lunes, 16 de julio de 2018

El comisario cierra el círculo (y 2) (9)

Jacinto no se tomó a la ligera el acuerdo al que había llegado con el extorsionador y su subalterno. Así que, al día siguiente, reanudó ya su ronda de urinarios, aunque no tuviera que perseguir a nadie. Desde luego iría con cuidado de no darse de bruces con el poseedor del vídeo comprometedor, aunque confiaba en que éste, al menos durante el tiempo del simulacro, no se dejaría ver demasiado. Pero, claro, en algo habría de ocupar su tiempo Jacinto y no se le ocurrió más que amoldarse a los usos y costumbres de esos sitios que ya conocía. Al fin y al cabo le podría servir de distracción y relajo mostrarse complaciente con las demandas de los usuarios. Es por ello que no se privó de tocar pollas o dejar que se la tocaran, con alguna paja incluida. Ni siquiera de recluirse en un retrete para chupar la verga que asomara por un agujero y, por qué no, para dar por culo a un oferente. Cosa que, por lo demás, cada vez le iba resultando más grata. El segundo día incluso se animó a hacer una visita al dependiente de los grandes almacenes, quien muy gustosamente volvió a follárselo, hasta repitiendo los enérgicos tortazos al culo.

Llegó al fin el día señalado, en el que, si todo salían bien, las tribulaciones de Jacinto podían quedar despejadas. Ya no se distrajo con frivolidades en los urinarios de la estación de autobuses, sino que se mantuvo atento a la aparición del guardián para así consumar la simulación. En algún momento llegó a temer que el tipo no se presentara, pero el encoñamiento que éste le había mostrado le hizo confiar en que no lo dejaría en la estacada. Jacinto se preguntó una vez más qué sería lo que debían verle para encandilar a los tíos más insospechados. Instalado pacientemente en su banco de observación, se distraía con el ajetreo de la estación. En esta ocasión había recuperado su característica gabardina para reforzar su papel de comisario. Respiró aliviado al ver al guardián pululando por los alrededores. Aunque le alarmó que se acercara hacia donde estaba él. Pero lo único que hizo fue, sin mirarlo, dejar caer con disimulo un papelito arrugado sobre el banco. Cuando se hubo alejado de nuevo, Jacinto cogió lo que debía contener algún mensaje. “m alegro de bolver a verte guapeton e venio con un tio mio y le e dado el relo q me regalo el jefe pa poder qitarselo y q tu me beas besos”. Sorteando las carencias ortográficas, Jacinto pudo hacerse cargo de la situación, incluso con un punto de ternura.

Al cabo de un rato, ya no sorprendió a Jacinto que salieran de los urinarios tío y sobrino, ni que éste acorralara a aquél hacia una zona despejada, aunque bien a la vista de Jacinto. De hecho se reproducía la escena en que había pillado días antes al extorsionador, incluido el traspaso del reloj. Por supuesto el tío, que se parecía al sobrino, solo que más viejo y rechoncho, desapareció al instante, mientras que el guardián daba bandazos haciéndose ver.

Jacinto entró ya rápidamente en acción. Fue en busca de la pareja de policías que vigilaba por la estación y, mostrándoles su placa, recabó su colaboración para proceder a la detención de un infractor de la ley, largo tiempo buscado, al que acababa de sorprender en plena acción. Los tres se dirigieron al guardián, quien lógicamente alegó su inocencia, y que, tras los trámites de rigor y sin resistencia por su parte, acabó esposado y retenido en espera de un coche patrulla. Llegado éste, ocupado en los asientos delanteros por otros dos policías, Jacinto y el detenido entraron en la parte trasera. Así emprendieron rumbo a la comisaría. En el trayecto sin embargo, pese al silencio con que los cuatro cumplían su papel, Jacinto tuvo que esquivar los excesivos acercamientos que buscaba el guardián como muestra de su inquebrantable afecto. Lo que sí que aceptó fue el traspaso subrepticio del reloj, que habría de quedar a buen recaudo por parte de Jacinto para evitar que, a partir de esa prueba, pudieran atarse hilos indeseados.

Cuando llegaron a la comisaría, Jacinto pudo saborear su momento de gloria, que sabía perecedera, por el éxito de su misión. Exhibiendo al guardián como trofeo, recibía felicitaciones de superiores y compañeros. La admiración abarcaba tanto la celeridad con que había actuado como la valentía de moverse en ambientes tan sórdidos. Claro está que no conocían los peculiares métodos empleados por Jacinto para su investigación. Sin embargo, dado que la palabra de éste era el único elemento del que por el momento se disponía para contraponer a la presunción de inocencia del detenido, que solo tenía antecedentes de poca monta, se hacía necesario recabar más evidencias. Tal como había previsto lúcidamente el propio guardián, éstas no podían ser otras que las que se obtuvieran del testimonio de los denunciantes. Así que había que actuar deprisa dentro del plazo legal de las setenta y dos horas de detención. Se requería pues citar a aquéllos de urgencia para que acudieran a una rueda de reconocimiento. Lo cual, entre unas cosas y otras, llevaría casi a apurar el término legal.

Como mandan los cánones, en este tiempo también procedía la toma de declaración del detenido que, ante su previsible falta de colaboración, requeriría más de una sesión. En este caso además el guardián, para no liar más la troca, renunció a su derecho a la presencia de un abogado, aunque pidió ser interrogado por el comisario que había procedido a su detención. Y a Jacinto, héroe del momento, tampoco se le iba a privar de ese privilegio. Hay que señalar que, para tranquilidad de los conchabados, la comisaría en cuestión carecía de los modernos sistemas de grabación de imagen y sonido, y menos aún de cristal para ver sin ser visto. De modo que los interrogatorios se hacían en salas más bien cutres, donde podía quedar opaco algún que otro exceso. Aunque en esta ocasión más bien sería de temer una improcedente efusividad del guardián hacia Jacinto.

Un guardia condujo al detenido esposado a la sala en que lo aguardaba Jacinto. Éste, dándoselas de perdonavidas, ordenó que le quitaran las esposas. “¡Me puedo encargar yo de él!”. En cuanto se quedaron solos, el primer impulso del detenido fue lanzarse a abrazar a Jacinto. Pero este lo contuvo. “¡Un poco de calma! Que nos la estamos jugando”. El guardián, dócil, se sentó al otro lado de la mesa. “Pero está saliendo muy bien ¿verdad?”. Como tenían que llenar el tiempo, Jacinto se interesó en cómo le iba en el calabozo. “¡Uy, la mar de bien! Ya me han dado de comer… Además está conmigo un colega muy majo que, en cuanto los guardias se fueron también a comer, quiso hacerme una mamada… Pero no le dejé”. “¿Ah sí? Raro en ti”, comentó Jacinto. “Pasa que desde que te he conocido no me apetece hacerlo con otro”. Esta confesión de fidelidad sobrevenida no dejó de alarmar a Jacinto. “¡Hombre, tampoco es eso!”. “¿Es que no te gustó lo que hicimos?”. “¡Claro que sí!”, lo tranquilizó Jacinto, “Además me estás haciendo un gran favor”. “Y más que haría yo por ti”, afirmó el guardián emocionado. “Ya te compensaré”, prometió Jacinto, “Pero ahora hemos de ir dejándolo todo bien hilvanado”. El otro asintió y puso toda su atención en lo que siguió diciendo Jacinto. “Aunque en mi informe he puesto que te vi apoderándote de un reloj, como no se ha encontrado cuando te registraron, se debilita mi declaración… Por cierto, una vez más tuviste una gran idea pasándomelo  a tiempo. Te lo tengo bien guardado”. “Quiero que sea tuyo”, afirmó el guardián. “Bueno, ya hablaremos de eso”, zanjó Jacinto, que continuó. “Mañana sabré cuándo se hará la rueda de reconocimiento, que va a ser lo definitivo de todo esto”. “¿No podremos tener un rato de intimidad mientras tanto?”, casi suplicó el guardián. Jacinto empezó a ablandarse. “Ya veré lo que puedo hacer… Ahora diré que te lleven y que, como no ha habido forma de que confieses las extorsiones que se te atribuyen, necesitaré seguir insistiendo”. Ahí quedó la cosa de momento.

De cara al mundo policial, Jacinto se mostró contrariado. “No hay manera con ese tío. No se le han encontrado pruebas y sigue negándolo todo… Pero yo vi lo que vi y, si no se hace pronto la rueda de reconocimiento, habrá que soltarlo… Esta noche me encierro con él y lo pongo a caldo”. Su superior tuvo que recomendarle que no se pasara demasiado. “Este Jacinto vuelve a ser el que era”, se dijo admirado.

Jacinto, con la autoridad que su hazaña le había conferido, dio estrictas instrucciones para el interrogatorio de la noche. Escogió la sala más apartada y dejó muy claro que, una vez que le hubieran traído al detenido, no quería ser interrumpido por ningún concepto. Incluso pidió que le proveyeran de agua y barritas energéticas. Estaba dispuesto a hacer cantar al individuo fuera como fuera y por el tiempo que hiciera falta. Haciendo ver que se preparaba a conciencia, demoró el comienzo de la sesión hasta que la actividad en la comisaría se quedara en mínimos, con el reducido personal de guardia distrayéndose con vídeos porno o jugando a las cartas.

Ya entrada la noche, Jacinto reclamó la presencia del detenido. Esta vez no pidió que le quitaran las esposas, aunque sí que le dejaran la llave. Insistió en que allí no se podía entrar hasta que él diera por terminado el interrogatorio. “Mejor que nadie sepa lo que va a ocurrir…”, dejo caer en un susurro para alimentar el morbo sádico de los guardias.

Sentado y esposado, el detenido miraba embelesado a Jacinto que se había puesto cómodo, en mangas de camisa y arremangado. “¡Qué guapo estás así en plan duro!”, le soltó. Jacinto, a quien le costaba digerir que ensalzaran sus encantos, replicó: “¡Vale, gracias!”. Pero quiso enseguida revelar que había atendido la demanda del guardián. “Esta noche nadie nos va a molestar y podré hacer contigo lo que quiera”. Esto último lo dijo con un tono irónico, pues sabía que más bien iba a ser al revés. “¿Me vas a torturar?”, preguntó el otro ilusionado. “Eso depende de ti”, precisó Jacinto con no menor ironía. “Si me sueltas, puedo ser peligroso”, le siguió el juego el guardián. “Eso me temo”. Y con ello Jacinto expresaba una certeza. Prefirió desviar el tema personal. “¿Cómo te va con tu colega de celda?”. El otro reconoció contrito: “Se ha puesto tan pesado que al final he tenido que dejar que me la chupara… Pero solo un poco, sin correrme ni nada… Lo reservo todo para ti”. Sacó la lengua relamiéndose los labios, en un gesto de lo más elocuente, y se puso evocador. “¿Te acuerdas de lo a gusto que estuvimos el otro día, desnudos y juntos?”. “¡Sí, claro!”, contestó Jacinto, aunque sus recuerdos de aquella ocasión eran sobre todo penosos.

“Ahora te voy a soltar”, anunció Jacinto. “¿Nos vamos a desnudar?”, insistió el guardián. Jacinto especificó: “Tú sí que puedes hacerlo, porque en todo caso se vería como una forma de intimidación. Pero más vale que yo no me quite demasiado, por si surge algún imprevisto”. “¡Vaya! Pero el culo sí que me lo dejarás ¿no? Siempre te puedes subir rápido los pantalones”, transigió el guardián. “¡Venga, trae las manos!”. A Jacinto le costó más de la cuenta abrir las esposas porque el guardián manoteaba enredando los dedos con los suyos. “¡Estate quieto! O tendré que sujetar las esposas a la argolla de la mesa”. Se refería a la que sujetaba al detenido para mayor seguridad. “Eso luego”, bromeó el guardián, “Primero me desnudas”. “¿Tengo que hacerlo yo?”, se sorprendió Jacinto. “Hago como que me resisto y tú te impones ¡Qué morbo ¿no?!”. No era esa la posición en que Jacinto acostumbraba a colocarse en estos lances, pero allí él era la autoridad y ¿por qué no?

Tener que dominar la situación, sin embargo, estaba poniendo nervioso a Jacinto. Y el guardián, con sus infantiloides provocaciones, no ayudaba demasiado. Éste ya se había levantado y cruzaba las manos detrás de la nuca. Llevaba una camisa medio desabrochada que se le subía y, como le habían confiscado el cinturón, el pantalón se le había ido bastante más abajo de la barriga. A Jacinto le entraron escalofríos ante esa enormidad peluda que lo incitaba. “¡Aquí me tienes! No me dejaré desnudar sin lucha”. Jacinto se decidió a proceder y el otro, más que luchar, lo que hacía era meterle mano a su vez. Total que camisa fuera y pantalón por los suelos, y Jacinto con la ropa desencajada. Pero lo más llamativo, no obstante, era la rotundidad con que se levantaba la verga del guardián. “¡Mira cómo te deseo!”. Ante la escasa iniciativa de Jacinto, el otro siguió echando mano de su inventiva. Reculó hasta quedar sentado en la mesa y estiró los brazos hacia atrás. “Ponme otra vez las esposas y sujétalas a la argolla a mi espalda… Quiero que me la comas sin que yo pueda resistirme”. Jacinto no se retrajo a hacer todo lo que pedía y lo dejó inmovilizado. Por lo demás ¿cómo no se iba a comer aquello que se le levantaba entre los muslos? Chupó la verga con un ansia renacida, enervado por los requiebros que el guardián le dirigía. “¡Cómo echaba en falta tu boca! ¡Eres único, cielo!”. Jacinto estaba ya dispuesto a tragarse todo lo que le saliera, pero de pronto el otro lo interrumpió. “¡No sigas por ahí, que me prometiste dejarme tu culo!”. Tanto como una promesa no recordaba Jacinto, aunque dada la posición del guardián lo que exclamó fue: “¡¿Cómo?!”. El ‘respuestas para todo’ no falló. “Súbete a la silla y déjate caer para que te empale… ¡Yo sin manos!”, rio.

Lo primero que hizo Jacinto fue bajarse los pantalones para dejar el culo expedito. Luego, echando una última mirada a la temible verga erecta, puso la silla a punto para poderla usar como plataforma de lanzamiento. Agarrado al respaldo le costó dios y ayuda conseguir subirse, en un equilibrio inestable sin poder contar con que el guardián esposado pudiera echarle una mano. Sin pensárselo más se dejó caer  como el que se tira al agua de culo. Para su propia incredulidad atinó a la primera y la referencia al empalamiento con que había bromeado el otro se hizo real. Lo confirmó el que estaba medio tumbado. “¡Oh, como te he entrado! ¡Qué gusto me das!”. Jacinto se acomodó sobre aquello que le quemaba por dentro y el guardián le instruyó entonces. “¡Muévete tú, que yo no puedo!”. Jacinto, apoyando las manos en busca de asidero, inició una removida del culo. “¡Así, así! Ahora sube y baja”. “¡Como si resultara tan sencillo!”, se dijo Jacinto. De todos modos hizo lo que pudo y el de debajo pareció darse por satisfecho. “¡Cómo me estás calentando! ¡Qué bien te mueves!”. “También me está gustando”, logró decir Jacinto con la voz comprimida. “¡Oh, cariño, me voy a correr bien adentro!”. Era lo que esperaba Jacinto. Y no solo porque acabara el riesgo de pegarse un morrazo, sino porque aquella novedad le estaba poniendo burro también.

El orgasmo del guardián fue sonado. Hasta el punto de que Jacinto pensó que, desde el exterior, pudiera creerse que la tortura estaba en pleno apogeo. Pero el falsamente castigado pidió enseguida: “¡Suéltame ya, que me tengo que ocupar de ti!”. Jacinto prefirió no preguntarle cómo y se limitó a quitarle las esposas. El guardián saltó abajo de la mesa y, con movimientos simiescos, desentumeció brazos y piernas. “¡Que a gusto has hecho que me quede!”. El propósito que acababa de expresar se concretó. “Ahora vas a ser tú el que me dé por el culo… No soy yo mucho de eso, pero te portas tan bien conmigo…”. Era lo que menos se esperaba Jacinto. “¡Hombre! No hace falta que hagas algo que no te gusta”. “Viniendo de ti me gusta todo”, replicó el guardián dispuesto ya a los arrumacos. Mientras lo besuqueaba, Jacinto pensó que no era cosa de desperdiciar ese pedazo de culo peludo y dijo: “Me tendría que poner a tono…”. “¡De eso me encargo yo!”. El guardián, cogiéndolo casi en volandas, lo hizo sentar sobre la mesa y se arrancó en una mamada que más le parecía a Jacinto que le estuviera masticando la polla y los huevos. Pero surtió su efecto y, en cuanto la tuvo consolidada, el guardián lo hizo bajar y se puso a tiro apoyado en los codos sobre la mesa. “¡Hazme tuyo, cariño!”. Enfrentarse a semejante pandero dio vértigo a Jacinto, que respiró hondo y le arreó una buena clavada. Que aquel hombretón se estremeciera y gimoteara al tenerlo dentro aumentó su excitación. “¡Uf, cómo me estoy poniendo!”. “¡Sí, lléname!”, replicó el otro. Que fue precisamente lo que hizo con una trepidante descarga.

Jacinto retrocedió cayendo de culo sobre la silla y el guardián se volvió hacia él dedicándole una sonrisa amorosa. “Estamos hechos el uno para el otro”. Jacinto sin embargo retomaba ahora conciencia de la realidad, que no era sino que estaban encerrados en una sala de interrogatorios de la comisaría. Así que dejando al lado consideraciones sentimentales, comentó: “Tal vez llevemos aquí ya demasiado tiempo…”.  “A mí se me ha pasado volando”, apostilló el guardián. Jacinto insistió. “Deberé devolverte al calabozo… Al fin y al cabo no puedo decir que te haya hecho confesar nada”. Pero el guardián soltó entonces una de las suyas. “Antes habrías de hostiarme”. “¿Qué quieres decir?”, se sorprendió Jacinto. “Tendrá más efecto si salgo de aquí magullado… No me importarán unos cuantos moratones”, ofreció el otro. “¿Cómo voy a hacerte una cosa así?”, se cuestionó Jacinto. “Eso es porque también me quieres… Pero igual hasta me gusta si viene de tu mano”. Ante la perplejidad de Jacinto, aportó su idea. “Tú que llevas cinturón me das unos zurriagazos con él… Solo para que dejen marca… Y no te digo que me pongas un ojo morado porque tengo que estar guapo para la rueda de reconocimiento”. “No sé yo…”. ¿Se estaba volviendo un blandengue Jacinto, que en sus buenos tiempos había dado más de una zurra? Pero aparte de esta cuestión, es que no dejaba de impresionarle aquel tiarrón. Éste  precisamente ya le estaba dando la espalda. “¡Venga, adelante! Yo puedo con eso y más ¿No me ves?”. Jacinto se decidió y se sacó el cinturón. Dio unos cuantos azotes, pero el otro le corrigió. "¡Con más energía! Esos ni se notarán”. Jacinto se animó y los golpes dejaban ya algunas marcas rojizas. “¡Así, así! Si hasta tiene su morbo ¿no crees?”, lo alentaba. Cuando alguno se le escapó hacia el culo, el guardián bromeó. “Ahí no creo que vayan a mirar”. Se puso de frente y dijo: “Crúzame las tetas, que hace mucho efecto”. Así hizo Jacinto, pero enseguida lo dejó. “¡Bueno, ya será suficiente! Ve vistiéndote”. Con los pantalones puestos, el guardia añadió otro detalle. “Romperé un poco la camisa y la mojaré con agua como si fuera sudor”. Ya quedó perfectamente caracterizado y se lamentó. “¡Que poco dura lo bueno!”. Aún se entristeció más cuando Jacinto avisó: “No creo que nos veamos hasta después de la rueda de reconocimiento”. El guardia entonces le echó los brazos a Jacinto y lo besuqueó por toda la cara. “¡Venga, venga! Que esto se acabará enseguida”, lo calmó Jacinto, que no olvidó esposarlo de nuevo. Se dirigió a la puerta y la abrió para llamar con voz fuerte: “Ya pueden retirar al detenido”. Éste interpretó su papel a las mil maravillas cuando vinieron los guardias. Con el rostro contrito, los hombros hundidos y andar renqueante se dejó conducir, mientras Jacinto exclamaba airado: “Éste no habla por las buenas ni por las malas”.

A Jacinto no le valió la pena irse a su casa y se quedó dormitando un par de horas en un sofá arrinconado en la comisaría. Poco pudo descansar, sin embargo, por la tensión vivida un día más. Si bien el guardián estaba cumpliendo magníficamente, y con una total entrega, lo que él mismo había ofrecido, sus excesos de afecto no dejaban de turbar a Jacinto. Por otra parte, se acercaba el momento ineludible en que su fracaso profesional iba a resultar evidente, como precio por haberse dejado meter en la boca del lobo del extorsionador. Así las cosas, tras asearse mínimamente, se dispuso a afrontar una nueva jornada que podía ser decisiva. Ya empezó a notar en el ambiente que su aureola de eficacia en la resolución del caso declinaba. En realidad, más allá de su palabra, nada nuevo se había aportado en contra del detenido y todo se fiaba a la rueda de reconocimiento que finalmente tendría lugar esa misma tarde. En espera de ello, Jacinto no volvió a tener contacto con el guardián, al que un rutinario examen médico no halló nada a destacar.

La precipitada citación de testigos había dado tan solo resultados parciales. Únicamente tres de las víctimas iban a acudir a la rueda. Ésta se dispuso con todos los elementos característicos. Ante una pared blanca iban a comparecer cinco individuos, entre los que se encontraría el detenido, que serían examinados desde el otro lado de un cristal. Jacinto por supuesto asistió al acto con los nervios a flor de piel, aunque no creyera posible un error fatal. Los cinco hombres que se presentaron eran de diversos aspectos y, solo para Jacinto, destacaba el guardián, al que habían dado una camisa limpia y que mostraba una estudiada expresión de inocencia atribulada. Los testigos parecieron tenerlo claro. Ninguno de aquellos sujetos era reconocido como el hombre que los había extorsionado. Tal vez por no dar el tiempo por perdido, uno de ellos señaló, aunque con muchas dudas, al compareciente que estaba al lado del guardián, que resultó ser un policía puesto para hacer bulto. En definitiva, se produjo el resultado esperado, y a la vez bochornoso para Jacinto. Se decidió la puesta en libertad inmediata del detenido, por supuesto sin pedirle disculpas por las molestias causadas.

El prestigio de Jacinto cayó en picado. No se debía haber vuelto a confiar en él y habría de retornar a tareas de mera rutina y no comprometidas. Por otra parte, nada se supo de que las investigaciones para dar caza al extorsionador se fueran a asignar a otros. Probablemente el asunto se diluiría en el olvido.

Para Jacinto, sin embargo, quedaba pendiente un asunto no menor, que se hizo evidente en cuanto abandonó la comisaría. A las dos manzanas recorridas camino a su casa, lo abordó el guardián con poco disimuladas muestras de alegría. Jacinto trató de calmarlo. “¡Hombre! Esto no es prudente”. El otro se apartó contrito. “Perdona… No me he podido contener y no quería perderte la pista”. “Y no me la vas a perder”, dijo Jacinto, “Tenemos que hablar todavía”. “¿Solo hablar?”, replicó meloso el hombretón. “¡Bueno, lo que sea!”, salió del paso Jacinto. El guardián fue de nuevo a lo práctico. “Nos podríamos encontrar esta noche en el bar al que te llevé… Es un sitio discreto”. “De acuerdo. Allí nos vemos”. Y Jacinto siguió su camino.

Cuando Jacinto llegó al bar, el guardián ya lo estaba esperando. Aquél quiso que buscaran un rincón tranquilo y poco iluminado, aún a riesgo de someterse a achuchones y besuqueos incontrolados, como así ocurrió. Jacinto trató de poner orden. “¿Qué te parece si hablamos?”. “Lo que tú digas, pero es que estás tan rico”, contestó risueño el otro. “Ya tendremos tiempo…”, concedió Jacinto que, de momento, consideraba obligado expresar su gratitud. “Te has portado conmigo como nunca podría haber imaginado y no sabes lo agradecido que te estoy… “. Pero también necesitaba despejar sus preocupaciones. “¿Crees que tu jefe se quedará conforme con lo que ha pasado?”. “De eso me encargo yo…”, aseguró el guardián, “Pero luego no quiero seguir teniendo tratos con él”. “¿Y eso?”, se extrañó Jacinto. “Voy a estar con mi comisario ¿no?”, le respondió. Mientras se dejaba meter mano de nuevo, Jacinto reflexionó sobre esta situación con la que no contaba. Mantener unas relaciones estables con el guardián era poco menos que imposible y, sobre todo, arriesgado. Al fin y al cabo estaba de sobra fichado y él no iba sobrado de prestigio. Pero tampoco quería hacerle ascos a los vapuleos que tenía garantizados de aquel pedazo de hombre. De momento, para calmar su impaciencia, le hizo una buena mamada. Y luego le propuso: “Dejemos pasar un par de días y nos volvemos a encontrar aquí mismo… Entretanto buscaré una forma para que podamos seguir viéndonos a gusto de los dos. El guardián se conformó con la espera, pero avisó: “No me falles ¡eh!”.

A Jacinto se le ocurrió una solución ¿Qué mejor lugar de citas que el club donde se había iniciado y que últimamente tenía algo abandonado? Así que le propuso al guardián apuntarlo como socio. Aunque éste habría soñado con un nidito de amor más idílico, no dejó de encontrarle un cierto morbo a conocer, de la mano de su amado, aquel lugar donde, como Jacinto se encargó de enfatizar, podrían realizar juntos toda clase de fantasías y caprichos. No obstante, el guardián quiso puntualizar: “Mi único capricho eres tú”.

Por eso Jacinto tuvo que ir por pasos para introducir al guardián en el ambiente del club y no herir la vocación a la monogamia que parecía haberle surgido. En una primera etapa, se bastaban solos para disfrutar de los juegos que el local ofrecía. Por ejemplo, el guardián se lo pasaba en grande follando a Jacinto en el sling. Aunque a veces permutaban y era éste quien le daba por el culo a aquél. Pero poco a poco fueron abriéndose a la participación de otros socios o eventuales, y el guardián, con su corpachón y su inagotable sexualidad, llegó a rivalizar con Jacinto en su disponibilidad para hacer o dejar que le hicieran cuanto a aquéllos se les pudiera ocurrir. Ni que decir tiene que el dueño del club estaba encantado con la recuperación de Jacinto y con su nueva aportación.

¿Quién iba a decir que el comisario Jacinto iba a alcanzar la plenitud en el mismo sitio en que se había iniciado su transformación, tras vivir experiencias increíbles y también más de un susto?


lunes, 2 de julio de 2018

El comisario cierra el círculo (1) (8)

Habíamos dejado al comisario Jacinto en una situación que jamás podría haber imaginado. En un lugar extraño, seguía sentado sobre un camastro, con las manos atadas y unas pinzas con colgantes prendidas en los pezones. Pese a la unión de sus muñecas, había logrado hacerse una paja, excitado mientras se veía, como en un espejo, en la pantalla del televisor, que iba repitiendo la grabación en un bucle. Tal como habían quedado, esperaba el regreso del chantajista y empezaba a ponerse nervioso por su tardanza. No obstante si éste, como le había asegurado, estaba dispuesto a dejarlo marchar sin más, en la certeza de que Jacinto no iba a dar ningún paso en su contra, tal liberación no podía sino traerle serios problemas. De ninguna forma cabía que se arriesgara a que ese vídeo se difundiera. Pero tampoco podía dar por acabada su investigación cuando hacía tan poco tiempo que se la habían encargado ¿Debería seguir un tiempo pululando por los urinarios públicos para despistar? Aunque entonces podría ser que volviera a darse con el extorsionador y éste pensara que no había desistido de seguir detrás de él. Lo que con toda probabilidad daría lugar a que diera cumplimiento a su amenaza de difusión.

Jacinto, sin embargo, parecía tener predisposición a un cierto síndrome de Estocolmo, que lo llevaba a confiar e incluso sentirse confortado con los hombres que ejercían alguna forma de dominación sobre él. Por eso, ante los dilemas a los que se enfrentaba, pensó que tal vez su secuestrador pudiera serle de alguna duda. Así que la impaciencia por su retraso se iba debiendo menos al deseo de estar al fin libre que al de poder recabar su asesoramiento. En consecuencia oyó con alivio el ruido de la puerta metálica al abrirse y ser cerrada después. Una mezcla de estupor y decepción invadió a Jacinto, sin embargo, cuando quien accedió al cuarto no fue el esperado, sino un tipo alto y gordo de aspecto aún más bravucón que el otro. Soltó una carcajada al ver sentado allí a Jacinto. “¡Joder! Parece que estés esperando al novio”. Su mirada pasó al televisor, que en ese momento mostraba a Jacinto chupando un pie. “¡Que fuerte!”, siguió riendo, “Ya me habían dicho que esta peli es la coña”. Fue calmándose ya para notificar a Jacinto: “El jefe me ha mandado para que te dé una vuelta… Le ha salido un asuntillo y va a tardar más de la cuenta”. Jacinto preguntó angustiado: “¿Entonces cuándo vendrá?”. “Cuando acabe con el viejo que se ha ligado y lo ha llevado a su casa”. Jacinto pensó que aquello era toda una organización y aún se sintió más atrapado. De todos modos se atrevió a pedir: “Ya que estás aquí ¿podrías desatarme las manos? Yo no voy a hacer nada. Está todo guardado bajo llave”. Jacinto elevó los brazos en gesto suplicante y el otro se sacó del bolsillo una navaja y empezó a cortar las cuerdas. De pronto se detuvo. “¡Joder, si están pringosas! No me digas que te la has estado meneando viendo la tele”. Jacinto dijo humilde: “Lo siento… Es que estaba muy nervioso”. “Por lo que me ha contado el jefe eso se te da mejor que el espionaje”, comentó el hombre. Pero Jacinto ya pudo separar las manos y suspiró aliviado. Aún le faltaba otra cosa y pidió: “¿Puedes quitarme con cuidado también las pinzas?”. “Ya tienes manitas ¿no?”, replicó el otro. “Es que parece que se me hayan pegado a la piel…”, explicó Jacinto. El hombre lo solucionó rápido. Cogió con las dos manos las bolas colgantes y dio un fuerte tirón de ambas “¡Listo!”. Jacinto vio las estrellas y se le saltaron las lágrimas.

Jacinto había seguido sentando y el hombre dijo entonces: “¡Qué! ¿Me invitas a ver la tele?”. Se desprendió de la cazadora, quedando con una camiseta que mostraba unos brazos recios y velludos, y se dejó caer en el camastro pegado a Jacinto. Divertido, iba comentando lo que aparecía. “¡Vaya mamada le estás haciendo!”, “¡Mírate! Empalmando y  dejándote poner adornos”. Le pasó amistosamente un brazo sobre los hombros. “¡Cómo disfrutas el rabo con las bolitas!”, “En ese culo te cabe de todo ¿eh vicioso?”. De pronto se puso de pie. “En este sitio hace un calor de la hostia… Si me quedo como tú, no te irá a molestar ¿verdad?”, soltó con recochineo. “¿Cómo me va a molestar después de todo lo que estás viendo?”, dijo Jacinto con aparente indiferencia, aunque suponía se trataba de un primer paso y que aquello podría ir a más. El tipo se apañó por su cuenta para quedarse en pelotas y Jacinto quedó impresionado. “¡Vaya tío! Si es en todo casi el doble de grande que el otro…”, pensó. Volvió a sentarse y esta vez le cogió una mano a Jacinto y la puso en su entrepierna. “Ve tocándome un poco, que ahora debe venir lo más fuerte”. A Jacinto casi le sirvió para calmar los nervios ir removiendo los dedos por el abundante pelambre y palpar unos huevos y una polla de tamaño extragrande. Sin embargo el hombre se llevó un chasco cuando, dispuesto a regodearse viendo a su jefe dar por el culo a Jacinto, que era la esperada escena más morbosa, la grabación se interrumpió y volvió al principio. “¿No te folló el jefe?”, preguntó extrañado. “Y tanto que lo hizo”, reconoció Jacinto, “Pero quiso que, mientras lo hacía, empezara ya a enterarme de que todo lo anterior estaba gravado”. “¡Me cago en…! Con el calentón que me estaba entrando”, se lamentó el hombre.

Mientras se repetía por enésima vez en el televisor el striptease inicial de Jacinto, el brazo de hombre, ahora completamente desnudo, que había vuelto a rodear el cuello de Jacinto, se fue desplazando poco a poco por la espalda hasta llegar a la rabadilla. Y no pudo seguir de momento porque la mano quedó parada al dar con el colchón. Pero Jacinto se lo veía ya venir y más al haber conseguido con su manoseo que la polla del hombre se pusiera descomunal. En efecto éste, si bien no exigió, optó por la persuasión. Así que se inventó sobre la marcha una máxima. “Lo que no ha quedado gravado es como si no hubiera pasado ¿no te parece?”. Jacinto no lo veía tan claro y lo que sí notaba era que la mano del hombre, haciendo presión en el colchón, ya se le había metido debajo de culo y un dedo le pasaba más adentro de la raja. Sin embargo, en cierta forma agradecía que este tipo no fuera excesivamente brusco y, con el día que llevaba, más le valía darle facilidades. “Así que te gustaría follarme también ¿no?”, dijo con el dedo del otro bien clavado. Jacinto dio un respigo cuando lo sacó de repente para ponerse de pie, tomando como un ofrecimiento la sugerencia de Jacinto. “¡No veas! Mira cómo me he puesto ya”. La verga que el hombre exhibía no dejaba de resultar mareante, pero Jacinto no se iba a arredrar ya ante ese detalle. “¿Cómo quieres hacerlo?”, preguntó solícito. “¡Échate bocabajo, que te voy a planchar!”, fue la elección del hombre, que hizo pensar a Jacinto que, con aquel corpachón encima, no lo podía haber expresado mejor. Se colocó bien estirado, todo lo que le permitían las abolladuras del no demasiado confortable colchón y su propia barriga. El hombre lo abordó por los pies y primero le separó las nalgas para echarle un escupitajo en la raja. Siguió trepando sobre Jacinto a quien, a medida que el otro avanzaba, se le iba cortando la respiración. Notó cómo la tiesa verga se abría paso entre sus muslos y le iba entrando entera. Él mismo, con la experiencia adquirida ya, removía el culo para que se encajara a gusto. El hombre lo aprovechó desde luego y se puso a bombear entusiasmado. “¡Hostia, cómo tragas!”. Jacinto resistía los embates y, a pesar de la difícil situación en que había acabado metido, no podía menos que reconocer que una buena polla trabajándole el culo llegaba a entonarlo. Así que, cuando el hombre empezó a emitir un atropellado jadeo, ladeando la cara aplastada le espetó: “Por mí no tengas prisa… Total, si hemos de esperar a tu jefe…”.  Pero la calentura del otro ya no daba más de sí y, con unos arrebatos que hacían peligrar la resistencia del camastro, se entregó a una espasmódica descarga.

Tras ella, el hombretón fue desplazando el cuerpo con pesadez para bajar del estrecho camastro. Logró equilibrarse de pie junto a Jacinto, todavía bien aplanado. “¡Joder, qué buen polvo!”. En un gesto de generosidad, le acercó a la cara la polla goteante. “¡Mira! Aún queda leche ¿La quieres?”. Jacinto, mecánicamente, se puso a lamer y chupetear el empapado capullo. “¡Uy! Como sigas me voy a correr otra vez”, soltó el hombre disfrutando de la propina. Pero Jacinto ya necesitaba desentumecerse e ir sentándose de nuevo en el camastro. Enseguida volvieron a acuciarle sus problemas, a lo que se añadía la sed y las ganas de orinar. Solo se atrevió a preguntar: “¿Tardará mucho tu jefe?”. “¡Cualquiera sabe!”, contestó el otro flemático. “Es que llevo horas aquí y voy necesitando…”, empezó a reclamar Jacinto. “¡Claro!”, lo interrumpió el hombre, “No hay ni agua”. Pensó unos segundos y añadió: “¡Vamos a hacer una cosa!... ¿No intentarás nada raro si salgo un momento y te traigo agua y un bocata?”. “¡¿Qué quieres que haga?! Si estoy bien atrapado”, se lamentó Jacinto. El  hombre se vistió rápidamente y, cuando abrió la puerta que daba al garaje, Jacinto le pidió: “¡Oye! ¿Dónde podría orinar?”. El otro rebuscó y volvió con una garrafa de boca ancha. “Apáñate con esto”. Ya cerró esa puerta y, mientras oía el ruido de la exterior, Jacinto pudo al fin vaciar la vejiga.

Aliviado al menos en eso, a Jacinto empezó a darle vueltas la cabeza. ¿Por qué el extorsionador seguía sin darse prisa en soltarlo? Claro que él tenía en parte la culpa al querer quedarse viendo el vídeo. Por otra parte ¿podría buscar alguna ayuda del subordinado, que parecía más tratable? Aunque, de todos modos, el jefe iba a continuar teniendo la sartén por el mango al guardar a buen recaudo la dichosa película. En conclusión, no le quedaba más que esperar acontecimientos y conseguir algún tipo de acuerdo que no lo comprometiera demasiado con el extorsionador ni con sus superiores. No pudo reflexionar más sin embargo porque el segundo hombre no tardó en volver. Traía una botella grande de agua y un bocadillo grasiento envuelto en plástico. Jacinto echó mano enseguida del agua y bebió con gusto. El hombre se le quedó mirando. “Ahora que te has refrescado la boca, podías devolverme el favor”. Jacinto resignado soltó la botella. “¿Qué quieres?”. “Una mamadita me vendría de coña… Seguir viéndote en pelotas me ha hecho volver las ganas”. Jacinto, que no llegaba a entender que su desnudez resultara tan erótica, se aprestó a complacerlo. “¡Venga! ¿Cómo te pones?”. El hombre se bajó los pantalones y se sentó abierto de piernas en el taburete. Jacinto recordó que era más o menos lo mismo que había hecho el jefe, y se dijo que el de ahora, mucho más buena persona, se merecía una no menor atención por su parte. Eso sí, tuvo la precaución de poner un trapo doblado en el áspero suelo para arrodillarse sin que las irregularidades lo torturaran. La polla colgaba todavía morcillona y Jacinto se dispuso a vigorizarla con un experto manoseo. “¡La boca, la boca!”, lo apremió sin embargo el hombre. Así que Jacinto se afanó en la mamada con el buen hacer que había ido aprendiendo. “¡Joder, qué gusto me estás dando! Casi mejor que la follada de antes”, proclamó el hombre. Y, como entonces, fue llenando de abundante leche esta vez la boca de Jacinto, que la tragó disciplinadamente.

Uno vez vaciado de nuevo, el hombre se subió los pantalones. “Ahora ya a esperar al jefe”. Jacinto, que acababa de dar un nuevo trago al agua, tuvo una curiosidad. “¿Le parecería mal lo que has estado haciendo conmigo?”. “¡No, qué va! Si ya me dijo que me lo pasara bien mientras tanto”, contestó el hombre. “¡Sí que lo has cumplido, sí!”, pensó Jacinto. Quien aprovechó para sugerir: “¿No podría vestirme yo también?…Por ganar tiempo lo digo”. “Tu ropa está en el armario y él tiene la llave”, le recordó el hombre, “Así seguiremos disfrutando de tus encantos”. Jacinto se preguntó: “¿Esto último va en coña o se debe a su inexplicable aptitud para poner cachondos a los tipos más insospechados?”.

Fuera como fuese, Jacinto le hincó el diente al bocadillo de atún con pimientos, generosa aportación de su guardián, dado que, con la actividad desplegada, necesitaba un refuerzo. Tuvo el detalle sin embargo de ofrecerle la mitad al otro, que la aceptó gustoso. Mientras zampaban en silencio, las miradas se les perdían en el televisor, que reproducía por enésima vez la inserción del rabo de cerdo en el culo de Jacinto.

Al fin se oyeron los ruidos de la puerta metálica. Ya no cabía duda de que no podía tratarse sino del jefe extorsionador. Éste en efecto apareció con una bolsa de deportes y respondió exultante a la pregunta del colaborador, “¿Qué tal te ha ido?”. “¡De puta madre! Y más no teniendo a este sabueso pisándome los talones”. Esto último lo dirigió con ironía a Jacinto. Se fue directo al armario para guardar la bolsa y, antes de cerrar, sacó un ostentoso reloj dorado que entregó al subalterno. “¡Toma! A ti que te gustan estas cosas”. Ya se encaró con el despelotado Jacinto. “¿Qué? ¿Has disfrutado viéndote de protagonista?”. El asentimiento mudo y contrito de Jacinto lo completó el guardián. “Si se había hecho una paja cuando llegué… hasta con las manos atadas”. El jefe soltó una risotada. “¡Vaya con el poli! Le puede la calentura”. El guardián, ufano de la misión asignada, comentó: “Pero será un pez gordo ¿no?”. “¿Pez gordo éste?”, se burló el jefe, “Más bien un pardillo… Aunque me va a ser bastante útil ¿verdad?”. Interpelado Jacinto, respondió: “De eso habíamos hablado, sí”.

De momento el extorsionador dejó aparcado el tema y se interesó por lo ocurrido en su ausencia. “¡Bueno! ¿Y se ha portado bien?”, preguntó al subalterno. “De eso no tengo queja”, contestó éste, “¡Cómo traga el tío, se la metas por donde se la metas!”. “¡Lastima no haberlo gravado también! ¿A que sí?”, se burló el jefe. “Ya tienes bastante ¿no?”, se lamentó Jacinto al recordar la amenaza pendiente. Un impase momentáneo sirvió para que cada uno estuviera en la posición que le correspondía. El jefe ocupó el taburete frente a Jacinto que, en actitud sumisa, seguía sentado en el camastro. El vigilante, por su parte, entendiendo que se trataba ya de un asunto entre los otros dos, se mantuvo discretamente apartado, con el culo apoyado en la repisa que sujetaba la cocinilla, aunque atento a todo lo que se cocía.

El jefe le dijo a Jacinto con tono amenazante: “Ya que has seguido aquí ¿querrás que te vuelva a dejar claro lo que espero de ti?”. Jacinto se lo pensó antes de responder. “Que no voy a hablar a nadie de esto lo tengo claro… Pero es que habré de seguir investigando, aunque no sea más que para despistar, y no quisiera que haya malentendidos…”. “Tú eres el listo ¿no? Ya te apañarás”, dijo burlón el otro. Jacinto no tuvo más remedio que reconocer su falta de ideas y pedir humildemente: “¿No se te ocurre algo que puedas sugerirme?”. La carcajada del hombre achantó a Jacinto. “¡Esta sí que es buena!”, exclamó, “¿Ahora tengo yo que enseñarte cómo burlar a tus jefes?”. Jacinto se esforzó en seguir hablando. “Es que como tú conoces muy bien el ambiente en que te mueves… a lo mejor sabes de un trabajillo que pudiera hacer para cubrir el expediente y así no habría peligro de que te molestara”.

Lo que no esperaba Jacinto, y ni siquiera el jefe, fue la intervención del subalterno. “Con permiso, a mí se me ha ocurrido algo”, soltó. El jefe lo miró con escepticismo. “A ver por donde sales”. Y a Jacinto se le aceleró el corazón. “El hombre este me ha caído bien y no creo que tenga mala fe”, declaró el guardián como introducción a su plan. El jefe lo cortó en tono burlón. “¡Sí que te ha debido dejar a gusto! ¿Tú también eres de los que piensan con la polla?”. Pero el otro no se arredró. “Escuchadme y a ver qué os parece mi plan”. “¡Venga, desembucha, lumbrera!”, admitió el jefe, por diversión más que otra cosa. El guardián, pensándose las palabras, prosiguió. “El poli aquí presente que siga haciendo como que investiga por los meaderos públicos durante unos días. Y cuando lo acordemos, me dejo caer por allí haciéndome el despistado. El madero entonces avisa a una patrulla para que proceda a mi detención como sospechoso de ser el que se camela a los vejetes…”. Jacinto escuchaba con atención, pero el jefe interrumpió el discurso con un estallido de asombro. “¡Eso sí que ha sido un encoñamiento a primera vista! ¿Te quieres sacrificar por tu amor?”. “¡Quita, hombre!”, lo atajó el guardián, “No será la primera vez que pase por el cuartelillo… No por asuntos como el tuyo, que en eso te respeto la exclusiva”. Para seguir desdramatizando, glosó: “Si hasta me lo paso bien… A más de un colega le he dado por el culo en el calabozo, mientras los guardias hacían la vista gorda”. “¿Y de allí quién te saca?”, preguntó el jefe ya más interesado. “Como harán una rueda de reconocimiento con los denunciantes, ninguno me confundirá contigo… Y ya a la calle otra vez”, concluyó el guardián orgulloso de su ingenio.

Jefe y subalterno miraron ahora a Jacinto cuya mente trabajaba. “¿Qué piensa Sherlock Holmes de la triquiñuela?”, lo interrogó con sorna el primero. Jacinto meditó la respuesta. “No es que vaya a quedar muy airoso… Pero verán que me he esforzado y acabarán disculpando mi equivocación. Probablemente el asunto quedará olvidado…”. “Y más te valdrá que así sea”, sentenció el jefe. El guardián, encantado de que su idea hubiera fructificado, se permitió incluso una broma. Se puso al lado del jefe y le preguntó a Jacinto: “No nos parecemos mucho ¿verdad?”. Jacinto calibró que era bastante más voluminoso y alto que el jefe, aunque en la pinta de facinerosos estaban así así. Pero dijo con rotundidad: “¡Qué va! Imposible tomar uno por otro”. El jefe concluyó: “¡Allá vosotros! Esperemos que resulte el experimento… Para bien de todos”.

Jacinto vio con alivio que el jefe abriera el armario, en el que, no solo dejó por fin apagado el televisor, sino que además sacó la ropa confiscada. Mientras se vestía, Jacinto estuvo a punto de emocionarse. A ver si salía de aquella pesadilla… El jefe dijo: “Ya os podéis ir los dos y así os ponéis de acuerdo… Yo me quedo guardando todo esto”. Y despidió a Jacinto: “Espero no volver a verte en la vida… aunque siempre me quedará el vídeo, por si acaso”.

Por fin en la calle, Jacinto no pudo menos que mostrar su agradecimiento al guardián. “Con tu idea me has quitado un gran peso de encima… Si funciona, no quedaré demasiado mal parado”. “¡Sí, hombre sí!”, exclamó el otro dándole un afectuoso achuchón, “Va a ser pan comido”. Pareció además no tener prisa en separarse de Jacinto. “¡Venga! Te invito a una copa y así acordamos el plan a seguir”. Aunque se sentía agotado y sucio, Jacinto aceptó el ofrecimiento. Lo que no se esperaba era su concreción. “Iremos a un bar de ambiente”, dijo el guardián. “¿Ambiente de qué?”, preguntó el ingenuo Jacinto. “¡¿De qué va a ser?! De hombres como tú y como yo”, replicó el otro.

Fueron entonces a un local que el guardián conocía bien. Poca luz y música estridente aturdieron a Jacinto, que se vio con unos brazos rodeándole el cuello y una lengua que se le metía en la boca. Cuando el otro se cansó del morreo, comentó: “Aquí estaremos bien”. Jacinto trató de calmarlo. “Pero tenemos que fijar día y hora para coordinarnos”. “Eso mejor con una copa”. Y por su cuenta el guardián pidió dos gin-tonics. La verdad es que la bebida entonó algo a Jacinto, que se dejó meter mano en el paquete. “Allí encerrado la tenías muy pocha, pero ya te la podré dura”, le decía el sobón. “Ya me había hecho una paja”, se justificó Jacinto. “¿No me corrí yo dos veces? En tu culo y en tu boca”, fardó el otro. “He tenido un día muy duro… Ya habrá ocasión”, trató de escurrirse Jacinto, “Además no es prudente que nos vean juntos”. “¡Vaaale! Pero cuando haya quedado clara mi inocencia nos daremos unos buenos revolcones”, auguró el guardián. Finalmente convinieron en que Jacinto seguiría con su trabajo ficticio durante un par de días y que, al tercero, haría acto de presencia el guardián para dejarse detener. Con gran sentimiento por parte de éste, hubieron de separarse y Jacinto buscó con ansia el cobijo de su casa para recuperarse y rebajar la tensión de la accidentada jornada.