En pleno verano, tenía que llevar unos paquetes algo pesados a una población cercana tras las montañas que rodean la ciudad. Decidí coger un taxi, con la esperanza adicional de que su conductor tuviera una apariencia grata a la vista al menos, aunque no solía tener suerte en la ruleta. Me aposté en un chaflán y, pese al calor reinante, para tantear las posibilidades, dejé pasar unos cuantos que iban libres. Pero al fin se detuvo en el semáforo un vehículo algo antiguo, pero que, al estar parado, me permitió apreciar la buena catadura del taxista. Cercano a la cincuentena, algo calvo y con barba de días, su barriga casi tocaba el volante. La camisa clara, con manchas de transpiración, dejaba entrever el vello del pecho y sus mangas cortas, y aún remangadas, mostraban unos brazos sólidos y peludos. No lo quise dejar perder y él, solícito, se bajó para ayudarme con los paquetes. Sugirió que me sentara delante y que pusiéramos los bultos en el asiento trasero, ya que el maletero lo tenía un poco desordenado. La idea me pareció de perlas por la cercanía que permitía y mi interés aumentó cuando, al irse inclinando para colocar bien la carga, el pantalón se le bajaba y dejaba ver el canalillo del culo, lo que siempre me produce una gran excitación.
Pronto salimos de la zona urbana y nos adentramos en la carretera que entre pinares alcanza la montaña. Íbamos silenciosos, pero no dejaba de captar sus movimientos. Nuestros brazos desnudos se tocaban con frecuencia y, como yo llevaba pantalones cortos, en los cambios de marcha, se escapaba algún roce a mi muslo. Mis fantasías calenturientas me lo hacía ver en distintas poses tentadoras.
A continuación se sacó los tejanos y, en la maniobra, volvió a presentarme una muestra, esta vez más acusada, de la raja del culo. Subiendo algo el talle, se quedó con algo menos que un pantalón de deporte y algo más que un slip. Ni que decir tiene que su desparpajo me estaba poniendo al borde de una taquicardia.
Me removía inquieto en el asiento y me inclinaba hacia delante como interesado en el salpicadero para mejorar mi visión. Y ésta se veía recompensada al captar que por la entrepierna del hombretón asomaba una puntita muy indiscreta. Me sujetaba las manos para no lanzarlas a hurgar en lo que habría a continuación, que no dejaba de imaginar.
Sudoroso, volvió a ponerse los tejanos pero se quitó la camisa, que no quería ensuciar. Abrió el capó y me pidió que me apartara para evitar el vapor. Luego se inclinó hacia el motor para manipular y tuve el obsequio de un generoso deslizamiento de los pantalones.
Las maldiciones se multiplicaron y, farfullando en un argot de mecánica incomprensible para mí, fue a buscar algunas herramientas y una manta al maletero. La extendió entre las ruedas y se arrastró sobre ella. Estuvo un rato trajinando hasta que le oí decir con tono aliviado que la cosa era menos complicada de lo que temía, pero que, ya que estaba ahí, debería hacer algunos ajustes, para lo que me agradecería le fuera alargando lo que me pidiera.
Era alucinante ver cómo se balanceaba la polla a cada meneo de su afortunado poseedor. Para mayor sofoco por mi parte, cada vez que estiraba el brazo para alargarle una herramienta, rozaba esa preciosidad. Al principio con precaución, pero luego, al notar que no era insensible a mi contacto, con mayor ahínco. Por fin, con un fuerte resoplido, comunicó que aquello estaba listo. Pero quedó despatarrado con la polla bien tiesa.
Lo primero que hizo fue besarme metiendo la lengua y mordisqueando los labios, mientras yo me dejaba quitar mi escueta vestimenta. Desnudos como faunos, me arrastró más al interior del follaje y, tras levantar una pierna sobre un tronco, me cogió la cabeza y la llevó a sus bajos. “Continúa lo que habías empezado, que me estaba dando mucho gusto”, dijo, y yo obedecí con deleite, lamiendo y chupando todo lo que estaba al alcance de mi boca. Cómo disfrutaba con aquellos atributos tan espléndidos, y el goce de él no era menor, jaleándome y embistiéndome con impulsos de su culo.
Nos adentramos un poco más en el bosque, comentando jocosos los avatares del mediado viaje y, por suerte, llegamos hasta la parte trasera de una casa, al parecer sin moradores, con una boca de riego y una manguera, que nos permitió una fresca y relajante ducha.
yo quiero subirme a ese taxi
ResponderEliminarLo k daria yo x encontrar uno asin..
ResponderEliminardonde puedo encontrar taxistas como ese?
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