Hace ya bastante tiempo tuve un tórrido asunto amoroso. Fue con alguien mayor que yo, muy guapo y con un cuerpo de lo más atractivo, de acuerdo con mi gusto por hombres maduros y entrados en carnes. El problema era que tenía una pareja de años, pero en una relación tormentosa. Los dos se ponían cuernos mutuamente en cuanto podían, pero a la vez eran terriblemente celosos y siempre temerosos del abandono por el otro. No obstante me dejé liar, convirtiéndome en su paño de lágrimas. La verdad es que echábamos unos polvos fabulosos y que lo pasaba muy a gusto cuando estaba con él, aunque tuviera que aguantar sus cuitas afectivas. No dejaba de resultar paradójico que, mientras estábamos follando, él desgranara las sospechas de infidelidad de su amante. A veces llegaba a expresar la intención de abandonarlo por mí y, aunque en aquel entonces yo lo hubiera deseado, era consciente de que los lazos que los mantenían ligados, por mucha complicación que conllevaran, eran imposibles de deshacer.
Llegó un momento en que, en un “crescendo” de tensión entre ellos, acabó por revelar mi existencia, esgrimida como amenaza. Incluso se formalizó una falsa ruptura, como entendí desde el primer momento. Pero no tuve más remedio que acoger al abandonado, que se debatía entre lamentaciones por la pérdida y promesas de una nueva vida conmigo. Así las cosas, no pasaron muchos días para que, hallándonos en pleno revolcón, sonara insistentemente el interfono de la portería. Una voz temblorosa pidió hablar con el refugiado, quien indudablemente había ido dejando suficientes pistas para que aquello pudiera ocurrir. Le pasé el telefonillo y me aparté discretamente. Al cabo de un rato, con expresión de carnero degollado, me dijo que tenía que bajar. Se vistió a trompicones y marchó a la ineludible reconciliación.
Aunque su pareja no había llegado a conocerme en persona, yo sí que los había visto juntos en algunas ocasiones, por supuesto pasando completamente desapercibido. Pero el saber quién había sido mi rival me permitió tramar una dulce venganza. (A partir de ahora, para evitar confusiones, los denominaré respectivamente Andrés y Bernardo).
Al cabo de poco más de un año me tropecé por la calle con Andrés. Muy contento me contó que ahora vivían juntos en una población de la costa y que más de una vez habían comentado que les gustaría poder disculparse conmigo por lo que me habían hecho pasar y agradecerme la caballerosidad con que me había comportado. Por eso se alegraba de haberme visto y aprovechaba para invitarme a comer con ellos algún día; así de paso Bernardo me conocería por fin. Me subyugó la forma en que se iban sucediendo los acontecimientos en toda esta historia y acepté la propuesta; ya se vería qué pasaba con los reconocimientos.
En la fecha escogida me presenté en el piso de la pareja con dos botellas de buen vino. Me abrió Andés y, tras un afectuoso saludo, me condujo a la sala, donde me esperaba Bernardo. Los ojos se le salían de las órbitas cuando me vio, pero mantuvo el tipo y se mostró encantado de conocerme finalmente. Como era un caluroso día de verano, ambos iban descamisados y no tardaron en sugerirme que también me desprendiera de mi camisa sudada, todo lo cual me pareció un sugestivo signo de confianza. Me enseñaron el piso, orgullosos del hogar que habían fundado, y estuvimos un rato en la terraza disfrutando de las vistas sobre la playa. No perdió ocasión el sorprendido, en el momento en que se ausentó Andrés para traer unas bebidas, de decirme entre escamado y divertido: “Así que eras tú. ¿Y lo sabías?”. “Desde luego –le contesté–, pero puedo ser una tumba”. Me dio un achuchón justo cuando volvía Andrés. “Vaya, sí que os habéis caldo bien”, fue su comentario.
La comida –que decidieron fuera en la terraza– transcurrió muy agradablemente y ambos se esmeraban en que todo fuera de mi agrado. Me contaron que ahora trabajaban juntos y que les iba muy bien, viajando con mucha frecuencia. Acertadamente nadie hizo referencia a historias del pasado y yo les informé de que estaba iniciando una relación que me satisfacía mucho. Aunque no lo tenían por costumbre, disfrutaron con el vino que les había traído. A lo tonto a lo tonto, cayeron casi las dos botellas y eso nos fue poniendo cada vez más alegres. Ya en el café se pusieron cariñosos los dos, recayendo también algún mimo sobre mí, pero sin que pudiera interpretarse como incitación sexual. Más bien pensé que, por prudencia de uno y de otro, se abstendrían de entrar en ese terreno.
Pasamos al despacho, donde me mostraron sus últimas adquisiciones tecnológicas: una cámara fotográfica digital de gran calidad y un ordenador último modelo. En aquel tiempo yo era todavía muy novato en materia de informática y más todavía en lo relacionado con Internet. Así que me interesaron sus explicaciones y demostraciones. Empezaron a enseñarme fotos de viajes, pero de pronto aparecieron algunas de ellos desnudos. Bernardo, que era el experto, dudó unos instantes, pero, tras un gesto de asentimiento por parte de Andrés, prosiguió la exhibición. Eran imágenes de lo más sugerentes, incluyendo erecciones y variados actos sexuales. No despegaba la vista de la pantalla, pues el conjunto de los dos en esas actitudes me tenía cautivado y, cómo no, calentado. Instintivamente me llevaba la mano al paquete, lo que no escapó a la mirada socarrona de Andrés.
Fuimos a parar al amplio sofá –probablemente el dormitorio lo considerarían recinto sagrado– y allí me encontré como en un sandwich, achuchado entre los dos. Se afanaban sobando y chupando por todo mi cuerpo. Pero las fotos que había visto hacía poco me impresionaron tanto que tenía el morbo de verlos follar en vivo. Primero me escurrí provocando que llegaran a formar un 69 muy amorosamente sincronizado. Induje después a Bernardo a que se arrodillara apoyado en los cojines del respaldo y, mientras le lamía el culo, animaba con una mano la polla de Andrés Atraje a éste hacia la posición adecuada y se empotró en su amante. Mientras bombeaba y lo arrullaba, yo me puse detrás acariciándolo. No tardó Bernardo en correrse, como ya le ocurriera en el hotel.
Me concentré entonces en tantear la raja de Andrés con mi polla, recordando viejos tiempos. Él se acomodó saliéndose de Bernardo, que se tumbó en el sofá para chupársela al compás de mi follada. A punto de vaciarme me aparte y acabé echando la leche en la cara de Bernardo. Esto excitó tanto a Andrés que se la meneó hasta llegar a imitarme. Bernardo estaba medio cegado, así que Andrés corrió para traer una toalla y limpiarlo con cariño. Me temí que el ataque coordinado hubiera herido el amor propio de Bernardo, pero no se alteró la armonía reinante y todos nos reímos del desenlace.
Al marcharme pensé en la de disgustos que nos habríamos ahorrado si el conflicto lo hubiéramos resuelto en su momento como habíamos hecho hoy. De todos modos, había tenido mi desquite y, pese a la frase de que la venganza se sirve en frío, en mi caso había llegado a ser bastante caliente. Me queda además el recuerdo de las fotos que, en un descuido, copié en un vulgar disquete.
No hay comentarios:
Publicar un comentario