jueves, 17 de diciembre de 2020

If you’re going to San Francisco...

Cuando Javier cumplió los cuarenta años decidió correrse una aventura. Acababa de dejar el trabajo que tenía aquí y se lio la manta a la cabeza para irse durante un tiempo a California y, en concreto, a San Francisco, por su aura de ambiente golfo. No iba sobrado de recursos, pero ya se buscaría la vida. No tardó mucho en hacerse amigo del dueño de un bar de osos con una nutrida concurrencia. Javier, por aquel entonces, era ya bastante robusto y encajaba perfectamente en aquel entorno. El dueño, un escocés forzudo, le había echado el ojo enseguida y a Javier no le costó nada dejarse querer. Lo cual incluía, por supuesto, que le arreara una buenas folladas. El local era fiel a los orígenes del dueño, decorado como un tradicional pub escocés. En la barra servían unos camareros jóvenes y musculosos con el clásico kilt y, por arriba, unos chalequillos que cubrían más bien poco. Javier, con su desinhibido trato, se había ganado la confianza del dueño, además de ponerle el culo, y pronto le hizo sugerencias sobre la forma de llevar el negocio que, de paso, podían redundar en su propio interés. Así le comentó: “Tu clientela es de osos y hombres maduros, y muchos de ellos buscan otros como ellos ¿No te parece que quedaría bien que también hubiera al menos otro camarero de ese tipo?”. El dueño rio con ganas: “¿Te estás ofreciendo?”. “¿Por qué no?”, se sinceró Javier, “Me vendría muy bien”. Y añadió otra idea: “Además, sobre todo cuando hay mucha gente, se agolpan en la barra para coger sus bebidas y llevárselas a las mesas. Yo podría servirlas y sería todo más ordenado”. El dueño bromeó: “Tendrías que llevar también un kilt”. “Sin nada debajo ¿verdad? Eso no me importaría”, replicó Javier con descaro. “Se puede probar”, llegó a aceptar el dueño, divertido con las propuestas de Javier.

Una vez llegados al acuerdo, Javier empezó a trabajar un día en que la afluencia de clientes era moderada y le permitía ir haciéndose con el oficio de camarero. Al dueño le pareció muy bien la indumentaria que había escogido. Desde luego un kilt, que Javier procuró que tuviera los pliegues bastante holgados. En lugar del chalequillo de los otros camareros, optó por unas correas que le cruzaban el pecho marcándole tetas y barriga peludas. Utilizaría incluso una vistosa escarcela, o bolsa de cuero tradicional, sujeta a la cintura, para el dinero de los cambios cuando hubiera de servir las mesas. Cuando se unió de esa guisa a los chicos de la barra, que ya lo conocían, fue recibido sin suspicacias. Les venía bien un refuerzo y ellos podrían seguir tonteando con los clientes admiradores de sus cuerpos atléticos. Javier tendría los suyos propios y todos contentos. Por otra parte, su bilingüismo resultaba un buen complemento de cara a los clientes latinos. Javier le cogió enseguida el tranquillo al servicio de barra, escogiendo con presteza los vasos y copas adecuados e, incluso, preparando cócteles, algunos de su invención. En cuanto a la clientela, fue acogido con interés y alborozo, que él fomentaba con su descaro y picardía. No tardó en entrar en acción con su propuesta de centrarse en el servicio de las mesas, en el que dio suelta a su inclinación al exhibicionismo y la provocación.

En este terreno, pronto comprobó el rendimiento que podía sacarle al kilt con sus plisados y sin nada debajo. Hasta el punto de llegar a diferenciar los dos bolsillos de la escarcela. El más amplio le servía para el dinero de los cambios. Pero el otro, bien visible delante, era el depositario de los billetes que, con generosidad, metían los clientes. Porque a estos Javier no impedía, sino que más bien facilitaba arrimándose provocador, que metieran mano por dentro del kilt mientras repartía los pedidos en las mesas. Tanto se dejaba sobar el culo, como palpar los huevos y la polla. A veces, después de una ronda, acababa empalmado. Se ganaba además la simpatía de sus colegas de la barra depositando religiosamente estas propinas, muchas de ellas más sustanciosas que las que recibían ellos, en el bote común.

El dueño del bar estaba muy satisfecho con el fichaje de Javier y no le disgustaban ni mucho menos las formas desenfadas con que se relacionaba con los clientes. Hasta el punto de ocurrírsele sacarles más partido. Encima del local tenía un apartamento, que era donde se follaba a Javier, y le sugirió a este la posibilidad de tener un complemento de su salario si, de vez en cuando, se subía allí con algún cliente. A Javier no le costó nada hacerse a la idea. Si se llevaba unas buenas propinas por dejarse tocar por debajo del kilt, pasar a mayores en el apartamento no le suponía ningún problema. No sería la primera vez que mercadeaba con sus encantos. En cuanto a la táctica a utilizar, acordaron que el dueño se encargaría de sondear con discreción a clientes que pudieran estar interesados. Dado el caso, les haría la oferta a modo de arrendamiento temporal del apartamento, …y de Javier, cuyo beneficio repartiría equitativamente. Así pues, varias veces a la semana, cuando se acercaba la hora del cierre del local, Javier desparecía para esperar al cliente en el apartamento.

No dejó de ser una experiencia curiosa la que vivió Javier en esa época. Subía al apartamento y, aunque le habían hecho algunas insinuaciones, no sabía a ciencia cierta cuál sería el cliente que había apalabrado el encuentro con el dueño. Lo cual incluso le daba cierto morbo. Conservaba su atuendo escocés y que el cliente escogiera cómo prefería habérselas con él. A más de uno le excitaba chupársela metiendo la cabeza bajo el kilt o follárselo destapando el culo. También había quien tenía la fantasía de ser follado por un legendario guerrero de las Highlands y Javier cumplía asumiendo el papel. Por supuesto, otros no tan imaginativos preferían trabajárselo en puras pelotas. Javier sabía adaptarse a los gustos de cada uno y ponía el mismo entusiasmo en dejarse meter mano como en hacerlo él al cliente. Como no faltaban los que repetían, Javier ya conocía las apetencias de estos y sabía anticiparse a ellas. En cualquier caso la satisfacción del cliente quedaba garantizada y así lo percibía el dueño, que a veces tenía que poner una lista de espera.

Los clientes del club que se beneficiaban a Javier se conocían bien, compartiendo mesas con frecuencia, y no se privaban de hacerse confidencias sobre sus encuentros con él. Robustos todos ellos y amantes asimismo de hombres robustos, no habían dejado de liarse entre ellos, hasta el punto de tenerse ya muy vistos. Por eso, la novedad que había supuesto Javier, con su descaro y disponibilidad, fue haciendo surgirles la morbosa idea de un disfrute colectivo. Al dueño del club le llegó la sugerencia de dar una especie de fiesta exclusiva para ellos, en que desde luego Javier fuera la figura central. El dueño no descartó la propuesta e incluso pensó que se podría utilizar un lunes, en que el local cerraba al público, para acoger esa reunión. Cuando el dueño dio esta opción a los clientes no puso ningún inconveniente al confiarle estos que se trataría de una orgía, en que todos estarían ya desnudos para recibir a Javier. Por ello le pidieron que le diera a este los menos detalles posibles y así sorprenderlo. El dueño, encantado de poderles sacar una buena tajada, les garantizó que todo iría según sus deseos.

Un par de días antes, el dueño comentó a Javier: “Como el lunes cerramos al público, unos clientes me han pedido hacer una fiesta privada. Aunque es el día de descanso del personal, me vendría bien que me echaras una mano… Por supuesto que tendrías una paga extra”. Javier aceptó servicial, aunque le pareció algo sospechoso que solo recurriera a él. Por eso preguntó: “¿Tendré que hacer algo especial?”. El dueño trató de mantener la ambigüedad: “Bueno… No hará falta que estés desde el principio. Cuando yo te avise, les sirves lo que te pidan”. Javier lo veía cada vez más claro y volvió a preguntar: “¿Me pondré el kilt?”. “Todos serán conocidos tuyos. Así que igual ni eso te haga falta”, dijo el dueño con retranca, “Creo que a algunos de los asistentes no les vendrá de nuevo”. “Todo se acaba sabiendo aquí”, dijo Javier burlón, “Si es lo que te han pedido, así me tendrán”. “No me esperaba menos de ti”, concluyó el dueño haciéndole de paso una caricia en el culo. Lo que logró ocultarle de momento fue que a Javier también le esperaba alguna sorpresa.

El dueño del club tuvo que ingeniárselas para que Javier no apareciera por el bar antes de que los clientes estuvieran en condiciones de recibirlo como tenían planeado. Cuando Javier le preguntó a qué hora tenía que venir, contestó: “Parece que vendrán cenados y llegarán tarde… No hace falta que acudas mucho tiempo antes. Como son pocos, ya me apaño yo para prepararlo todo. Tú solo tendrás que servir las copas”. Javier, que no se chupaba el dedo, le dio facilidades: “Como tengo la llave de la salida de emergencia, esperaré en el almacén hasta que me avises”.

El lunes por la tarde el dueño se dedicó a dejarlo todo a punto. A pesar de sus orígenes escoceses y la decoración del local, él prefería resaltar su apariencia osuna y solía llevar tejanos y camisa a cuadros. Así seguiría estando en aquella ocasión, que sería solo para los clientes y Javier. Él se pensaba quedar de observador discreto por lo que pudiera pasar. En cuanto al acondicionamiento del espacio para una reunión tan singular, optó por prescindir de las mesas, que dejó arrinconadas. En su lugar arrastró los sofás que había pegados a la pared a la zona de mejor visibilidad y los colocó en semicírculo enfrentados a la barra. Añadió algunas pequeñas mesas auxiliares para las bebidas. Mientras hacía tiempo, aprovechó para tener preparado todo lo necesario para el servicio.

Más o menos a la hora acordada con los clientes privilegiados, estos fueron apareciendo, juntos dos o tres o por separado. Llegaron a ser ocho en total, todos ellos bien conocidos de Javier, incluso íntimamente. Con todo el bar solo para ellos, los clientes venían eufóricos y con ganas de juerga. Una vez comprobado que estaban todos, el dueño se cuidó de dejar cerrada la puerta para el público. Les mostró cómo había dispuesto la sala para ellos y les encantó la idea de los sofás en lugar de las mesas. Le preguntaron enseguida por Javier y les aseguró que aparecería en el momento oportuno. Sabían que dicho momento llegaría cuando todos estuvieran ya desnudos. Y en esto no tuvieron el menor problema. Alborotando y metiéndose unos con otros, fueron quedándose en pelotas y dejando la ropa en las mesas arrinconadas. El dueño entretanto, para que tuvieran algo con qué entretenerse, fue trayendo grandes jarras de cerveza que dejó en las mesitas auxiliares.

Ya desnudos por completo, los clientes compitieron juguetones por los puestos en los sofás, como sí alguno se fuera a quedar sin sentarse, aunque había para todos. Una vez acomodados, cundió la impaciencia a pesar de las cervezas y uno de ellos, en plan revoltoso, se animó a reclamar a voz en grito: “¿Hoy no nos atiende nadie?”. El dueño los calmó: “Enseguida viene quien lo hará con mucho gusto”. Fue entonces en busca de Javier, que habría llegado ya y estaría oyendo el jaleo.

Javier esperaba pacientemente en el almacén. Para ganar tiempo, estaba ya en cueros, siguiendo la sugerencia del dueño. Este rio al verlo: “Te van a comer vivo”. Pese a ello, Javier quiso saber su opinión: “Así a pelo ¿no quedaré un poco soso, acostumbrados como están a que ande por allí con el kilt?”. “¿Soso dices?”, volvió a reír el dueño, “Lo que me sabe mal es no tenerte esta noche solo para mí”. “Igual te puedo hacer un hueco”, se burló Javier. “Lo dudo”, lamentó el dueño. “¿Ya me esperan?”, preguntó Javier. “¡Por supuesto! Y están muy salidos… Más vale que vayas ya”, contestó el dueño.

Javier accedió a la sala por dentro de la barra, única zona iluminada. Todavía a su resguardo, quedó parado al ver el panorama con que se encontró en la semipenumbra del resto de la sala. Esto no lo tenía previsto, por más que ya viniera dispuesto a la inmolación. Los clientes estaban tan desnudos como él y, despatarrados en los sofás, desahogaron su excitación en un batiburrillo de expresiones: “¡Ya era hora!”, “¿Te vas a quedar ahí detrás?”, “Mira cómo te estamos esperando”, “¿No vamos a tener barra libre?”, “Ven y tómanos nota”, “Yo sé ya lo que me pide el cuerpo”, “¡Champán para todos!”, … Pero Javier no se arredró y, con andares pausados, salió de la barra y se encaró a los clientes. Por más acostumbrados que ya estaban a que los atendiera con el provocador kilt y que, de hecho, más de uno hubiera ya disfrutado de él en privado, su aparición ahora en puras pelotas ante el alborotado grupo, como común objeto de deseo, tuvo su impacto, que los enmudeció de momento. Así Javier pudo soltarles con descaro: “Venía a daros una sorpresa y la habéis superado… ¡Cómo me gusta veros así! ¿Os gusto también a vosotros?”. “Ven aquí y te enterarás”, dijo uno con gran carcajada. Javier intuyó que lo que ahora veían a su disposición colectiva era algo más que meterle mano por debajo del kilt y no sabían muy bien cómo hacerle frente. Ya que seguían mirándolo desde los sofás, más o menos despatarrados, Javier, con morbosa temeridad, se fue hacia ellos y, como si se tratara de un servicio normal, ofreció insinuante: “Vosotros diréis lo que vais a querer hoy”.

Fue la espoleta para el desmadre. Los del sofá que estaba más cerca de Javier se levantaron como movidos por un resorte y, en tácito acuerdo, se abalanzaron sobre él. Entonces no quisieron ser menos los de los otros sofás, que se incorporaron a la melé abriéndose paso. Y ya Javier perdió el control de la situación. Con casi todos ellos había sabido siempre apañarse, dándoles lo que cada uno quería, pero este ataque masivo iba a exacerbar las más bajas pasiones. Sin embargo, su capacidad de adaptación al medio lo impulsó al contrataque. Si lo morreaban, él metía la lengua a fondo. Si le agarraban la polla, él atrapaba las de otros a dos manos. Dejaba que lo hicieran agacharse y chupaba las pollas que le metían en la boca. Entonces le quedaba el culo indefenso para que se lo sobaran, le abrieran la raja, pasaran pollas por ella o la hurgaran con dedos. En realidad, tanto deseo volcado sobre él no dejaba de hacerle sentir una morbosa complacencia. Sabía además que este abordaje no era más que un tanteo previo del todos contra él y que el enjambre iría esponjándose poco a poco. Pensó que así tendría más posibilidades de manejar la situación.

Las previsiones de Javier no se cumplieron del todo. Aunque algunos, cargados por la sobreexcitación, necesitaron dar un trago a sus cervezas y Javier mismo, no menos sofocado, se permitió uno rápido en la barra, pronto volvieron a la carga. Y en esta ocasión iban a ir a por todas, de una forma más elaborada además. Formaron un círculo en torno a Javier que, sabiendo lo que le tocaba, cayó de rodillas sentado en los talones. Ocho pollas de distintos tañamos y estados de excitación reclamaban su atención.  Casi todas le resultaban familiares y se le ocurrió echar mano a una menos conocida. Estaba a medio gas y, palpando los huevos, manoseó la polla para destapar el capullo. Era de esos que sueltan mucho jugo y Javier lo recogió con la lengua. Se la metió ya en la boca y chupó con ganas, mientras el otro le sujetaba la cabeza y los demás se estimulaban esperando turno. Sin embargo a Javier le tocó recibir la primera en la frente, o   dicho, en la boca. Bien porque había puesto demasiado ardor en esa mamada inicial, o simplemente porque el tipo era de poco aguante, el caso fue que, sin previo aviso, se encontró embuchando una generosa corrida. Tendría que medir más los tiempos en las otras mamadas que le aguardaban.

Apenas le había dado tiempo a tragarse la leche y ya le estaba entrando en la boca otra polla en plena forma. Era de un cliente bien conocido por Javier y se la chupó con la tranquilidad de saber que se trataba de un mero trámite de precalentamiento y que se reservaría para dar otro uso a su polla con él. Así que a este cliente no le importó demasiado ceder la boca de Javier a otro que ya mostraba impaciencia. Este le entró con ganas, aunque iba más en plan juguetón. Le gustaba sacar la polla y restregársela por la cara para que Javier se la atrapara. Como la polla era larga y flexible, no le disgustó el capricho. No pasó a mayores, pero enseguida lo abordaron dos bien avenidos porque venían dispuestos a compartir la boca de Javier. Esgrimiendo las pollas tiesas, se alternaban divertidos en meterlas y sacarlas dosificando así el gusto que les daban las chupadas de Javier. Aunque, en la competición de aguantes que se traían, uno de ellos se pasó de rosca y volvió a largarle una buena corrida.

Javier ya perdió la cuenta de los que, cada vez más excitados e impacientes, siguieron disfrutando de su posición en el suelo de una forma atropellada. A veces sentía una polla en el cogote o golpeando su incipiente calva y él ponía todo su empeño en atrapar con la boca cualquier polla que se le pusiera a tiro. Llegó a contabilizar una tercera corrida, que engulló sin inmutarse. No iban a poder con él en ese terreno y mejor que, si podían, conservaran sus energías para lo que sin duda ya estaban deseando hacer con él, siendo casi todos ellos unos buenos folladores. De todos modos, se hacía necesario un descanso y Javier se puso de pie, relajando el cuerpo entumecido, para dirigirse a la barra. Allí, después de lavarse las manos y la cara en la pileta, no solo bebió cerveza con avidez, sino que, en un alarde de poderío, la sirvió también a los que se acercaban sedientos. “¡Míralo! Si está como una rosa”, comentó un cliente divertido. “¡Mejor! Que todavía no hemos acabado con él”, avisó otro. “Para mí la juerga no ha hecho más que empezar”, les soltó Javier desafiante.

Acababa Javier de decir esto cuando dos de los clientes más salidos fueron a por él: “A ver cómo te portas con nosotros”. Pese a que lo llevaban cogido por los brazos, Javier se mostró obsequioso: “Como vosotros queráis… Ya lo sabéis”. Una vez que lo soltaron, uno de ellos se despatarró en un sofá: “Te gustó amorrarte a mi polla ¿eh?”. “Sí, mucho”, afirmó Javier, aunque apenas lo recordaba. “Pues a ver si me la pones dura otra vez”. “¿Aún no se va a acabar lo de comer polla?”, se preguntó Javier que había quedado saciado. Pero dócilmente se echó hacia delante apoyando las manos en las rodillas y se metió la polla en la boca. Pronto comprendió que había truco porque, cuando había empezado a engordarla, notó que el compinche se arrimaba a su culo en pompa y, agarrado a las caderas, le restregaba la polla. No tardó en hacerla endurecer y, entonces, le dio una clavada que Javier aguantó a pie firme para que no se le escapara la otra polla que tenía en la boca. Sin embargo, la mamada se hacía problemática con las arremetidas cada vez más fuertes que recibía Javier, quien por lo demás estaba encantado de que por fin se ocuparan de su culo. No le importó demasiado al mamado que Javier fuera cambiando las mamadas por suspiros de gusto. Ya la tenía suficientemente dura y quería reservarse. Al intensificarse la follada, sujetó a Javier para facilitarla y la cara de este le iba chocando con sus tetas. El de atrás resoplaba ya y no tardó en dar signos de que la descarga se había consumado. En cuanto sacó la polla, el que estaba en el sofá no dio respiro a Javier y le conminó: “¡Siéntate encima!”. El sentado mantuvo bien levantada la polla y Javier, todavía con el culo dilatado y chorreante, se dejó caer algo hacia delante para sortearle la barriga y se empaló limpiamente. “¡Oh, que gusto!”, exclamó ahora que tenía la boca libre. Él mismo, haciendo fuerza con las manos apoyadas en las rodillas, inició un sube y baja que acompañaba con sinceras entonaciones de placer.

La escena de la doble follada había ido atrayendo en torno al sofá tanto a los que aún aguardaban desfogarse como a los que ya lo habían hecho antes. El desvergonzado disfrute que Javier estaba ahora mostrando les activaba la lujuria. Dos de ellos no se resistieron a arrimársele pollas en ristre, que Javier, enardecido y entre suspiros, alcanzaba a dar lametones a diestro y siniestro. Uno de ellos llegó a pasarse de frenada y se le disparó la leche a la lengua de Javier. Este, en unos segundos de lucidez, pensó con ironía: “Otro que se calmará por un rato”. Pronto, el que tenía empotrado detrás también dio señales, entre resoplidos, de haberse corrido. Pero la enculada había entonado tanto a Javier, que ya no tuvo el menor inconveniente en que el de los dos a los que había lamido las pollas, y que había resistido mejor que el otro, tomara el relevo en su culo. Para facilitárselo, se arrodilló de espaldas en el sofá junto al que acababa de follárselo y que se reponía plácidamente. Acogió con deportividad la nueva polla en el culo. Cada una tenía su propia textura y también variaba la forma en que la sentía moverse en su interior. Por ello Javier no dejó tampoco de explayarse con sus expresiones aprobadoras: “No me canso de que me folléis”, “¡Sí, más, más!”. “¡Lléname también tú!”, …

En ese apogeo, a Javier le vino a la mente la novela ‘Diez negritos’, que había leído para perfeccionar su inglés. A los ocho clientes sumaba a él mismo y hasta al dueño del bar que, aunque se había eclipsado para darles libertad total, seguro que estaría curioseando camuflado de algún modo. De momento estaba dejando KO a los clientes y, en cuanto al dueño, ya se sabría de él más adelante. Sin embargo, cuando creyó que ya estaba hecho todo por su parte, tomó conciencia de que se habían descargado todos menos él, pese a la excitación que, en particular, con las múltiples folladas, había acumulado y que necesitaba imperiosamente una vía de escape. Por ello, un tanto temerario, se le ocurrió decir a los que ahora se centraban en reconfortarse con más cerveza: “¡Qué caliente me habéis dejado!”. Planeado o no, el caso fue que Javier vio que de nuevo era cercado por los clientes más o menos recuperados. Sin saber cuáles serían sus intenciones, lo único que tenía claro era que no le tocaba más que seguir plegándose a sus lujuriosos caprichos. De momento empezaron a sobarlo, pero no con el furor que habían mostrado cuando empezó todo. Eran casi caricias por sus partes más sensibles, que no dejaban de estimularlo. Pero tanto comedimiento repentino, aunque de agradecer para variar, hacía sospechar a Javier que había gato encerrado. Uno le dijo ya: “Así que todavía estás caliente ¿eh?”. “¡Sí, mucho! Tengo unas ganas…”, reconoció Javier. Otro que le manoseaba la polla confirmó: “Se te ha puesto dura de nuevo”. Poco a poco lo habían ido arrinconando hacia la barra. Esta, de recia madera y bastante ancha, estaba ese día despajada en una buena parte. Siendo los clientes hombres robustos, no tuvieron demasiado problema para aupar a Javier y hacerlo sentar en la barra. Pero a continuación, y sin dejarle tiempo de reaccionar, repartiéndose a ambos lados, forzaron que quedara tendido bocarriba a todo lo largo. Tampoco es que Javier, resignado de antemano, opusiera mucha resistencia y ni siquiera se le había alterado apenas la erección que ya tenía y que lucía escandalosa en aquella despatarrada posición supina.

Los clientes se volvieron todo manos sobre el cuerpo de Javier: “Ahora sí que te vamos a calentar”, “Tienes ganas de correrte ¿verdad?”, “Verás cómo te sacamos la leche” … Se turnaban en las tareas, tanto las de sujeción de Javier como las más libidinosas de aprovechar su indefensión. Porque el objetivo principal era trabajarle la polla de la manera que a cada cual se le ocurría. La frotaban con más o menos energía, apretaban los huevos y metían un dedo por el ojete, dilatado y rebosante de leche. Tampoco faltaba quien se decidía por darle lamidas y chupadas, ni el que, mientras esperaba su turno, se recreaba con los pezones. Tantas variaciones enervaban a Javier al alterar los ritmos de su excitación. Pero cada vez que pataleaba e intentaba tomar el mando, le sujetaban piernas y brazos impidiéndole acceder a su polla. “¡Me estáis matando!”, “¡Quiero correrme ya!”, lloriqueaba. Todo llega y un pajeo algo más eficiente que los anteriores le hizo suplicar: “¡No pares ahora, que me está viniendo!”. Esta vez el que tenía el dominio de la polla no la cedió a nadie más, resuelto a ser él quien se llevara los laureles de la corrida. “¡Ya, ya, ya!”, anunció Javier con la voz quebrada. El otro mantuvo la polla levantada y, al tiempo que Javier iba soltando repetidos “¡¡Uf!!”, la leche le empezó a manar en un vistoso surtidor. Cuando el pajeador apartó la mano aún siguió saliendo y salpicando a más de uno. Javier quedó aplanado con la barriga subiéndole y bajándole, y los clientes, satisfechos de tan libertina apoteosis, miraban cómo la polla iba perdiendo turgencia lentamente.

Javier pudo ya expresarse: “¡Qué falta me hacía! Me he quedado la mar de a gusto”. Torpemente intentó incorporarse, pero hubo de ser ayudado para que no acabará cayéndose de la barra. Una vez sentado con las piernas colgando, se impulsó para bajarse. En cuanto echó pie a tierra Javier se encaró a los clientes y, con tono zumbón, les espetó: “¿He dado la talla o qué?”. Pero no dio tiempo a que tuviera respuesta porque, en ese momento, apareció el dueño del club. En contraste con todos los demás, seguía tal como Javier lo había dejado, con sus tejanos y camisa a cuadros. Pero ahora traía un par de botellas de champán que mostraba festivo. No pasó por alto, sin embargo, el puesto de Javier en el bar y le mandó: “¡Anda, sírvelas tú!”. Javier fue enseguida al otro lado de la barra y, solícito, se puso a sacar copas. Cuando volvió delante, al ver que el dueño iba a proceder a descorchar una botella, todavía le quedaba descaro para poner el culo en pompa: “¿Quieres dispararme tú también?”. El dueño le tomó la palabra y sus habilidades de barman le permitieron controlar el taponazo, que impactó de lleno en una nalga de Javier. Este, tras el regocijo suscitado, se puso ya a llenar y distribuir las copas. Brindaron todos eufóricos, aunque algo fatigados, por la buena juerga que se habían corrido gracias a la inefable voracidad sexual de Javier. No faltaron los agradecimientos al dueño del club por haberla facilitado.

Cuando los clientes abandonaron el club, el dueño se quedó mirando a Javier y le dijo irónico: “Lo aguantas todo tú ¿eh?”. “¿No lo sabías ya?”, replicó Javier. “Os he estado viendo por la trampilla detrás de las botellas… ¡Qué cachondo me he llegado a poner!”. Javier le adivinó el pensamiento: “Si quieres… Pero ya supondrás cómo me han dejado: abierto y lleno de leche todavía”. “Pues más morbo así”, dijo el dueño bajándose los pantalones.

Poco tiempo después de la orgiástica fiesta, los clientes ya incondicionales de Javier le preguntaron si iría a la manifestación del Orgullo que habría dentro de unos días. Javier tenía referencias de lo importante de ese evento en la ciudad y, desde luego, no pensaba perdérselo. Por ello no dudó en asegurar su asistencia. Uno de los clientes le provocó: “¿Vas a ir con el kilt?”. “Esto ya lo llevo aquí”, contestó Javier dando un insinuante revuelo a la falda, “¿No hay quienes van desnudos?”. “¡Capaz serías!”, rio el cliente. “Me daría mucho morbo”, replicó Javier. Pero otro dijo: “Seguro que no te atreves. Una cosa es que te despelotaras aquí y otra pasearte en cueros por las calles llenas de gente”. Solo le faltaba a Javier ese reto para tenerlo ya decidido. “¡Venga! Apostad entre vosotros”, los provocó. Hubo empate entre los apostantes y Javier ya dijo tan solo: “Allí nos veremos”.

El club estaba en una calle muy cerca de la avenida por la que discurriría la manifestación y Javier lo usó como punto de partida. De momento optó por ponerse el kilt, pero también llevó una pequeña mochila a la espalda para poder guardarlo cuando se terciara quedarse en pelotas. Cosa que pensaba hacer cuanto antes para cumplir con la apuesta de los clientes. Ya había animación en las calles y el corpachón de Javier, con el vistoso kilt como única prenda, no pasaba ni mucho menos desapercibido. Dispuesto a lucirse, al pasar junto a un grupito de chicos jóvenes, todos con ajustados shorts y camisetas brillantes, uno de ellos lo interpeló: “¡Tío bueno! ¿Qué llevas debajo?”. Javier no dudó en plantarse delante, con los brazos en jarra, y retarlo: “Compruébalo tú mismo”. El chico tampoco dudó en aceptar la oferta e, inclinándose, cogió los bordes de la falda y la subió. Quedó patente que nada más ocultaba los genitales de Javier. El chico se apartó hacia un lado para que los otros pudieron verlo. Uno comentó: “Está bien armado el tío”. Pero Javier no quiso entretenerse con aquellos chicos y prefirió ir a meterse en el meollo de la fiesta. Así que, dejando caer el kilt, les dijo: “¿Satisfechos? Igual más tarde me volvéis a ver”. A medida que avanzaba, la masa de gente se iba haciendo más compacta y variopinta. Había disfraces más o menos originales y atrevidos, modelitos que realzaban las formas, tangas minúsculos en cuerpos esculturales, mujeres con las tetas al aire… También tíos grandes de indumentarias diversas y osos de torsos desnudos y peludos. Pero a Javier, a pesar de lo animado del panorama, lo que le interesaba era comprobar si se veían muchos desnudos integrales y qué tipo de hombres se exhibían tal como él había anunciado que estaba dispuesto a hacer.

El primero con el que se tropezó no le resultó demasiado estimulante. Era un hombre muy mayor, alto y seco que, solo con un sombrero de cowboy y un pañuelo rojo atado al cuello, se paseaba luciendo una larga y pendulante polla. No parecía atraer mucho la atención y se notaba su deseo de que alguien se la tocara. Como Javier lo miraba, el hombre debió pensar que sería un admirador y se le puso delante sonriente. Javier tuvo un impulso de solidaridad y no dudó en echarle mano a la polla. El otro se dejó hacer encantado y Javier, palpándola, le dijo: “Lo que debes haber hecho con esto…”. “¡Uy! Si yo te contara…”, replicó el hombre. Pero Javier no estaba para oír historias y, amablemente, le soltó la polla y se despidió: “Otro día”. Más curiosa le resultó la escena que encontró poco después. Uno chico bastante joven y de una rolliza desnudez, cuyas mollas casi tapaban el pequeño sexo, era morreado con cierta vehemencia por otro también joven vestido de cuero. Pareció que lo animaba, porque luego hizo avanzar al gordito y lo empujaba como si a este le avergonzara andar así. Pronto sin embargo Javier fue descubriendo ya varios hombres hechos y derechos que circulaban en cueros, haciéndose ver muy a gusto. Delgados y también gruesos, algunos mostraban orgullosos una buena erección, sospechosamente ayudada por recursos químicos. En otros, la causa podía ser más natural, ya que se la dejaban tocar por quien se interesara en ello. También había osos con jockstraps, que mostraban los peludos culos al aire, y que además se sacaban, o se dejaban sacar, las pollas a la menor ocasión. A ninguno le molestaba que aficionados e incluso turistas hicieran fotos.

El caso fue que Javier ya se sintió cómodo para poder prescindir del pudoroso kilt. Buscó un rincón algo discreto, se lo quitó y, doblándolo con cuidado, lo guardó en la mochila. Henchido de adrenalina, se lanzó a mezclarse con la masa. Aunque sobre todo le interesaba encontrarse con los clientes del club que lo habían desafiado, no dejaba de disfrutar con su desinhibida desnudez y las miradas que su cuerpo robusto y velludo atraía. Además, la excitación que todo aquello le provocaba hacía que su polla pronto luciera bastante presentable. Pese a que la concurrencia se iba haciendo más espesa, Javier se movía como pez en el agua y, si le daban un toque en el culo, sonreía desinhibido. Fue a parar a un puesto en que unos osos jóvenes y orondos, con camisetas de un club, ofrecían refrescos gratis. Le vino bien tomarse un respiro y aceptó agradecido el vaso que le tendían. A los oseznos les encantó la robusta desnudez que con tanta naturalidad exhibía Javier, que no tuvo inconveniente en responder a las preguntas que le hacían acerca de su desvergüenza: “Es una apuesta que hice con los clientes del club donde sirvo copas”. “¿Y las sirves así?”, bromeó uno. “Como es un bar escocés, llevo faldas… Pero sin nada debajo, claro”, contestó tan fresco Javier. Cuando le pidieron que se hiciera una foto con ellos, no tuvo el menor inconveniente. Así que se colocó en medio de los de las camisetas y posó tal cual estaba. “Pondremos la foto en el club”, le dijeron. Se despidió repartiendo besos y siguió su marcha.

Javier llegó a localizar al fin a algunos sus clientes que, junto con otros que no conocía, estaban sentados en varias mesas de una terraza. Casi todos de similar corpulencia, vestían de manera informal, con camisas floreadas y pantalones cortos. No era de extrañar que enseguida se fijaran en el hombre en pelotas que se acercaba a ellos. “¡Mirad, ahí viene Javier!”, “Y en cueros vivos, como dijo”, “El tío lo ha hecho”, “Los que apostamos que sería capaz hemos ganado” … Esto los que ya lo habían catado. Porque también los nuevos soltaron lo suyo: “Así que ese es el camarero del club del que habláis”, “¡Vaya pedazo de hombre!”, “¡Cómo se luce el tío!” … Javier, con absoluta desvergüenza, se puso a saludar entre las mesas como si estuviera sirviendo copas. Pero ahora iba repartiendo besos y recibiendo con deportividad los toques que más o menos atrevidos le hacían, tanto los conocidos como los otros por imitación. No le alteró lo más mínimo acabar la ronda empalmado, para goce de los congregados. Se lo disputaban para que los acompañara en alguna de las mesas.

Antes de que Javier se decidiera, se acercó un camarero, que lo miró de arriba abajo. Era un negrazo que le sacaba un palmo de altura. “¿Vas a tomar algo?”, le soltó. “¡Claro que sí!”, le contestó Javier sonriente, “Pero me gustaría pasar antes por el servicio ¿Me indicas dónde está?”. “Ven conmigo”, dijo el otro y se dirigió al interior del bar. Entre la rechifla de los sentados, Javier fue detrás del camarero. Como casi todo el mundo había optado por las terrazas, el local estaba bastante despejado y Javier, que ya se olía el pastel, siguió dócilmente por un pasillo al camarero. Este señaló a la puerta con el cartel MEN pero, cuando Javier le dio las gracias y entró, el otro fue detrás: “Aprovecharé también”. Javier, impertérrito tras oír el clic de un pestillo, se colocó ante un urinario y, como no se la tenía que sacar, empezó a soltar el chorro directamente. El negrazo ocupó el receptáculo de al lado, se bajó el pantalón con cintura de elástico y mostró una contundente polla. Pero no pareció tener la misma urgencia que Javier y, en lugar de mear, se puso a sobarse el pollón mirando con descaro a Javier. Este, por si lo que buscaba el otro era inspirarse, una vez se la hubo sacudido se giró hacia él para que lo viera mejor. El tipo, sin soltar su polla, que se le había puesto descomunal, agarró con la otra mano la de Javier y siguió frotando ambas con buen ritmo. Aunque a Javier se le endureció también enseguida, no estaba dispuesto a llegar a mayores. Aún tenía mucho día por delante. Así que, para acelerar los trámites, alargó una mano para ser él quien trabajara la polla del negro, que se la cedió muy a gusto. Con aquel pedazo de verga bien agarrada y frotada, quiso imaginarse lo que sería tener aquello dentro del culo. Tal vez en otra ocasión se pasaría por ese bar para saludar al camarero… A medida que Javier insistía, perdía fuerza la presión sobre su polla que ejercía la mano del otro,  más concentrado en lo que le estaba viniendo. Que no fue sino un potente chorro de leche que fue a parar en toda la delantera de Javier. Después de jadear unos segundos, el negrazo se guardó la polla en el pantalón y le entraron las prisas: “Tengo que seguir atendiendo”. Salió rápido y Javier esperó que, al menos, se lavaría las manos. Javier tuvo que usar varias toallas de papel humedecidas en el lavabo para limpiarse toda la leche que le había caído encima. Al pasar por la barra, le dijo al camarero: “Para mí lo mismo que a los otros”.

La vuelta a la terraza de Javier, que venía todavía algo mojado, suscitó aún más hilaridad que cuando se marchó con el camarero. “Mucho has tardado”, “¿Ha sido lluvia dorada?”, “Te lo habrás pasado en grande”, “¿No era mucho hombre para ti?”, “¿Te ha quedado algo para nosotros?”, … Javier capeó el temporal divertido y, señalándose la polla, soltó: “La tengo con seguro a todo riesgo”. Por fin se sentó en una de las mesas y al poco apareció el camarero negro, muy circunspecto, que plantó una gran jarra de cerveza ante Javier. De una mesa a otra, empezaron a cambiar impresiones sobre cómo se incorporarían a la marcha que pronto iba a arrancar. “¿Tú vas a venir tal como estás?”, le preguntaron a Javier. “¡Faltaría más!”, replicó, “¿O creíais que es solo para que me veáis vosotros?”.

Todos se pusieron ya en movimiento para incorporarse a la marcha festiva. Por supuesto Javier persistió en su desnudez e incluso echó en cara a los demás del grupo que no se animaran a imitarlo. Pero lo más que consiguió fue que algunos se quitaran camisas o camisetas y se avinieran a llevar al aires los torsos tetudos y peludos. Así empezó a integrarse en la agitada masa el grupo de varios tíos robustos que encabezaba decidido el despelotado Javier. Si bien no era el único desnudo que se veía, pues pululaban otros más o menos integrales y de variadas anatomías, Javier se lo estaba pasando en grande. Exaltado, se puso a cantar: “If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair…”. Eran otros tiempos. Él no llevaba flores en el pelo, pero lucía un capullo bien vistoso.

Las aglomeraciones que se producían en la multitudinaria y algo caótica marcha eran propicias para que Javier se llevara más de un achuchón. Tampoco le faltaban ofertas para desplazarse a un lugar más íntimo. Pero Javier, que no dejaba de sentirse halagado, de momento prefería seguir disfrutando tan solo de la libre exhibición de su cuerpo. No obstante, en uno de los atajos que cogían de vez en cuando los del grupo en que iba Javier para no quedarse atascados, resultó que fueron a parar a un gran aparcamiento cercado por una valla de malla metálica. Les llamó la atención que, hacia un extremo, se veía a un tipo desnudo, alto y delgado, con los brazos en cruz atados por las muñecas a la malla. Lo rodeaban varios tíos que lo fotografiaban o se dejaban fotografiar agarrándole la polla. Faltó poco para que uno de los clientes de Javier, bien conocedor de sus desvergüenzas, lo desafiara: “Tú no te atreverías a hacer algo así”. Javier, eufórico como estaba, ni se lo pensó: “¡Pues claro que sí! También creíais que no sería capaz de venir en pelotas”.

A todo esto, confluyó hacia ellos otro grupo con conocidos de algunos de los clientes y de similar pelaje osuno. Se saludaron efusivamente unos a otros y, naturalmente, los recién llegados enseguida se fijaron en el destape de Javier. “¡Joder, qué buena pieza!”, “¡Estás cañón, tío!”, “No te has guardado nada ¿eh?”, comentaban mientras Javier, ufano, les repartía besos. “Hicieron una apuesta”, dio como explicación señalando a los clientes. “La ha ganado ¿verdad?”, intervino uno de estos riendo. “¡Y de qué manera!”, contestó uno de los nuevos, que no se privó de palpar en los brazos a Javier. Entonces el cliente volvió al tema de antes: “Es un provocador… Precisamente estábamos hablando de si se pondría igual que aquel”. Señaló al que, más lejos, se ofrecía atado de manos y con la polla tiesa. El de los nuevos que estaba encandilado con Javier le dijo a este con tono persuasivo: “Podríamos jugar contigo así ¿Qué te parece?”. Javier replicó descarado: “No deja de darme morbo y hoy estoy generoso”. Nada más decir esto, tanto los del grupo inicial como los del añadido se dispusieron a ponerlo a punto. Improvisaron unas bridas y levantaron los brazos de Javier, que ya se había puesto de espaldas a la valla. Con las muñecas ligadas a la malla metálica, Javier quedó así en cruz y en total disponibilidad. Los que lo acababan de conocer se admiraron de que, nada más con esas manipulaciones iniciales, su polla diera ya señales de erección. “¡Joder con el tío! ¡Como le va la marcha!”, exclamó uno. “No lo sabes tú bien”, replicó riendo un cliente.

La lasciva exposición de Javier atrajo incluso a los espectadores del otro individuo que le había servido de imitación y que, al ver que le había salido competencia, se soltó y también vino a mirar. Por la novedad, fueron sobre todo algunos del segundo grupo de osos quienes con más entusiasmo se entregaron a jugar con Javier. La provocadora sonrisa con que los acogía, por lo demás, parecía darles carta blanca. Ya los primeros toques le pusieron la polla como una piedra, que iba yendo de mano en mano. Javier acusaba los intercambios con incitadores encogimientos y suspiros. “Te pone cachondo ¿eh?”, le dijo uno. “¿Se me nota?”, contestó con cinismo Javier. Cada vez más animados, le sobaban los huevos y frotaban la polla con distintos niveles de energía, hasta que llegó a avisar: “Estoy ya muy caliente”. Entonces un tipo grandote y más alto que Javier soltó: “Pues lo voy a aprovechar”. Se bajó el pantalón por detrás e, inclinándose, arrimó el amplio culo en pompa a la polla tiesa. Apoyó las manos en las rodillas para hacer fuerza y empujó hacia atrás. Debía tener buenas tragaderas, porque la polla se le metió a la primera. “¡Uuuhhh!”, susurró Javier al sentirse atrapado. “¡Qué buena polla!”, exclamó el otro. Él mismo se balanceaba hacia delante y hacia atrás, y el culo de Javier iba chocando sonoramente contra la valla. A ninguno de los dos les importaba lo más mínimo el círculo de mirones que se formó alrededor y que aguardaban ansiosos el desenlace. “¡Oh, qué gusto!”, rezongaba el grandote moviéndose como un poseso. Javier, sacudido contra la valla, aumentaba sus gemidos: “¡No aguanto más! ¡Ya me viene!”. El otro fue parando pero siguió empotrado hasta que Javier se meneó para zafarse. Agotado por el esfuerzo, al follado se le doblaron las rodillas y puso las manos en el suelo. Por encima de su culo al aire se vio la polla de Javier que goteaba mientras se iba retrayendo. Hasta se oyeron algunos aplausos.

Al irse dispersando los curiosos, Javier se dirigió a los de su grupo: “¿Habéis tenido bastante? A ver si me soltáis ya”. Lo hicieron fascinados por el espectáculo que Javier había provocado con su desvergüenza. “Te has superado a ti mismo”, le dijo uno de los clientes, “De lo que tú no seas capaz…”. Javier se limitó a comentar: “¡Cómo arreaba el tío! Me ha dejado el culo como pasado por una parrilla”. En efecto, las nalgas le habían quedado marcadas con el entrelazado de la malla metálica. Toda una experiencia la que tuvo Javier aquel día en su celebración del Orgullo.

La estancia de Javier en San Francisco iba teniendo sin embargo fecha de caducidad.  Por mucha intensidad con que la estuviera viviendo, en ningún momento había pensado perpetuarse como camarero golfo de un club. Así que empezó a hacer gestiones con sus contactos en España y vio posibilidades de recuperar el trabajo que había dejado. Una vez decidido el regreso, prefirió no comunicárselo a los clientes, no fuera a ser que pretendieran disuadirlo. Se limitó a arreglar cuentas con el dueño del club, que sintió sinceramente su perdida. Cuanto le había ocurrido en este periodo iba a dejar una honda huella en su forma de disfrutar de la vida en el futuro.