, acabaríamos despelotados. Fue recibido con grandes muestras de afecto por parte de mi ‘protector’, pero el gordo enseguida puso la atención en mí. “¿Ésta es la joya de la que me han hablado?”, preguntó con cierto tono de decepción, “Recuerdo que los de las fiestas que montábamos eran más jóvenes… Pero seguro que éste tiene sus virtudes. Habrá que verlo en acción”. Su descortesía resultó patente y el delator intervino a mi favor. “Ya no estamos para chavales y te aseguro que madurados están más al tanto de lo que hay que hacer”. Como tampoco arreglaba demasiado, mi ‘protector’, consciente de que debía encontrarme incómodo, cambió de tema. “Ya sabes que estás en tu casa”, dijo al nuevo invitado, “Si quieres ponerte más cómodo…”. El gordo ya estaba quitándose la americana y la corbata. “¡Uf sí! Que ya me ahogaba”. Al ajustarse los pantalones se tocó ostentosamente el paquete. “A ver si me lo ponéis contento”, dijo con una risotada dejándose caer en un sofá. Mi ‘protector’, impertérrito ante las groserías, continuó solícito. “¿Te apetece tomar algo?”, ofreció señalando el bien provisto mueble bar. “Un wiski con hielo me entonaría”, contestó el gordo esponjándose en el sofá. Mi ‘protector’ me echó una mirada a medias entre imperiosa y suplicante. Para no desairarlo serví la copa y se la llevé. La cogió con una mano y con la otra aprovechó para palparme la entrepierna. “Ya tengo ganas de ver lo que tienes aquí”. Hice un esfuerzo para no apartarme. “Así me gusta… Que seas dócil”. Ya me escurrí con la excusa de servir otras copas al delator y a mi ‘protector’. No me privé de ponerme una también.

El delator fue quien dio salida al impase en que estábamos, cada uno dando sorbos a su copa. “Todos sabemos para qué nos hemos encontrado hoy”, empezó dirigiendo una mirada de complicidad a mi ‘protector’. Luego apuntó hacia mí: “Si es aquí donde nos vamos a quedar, ya que eres tú quien está dispuesto a complacernos ¿por qué no comienzas a mostrarnos tus encantos?”. “¡Eso, eso!”, coreó el gordo. Entonces fui yo el que miró a mi ‘protector’, que pícaramente asintió con la cabeza. “Si es lo que queréis…”, dije sacándome el polo por la cabeza, “Pero espero que me secundéis los demás”. De momento no hubo reacción y ya me quité los pantalones. Cuando iba a hacerlo también con el eslip, el gordo me reclamó: “Ya te lo hago yo”. Resultaba que no era tan inactivo como lo había  descrito mi ‘protector’. ¡Qué iba a hacer sino ponerme ante él y dejarle hacer! “¡Uy, uy, uy! ¿Qué tenemos aquí?”, largaba mientras me bajaba el eslip poco a poco. Quedé así desnudo y pateé para deshacerme del eslip enredado en los pies. “No está nada mal. Habrá que verlo en forma”, sentenció el gordo. Para evitar que me llegara a tocar la polla, me giré y entonces alcanzó a darme una palmada en el culo. “¡Buen pandero! ¡Cuántas folladas llevarás ya!”. Con la excusa de exhibirme ante los otros dos me aparté del gordo. El delator se decidió entonces a seguir mi ejemplo y allí mismo fue desnudándose. Mi ‘protector’, con un punto de elegante pudor, optó por desplazarse a la sala contigua para proceder a lo mismo. Volvió enseguida y la visión de los dos robustos hombres desnudos hizo que empezara a empalmarme, a pesar de lo confuso de la situación.

El gordo dio la nota al proclamar: “Yo no voy a ser menos, pero necesito ayuda” ¿Y quién se la iba a prestar sino yo? Repantingado en el sofá, se limitó a soltarse el cinturón y bajarse la cremallera de la bragueta. Tuve que estirar de los lados del pantalón para irlo sacando mientras él levantaba levemente el orondo culo para facilitarlo. Esperé que se desabrochara la camisa y, tirando de ella, se la saqué por arriba. Quedó tan solo con unos calzoncillos blancos de tela que se le arrugaban sobre los muslos. No era su grueso cuerpo lo que me molestaba, sino la zafiedad de su comportamiento. Más de un obeso como él había sido objeto de mis ‘atenciones’. De una piel clara suavemente velluda, las tetas le descansaban en su prominente barriga, que casi le ocultaba la entrepierna. Quiso conservar los calzoncillos. “De momento estoy bien así”. Y con un cierto pudor desvió mi atención de su persona. “¡Hala! A ver lo que hacen contigo esos dos”. Seguía manteniendo sus hábitos de voyeur.

Hubo cierta teatralidad en la forma de entregarme a los dispuestos, por motivos crematísticos, a dar el espectáculo al gordo. El primero en echarme mano fue el delator. Tras achucharme por todo el cuerpo hizo que me subiera de pie sobre un puf para chupármela con más comodidad. No me costó nada tenerla dura mientras él se la meneaba a su vez. Lo cual dio lugar a los comentarios del gordo. “Ya no se te pone tiesa ¿eh? En cambio la del chico está ya bien hermosa”. Cuando lo miré me di cuenta de que, no sé cómo, tenía los calzoncillos bajados hasta los tobillos. Se iba manoseando la entrepierna que casi tapaba la barriga. Mi ‘protector’ por su parte se había animado a ponerse detrás de mí para sobarme el culo luciendo ya una vistosa erección. El delator estaba deseando que me lo follara y, para ello, fue a arrodillarse de espaldas en el sofá que hacía ángulo con el que ocupaba el gordo. Volcado sobre el respaldo me ofreció ansioso el culo. El gordo se entusiasmó. “¡Eso, eso! Que te dé por el culo”. Como mi ‘protector’ había quedado desplazado, el gordo dio palmadas en la parte libre del sofá y le instó: “Siéntate aquí conmigo”. Mi ‘protector’ así lo hizo y ambos se dispusieron a ver cómo me follaba al delator. Pude penetrarlo limpiamente y empecé a moverme como sabía que más le gustaba. En efecto, se puso a soltar gemidos y suspiros. Como, mientras bombeaba agarrado a sus caderas, alcanzaba a ver a la pareja sentada en el otro sofá, lo insólito que resultaba sirvió para excitarme. Mientras mi `protector’ se masturbaba con la polla bien crecida, el gordo, sofocado, hacía lo que podía con la suya. Debiéndole saber a poco, en su frenesí llevó una mano para agarrar la polla de su vecino. “¡Que dura se te sigue poniendo todavía!”, se admiró. Mi ‘protector’ no pudo hacer más que dejarse sobar por el gordo. Lo cual me hizo pensar con recochineo: “Todo sea por el negocio ¿eh?”.

No tardé mucho en correrme dentro del delator. Éste, colmado de satisfacción, se derrengó en el sofá. “Me la has dado toda ¿verdad?”. “¡Claro que sí! Me he vaciado”, afirmé complaciente. El gordo soltó entonces la polla de mi ‘protector’ y la suya para aplaudir. “¡Qué bien lo ha follado el chico!”. Pero no tardó en interpelar a mi ‘protector’. “Ahora te lo cepillarás tú ¿no? Mira qué a punto te la he dejado”. Más por zafarse de los manoseos del gordo que por urgencia en follarme, mi ‘protector’ fue a abalanzarse sobre mí, que todavía me estaba recuperando del polvo. Pero el gordo nos quería cerca. “Hacedlo aquí a mi lado”. Y mi ‘protector’, dispuesto a darle gusto a toda costa, me llevó al sofá y, en el puesto que él había ocupado, hizo que adoptara la misma postura que había tenido el delator. Su follada fue intensa y precipitada, como si deseara zanjar pronto el asunto. Con la peculiaridad para mí sin embargo de que el gordo, sin dejar de meneársela, iba metiéndome la mano libre por delante y me palpaba la polla y los huevos. “¡Cómo me lo estoy pasando!”, clamaba encantado. Mi ‘protector’ se corrió con resoplidos y sacudidas. “¡Hala, hala!”, jaleaba el gordo.

Mi ‘protector’ se apartó sofocado y, seguramente, algo avergonzado por el espectáculo que había tenido que ofrecer a su invitado, por mucho que en otros tiempos hubieran sido tan desinhibidos. Entonces el gordo tiró de mí y enseguida supe lo que pretendía. “¡Venga, acaba!”, me instó. Tambaleante después de la doble jodienda acabé de rodillas entre sus anchos muslos. La polla que tanto había estado sobando presentaba  pese a ello una débil erección. “¿Por qué no complacerlo?”, me dije, “¿No es lo que quiere mi ‘protector’?”. Me la metí en la boca y chupé con ahínco mientras mis manos palpaban las redondeadas carnes. “¡Oh, sí, qué gusto!”, exclamaba el gordo, “¡Qué joya es este chico!”. Sus aspavientos iban en aumento mientras la polla engordaba en mi boca, lo cual casi me enorgullecía. Sin previo aviso empezó a soltar leche que engullí contento de haber culminado el encargo. Tras la corrida el gordo se esponjó resoplando sobre el sofá. “¡Qué bueno ha sido!”. Me levanté y me dejé caer en el otro sofá, recuperándome de la continua brega a la que me había entregado. Cuando crucé la mirada con mi ‘protector’, me hizo un guiño de aprobación.

Una vez aseados y recuperadas nuestras ropas, el gordo, que no cabía en sí de satisfacción, le dijo a mi ‘protector’: “Mañana te espero en mi despacho para firmar los documentos que te interesan”. “Creo que será un buen acuerdo”, contestó mi ‘protector’ sonriente. “No lo dudes”, replicó el gordo. El delator, que de todo aquel asunto solo le había interesado tener la ocasión de que le volviera a dar por el culo, se me acercó para susurrarme: “Lo que tú no consigas…”.

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Mi ‘protector’, satisfecho con el buen negocio que había cerrado, prefirió pasar por alto el papelón que también él había tenido que hacer con su orondo socio. Pero los nuevos servicios que me tenía asignados iban a tener continuidad. En efecto no pasó mucho tiempo para que me comunicara: “Esta tarde espero la visita de mi asesor fiscal y, ni que decir tiene, le debo muchos favores”. Esto último lo dijo con una sonrisa que me hizo pensar que en su anuncio volvía a haber algo más. Quedó claro cuando añadió sin más: “Creo que te gustará… Más joven que yo, tiene una recia figura y seguro que se interesa también por ti”. “¿En qué sentido lo dices?”, pregunté, aunque ya me lo imaginaba. “Tu fama ha trascendido, tal como llegaste a comprobar. En mi círculo de amistades siguen preguntándome por ti y, en el caso de mi asesor fiscal, me gusta quedar bien con él”. “Ya entiendo”, dije irónico, “Así que tengo que hacerle pasar un buen rato”. “Es lo tuyo ¿no? Y ya has visto que no soy celoso”, replicó sarcástico, “Pero éste no es tan desinhibido como los que ya conoces. Os habré de dejar solos”.

Esta última advertencia dio lugar a un curioso paripé cuando llegó el asesor fiscal. Aunque los tres teníamos claro el motivo de la visita, mi ‘protector’ mantuvo las formas con exquisitez. De este modo me presentó: “Éste es el secretario del que te he hablado. Es muy competente y le tengo mucho apego”. El asesor me tendió la mano. “Sí que tenía ganas de conocerte”. Correspondí con un protocolario “A su disposición”. Entonces mi ‘protector’ hizo de taimado alcahuete. “Espero que me disculpéis ya que debo atender un asunto urgente en mi despacho”. Y se dirigió a mí: “¿Por qué no lo acompañas arriba y lo distraes entretanto? …Seguro que sabrás hacerlo”. El asesor intervino: “Con mucho gusto… Y tú no te des prisa. Me dejas en buenas manos”. Naturalmente yo sabía la forma de distraerlo y no me pesó en absoluto. Mi ‘protector’ había acertado al describirlo y el asesor era un hombretón impresionante que proyectaba una vitalidad muy superior a la de mis habituales ‘acompañados’. 

Al subir las escaleras ya se cogió de mi brazo. “Muy generoso tu patrón al dejarte conmigo… ¿O puedo decir tu amante?”. “Llámalo como quieras. Ya debes saber todo”, dije tuteándolo. “Soy un poco torpón para estás cosas. Espero que me lo pongas fácil”, reconoció. “Contigo no me costará trabajo”, repliqué. Aunque fui sincero en esto, él se lo tomó con ironía. “Zalamero sí que eres y no me disgusta que me subas la moral”. Cuando llegamos a la puerta de mi habitación le propuse: “¿Entramos?”. “Me pongo en tus manos”, contestó. Noté que sus modos, unidos al buen aspecto que tenía, me estaban excitando y me predisponían a darle todo el placer de que fuera capaz. Por sus comentarios había entendido que era yo quien debía tomar la iniciativa. Me saqué el polo que llevaba y me encaré a su mirada de deseo. “¡Quítate más… todo!”, pidió con un hilo de voz. No tuve inconveniente en desprenderme enseguida de pantalones y eslip. “¡Cómo me gustas así, con tus redondeces!”, me valoró. “¿Demasiado gordo?”, pregunté. “¡Qué va! Dará gusto tocarte”, replicó. “Hazlo entonces”, me ofrecí. Me plantó las manos sobre los hombros y fue descendiendo suavemente a lo largo de los brazos. “¡Qué morbo tenerte así! Tan desnudo y yo con mi traje al completo”. Desde luego el contraste era excitante, también para mí. “¿No quieres quitártelo?”, sugerí. “Espera todavía”, replicó y siguió recorriéndome el cuerpo con sus manos. Cuando llegó a mi vientre ya estaba empalmado. “¡Uf, qué pronto!”, exclamó, “¿Puedo?”. Me encantaron sus miramientos y contesté: “Toda tuya”. Me acarició suavemente la polla. “¡Qué dura y mojada la tienes ya!”. Me extrañó que añadiera: “Nunca había tocado a alguien tan joven”. “¡No lo soy tanto!”, exclamé divertido. Pero él insistió: “Para mí lo eres… ¡Échate!”. Cuando estuve tendido en la cama se inclinó sobre mí y, sin dejar de acariciarme la polla, fue acercando la cara. “Me apetece mucho”, susurró. No tuve que animarlo porque enseguida la atrapó con los labios y poco a poco la fue sorbiendo. No dejó de sorprenderme el buen hacer de su mamada, pese a su declarada torpeza. Sin embargo, se contradijo en cierta manera porque, cuando exclamé con total sinceridad “¡Cómo me estás excitando!”, se detuvo para confesar con un deje de ironía: “Bueno, algo de esto sé”. De haber seguido así, no me habría importado llegar hasta el final, pero aproveché para pedirle: “Quiero hacértelo yo también”. Ya aceptó lo que había aplazado antes. “Entonces será mejor que me desvista ¿no?”.

Mientras se iba quitando la ropa calmosamente ante mí, que lo observaba con un punto de curiosidad, declaró lo que enseguida intuí que iba a ser el comienzo de toda una revelación. “No soy muy distinto a ti ¿sabes?”. Ya sin la americana me miró largamente al soltarse el cinturón. “Lo que ahora soy se lo debo íntegramente a un tío mío que, al fallecer no hace mucho, me dejó su despacho. Desde que acabé los estudios me tomó bajo su protección y me hizo trabajar duro desde el principio”. Hizo una pausa para sacarse los pantalones. “Pero en su actitud hacia mí pronto hubo más que protección… Supongo que sabes de lo que hablo”. Me limité a asentir con la cabeza, a la vez que el asesor, al llegar a la ropa interior, se desprendió de ella con la misma naturalidad  calmada que el resto. Plantó ante mí su cuerpo robusto y varonil. “Todo esto fue suyo, y solo suyo, durante mucho tiempo”. Entonces se sentó en la cama junto a mí. “No es que me forzara, ni mucho menos, ni que se tratara de una relación a la que no me sintiera inclinado. Supo seducirme y me enseñó todo lo que sé… También en esto”. Le acaricié la espalda, poblada de un vello claro y suave. “Cada vez se volvió más absorbente e incluso celoso… ¡Pobre de mí! Si no hacía nada sin su permiso”, me miró sonriendo con ironía, “Toda mi vida dependía de él”. Me atreví a preguntarle: “¿Y luego qué?”. “Me quedé más perdido que un pulpo en un garaje”, se rio de su propia salida, “Se dice así ¿no?”. “Ahora estás aquí”, dejé caer para traerlo al presente. Mientras me acariciaba la pierna  explicó: “Tu patrón-amante, que estaba al cabo de todo, me habló de ti y me propuso que disfrutara de carnes más frescas… Y como por lo visto no le importa compartirte, sí, aquí estoy”.

Tras su largo desahogo, se echó hacia atrás tendiéndose junto a mí ¿Qué más podía yo decir? Así que me puse de costado y empecé a acariciarlo. Disfruté recorriendo sus formas recias y velludas hasta bajar al pubis, enredando en él los dedos. Su polla había ido tomando cuerpo y, cuando cerré la mano en torno a ella, la noté dura enseguida. Ya me deslicé para tomarla con la boca y, a medida que chupaba, suspiraba y me acariciaba la cabeza. “¡Ah, qué delicia!”. Pero intuí que no desearía acabar así y detuve la mamada para preguntarle: “¿Qué es lo que te gustará que hagamos?”. Y para ilustrar mi disponibilidad se me ocurrió añadir con desenfado: “Igual ya sabes que soy chico para todo”. Rio divertido y tiró de mí para mirarme a la cara. “Si te soy sincero, no me disgustaría en absoluto que me penetraras… Pero de eso he tenido tanto”. Resopló con un  gesto jocoso de hartazgo. “Hoy lo que me tienta es hacerlo yo al fin si me ofreces ese culo tan precioso”. Encantado, no dudé en darme la vuelta y, para que tuviera más facilidades, me alcé sobre las rodillas dobladas. Sentí sus manos acariciar mis nalgas. “¡Qué redondito y terso!”. “¿Te gusta?”, pregunté incitador. “¡Cómo te diría! Lo que he deseado algo así”. Ya se apostó detrás y tanteó por la raja con la polla. “Perdona si soy algo torpe”, previno. “¡Venga, adelante!”, lo exhorté con ganas de tenerlo dentro. Suspiró con fuerza y apretó. Me entró hasta quedar aplastado contra mis nalgas y noté cómo me dilataba con la dureza de la polla. “¡Oh, qué gusto!”, exclamó. “Vas muy bien. Déjate ir”, le dije para que se lanzara. “¿Pero te gusta también?”, quiso que le confirmara. “¡Claro que sí! ¡Zúmbame con energía!”. Ya me hizo caso, y con creces. Bombeaba con fuertes resoplidos e intercalaba: “¡Cómo me calienta!”, “¡Es magnífico!”. “¡Sí, sí! ¡Qué bien vas!”, lo alentaba con total sinceridad. “¡Estoy ya al límite!”, avisaba. “¡Sigue, sigue así hasta que no aguantes más!”, coreaba yo. “¿Quieres que te la dé?”. “¡Sí la quiero, sí!”. Con temblores y jadeos se vació al fin bien adentro. “¡Cómo he disfrutado!”, balbució.

El asesor se derrumbó a mi lado y se estrechó contra mí. Me dedicó un sentido “¡Gracias!”. Solo sonreí y le besé en los labios. Pronto se recuperó y comentó con humor: “¿Qué estará pensando tu jefe del tiempo que llevamos aquí?”. “Que todo está yendo como pretendía”, contesté irónico. Pero las convenciones mandan y el asesor se puso a vestirse de nuevo al completo. Yo hice otro tanto, aunque mi ropa era más rápida de poner. Ya listos nos dimos un beso antes de abrir la puerta. Todo cambió y volví a ser el secretario competente que hacía pasar el rato al severo asesor fiscal. Así lo simuló también mi ‘protector’ que, en cuanto nos oyó bajar las escaleras, acudió obsequioso a nuestro encuentro. “Se me ha ido el santo al cielo redactando unos documentos… Espero que mi secretario te haya atendido como mereces. Es muy competente”. “Se me ha pasado el tiempo volando”, contestó el asesor. Los sobreentendidos eran  desde luego para hacer reír, aunque todos los asumíamos con fingida naturalidad. El asesor, tras recoger unos documentos de manos de mi ‘protector’, declaró que ya debía marcharse. Así que nos despedimos afablemente estrechándonos las manos. Ya solos, mi ‘protector’ cambió la pose circunspecta por una sonrisa pícara. “Por la cara de satisfacción con que ha bajado mi asesor, creo que todo ha salido a pedir de boca”. “Sabes de sobra que nunca te fallo… Y esta vez ha valido la pena”, contesté.

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Mi ‘protector’ y yo acabamos consolidando un acuerdo para satisfacción de todos. Yo me encontraba con el asesor fiscal en un hotel cuando me citaba a través de mi ‘protector’. Y en cuanto a éste, seguía disfrutando de mis prestaciones instalado en su casa. Con el añadido de las orgías, más o menos ampliadas, y siempre discretísimas, que organizaba para solaz de sus rijosas amistades. En ellas yo constituía el elemento aglutinador de sus caprichos.

FIN


viernes, 11 de octubre de 2019

El acompañante (Segunda parte)

Una visita sin embargo resultó comprometedora. Un amigo algo mayor que mi ‘protector’, con el que al parecer existía un alto nivel de confianza, había sido precisamente uno mis últimos ‘acompañados’ en un par de viajes. Por cierto muy bien retribuidos. Aunque nos reconocimos mutuamente, en principio pareció colar mi  papel de ‘secretario’. Pero con este visitante la regla de la discreción no tardó en hacer aguas. En un momento en que mi ‘protector’ lo llevó a su despacho para consultarle algunas inversiones, no pareciéndome correcto acompañarles, no obstante quedé con disimulo a la escucha de lo que allí pudieran hablar. De pronto el visitante cotilla soltó: “Veo que tenemos los mismos gustos…”. “¿A qué te refieres?”, preguntó mi ‘protector’ todavía sin caer. “A ese secretario que te has agenciado… Ya nos conocíamos”. “¿Sí? Pues lo habéis disimulado los dos”. “No he querido ponerlo en evidencia”. Mi ‘protector’ estaba cada vez más intrigado. “¿De qué lo conoces?”. “Es bastante conocido entre los que buscamos acompañantes de sus características. Resultan más discretos y éste, en concreto, es muy eficiente… Aunque eso ya lo tendrás comprobado”. A mi ‘protector’ no le cuadraba esta información con que yo hubiera sido únicamente, por lo que él sabía, el novio abandonado por su hija. Por eso insistió. “¿Pero tú has estado con él?”. “Al menos un par de ocasiones”, reconoció el bocazas, “Vale la pena el chico, aunque  bien que se cobra el servicio… Si ahora lo tienes fijo te saldrá por un pastón”. Mi ‘protector’ optó por marcarse un farol: “Me lo puedo permitir ¿no crees?”. Tuvo el efecto pretendido. “¡Qué envidia me das!”. ¿Fue una especie de refinada venganza lo que, para mi estupor, añadió mi ‘protector’? “Si te quedas a cenar, luego lo podríamos compartir… “. “No podría rechazar algo así”, agradeció el delator. En previsión de indiscreciones, mi ‘protector’  apuntó: “No digamos nada hasta que llegue el momento de darle la sorpresa. Seguro que le encantará”. Ya había oído bastante y me alejé del despacho para que no sospecharan de mi espionaje. Descubierta mi verdadera condición, no me quedaba más que aguantar el tipo y disimular mi preocupación por el curso que pudieran tomar los acontecimientos.

La cena transcurrió con una emoción contenida por parte de todos. Mi ‘protector’, por haberse enterado de mi oculto pasado. El invitado, por poder disfrutar gratis de mis servicios. Y yo, por cuál sería la definitiva actitud del primero y el destino que me esperaba en aquella casa. Procuré mostrarme encantador, sin dar señales de que conocía al invitado delator. Éste, por su parte, no sabía cómo se concretaría el ofrecimiento de compartirme. Acabada la cena, mi ‘protector’ habló de su costumbre de disfrutar cada noche de la piscina, cuya vista iluminada resultaba de lo más sugestiva. Añadió que yo solía acompañarle y, como si se le ocurriera en aquel momento, se dirigió al invitado. “Si no tienes prisa por marcharte, podrías usarla también. Resulta muy relajante y luego se duerme de maravilla ¿verdad?”. Esto último iba para mí, que asentí modesto. El invitado objetó lo esperado. “Con mucho gusto lo haría, pero me haría falta un traje de baño”. “No hay problema en eso”, replicó mi ‘protector’, “Nosotros prescindimos de tan incómoda prenda… Supongo que no te importará”. “Donde hay confianza…”, dijo el otro encantado.

De una forma ordenada, en el vestuario de la piscina pudimos dejar bien colgados los elegantes trajes de la cena. También nos quitamos todo lo demás y, de reojo, observé la inquietud expectante del invitado por la novedad de la situación. Ésta, para mí, no dejaba de presentarse  complicada, aunque había tenido la suerte de estar sobre aviso de la conspiración que pudiera cernirse sobre mí. Por otra parte, y viendo el lado positivo, al menos el invitado era uno de los ‘acompañados’ más apetitosos que había tratado, con su cuerpo robusto y su vellosidad canosa. En definitiva, hacía un buen tándem con mi ‘protector’.

Al principio todo transcurría con una normalidad sospechosa. Tres hombres que, aparte de estar en pelotas, nos solazábamos en el agua cada uno por su cuenta. Pero de pronto me di cuenta de que los otros dos se iban acercando a mí de forma coordinada. No tardó mi ‘protector’ en abordarme por detrás. Abrazándome por la cintura y pegado a mí, dijo: “Creo que nos conocemos todos… No te importará que te comparta con este amigo común ¿verdad?”. El aludido, frente a mí, me puso las manos en los hombros. “Mira por dónde nos volvemos a encontrar”. Atrapado por cuatro brazos, no se me ocurrió más que replicar con cinismo: “¡Cosas de la vida!”. Las manos de mi ‘protector’ bajaron a mi culo y las del invitado me agarraron la polla. Decidido a aguantar el tipo dije: “Ya habrá tiempo para las explicaciones, pero ahora podemos disfrutar los tres”. Por lo lanzados que iban, sabía qué era lo que deseaban en ese momento y, por mi parte, no me desagradaba en absoluto ese deseo que los dos hombretones proyectaban sobre mí. Dejé de lado la actitud pasiva y abracé al invitado, que seguro era quien tenía más hambre atrasada. Lo hice girar y le planté las manos en el culo. Lo atraje hacia mí y, conociendo sus preferencias, arrastré la polla por su raja. El efecto fue que me pidió exaltado: “Me follarás ¿verdad?”. “No sé qué le parecerá a nuestro amigo…”, dije como si no tuviera enganchado, tocándome a su vez el culo, a mi ‘protector’. Éste reaccionó enseguida. “¡Claro que sí! Me da morbo ver cómo os apañáis… Así luego te follaré yo con más ganas”.

Al invitado, cuando me tuvo sobre la tumbona, no le cortó lo más mínimo que mi ‘protector’ se plantara a nuestro lado meneándosela. Yo me había dejado caer para que el invitado procediera a su gusto, ya sabido por mí. En efecto, primero me chupó la polla, para asegurarse de que me quedara bien dura. Luego se sentó encima, meneando el cuerpo para que le quedara bien encajada. Saltaba presionando con las manos en las rodillas, mientras emitía murmullos y alabanzas. “¡Qué polla más rica!”, “¡Qué gusto me da!”. Yo le daba palmadas en las nalgas y las caderas. Este estilo de follada, que para mí no era nuevo, encantó a mi ‘protector’, cada vez más excitado. Pero lo que incluso para mí constituyó toda una sorpresa fue que el invitado reclamara el acercamiento de mi ‘protector’ para sobarle la polla. Se dejó hacer y hasta se acercó más para que el otro le pudiera dar chupadas entre salto y salto. Esta inesperada disponibilidad de mi ‘protector’, unida a la calentura del culo del invitado, me pusieron tan cachondo que tuve que avisar: “¡Me viene, me viene!”. “¡¡Sí!!”, exclamó el invitado removiéndose como un poseso, “¡Lléname!”. Me corrí atrapado y respiré hondo cuando el invitado se levantó liberándome. “Me encanta su polla así en mi culo”, afirmó satisfecho, “Es único para eso”. Pero poco tiempo tuve para recuperarme porque a mi ‘protector’, con la calentura a tope, ya le urgía desfogarse conmigo. “¡Date la vuelta!”. Así que, en aras a una esperada reconciliación, le ofrecí mansamente el culo. Me montó y se clavó sin contemplaciones. Entre las arremetidas que me daba, pude captar que ahora era el invitado el que se la meneaba ante las narices de mi ‘protector’. Los jadeos con que éste culminó su corrida animaron lo bastante al invitado para que su leche cayera sobre mi espalda.

Satisfechos los tres, volvimos a lanzarnos a la piscina para refrescarnos. El chapuzón fue breve y ahora sin acercamientos, ya los tres en calma. Pero ésta era solo aparente, al menos para mí, que iba a tener que afrontar más pronto que tarde una de las situaciones más delicadas de mi vida. Resultó que mi antiguo conocido, estimando  más prudente no marcharse en su coche por lo avanzado de la noche y el alcohol ingerido, aceptó gustoso la invitación que le hizo mi ‘protector’ para pernoctar en la mansión. Éste, para colmo, me propuso con desenfado que compartiera habitación con el invitado. “Seguro que tendréis mucho de qué hablar… Bueno, lo de hablar es un decir”, dijo con un guiño al invitado. Aunque habíamos subido en pelotas, nos dimos las buenas noches con total corrección y nos separamos. Quedaba pues aplazado el ajuste de cuentas que sin duda me reservaba mi ‘protector’. Si es que todavía podía llamarlo así…

Al quedarme a solas con el delator tuve que decidir rápidamente qué aptitud adoptar frente a él. Aunque el cuerpo me pedía echarle en cara su malévola indiscreción, opté por mostrar una cínica resignación y hablé el primero. “¡Bueno! En algún momento podía pasar algo así”, dije con tono abatido. “No llegará la sangre al río”, replicó con cinismo, “Ya has visto que nuestro común amigo ha sabido encajarlo y me ha dado la oportunidad de compartirte”. “Pero ya no me verá con los mismos ojos…”, me lamenté. “¿Qué ojos? ¿Te crees que se los has abierto tú? Como si no hubiéramos participado en otros tiempos en orgías con jovencitos… Lo que pasa es que ahora, carrozón y acomodado, le has caído del cielo y te conservará para su uso y disfrute”. Su forma tan cruda de ver la situación me tranquilizó en parte y recurrí a la máxima que siempre me había guiado: Vivir el día y mañana ya se verá. Mi compañero de habitación pareció leerme el pensamiento y enseguida se mostró dispuesto a sacar partido de nuestro emparejamiento. “¡Anda! Que voy a aprovechar que tu benefactor te ha cedido esta noche”. Era efectivamente lo que había ocurrido. Así que me eché indolente en la cama y dejé que me metiera mano a su gusto. Desde luego parecía recuperado de los ajetreos de la piscina y, con achuchones y lamidas, me recorría todo el cuerpo. Me costó poco entonarme y, para asegurar lo que era su mayor querencia, me comió la polla con avidez hasta darle la firmeza óptima. Luego me pidió que lo montara y no paré hasta obsequiarle con una buena corrida. Al fin se durmió enganchado a mí y soporté sus ronquidos hasta que el sueño me venció. Nada más despertarnos, aún quiso que le volviera a dar por el culo, para apurar así al máximo el regalo del anfitrión.

Cuando bajamos por la mañana, convenientemente aseados y vestidos, mi ‘protector’ ya nos esperaba para el desayuno. Se permitió un irónico comentario: “Espero que hayáis descansado bien. Yo desde luego estoy como nuevo”. Aparte de esto no se volvió a tocar el tema y, mientras ellos charlaban de banalidades, guardé silencio asumiendo de nuevo mi papel oficial de secretario. Tras una despedida de lo más cordial del aprovechado invitado, que por lo demás se limitó a estrecharme la mano, llegó el momento inevitable de quedarnos frente a frente mi ‘protector’ y yo.

Aunque sin duda mi expresión de carnero degollado era patente, mi ‘protector’ parecía no tener prisa en sacar el asunto. Sin embargo de repente soltó una carcajada. “¡Y yo que creía que te libraba de la loca de mi hija!”. Me armé de valor para replicar: “En realidad lo hiciste”. “¡Claro! Y como con ella te falló el braguetazo, buscaste un puerto más seguro”, siguió más con ironía que con ira, “En lugar de sacarles los cuartos a personajes como el que acaba de marcharse, encandilaste al suegro que no pudo ser ¡Y qué bien supiste hacerlo!”. “Es que contigo la cosa no ha ido por ahí”, dije e, inmediatamente, me di cuenta de lo falso que sonaba. “¡Naturalmente! Mientras con los otros nadie se llamaba a engaño, a mí me tuviste que seducir… Más trabajoso, pero también más emocionante”, fue como interpretó mi frase. Me sentí atrapado sin que se me ocurriera cómo argumentar una defensa. Sin embargo, él mismo dio un giro a su línea de reproches. “¡Pero alegra esa cara, hombre! Todos tenemos pecadillos del pasado y no hay por qué cambiar las cosas. Me va bien contigo y me ahorras buscar aventuras inciertas. Ya no estoy para eso”. “Entonces…”, farfullé. “Ya sé lo que sé y es una cuestión de conveniencias… Si a ti te va bien, a mí también”, sentenció. “Te lo agradezco y desde luego no deseo más que seguir a tu disposición”, dije aliviado. “Echar unos buenos polvos sin salir de casa no tiene precio”, rio zanjando el asunto.

No obstante mi ‘protector’ había sopesado las consecuencias de mi verdadera condición  y no se privó de reflexionar sobre ellas. “Es posible que a partir de ahora reciba más visitas de las acostumbradas. El bocazas de tu delator sin duda va a hacer correr la voz y habrá quienes aprovechen mi generosidad para disfrutar de tus favores sin los costes que en otras circunstancias les supondrías”. No dejó de humillarme este pronóstico y pregunté desconcertado: “¿Qué pasaría entonces?”. “Anoche no te cortaste ni un pelo en la piscina. Se notó que tienes tablas”, me hizo recordar, añadiendo a continuación: “Y yo me lo pasé en grande ¡Qué buena la follada que te pegué después!”. No pude reprimirme el comentar: “Ya me contó tu invitado que habíais compartido ciertas cosas”. “Ese no se calla nada”, rio, “Todos nos conocemos y, bajo unas impecables apariencias, compartimos muchos secretos”. El que había quedado al descubierto no era solo yo, me dije.

Esa misma noche, mi ‘protector’ pasó de la piscina y me llevó directamente a su habitación. Con alivio, e incluso emoción, acogí lo que podía ser un revolcón de reconciliación. Así que me entregué con mis mejores artes y, como si todo lo ocurrido le hubiera exacerbado la líbido, la enculada que me propinó llegó a superar en ardor a la de la noche anterior. Dormimos juntos y no hubo más reproches ni ironías. Pareció que todo volvía a la normalidad anterior y yo pude seguir con mi vida regalada. Eso sí, esmerándome en dar de mí todo lo que pudiera complacer a  mi ‘protector’. Cosa que por lo demás hacía bien a gusto.

jueves, 10 de octubre de 2019

El acompañante (Primera parte)

Dejo descansar por ahora a mi atareado amigo Javier y empiezo a publicar un relato con cambio de registro. Hacía tiempo que lo venía escribiendo y se me ha ido alargando. Gustará más o menos a los lectores pero, en todo caso, ahí va la primera parte…

Estaba pasando unos días en un hotel balneario de aguas termales como ‘acompañante’ de un provecto hombre de negocios. Entonces, rebasada la treintena, era yo un gordito de aspecto delicioso, según decían los que reclamaban mis servicios, que, para redondear mis siempre escasas disponibilidades económicas, me dedicaba esporádicamente a eso: visitar a solitarios hombres mayores en sus domicilios o acompañarlos en viajes y estancias de hoteles. Por supuesto con derecho a roce, en todo aquello que sus deseos y capacidades les permitieran. Se me daba bastante bien complacerlos y eran siempre muy generosos conmigo.

En aquella ocasión surgió sin embargo un imprevisto. Mi contratante fue reclamado urgentemente por su empresa para un asunto que debía resolver en persona. Como yo no podría acompañarlo, me ofreció con generosidad que aprovechara el resto de la estancia en el hotel, cuyos servicios y gastos estaban todos ya pagados. No me pareció nada mal la idea y, después de dejar que me hiciera una buena mamada, lo despedí con el mejor fingido de los pesares.

Sin desdeñar en absoluto las comodidades y lujos que iba a poder disfrutar en solitario,  también me dediqué a observar si, en el caladero de la acomodada clientela del hotel, se me ofrecía alguna pesca interesante. Pero en lo referente al elemento masculino no me pareció que fuera a tener muchas posibilidades. O bien se les veía demasiado controlados por sus orondas esposas o, si se trataba de hombres solos, su evidente interés por las camareras y asistentas hacía improbable que se fueran a fijar en mí. Por otra parte he de aclarar que mi bisexualidad es muy esporádica y oportunista, aunque nunca me había dedicado a consolar señoras. Por ello pasé por alto al personal femenino del hotel.

No obstante, en mi ocioso deambular por las distintas dependencias y las esperas en albornoz para someterme a los diversos tratamientos de hidroterapia, pude observar que una mujer, más o menos de mi edad y no muy agraciada, no me quitaba la vista de encima siempre que coincidíamos. Y me pareció que buscaba hacerlo cada vez con más descaro. Pues no se limitaba ya a una simple contemplación, sino que también trataba de atraer mi atención sobre sus discutibles encantos. Yo, de natural educado como soy, empecé a saludarla respetuosamente, aunque ella interpretó este paso mío como un indudable avance para sus pretensiones. No tardó en decidirse a abordarme para hacer las presentaciones. Recalcó su nombre y, sobre todo, sus apellidos, como si éstos tuvieran que serme conocidos y admirados. Abierta a las confidencias, reconoció que su padre la había enviado al balneario para que se recuperara de una dolorosa pérdida… Podría ser de una mascota o, lo más probable, de un novio que la hubiera plantado. Le correspondí inventándome sobre la marcha el parentesco de sobrino del hombre mayor al que había venido a acompañar, con el que sin duda me habría visto los primeros días y que, por asuntos de negocios, se había visto obligado a dejarme solo. Esta confluencia de vivencias, con el común denominador de la soledad, fue suficiente para que la dama se propusiera un alivio compartido.

Antes de darle pie para mayores intimidades, hice mis indagaciones de las que obtuve la constatación de que se trataba de la hija única de un magnate de la industria viudo y, lógicamente, futura heredera de una gran fortuna. Con tales circunstancias me dije que no perdía nada dejándome querer, aunque también elucubré con el pensamiento de que probablemente me habría resultado más gratificante ligarme al padre en lugar de la hija.

No tuve que hacer el menor esfuerzo para seducirla, pues ella, en cuando me mostré receptivo a sus pretensiones y a despecho de la exquisita educación que habría recibido, no se cortó un pelo a la hora de meterme mano en cuanto gozamos de la intimidad adecuada. Muy zalamera casi me arrastró a su habitación y, en cuanto quedamos en cueros –fácil, porque los dos íbamos en albornoz–, me hizo caer sobre la cama. Sin más preámbulos, se amorró a mi polla. Me bastó cerrar los ojos y dejarme hacer, porque una boca que trabaje bien siempre se agradece ¡Y vaya como se esmeraba la dama! Total, que me la puso dura y no tardé en soltar resoplidos. Cosa que aprovechó ella para subírseme a horcajadas y meterse bien adentro mi polla. Con un furor uterino digno de mejor causa, saltaba gritona y ella misma se manoseaba las gordas tetas, ahorrándome de paso ese trabajo. Ya casi a punto con la mamada, la obsequié con una corrida bastante decente, que ella agradeció berreando con su propio orgasmo.

Lo curioso del caso fue que la seductora se tomó ese polvo hotelero como una auténtica petición de mano. “A mi padre le vas a encantar en cuanto te conozca”, me soltó eufórica, “Ya le he pedido que venga a recogernos lo más pronto que pueda”. Tal precipitación de planes me pilló desprevenido. No es que no me resultara tentador el braguetazo que se me presentaba con tanta facilidad, en la sospecha de que el padre debía estar deseoso de que su casquivana hija sentara la cabeza de una vez. Pero ello supondría un cambio tan radical y repentino en mi forma de vida que merecía un mayor sosiego para sopesar sus pros y sus contras. Alegué que previamente debería volver con mi tío, cuyo estado de salud se había deteriorado por un exceso de trabajo y prometí que, en cuanto me fuera posible, iría a reunirme con padre e hija.

Sin embargo el padre apareció en el hotel antes de que hubiera podido escabullirme. Ni que decir tiene que la hija quiso presentarnos inmediatamente. Y ahí la cosa empezó a tomar para mí una nueva dimensión… La visión del padre, maduro y fornido, me dejó con la boca abierta y, para colmo, la mirada con que me recorrió dijo más que mil palabras. Tengo experiencia en interpretar ese tipo de miradas y esta era de las que abrasaban. Así que no me costó demasiado dejar de lado mis precauciones y embarcarme junto a ambos con rumbo a la residencia familiar.

Los lujos de los que había disfrutado en el hotel se quedaban cortos en comparación con los que me ofrecía la soberbia mansión en la que había sido introducido. Y no digamos del trato que me prodigaban: pegajoso y agobiante por parte de mi oficiosamente prometida, pero exquisito y desbordante de simpatía por parte del padre. Este, por lo demás, debía dejar que su fortuna fuera creciendo por sí misma, en manos de administradores y gestores, ya que pasaba la mayor parte del tiempo en la casa, distrayéndose con las diversas aficiones que la grandeza del lugar le permitía desplegar. La más interesante desde mi punto de vista era su gusto por hacer uso a cualquier hora de la gran piscina cubierta y climatizada, que se contemplaba a través de cristaleras desde los diversos salones. Con sucintos speedos que apenas velaban su corpulenta figura me provocaba los más lúbricos deseos.

Por su talante liberal, el padre vio como normal que la hija me instalara en su dormitorio desde el primer día. Por supuesto me veía obligado a satisfacer su desbordada sexualidad, en lo que siempre tomaba ella la iniciativa. En este sentido, tuve la valiosa ayuda de que me bastaba con pensar en el padre, nada más comenzada la mamada, para que la coyunda llegara a feliz término.

De todos modos yo no descuidaba ni mucho menos cultivar mi acercamiento al padre. No solo desplegaba para con él toda la simpatía de que era capaz, sino que también trataba de sacar partido de la mirada en la que me había envuelto nada más conocerme. Para ello me resultó muy útil remedar su entusiasmo por las actividades acuáticas, lo que no pudo menos que halagarle. Así empezó a invitarme con frecuencia a acompañarlo a la piscina. Si mis dotes natatorias no eran precisamente espectaculares, trataba de compensarlas recurriendo a speedos no menos atrevidos que los suyos, en una descarada exhibición de los encantos que habían calado en la hija y, al parecer, también en el padre. Lamentablemente, cuando más a gusto estaba con esta varonil confraternización, solía reclamarme ella para que la acompañara a algún paseo o a ir de compras a la ciudad.

No dejaba de inquietarme este papel de yerno putativo en el que me hallaba encasillado. La hija no daba señales de tener mayores planes de futuro que el de que le siguiera calmando sus furores. Y el padre no se entrometía, conformándose con que la hija tuviera a alguien con quien distraerse. Con bastante seguridad, habría que añadir que al segundo no le disgustaba ni mucho menos mi presencia en la casa.

El destino sin embargo vino en mi ayuda con generosidad. La hija empezó a mostrarse inquieta, muy probablemente en relación con las frecuentes conversaciones telefónicas que procuraba mantener en intimidad. Llegó al extremo de perder apetencia por mis prestaciones sexuales, lo que no dejó de suponer un respiro para mí. Con el ánimo resuelto que la caracterizaba, nos convocó a su padre y a mí para darnos una información importante. Con ciertos circunloquios para no herirme, vino a decir que, antes de decidirse a ligar formalmente su vida con la mía, tenía que resolver unos asuntos pendientes con su antiguo novio, la ruptura con el cual tanto la había afectado. En conclusión, había pensado viajar inmediatamente a la lejana ciudad en la que aquél residía ahora, por el tiempo necesario para aclarar sus ideas. Dicho y hecho, ya tenía el equipaje preparado y rápidamente se despidió sin demasiadas efusiones de los dos hombres que dejaba abandonados.

Esta fue la mía, porque fue tanto el desconsuelo  con que dije que entonces yo debería marcharme también, que el padre, conmovido, afirmó enseguida que no tenía por qué irme, y menos en el estado de zozobra al que me había abocado la insensata actitud de su hija. Así me ofreció su cobijo y su consuelo. No tardó en abrirme asimismo su intimidad.

Ya la misma noche de la partida de la hija, el padre me dispensó un trato especial. A diferencia de noches anteriores en que, después de la cena y una vez retirado el servicio, ella me arrastraba al dormitorio, dejando solo al padre y sabiendo yo, para más inri, que acostumbraba solazarse en la piscina antes de irse a dormir, ahora estábamos por completo a disposición el uno del otro.

Yo no había abandonado mi expresión apesadumbrada y notaba que el padre no dejaba de estar disgustado por lo acontecido, probablemente con más sinceridad que yo. En todo caso era un buen momento para las confidencias y así lo demostró mi anfitrión. Tras la cena quiso que nos tomáramos una copa de excelente cognac y, para saborearlo, me invitó a sentarme junto él en un cómodo sofá. “Esto nos irá bien a los dos”, dijo. Y yo me sentí encantado de su cercanía. Pronto empezó a desahogarse. “Definitivamente esta hija mía  nunca sentará la cabeza… Y yo que me había hecho a la idea de que contigo iba a ser distinto... Pero ese tarambana aprovechado le sigue teniendo sorbido el seso y no la iba a dejar escapar. Con la herencia de su madre que ella administra por su cuenta… Dijo que se marchaba tan solo para aclarar las ideas pero, conociéndola, su decisión estaba tomada”. Me miró con ojos compasivos. “Así que, si todavía albergas alguna esperanza, siento tener que aconsejarte que mejor te olvides de ella”. Me apretó un brazo cariñosamente y yo giré entonces la cara hacia él e hice brotar algunas lágrimas de cocodrilo. Fueron decisivas para que me pasara el brazo por detrás y dejara que reposase la cabeza en su hombro… ¡Qué bien olía aquel hombre!

En un tono menos dramático el padre continuó. “Para serte sincero, me cuesta entender que un chico tan modoso y agradable como tú se haya dejado enredar por una mujer que, por muy hija mía que sea, no la consideraría precisamente una belleza y de cuyo carácter voluble para qué te voy a hablar…”. Alguna explicación tenía que dar, por muy tonta que sonara. “Fue muy amable conmigo y enseguida se me abrió…”. El padre soltó una risa irónica. “Desde luego abrirse de piernas le cuesta bien poco”. Aunque enseguida añadió: “Disculpa que haya sido tan crudo”. “¡No, no!”, repliqué, “Agradezco tu sinceridad… ¡Perdón! Su sinceridad”. “¡Nada que perdonar! Y me gusta que me trates como a un amigo”. Nuevo achuchón cariñoso y a otra cosa…

De pronto recordó algo. “Antes de que se me olvide… He dispuesto que trasladen tus cosas a una de las habitaciones de invitados. No quería que te sintieras incómodo en la que compartías con mi hija… Es la que está más cerca de la mía. Así que, si esta noche te perturban los recuerdos, sabes dónde encontrarme”. Esto último me sonó deliciosamente ambiguo… A continuación me habló de algo que yo ya sabía. “Me sienta muy bien darme un baño en la piscina antes de acostarme. Me entona y duermo mejor… Tal vez te convendría también”. No dudé. “Con mucho gusto… Iré a ponerme el traje de baño”. “¿Para qué?”, me cortó, “Si vamos a estar solos”. Lo cual me hizo pensar que mis fantasías podrían hacerse realidad más rápido de lo que imaginaba.

Aunque ya nos habíamos visto los cuerpos apenas cubiertos por los ajustados speedos, quedarnos completamente desnudos en pleno salón tenía un morbo tremendo, al menos por lo que a mí se refería. Además, lo que faltaba por ver era merecedor de la mayor atención. La mirada baja que adopté mientras procedía me sirvió para dos cosas. La primera, para disimular el desvío de los ojos hacia lo que mi anfitrión iba mostrando: una bien provista entrepierna y un magnífico culo. La segunda, para simular un pudor que lo indujera a fijarse en mí. Lo cual logré porque se me encaró sonriente y mostrando todo su esplendor. “No me digas que también eres vergonzoso… ¡Venga hombre! Si tienes un cuerpo llenito de lo más saludable. Y no como el mío, con tantos michelines y pelos”. Rio más abiertamente y, señalándome la polla, añadió: “No me extraña que con eso hicieras las delicias de mi hija”. Me salió del alma decirle: “¡Tú sí que estás estupendo!”. Pero me callé que su polla sí que haría mis delicias.

Pasamos ya a la piscina y nos zambullimos, como ya habíamos hecho en anteriores ocasiones. Pero ahora, con la transparencia del agua iluminada por focos sumergidos, los desnudos resaltaban y las pollas se balanceaban libremente. Mi anfitrión, con una agilidad considerable dada su corpulencia, salía con frecuencia del agua y, a paso ligero por el borde de la piscina, se subía a la palanca que había en la zona más honda. Dando un salto que lo elevaba, se lanzaba en distintas posturas. Pese al embeleso con que lo contemplaba, me obligué a hacer una reflexión. Porque lo que me estaba gustando aquel pedazo de hombre y los lúbricos deseos que me hacía sentir, tal vez me estaba haciendo descuidar, después de los primeros avances, lo esencial para mi estrategia. Que no era sino conseguir que me viera como algo más que un gordito saludable. Así que, en cuanto emergió de uno de sus saltos, salí de la piscina y me dirigí hacia la palanca, aunque me paré dubitativo. “¡¿Qué? ¿No te animas?!”, me incitó. “Soy muy torpe para estas cosas”, declaré, “Me daría un planchazo”. “¡Espera, que te enseñaré!”, avisó tal como yo deseaba. Salió y corrió hacia mí balanceando la polla. Me tomó de un brazo y subimos juntos a la palanca. Se colocó a mi espalda y, a dos manos, fue moldeando mi cuerpo. “Primero lo más sencillo… Mantente erguido y con los brazos pegados”. Desenfadado me iba rozando con toda su delantera. ¿Lo hacía más de lo necesario?, me preguntaba encantado. “Las piernas estiradas y los pies en el extremo de la palanca, pero sin que vayas a caerte antes de tiempo”, bromeó. Bajó y me ilustró: “Impúlsate hacia arriba y déjate caer… Vas a entrar en el agua como un misil”. Hice lo que decía pero, en el último instante, pataleé torpemente y, con cierta deliberación caí de cualquier manera. Cuando salí a flote, oí su risa. “Podía haber estado mejor”. No se dio por vencido sin embargo y, sin moverse de donde estaba, me tendió una mano. Se la cogí y, con una fuerza increíble, tiró de mí hasta que tuve medio cuerpo sobre el borde. Me ayudó a salir de todo y propuso algo que me dejó sorprendido. “Ahora saltaremos juntos”. Me intrigaba cómo lo haríamos. Pero él lo tenía muy claro. Los dos estábamos enfrentados sobre la palanca y, con toda naturalidad, fue dando instrucciones que seguí a pies juntillas. “Agárrate con fuerza a mí”. Le puse las manos sobre los hombros. “¡Más, más!”. Levantó los brazos para que le ciñera el torso. Hizo otro tanto conmigo y quedamos firmemente abrazados. Se amoldaban los pechos y las barrigas, y por debajo de éstas entrechocaban las pollas. “Ahora déjate llevar”. Cargando conmigo llegamos al borde de la palanca y, de no ser por lo volátil de la situación, ya habría estado empalmado. Dio impulso a la palanca y ahora sí que el doble misil entró libremente en el agua, donde ya nos desligamos. Su cara de satisfacción al resurgir contrastaba con el desconcierto de la mía, que pudo atribuir al inesperado abrazo, aunque se debiera tan solo a la caída en sí. Quiso disculparse a su manera. “Tal vez te haya resultado demasiado atrevido por mi parte… Pero tenía muchas ganas de hacer algo así”. “¡Qué va!”, me apresuré a negar, “Ha sido muy emocionante… Podemos repetirlo todas las veces que quieras”. “Por lo menos se nos han quitado las caras de funeral que teníamos los dos”, concluyó. Lo que empecé a barruntar fue si el padre, una vez sin el obstáculo de la hija, se estaría lanzando a una seducción exprés.

Salimos ya de la piscina y nos secamos con las toallas que estaban dispuestas en el respaldo de dos tumbonas. Mi anfitrión propuso: “Si no tienes sueño todavía, podíamos relajarnos un poco aquí tendidos”. Así que nos estiramos y, como las tumbonas estaban juntas, casi nos rozábamos. “Te puede sonar cínico, pero no hay mal que por bien no venga”, dijo calmadamente, “Y hoy estoy disfrutando mucho contigo”. Me animé a ponerle una mano sobre un muslo, pero no quise descartar del todo mi papel de abandonado. “Gracias a ti me está siendo todo más fácil”. Llevó una mano sobre la mía y me la apretó. “Si te soy sincero, cuando os encerrabais mi hija  y tú en su habitación sentía envidia”. Como no podía ser sino de su hija, me aventuré a confesar: “También entonces me fuiste de gran ayuda…”. No necesitó aclaración y, en un gesto que parecía mecánico, arrastró mi mano más arriba hasta dejarla cerca de su pubis, cuyos pelos me cosquillearon en los dedos. Pero, cuando creía que algo iba a pasar, se irguió de repente soltándome la mano. “Será mejor que vayamos ya arriba”. Esta inesperada reacción me dejó confuso, y más después de los juegos que él mismo había propiciado. Pero no podía más que asumirla sin aparentar que me decepcionaba.

Desnudos tal como estábamos subimos a la planta donde estaban las habitaciones. Mi anfitrión quiso acompañarme a la mía para comprobar que todo era de mi gusto. Entró conmigo y, sin dar muestras de tener prisa por marcharse, se sentó en la cama. “Siento lo de antes”, dijo con una voz tenue. Dudé de si se refería a sus excesos con los juegos o al desplante posterior. Así que contesté: “No tienes que disculparte por nada”. Como  se quedó silencioso, me senté a su lado y tomé la iniciativa. “¿Por qué no me pides lo que a estas alturas sabes que puedo darte?”. Pensó unos instantes antes de responder. “¿Sabes tú lo que me frena? Imagina que mi hija vuelve decepcionada de nuevo y busca lo que considera que es suyo”. “Esa es una hipótesis que no se va a dar mañana”, insistí, “Ya tendremos tiempo de planteárnosla”. Su deseo era tan intenso que mi razonamiento pareció suficiente. Se dejó caer hacia atrás sobre la cama en disposición de reanudar lo que había cortado en la piscina. Me afiancé a su lado y llevé la mano a su polla. La acaricié y noté cómo se endurecía. Él suspiró entregado. Me decidí a tomarla con mi boca y la chupé suave y lentamente. Cambió los suspiros por gemidos hasta que apartándome me volteó con energía. Se abocó sobre mí y ansioso se puso a lamer y chupar todo mi pecho. Solo se interrumpió para exclamar perdiendo la compostura de su lenguaje: “¡Joder, qué bueno estás! Lo supe ya cuando te vi por primera vez”. Arrastró la lengua por mi barriga y tomó posesión con la boca no solo de mi polla sino de todo su entorno. Cambiaba sin parar de mamármela a sorberme los huevos, y hasta llegó a alzarme el cuerpo con energía para adentrar más la cara entre mis muslos. La desenvoltura con que me manejaba, pese a que no era precisamente un peso pluma, con una brusquedad siempre contenida, me excitaba más allá del placer que me hacía sentir. Normalmente, con mis ‘acompañados’ de lo que ya me estaba pareciendo una vida anterior, era yo quien tenía que hacer el trabajo principal. Llegué a asumir que, dado su furor, no tardaría en ponerme bocabajo para follarme. Pero en uno de esos repentinos cambios de actitud a lo que ya me iba acostumbrando, me soltó y se dejó caer estirado con la respiración acelerada. “Qué bruto soy ¿verdad?”, reconoció, “Pero te tenía tantas ganas… ¡Anda! Ahora haz lo que quieras conmigo… Y no te cortes en darme marcha. La necesito”. La oferta me movilizó enseguida y, además, era mi especialidad.

La mamada inicial que le había hecho había sido tan solo el interruptor de su excitación. Ahora la polla se alzaba magnifica con el capullo brillando por el juguillo trasparente que destilaba. La recogí con la lengua y ya gimió de placer. Una de las cosas de las que me sentía orgulloso era la de haber perfeccionado tanto la técnica de la felación, con un juego pautado de labios y lengua, que hasta al más decrépito de mis ‘acompañados’ llegaba a hacer que se corriera explosivamente en mi boca. Después del vapuleo con el que mi anfitrión se había desfogado conmigo, qué mejor que culminar esta primera rendición con un tratamiento de choque. Me funcionaba a la perfección a juzgar por las expresiones que le iba arrancando a mi anfitrión: “¡Uf, uf! ¿Cómo sabes hacer eso?”, “¡Me gusta, me gusta!”, “¡No pares, malo! ¿Me quieres castigar?”, “¡Sigue, sigue!”, “¡Oh, qué bueno!”, “¡No lo aguanto más!”, “Me está viniendo”, “¡Ya, ya!”, “¡Aj, aj, aj!”, “¡Aaahhh…!”. Me mantuve tragando con breves chupadas que lo estremecían hasta que suplicó: “¡Deja ya o me matarás!”.

Me deslicé suavemente para tenderme al lado de mi anfitrión. Tenía los ojos cerrados con la respiración agitada y me puse a acariciarlo. Las emociones habían sido muy intensas aquella noche y no tardó en quedarse dormido. Me pregunté si sería prudente que permaneciera así, pensando que el servicio estaría en acción desde primera hora de la mañana. Y además habíamos dejado toda nuestra ropa en el salón. Pero quién era yo para decidir lo que debía hacer el dueño de la casa. Así que me tendí a su lado y también me dormí.

Cuando despertamos por la mañana, mi anfitrión no le dio importancia a haber pasado la noche en la habitación que me había asignado. Sonriente comentó: “¡Vaya nochecita!”. Solo al salir de la cama pareció darse cuenta de que estaba desnudo y sin la ropa. “Tendré que ir a mi habitación para ponerme más decente”. Cogió una sábana y se la ciñó a la cintura. “Nos vemos en el desayuno”. Nada más salir, le oí saludar a la doncella que se cruzó por el pasillo con un “¡Buenos días!”. Comprendí que, para el servicio de una mansión como aquélla, la regla de oro es la discreción absoluta, vea lo que vea y oiga lo que oiga.

Pasaros unos días de paz y armonía, sin noticias del exterior ni volver a aludir al tema que había frenado a mi anfitrión – ¿o debería considerarlo ya como mi ‘protector’?–. Teníamos nuestras noches locas de piscina, que culminaban en una u otra habitación indistintamente. No habíamos pasado todavía de las mamadas, que mi ‘protector’ también me hacía bastante satisfactorias. Durante el día, él se dedicaba a sus asuntos y yo a darme la buena vida disfrutando de los lujos y caprichos que mi situación privilegiada me permitía. A mi ‘protector’ le gustaba acompañarme a veces de compras ya que, al prolongarse mi estancia, necesitaba ropa y demás complementos. Su generosidad no tenía tacha. Aunque, tras conocernos, yo había dado a entender ambiguamente que me ocupaba de algunos negocios de mi inventado tío, nunca más se habló del tema y mi tío quedó olvidado.

Cuando mi ‘protector’ recibió por fin una llamada de su hija, me puse en guardia. Hablaron un buen rato en la privacidad del despacho. Al terminar, vino a resumirme la conversación. La hija había afianzado los lazos amorosos con su exnovio y pensaba quedarse a residir junto a él, con el proyecto de instalar una galería de arte. Había un tono inicial de frustración, que pronto, como si me leyera el pensamiento, cambió por un cínico “A enemigo que huye…”.

La liberación de los problemas filiales pareció insuflar nuevas energías sexuales a mi ‘protector’. Así, una noche en la piscina, me abordó por detrás. Abrazándome con fuerza se pegó a mi espalda y noté sus movimientos de restregarme la endurecida polla, que llegaba a resbalarse por mi raja. “Desearía tanto follarte”, me susurró al oído. Aunque estaba más acostumbrado ser yo quien se cepillara a mis maduros ‘acompañados’, merecía la pena dejar que mi ‘protector’ satisficiera conmigo sus deseos. “He estado esperando que quisieras hacerlo”, dije convincente. Salimos de la piscina, pero era tal su urgencia que no llegamos más allá de la primera tumbona con que tropezamos. Hizo que me arrodillara en ella para acceder a mi culo y su vehemencia ya conocida, así como mi desentrene y el tamaño de su polla, requirieron que me armara de valor. No podía ver lo que hacía, pero noté que sus manos caían sobre mis nalgas y las separaban. Luego, el roce de la lengua por la raja se convirtió en unos chupeteos que me pusieron la piel de gallina y que me prepararon el cuerpo para resistir la enculada. Fue menos brusca de lo que me temía. La saliva que abundaba en mi raja hizo de lubricante que suavizó la entrada firme pero lenta de la endurecida polla. Una vez bien encajada, recuperé la confianza. Oí  exclamar a mi ‘protector’: “¡Que gusto estar ahí dentro!”. Ya puestos, lo animé: “¡Disfruta conmigo! Yo lo haré si tú lo haces”. La follada fue intensa y el gusto que sin duda él sentía se me contagió en cierta manera. “¡Ya me viene…!”, avisó con voz quebrada. “¡Sí, dámelo todo!”, pedí.

Convertido en amante, hice todo lo posible para que esa situación tan beneficiosa para mí se consolidara. El sexo conmigo volvía loco a mi ‘protector’ y a mí no me resultaba ni mucho menos indiferente entregarme a un hombre como él. Dejando aparte el servicio, que ya me consideraba como parte de la casa, de cara al exterior, mi ‘protector’ cada vez llevaba con más naturalidad el dejarse ver conmigo. Si recibía la visita del algún amigo o conocido, no dudaba en presentarme como su nuevo secretario. Lo que al respecto pudieran imaginar quedaba a cubierto bajo el manto de la discreción. Quien esté libre de pecado…