La
adolescencia fue para mí un mar de confusiones. En el ambiente en que me crie,
tanto familiar como escolar, todo lo relacionado con el sexo tenía el tufo de
pecado y aún más abominable, y casi innombrable, era cualquier atisbo de
homosexualidad. Sin embargo, a medida que me iba desarrollando, experimentaba
unas sensaciones que no alcanzaba a comprender y me sumían en una tremenda
turbación. Porque me habría sido más fácil de entender, aunque me obligara a un
virtuoso rechazo, si hubiera sentido atracción por otros jóvenes más o menos de
mi edad. Pero el que mi mirada quedara prendida y el corazón se me acelerara
ante hombres maduros y fornidos, era algo que no sabía interpretar. En lugares
en que la visión era más propicia, como en la playa, las formas recias y el
vello corporal me provocaban gran desasosiego.
En esta tesitura,
y puesto que la llamada del sexo opuesto no me espoleaba, pensé que debía optar por una vida
sacerdotal. Y así lo comuniqué a mis padres, con gran agrado por su parte. De
manera que, recién cumplidos los dieciocho años y una vez acabados mis
estudios, barajamos las posibilidades que se ofrecían. Mis padres, que tenían
muchas relaciones en el mundo eclesial, conocían al Obispo y, muy orgullosos, quisieron
darle la noticia de mi decisión. Entonces éste hizo una propuesta: “Como estas
cosas se han de meditar bien, me gustaría conocer al chico y hablar
detenidamente con él. ¿Por qué no viene a verme una tarde?”. Pareció una idea
muy acertada y una ocasión que debía aprovechar. Yo no lo conocía y, no sin
cierta timidez, me dispuse a obedecer.
Cuando llegué al
Palacio arzobispal, un clérigo bastante anciano me condujo a las dependencias
del Obispo. Me miró de una forma algo extraña, mientras me repasaba de arriba
abajo. Me dijo que debía esperar en el despacho, pues Su Eminencia no tardaría
en llegar de un acto al que había asistido. Se marchó y quedé allí a la espera.
A través de una puerta abierta pude ver lo que debía ser el dormitorio.
La entrada del Obispo
me produjo un gran impacto. No solo por la prestancia de su solemne vestimenta,
sino sobre todo por su presencia física. Alto y robusto, con un vientre
prominente, me dirigió una vivaz mirada en su redondo rostro –y esto me
sorprendió– con cuidada y corta barba canosa. Cuando me ofreció su mano para
que le besara el anillo, el roce del vello que la poblaba me provocó
escalofríos. Me trató con cordialidad. “Así que tú eres el joven que tengo que
examinar ¡Estupendo!”. Me hizo pasar directamente a su habitación y se mostró
muy campechano, lo que interpreté como una forma de darme confianza. “Pues me
viene la mar de bien tener un asistente… ¡Anda, ayúdame a quitarme las galas,
que me tienen frito con este calor!”. Mientras se quitaba el collar con la
cruz y el fajín, ante mi titubeo dijo:
“Puedes empezar con los botones desde abajo, que me cuesta más agacharme. Ya
ves que hay cantidad”. Casi me arrodillé y, con manos temblorosas, empecé a
soltarle los pequeños botones forrados. Mi nerviosismo iba en aumento a medida
que subía, procurando no llegar a rozarlo. Él se desabrochaba por el pecho y me
chocó que, cuando llegó al nivel de la
barriga, ralentizó sus movimientos para dejar que yo acabara. Finalmente, en el
último botón, nuestras manos se juntaron y cogió brevemente las mías. “Lo has
hecho muy bien”. Una vez abierta, lo ayudé a quitarse la sotana. Quedó con unos
pantalones negros y una camisa blanca, que empezó a remangarse. Mis ojos
quedaron fijados en sus brazos fuertes y peludos, pero a continuación se
desplazaron al cuello de la camisa, que se había abierto y por donde le asomaba
rizado vello. Deseé con todas mis fuerzas que no se diera cuenta de mi
turbación. Dijo con toda naturalidad: “Espera, que me estoy orinando”. Se
dirigió a una puerta, que dejó abierta. Me quedé inmóvil oyendo el sonoro
chorro de su micción. Cuando acabó me llamó: “¡Ven, hombre, ven!”. Se estaba
lavando las manos y yo, por hacer algo, le alcancé una toalla. Me dirigió una
mirada risueña. “Aunque bien pensado, tomaré una ducha… He pasado mucho calor. No
tardo nada”. Solo dejó medio entornada la puerta.
Respiré aliviado
por la necesidad que tenía de controlar mis emociones. ¿Qué me estaba pasando?
Esas sensaciones que tanto me hacían cavilar se reduplicaban ahora nada menos
que a cuenta del Obispo, que con tanta intimidad me estaba tratando. Pero desde
donde me hallaba, el ruido de la ducha machacaba mi cerebro y no pude evitar verlo
por el rabillo del ojo reflejado en el espejo. Mis pensamientos se
interrumpieron cuando, tras unos minutos, reapareció el Obispo enfundado en un
albornoz. “Chico, si no te importa, yo voy a descansar en la cama… El acto de
hoy me ha dejado agotado… Así charlaremos más relajadamente”. Al observar mi
sofoco, añadió socarrón: “Anda, pasa mientras al baño y refréscate un poco… Y
quítate la chaqueta y la corbata, que te va a dar algo”.
Seguí su consejo
y cerré la puerta. Notaba una descontrolada erección y pensé que, si orinaba, igual
bajaba. Pero al terminar, vi unos calzoncillos tirados en el suelo y no pude
resistir el impulso de cogerlos. Los olí y el aroma que percibí me trastocó. Un
par de pelos acaracolados contribuyeron a aumentar mi desvarío. Con todo ello
mi erección aún fue más punzante. Debí tardar más de la cuenta porque oí su
voz: “¡Puedes venir, eh!”. Salí de baño con andares un tanto forzados para que
no se me notara el bulto en la entrepierna y lo que encontré me dejó paralizado. Estaba
en la cama con la espalda apoyada en un almohadón. La sábana la cubría apenas
un poco más arriba de la cintura y le quedaba descubierto el torso desnudo.
Unos pechos abultados reposaban sobre la oronda barriga; todo ello poblado de
abundante vello, entreverado de canas. “Con este calor no hay quien aguante el
pijama ¿No te molesta, verdad?”. Qué me iba a molestar, aunque todo el cuerpo
me dolía de la excitación.
“Anda, siéntate
ahí”. Me señaló una silla junto a la cama. Aliviado la ocupé y crucé la
piernas, pese a no resultar una postura muy adecuada. Me miró fijamente y dijo:
“Te estoy notando muy nervioso ¿Tanto te impresiono?”. “Bueno…, es una
situación nueva para mí”, balbuceé. “¿Para qué crees que te he hecho venir?”.
“Usted quería conocerme y examinar mi vocación”. “Pero hay muchas formas de
conocerse… ¿No te parece?”. Ante mi creciente confusión, remachó: “Y creo que a
los dos nos ronda por la cabeza la misma forma… ¿Me equivoco?”. Mi sonrojo y
agitación eran más delatadores que cualquier cosa que hubiera podido decir.
“¡Ven aquí!”. Golpeó con la mano el borde de la cama. Como movido por un
resorte, obedecí y me senté donde me indicaba. “Vamos a hablar de hombre a
hombre”. Me puso la mano sobre un muslo, lo que me produjo unos intensos
escalofríos, y sentí que mi pene latía. “Aunque no lo parezca, llevo una vida
muy solitaria y vacía de calor humano. Tú podrías darme un poco ahora”. “No lo
entiendo…”. “Me entiendes perfectamente. ¿Crees que no te he observado desde
que llegamos aquí?”. Corrió suavemente la mano y rozó mi pene. “Esto es más que
una respuesta”. “Yo no quería…”, dije tembloroso. “No se trata de querer o no
querer. El cuerpo dicta sus propias leyes”. Yo estaba sentado de espaldas a su
cuerpo, girado lo justo para hablar con él. Pero cuando noté que tiraba de la
sábana que lo cubría y la desplazaba hacia un lado, me dominó el impulso de
mirarlo. Su completa desnudez me pareció majestuosa. Bajo su oronda barriga, el
pubis oscurecido por el pelo remataba en un sexo, centrado entre sus gruesos y
velludos muslos, como nunca antes había visto, pese a estar en reposo. “¿Ves
algún mal en esto?”. Desde luego que no, aunque fui incapaz de responder.
“Entonces debes ser generoso y mostrarte tú también”.
Como un autómata
me puse de pie. Él me atrajo, me desabrochó el cinturón e hizo caer el pantalón.
“Anda, acaba tú…”. Me quité la camisa y evidentemente mi erección había
alcanzado el máximo nivel al tensar el calzoncillo. “¡Ay el vigor juvenil! A mí
ya me cuesta más conseguirlo. Necesitaré tu ayuda”. “¿Cómo debo hacerlo?”,
pregunté ansioso. “Hazme lo mismo que te hago yo a ti…”. Alargó una mano, echó
abajo el eslip y me asió el pene, frotándolo suavemente. Creí que el corazón me
iba a estallar en el pecho. Cuando iba a mi vez a estirar el brazo para
tocarlo, me detuvo sin embargo. “Espera, no corras”. Entonces se giró hacia mí
y, para mi estupefacción, acercó la boca a mi sexo. Su lengua salió y fue
lamiendo desde la punta a la base para continuar con los testículos. Las
sensaciones que me hacía experimentar eran indescriptibles. Pero cuando
introdujo el pene entero en su boca y empezó a succionar, creí que iba a
desmayarme. Se detuvo no obstante y mirándome desde abajo, dijo: “Hay que
tomarlo con calma… ¿Sabrás hacérmelo a mí?”.
Nada podía desear
más en aquel momento. Torpemente me precipité sobre la cama y él facilitó que
me colocara separando las piernas. El cobijo entre ellas y el calor que
trasmitían a mis mejillas me pusieron en un estado casi febril. Mis manos se
posaron en el pubis y enredé mis dedos en los pelos. Toqué reverencialmente el
miembro y sopesé los testículos. Por fin entró en función mi boca, colmando de
besos cuanto encontraba. “¡Muy bien, muy bien!”, oí. Luego usé la lengua en
lamidas intensas, hasta que engullí el pene y procuré chupar tal como recordaba
que acababa de hacer él. Notar cómo se endurecía y crecía en mi boca me llenó
de orgullo, y así me habría quedado eternamente. “¡Chico, qué rápido
aprendes!”. Me sorprendió que me tomara por los hombros y tirara de mí. Me
arrastró sobre su barriga hasta que mi cara quedó a la altura de su pecho y mi
pene tropezó con el suyo. Con una mano dirigió mi cabeza hacia uno de sus
pechos y dijo: “Chupa y mordisquea..., pero con cuidado”. Acaté con deleite
esta nueva instrucción. Despejé con la lengua el vello que invadía la areola
rosada y rocé el pezón, más cárdeno. Emitió un murmullo que me enardeció. Chupé
primero y con mi mamada noté un picudo endurecimiento. Delicadamente rodeé la protuberancia
con los dientes y poco a poco fui mordiendo. Arranqué gemidos, pero sin
rechazo, aunque no dejaba de estar asustado. ¿Cómo podía querer una cosa así,
que le debía doler? No tardó, sin embargo, en volver a cogerme la cabeza y
llevarla hacia el otro pecho. Repetí pues la operación y él, sin duda intuyendo
mi perplejidad, explicó: “No sabes cómo me entona esto… Misterios de la
naturaleza humana”. Dicho lo cual, acercó su cara y juntó sus labios con los
míos. Su lengua se abrió paso punzante y recorrió toda mi cavidad bucal.
“Aún has de aprender más…”. Me apartó hacia un
lado y se incorporó, arrodillado sobre la cama y dándome la espalda. A
continuación se inclinó hacia delante. Pude ahora contemplar su espléndido
trasero, tan abundoso como todo él y ornado de un vello más suave. Acaricié con
delicadeza la oronda superficie y sentí un impulso irrefrenable de lamerla. “Parece
que te gusta…”, bromeó. Concentré mi atención en la anatomía que se me ofrecía,
deleitándome con la simetría de los glúteos y la oscuridad de la raja que los
separaba. Asimismo, los testículos se balanceaban entre los muslos. Parecía
anticipar mis deseos, porque añadió: “A ver si sabes ocuparte de mi zona oculta”.
Entendí que se refería a la raja y a ella me dediqué con todo mi ardor. Primero
la manoseé y distendí, pasando los dedos cada vez más osadamente. Al notar un punto
más blando, reaccionó: “¡Huy, lo que has encontrado, pillo! ¡Sigue jugando,
sigue!”. Esta incitación me volvió más
osado. Era ya mi cara la que profundizaba y mi lengua la que hurgaba. Salivaba
seducido por lo que oía: “¡Así, así!”. Volví a probar con un dedo, que se
hundió fácilmente. “¡Este sí que es un alumno aventajado! …Acércate un
momento”. Me desplacé hacia un lado y pudo palpar mi pene erecto. “Estamos los
dos a punto ¡Penétrame!”. Quedé confundido e indeciso. “Te gustará, ya veras. Y
yo lo deseo”.
Volví detrás de
él y, arrodillado, mi pene alzado se hallaba justo a la altura del punto en que
acababa de tantear. Me acerqué más y la punta se perdió en la raja. “¡Empuja,
empuja!”. Volqué todo el cuerpo y noté cómo iba entrando. Un calor húmedo cercaba mi miembro. “¡Bien, muy bien!
¡Ahora muévete y bombea!”. A medida que lo hacía, un ardor placentero crecía en
mi sexo. “¡Sigue, sigue!”. Y ponía mis cinco sentidos en ello. De repente, una
chispa prendió en mi cerebro y, como una corriente eléctrica, fue recorriéndome
hasta llegar al extremo de mi pene. Una serie de sordas explosiones me dejó vacío.
Nada que ver con las poluciones nocturnas, ni siquiera con las pecaminosas
masturbaciones en las que a veces había caído. La posesión de aquel cuerpo tan
deseado había ido más allá de lo imaginable. Me sacó de mi ensueño su voz: “¡Te
has portado! ¡Lástima que no hayas durado más! Pero si ha sido tu primera
vez…”. Dándose cuenta quizás de que podía haber sonado como minusvaloración, se
dio la vuelta y me tomó entre sus brazos. “Me estás haciendo muy feliz”. Me
entregué con gusto a sus caricias mientras se aquietaban mis palpitaciones.
“Ve calmándote,
que también he de darte lo que tú me has dado”. Aunque estaba dispuesto a
aceptar cuanto él deseara, atajó cualquier temor por mi parte. “Tranquilo, que
no tengo el vigor suficiente para penetrarte… Pero, si quieres, podrás saborear
lo que bulle en mi interior”. Se cogió el miembro flácido y me invitó. “¡Avívalo
y disfrutemos los dos!”. Me reanimé al instante para ese cometido. Acaricié el
pene con suaves masajes, subiendo y bajando la dúctil piel. No tardé en tomarla
con mi boca y volví a experimentar el placer de su crecimiento. Mis succiones
ahora eran más decididas. Él entonces sujetó mi cabeza y la dirigía para
acompasar mis movimientos. Sentía en mi lengua una especie de latidos y, en un
momento dado, inmovilizó mi cabeza y la apretó hasta que la punta del miembro
me presionó el fondo del paladar. Se agitó con sonoros suspiros y la boca se me
fue llenando de un espeso magma que se escurría por mi garganta. Tragué y
relamí goloso, hasta que me apartó. “Dentro de ti ya hay algo mío, como también
he tenido algo tuyo en mí… ¿No es hermoso?”. De nuevo me refugié en la calidez
de sus brazos, que me estrechaban contra su pecho.
Tras unos minutos
de quietud y silencio, al fin dijo: “Ya va siendo hora de que te marches”. El
tiempo me había pasado muy rápido, así que repliqué: “Pero aún no hemos
hablado…”. Su contrarréplica me dejó
perplejo. “Después de lo que ha pasado esta tarde creo que podrás empezar a
saber lo que quieres hacer con tu vida… Aviso de que sales”.
guauuu, con el obispo. Que maquina eres escribiendo relatos tio. Un saludo
ResponderEliminarGracias...
Eliminartzzz me cae que me calente mas que viendo porno!!! te felicito por tus relatos eres muy bueno
ResponderEliminarPues, me trae muchos recuerdos, ya que a mi me sucedió algo similar.
ResponderEliminarsimilar por que en mi experiencia, los sacerdotes y los obispos en especial, si obtienen lo que quieren, pero no son reciprocos, estan acostumbrados a que les obedezcan y a hacer poco
no mentiré que el relato es cierto, ver como un sacerdote se quita la sotana y muestra un poco del cuerpo, aunque sea lo mas minimo, es hermoso y espeluznante por que no sabe que pasará
yo tuve un acercamiento con el obispo de mi comunidad a una edad mas allá de los 18 asi que no fue pecado, pero no fue lo que yo esperaba, si obtuve satisfaccion sexual, pero no una calidez
pero bueno
visitarme a mi phlog
speedochubby.tumblr.com
saludos
Ya lo sigo. Buenas fotos, alguna he usado
ResponderEliminarsi, he visto dos que tres
ResponderEliminargracias por ello
saludos y seguí asi !
me gusto mucho el relato.
ResponderEliminarme gustan mucho los maduros gordos
soy de medellin colombia
mi msn cannissa24@hotmail.com
Dios mio me has ganado mi sueño ese obispo es perfecto así como lo describes mi mas oscura fantasía es hacerlo con un sacerdote y valla que conosco a muchos que son los indicados pero lastima que no e tenido oportunidad TE FELICITO POR TAN HERMOSO ACTO :D
ResponderEliminarSoy un amante de los gordos maduros y velludos, ,me encantaria uno así como el obispo, estos elatos me gustan y me ponen cachondo
ResponderEliminarA los 15 pude disfrutar de mi confesor. Y luego del obispo. Divinos.
ResponderEliminarCasado