jueves, 9 de enero de 2020

El escape

Necesitaba cambiar el lavabo agrietado de un pequeño aseo al fondo del pasillo. Escogí  el que me pareció adecuado en unos almacenes de bricolaje y me lo trajeron a los pocos días. Como estoy pez en materia de fontanería, pedí que también me enviaran un instalador, que tardó algo más en venir. Por fin acudió arrastrando una gran caja de herramientas con ruedas. Su aspecto me causó una más que buena impresión. Gordote y fortachón, tenía un rostro agradable y muy viril, que realzaba un cabello oscuro y espeso bastante corto. Llevaba unos tejanos viejos con manchas de pintura cortados a la altura de las  recias pantorrillas y una camisa de manga corta con varios botones desabrochados. Por los brazos y la abierta camisa se le veía bastante peludo. Lo conduje al aseo y, al verlo, rezongó: “¡Uf, qué pequeño es esto! Y con el calor que hace hoy”. Aunque enseguida sonrió simpático. “Pero en sitios peores me he metido… Usted tranquilo”. Lo que sí me removió fue que, como primera medida, se quitara la camisa, que dejó sobre la cisterna del wáter. Una buena barriga y unas tetas que reposaban sobre ella, se adornaban de un vello que de dispersaba por hombros y espalda. No pude menos que pensar que estaba salvajemente apetitoso. Lo cual me llevaría a asomarme con frecuencia para verlo trabajar.

No tuvo problemas en desmontar el lavabo viejo, y me presté a ayudarle para sacarlo al pasillo. Los roces con sus brazos velludos me ponían la piel de gallina. El hombre volvió al aseo a despejar el terreno para la instalación del nuevo lavabo y no tuve excusa para seguir allí mirando. Así que me fui a mi despacho para trabajar con el ordenador, aunque la mente se me iba de continuo al pedazo de tío que estaba a pocos metros. Me sirvió de pretexto para volver a verlo una ruidosa vibración que empezó a oírse. Acudí a ver de qué se trataba y allí me lo encontré, de rodillas y medio encogido en el estrecho espacio. Manejaba una gran perforadora, que detuvo al verme. Se sacó un arrugado pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente, que también hacía brillar su torso peludo. “Resulta que hay que cambiar de sitio el desagüe y tengo que levantar varias losetas”, me explicó, “Voy con cuidado para no romperlas”. Me alegré de poderle decir: “Por eso no se preocupe demasiado. Como son iguales a las del baño, guardo algunas de repuesto”.

Lo dejé solo de nuevo y seguí oyendo intermitentemente el ruido de la máquina. Sin embargo esta matraca fue sustituida de forma repentina por el sonido de agua a presión, al que se sobrepuso la voz bronca del fontanero: “¡Me cago en la leche!”. Corrí sobresaltado y el espectáculo era impresionante. Un  fino y potente chorro del agua salía del suelo e iba a dar contra la barriga del lampista que, con sus propias manos trataba de taponar el escape. Mi reacción fue ir lo más rápido que pude a cerrar la entrada general de agua y me tranquilizó que cesara el ruido. Al volver al aseo el hombre estaba sentado de culo y empapado, con la respiración agitada. “Si estaba cortada el agua del aseo…”, comenté extrañado. Explicó algo compungido: “Como había dos tubos muy juntos, al cortar uno he debido perforar el otro, que será otra conducción”. Y añadió para justificarse: “Es que, como quedan tapados, los mezclan de cualquier manera… Ahora que ya lo sé, lo podré tapar bien”. Para que no se mojara el pasillo, le dije: “Espere un momento, que traeré trapos y toallas. También podrá secarse”.

Tarde un poco en encontrar lo necesario y, cuando volví, quedé aún más sobrecogido que por el escape. El tipo estaba de pie completamente en cueros y exprimía los tejanos en el wáter. No debía llevar calzoncillos, o al menos no los vi por allí. Hasta las zapatillas se había quitado para ponerlas a salvo. Con un culazo impresionante y una polla que no se la saltaba un galgo, que le penduleaba con los esfuerzos al estrujar los pantalones. Mi presencia no lo inmutó lo más mínimo y se giró hacia mí para lamentar: “¡Joder! Me he empapado entero”. Desde luego a la vista estaba. Me entraron ganas de lanzarme con una toalla para secarlo yo mismo. Pero aparte de no quitarle la vista de encima, lo que hice desde la puerta fue ir echando al suelo varias sábanas viejas que había podido encontrar para que fueran empapando el agua. El hombre las iba extendiendo con los pies y agachándose, con lo que le daba unos meneos al cuerpo que me ponían negro. También le alcancé una toalla grande para que se secara él y, en su caso, que la usara de taparrabos. Sin embargo, una vez que se enjugó someramente con ella, la echó al suelo como una empapadera más. No parecía tener la menor preocupación por tapar sus vergüenzas… para mi suerte. Lo cual por lo demás hacía que el accidente doméstico me afectara mucho menos.

De todos modos, y como yo parecía estar más afectado que él por su ostentosa desnudez, me sentí casi obligado a decirle: “Si quiere le puedo buscar algo para ponerse, aunque creo que no le va a ir nada mío”. “Sí que estoy más gordo, sí”, contestó riendo, “Por mí no se preocupe”. Y como si por primera vez tomara conciencia de su estado de completa desnudez añadió: “A usted no le importará que me haya quedado así ¿verdad?”. “¡Qué va, hombre! No lo decía por mí”, replique tragando saliva. Entonces colgó extendidos sus pantalones en la barra de la ducha. “Ya se irán secando con este calor”. Porque además aclaró: “Con esta complicación del escape voy a necesitar más tiempo del que creía… Lo siento por usted”. “¡Qué se le va a hacer!”, dije con cierto cinismo, “Ya contaba con que estas cosas se pueden alargar”.

Yendo ya a asuntos más prácticos, el lampista me pidió: “¿Tiene una fregona y un cubo? Así despejaré esto para poder trabajar”. Me apresuré para traérselos y, al volver al aseo, me topé con una escena de lo más turbadora. El hombre, de perfil, con una mano en la cintura y sujetada la contundente polla con la otra, soltaba un potente chorro en el wáter. No se cortó lo más mínimo y, mirándome, comentó: “Con tanto lío ya no me aguantaba. Usted perdone”. “¡Haga, haga! Que cuando las ganas aprietan…”, dije con forzado desenfado mientras soltaba los recipientes. Quedé sin acabar la frase sin embargo cuando, al disminuir el chorro, el tío no solo se sacudió ostentosamente la polla varias veces sino que, al hacerlo, le corría la piel descubriendo y retrayendo el gordo capullo. “¡Qué a gusto se queda uno!”, exclamó al soltarse la polla. Y sin solución de continuidad dijo como si hiciera una concesión: “Ya me encargo yo de fregotear y dejar esto más seco, y así podré seguir con la faena… Usted vaya a lo suyo, que bastante lo he enredado ya”. Aunque en realidad lo mío en aquel momento habría consistido con mucho gusto en no perder de vista sus provocativos meneos mientras manejaba la fregona, sin forzar la situación no podía sino retirarme hasta la próxima ocasión que se me presentara. De todos modos, en el último segundo, se me ocurrió comentar: “De paso me pondré más fresco, que con tanto trajín también he sudado lo mío”. Su reacción me resultó gratificante. “¡Claro, hombre! Que está usted en su casa… ¿No me ve a mí?”.

En el despacho, lo primero que hice fue quitarme la camiseta que llevaba y los tejanos, clásicos y no acortados como los del fontanero. Por un prurito de pudor me dejé el eslip. Si más adelante procedía, ya me desharía de ellos. En la espera, con el oído agudizado, estaba pendiente de los sonidos que me llegaban del aseo. Con la mirada perdida en el salvapantalla del ordenador, reproducía mentalmente las sacudidas de la polla con que me había obsequiado y elucubraba acerca de cómo sería cuando estuviera en plena forma. Poco después de percibir los vaciados de los cubos en el wáter, me llamó la atención un silbido penetrante. Me dije que ya me tocaba hacer otra visita al aseo y que así el hombre viera que había decidido imitarle, aunque no fuera de forma integral. Arrodillado y con unas gafas protectoras, manejaba un soplete sobre la tubería averiada. No pareció captar mi presencia hasta que apagó el soplete y se quitó las gafas. Entonces sí que me miró, sin denotar ninguna reacción a mi cambio de apariencia, para explicarme: “El agujero era pequeño y he podido taponarlo. Quedará bien, aunque habrá que esperar a que se enfríe y se solidifique antes de seguir trabajando”. Aproveché enseguida para proponerle: “Igual nos podíamos tomar una cerveza mientras tanto ¿Le apetece?”. “¡Muy buena idea! Me vendrá de perilla”, contestó sonriente.

Por fin el fontanero salía de su forzado confinamiento en el aseo y verlo andar por mi casa luciendo con toda naturalidad su exuberante desnudez me ponía la piel de gallina. Nos dirigimos a la cocina y, nada más entrar, se dejó caer en una silla con las piernas abiertas. Con un fuerte resoplido manifestó: “¡Uf, qué ganas de estirarme! Con lo encogido que he estado ahí dentro”. Saqué de la nevera un par de botellines de cerveza, los abrí y le alargué una. Con la mía me senté deliberadamente en otra silla frente a él. Ahora lo contemplaba en otra perspectiva mucho más directa y lo que presentaba sin el menor pudor entre los gruesos muslos separados era de vértigo. Con la barriga que se le descargaba por encima del pelambre del vientre, sobresaliendo del borde de la silla reposaban unos huevos de muy buen tamaño, que mantenían alzada sobre ellos la espectacular polla. En la postura en que estaba, se veía bien gorda y achatada, con la piel algo retraída que dejaba asomar, en un círculo perfecto, la punta del capullo. Me sacó de mi ensimismamiento, que tal vez había captado, alzando su botellín y brindando: “Bueno, pues a su salud… Yo me llamo José”. Correspondí con un gesto similar y dije: “Porque todo acabe bien… Yo soy Daniel”. “Ya lo sabía”, sonrió José, “Por las señas que tenía”.

En este ambiente de camaradería que se había creado, tras dar cada uno un buen trago, me animé a comentar: “Resulta chocante que, tal como hemos acabado estando los dos, sigamos hablándonos de usted”. “La costumbre”, dijo él. Pero adoptando enseguida el cambio de tratamiento, añadió socarrón: “Aunque tú no estás igual que yo”. Me avergoncé de mi eslip y solo se me ocurrió reconocer: “Temía la comparación”. Soltó una risotada para admitir: “La tengo gorda ¿verdad?”. Y con la naturalidad que había mostrado desde que se quedó en pelotas, se levantó la polla con dos dedos para enseñármela aún más. “Pero no creas”, precisó, “También tiene sus inconvenientes. Puede llegar a asustar”. “Depende de para qué”, me atreví a comentar. José parecía a gusto con el tema porque siguió con desenvoltura: “Es que tendrías que verla cuando se me pone farruca”. “No podría imaginármelo””, repliqué en este dialogo cada vez más surrealista. “Pues se me pone así enseguida… Solo con que me la toque un poco”, insistió. “Es lo que haces ahora ¿no?”, advertí, ya que no paraba de manoseársela. Pasó por alto mi indirecta y preguntó: “¿Quieres verlo?”. “Tú mismo”, contesté aparentando indiferencia. Le debió picar lo que entendería como desinterés por mi parte, porque se soltó la polla y dijo: “Pensé que te gustaría… Me la has estado mirando desde que me quedé desnudo”. “¡Claro que me gustaría, hombre!”, rectifiqué, no fuera a desanimarlo, “Tengo mucha curiosidad”. “Entonces lo vas a ver”, dijo recuperando su afán exhibicionista. Lo cual me hizo ya dudar de que solo fuera eso.  José se acomodó más relajado en la silla y, separando más las piernas, estiró una de ellas. El sobeo de la polla fue algo más que unas caricias y José demostró que tenía razón porque le costó poco hacerla endurecerse y crecer. Tampoco había exagerado en las dimensiones alcanzadas, sobre todo en gordura, y entendí que pudiera llegar a asustar. Lo que se elevaba sobre los huevos hacía que éstos, siendo magníficos, quedaran empequeñecidos. Cuando consideró que la polla había alcanzado la turgencia deseada, José la soltó y, con un curioso dominio, se puso a moverla a voluntad arriba y abajo, a un lado y otro. “¿Qué te parece?”, preguntó sonriendo ufano. “¡Impresionante!”, fue lo único que se me ocurrió. “Pero guapa ¿no?”, insistió. “Según para quién… A mí  sí que me lo parece”, contesté con cierta ambigüedad. Y añadí enseguida para engatusarlo: “Debe estar dura como una piedra”. Dio resultado porque rápidamente se levantó y se me acercó. “¿Quieres tocarla?”, ofreció. Aunque lo estaba deseando, no quise enseñar todavía todas mis cartas. Así que dije: “¡Hombre! No sé yo…”. “Si a mí no me importa… Y ya que estamos”, insistió José. Como si hiciera una concesión, agarré la polla, que casi no me cabía en el puño. “Sí que está dura, sí”, confirmé, “Y pesa bastante”. “¿A que sí?”, replicó satisfecho. Ya la manejé con más soltura haciendo correr la piel hasta sacar el capullo entero. “¡Qué gordo es!”, comenté, “Ya me fijé cuando estabas meando”. “¡Sí!”, se rio, “No me podía aguantar”. Le pasé un dedo por la punta y extendí el juguillo que le salía. “Ahora también está mojada”, le hice notar. “Es porque tienes las manos muy calientes”,  dijo casi susurrando. Ya me descaré: “El que me parece que está caliente eres tú”. Me sorprendió que me devolviera la pelota. “Pues anda que tú”, soltó señalando mi entrepierna. Resultaba que, con la excitación que me producía estar sobando aquel pedazo de polla, ni me había dado cuenta de que la mía también se había disparado y causaba un inequívoco estiramiento del eslip, hasta con una manchita de humedad. “Ya ves que no soy de piedra”, reconocí al fin. “¡Coño! Pues deja de una vez que te la vea”, pidió José con vehemencia. Me pareció que no era cuestión de seguir con los tapujos, así que le solté la polla, me puse de pie y me quité el eslip. La verdad es que la tenía bastante presentable, comparaciones aparte. “¡Qué tiesa se te ha puesto!”, dijo José complacido. “Puedes tocarla, si quieres”, ofrecí. “¡Pues claro!”, exclamó y me la agarró con su duro puño, “Bien dura que está”. “Al lado de la tuya no es para presumir”, reconocí. “¡Venga ya! Ésta es más manejable”, me animó.

Allí estábamos los dos de pie, sobándonos la polla uno a otro, cuando con su desinhibición ya largamente demostrada, José hizo una proposición: “Si me la chupas, luego te lo haré yo a ti”. Desde luego yo llevaba ya rato salivando por el morbo que tendría meterme aquel pollón en la boca, pero ahora que se me presentaba la ocasión, valía la pena hacerlo en condiciones. “Buen trato”, dije. Y me permití bromear: “Si me la quisieras meter por otro sitio, me lo tendría que pensar”. “¡Tranquilo!”, contestó, “Si ya sé que esta cosa tan grande solo la admitiría un culo muy bregado… Es el inconveniente que tiene”. Suavicé mi broma anterior: “Siento no poder darte gusto de esa forma”. “Ya casi prefiero una buena mamada. Una boca experta puede dar mucho juego”, admitió. “Pues las ganas de chupar esa polla tan magnífica no me faltan”, reconocí. Entonces, con todo aclarado, propuse: “¿Pero por qué no lo hacemos más cómodos y no aquí en la cocina?”. Le gustó la idea y bromeó a su vez: “¿Estás invitando a este liante fontanero a tu cama?”. “¡Calla!, reí cogiéndolo del brazo, “Que estás más bueno que el pan”.

Una vez en la habitación José evidenció las ganas que tenía ya de que entráramos en faena y, como según el acuerdo, a él le tocaba primero que se la chupara, sin encomendarse a dios ni al diablo, se despatarró sobre la cama. Visto desde los pies, sobresaliendo de su peludo barrigón, se alzaba la polla tiesa que, por su peso, iba oscilando a un lado y a otro, como si tuviera vida propia. ¡Con qué ganas la sujeté para detenerla! Primero fui pasando la lengua por el gordo capullo, que emergía enrojecido y húmedo, y lamí el juguillo ácido que destilaba. Abrí la boca al máximo para engullirlo y cuando conseguí tenerlo entero dentro, el lampista emitió un suspiro de satisfacción. Hice un esfuerzo para meterme más en la boca, pero apenas me cupo menos de la mitad de aquel pollón para no quedar atragantado. Pero compensé con lamidas por el tronco, que abarcaban también los compactos huevos, y fuertes succiones al capullo. Debía dar resultado porque oí que exclamaba: “¡Oh, qué bien lo haces! ¡Cómo me gusta!”. Me debatía entre el deseo de llevarlo al límite y el temor de precipitarme demasiado pronto. Pero él mismo resolvió mi dilema  cuando dijo: “Me has puesto a cien… pero no quiero correrme todavía”. Hizo que me apartara y, fiel al acuerdo previo, me instó: “¡Anda, sube a la cama! Ahora me toca a mí”.

Me ofrecí muy a gusto e inmediatamente se lanzó a comerme la polla con una afición que, desde el primer chupetón, se me puso la piel de gallina. Me excité tanto que, como él estaba de costado inclinado sobre mí a cuatro patas, no me resistía a darle palmadas en el orondo y peludo culo que tanto me fascinaba. Estaba dispuesto a dejarme ir cuando, para mi sorpresa, ya que de eso no había hablado antes, interrumpió la mamada y me ofreció, o más bien me pidió: “¿Me querrás follar?”. No podía desear otra cosa en ese momento y exclamé: “¡Desde luego!”. No tuvo que cambiar de postura, porque con rapidez me pasé a colocarme de rodillas detrás de él. Me recreé contemplando el magnífico trasero mientras me afirmaba sobre la cama y él me urgió: “¡Venga, venga!”. Y vaya si fui directo a meter la polla entre las apetitosas nalgas, donde enseguida topé con el ojete en el que la hundí con fuerza. Él no se inmutó e incluso me preguntó: “¿Estás a gusto?”. “¡Cómo te diría!”, farfullé. “¡Pues a arrear!”, me incitó con un meneo para encajársela bien. Empecé a moverme con una apretada fluidez que me llenaba de calor. “¡Qué gusto de culo!”, exclamé. “¡Y qué gusto de polla!”, coreó él, que apretaba los codos en la cama y, de vez en cuando, soltaba fuertes resoplidos o me jaleaba: “¡Qué bueno!”, “¡Dame, dame!”.

Entre la mamada previa y la arrebatada follada, mi deseo de prolongarla se veía superado por mi capacidad de resistencia. Ante lo ya inevitable, me apreté con fuerza a aquel culo tan acogedor y me descargué entre estertores con el corazón a tope. Pese a lo obtusa que tenía la mente, no dejó de sorprenderme sin embargo lo rápido que, en cuanto saqué la polla, se giró para ponerse bocarriba, mientras exclamaba: “¡Joder, qué gusto me has dado!”. Pero era porque, de su pollón bien tieso, y sin llegar a tocárselo, estaban saliendo tales chorros de leche que parecían reproducir el escape de la tubería. La admiración hizo que me quedara quieto todavía de rodillas y con la polla en retracción, mientras el fontanero iba resoplando. Una vez cesó el chorreo era digno de ver cómo, al ritmo de su barriga subiendo y bajando por la respiración agitada, la enorme polla iba inclinándose hasta reposar sobre los huevos. Cuando recuperó el resuello, dijo divertido de mi asombro: “¿A que no te esperabas esto?”. “De ti se puede esperar cualquier cosa”, repliqué relajado ya.

El fontanero permaneció tumbado recobrando el aliento. Y yo, que también necesitaba rehacerme, me tumbé a su lado. Lo agarré afectuosamente de un brazo y le dije irónico: “Para llegar a esto me has estado provocando desde el principio ¿eh?”. Replicó socarrón: “Y qué duro de pelar has sido… Pero que conste que lo del escape no fue intencionado”. “Ya habrías inventado alguna otra cosa ¿no?”, pregunté. “Eso desde luego. No me pensaba ir de vacío”, contestó decidido. Pero de pronto sintió la llamada del deber. “¡Oye! Que yo todavía no me he ganado el jornal y los tubos deben estar ya más secos que mi polla”. Con agilidad movió su pesado cuerpo, saltó de la cama y se fue ligero hacia el aseo. Me levanté con más calma y allí me lo vi todavía en pelotas haciendo por recuperar el tiempo perdido. Ni siquiera se fijó en mí y, aunque de buena gana me habría quedado contemplándolo, me pareció que debía dejarlo trabajar en paz. No hubo más percances y al cabo de un buen rato, que aproveché para tranquilizarme después del torbellino de acontecimientos, me llamó. El nuevo lavabo estaba instalado y las losetas de repuesto perfectamente encajadas. “Si no era tan complicado”, comentó, “Pero a veces pasa lo que pasa”. “¡Y tanto que ha pasado!”, dije riendo.

Me hizo gracia la seriedad profesional con que me dijo: “Espero que todo haya quedado a tu gusto”. Porque habló allí plantado en su desvergonzada desnudez y sabiendo que seguía fijándome más en eso que en el lavabo renovado. “Lo veo todo perfecto”, dije en un doble sentido. Sonrió captándolo y pidió: “Si no te importa que lo estrene, me gustaría lavotearme un poco”. “¡Faltaría más!”, contesté, “Ahora te traigo una toalla”. Las que había antes quedaron empapadas. Fui rápido a por ella y, a volver, la visión de su culo en pompa mientras se echaba agua a la cara pudo conmigo. Aunque antes me había puesto de nuevo el eslip, me lancé a restregarme contra él. Se limitó a levantar la vista y mirarme por el espejo. “¡Uy, uy, uy! Mira que me conozco”, advirtió. Aún me apreté más y pasé las manos hacia delante para agarrarle las tetas. De pronto se revolvió y me arrinconó contra la pared. “Tú lo has querido”. Pude ver que estaba empalmado. Se puso en cuclillas y me bajó el eslip. Me cogió la polla, que estaba también crecida y avisó: “Ahora sí que voy a por todas”. Se la metió en la boca e inició una mamada que me producía un subidón de excitación. Entretanto él se la iba meneando por abajo. No me soltó ni un momento y supe que no iba a parar hasta hacerme correr otra vez, y ahora en su boca. No pude imaginar que el nuevo orgasmo me llegara tan rápido y con tanta fuerza. Pero la situación estaba tan cargada de tensión erótica que así fue. Me vacié temblándome todo el cuerpo y, mientras él iba tragando impasible, noté salpicaduras en los pies hasta los tobillos. Y no eran precisamente de mi leche…

El fontanero se fue levantando, no sin cierta dificultad, apoyándose en la tapa del váter. Cuando estuvo de pie la polla aún le goteaba y dijo socarrón: “¡Vaya! Voy a tener que pasar la fregona”. Yo me había quedado incapaz de cualquier reacción, mientras traía la fregona y limpiaba diligente el suelo. Después de todo el arrebato había sido mío y el aprovechó para hacer lo que le apeteció en aquel momento. Así se le veía tan fresco y desahogado. Tras lo cual dijo: “Bueno, que tal vez me den todavía otro encargo para hoy”. Se embutió en sus tejanos recortados, cuidando de no pillarse la polla con la cremallera, y se puso la camisa. Luego, mientras guardaba todo en su caja de herramientas, añadió: “La instalación que he hecho te la facturará la empresa”. Pero a continuación rebuscó para sacar una tarjeta y me la dio con una sonrisa no exenta de picardía: “Si te hace falta que te hagan alguna otra chapuza, me puedes llamar”. “No lo dudes”, contesté todavía medio aturdido. No cerré la puerta hasta que lo vi entrar en el ascensor arrastrando el carro.