lunes, 18 de junio de 2018

El comisario cumple con su deber… más o menos (y 2) (7)

Segunda jornada y última

Al día siguiente Jacinto decidió dedicarse más a fondo a la estación de autobuses. Era el inicio del fin de semana, por lo que había bastante movimiento. Así quedaría más disimulado su frecuente entrar y salir en los urinarios. Además, en el buen rato que pasó sentado en un banco cercano para tomar perspectiva, pudo observar que, con mucha más afluencia que el día anterior, el trasiego de los que iban repitiendo era constante. Le sería fácil mimetizarse con ellos. Para desdibujarse, incluso había tenido la precaución de prescindir de su sempiterna gabardina, engorrosa para la visibilidad de lo que habría de mostrar. Animoso, Jacinto se levantó dispuesto a hacer su trabajo.

En el segmento a la vista de mingitorios, al igual que el día anterior, no se apreciaba nada fuera de lo normal. Estaba claro que era el de los que solo pretendían aliviar su vejiga y se guardaban de aventurarse en la zona oculta. Esto último fue precisamente lo que hizo Jacinto, que se llevó la sorpresa de que no quedara ni un hueco libre. Ya que estaba, para esperar turno se entretuvo remojándose las manos en uno de los lavabos de enfrente. Por el espejo podía observar que las cabezas de los supuestos meones se giraban a uno u otro lado, e incluso algún brazo traspasaba la línea de separación. Parecía reinar una sana camaradería, en la que todos se sentían implicados. Volvió a surgirle a Jacinto el problema de secarse y, para ello, tener que recurrir a papel higiénico. De los dos retretes que había en aquel sector, uno estaba cerrado – ¡a saber qué estaría pasando dentro!–  y el otro tenía la puerta entornada. Jacinto la empujó y lo primero que vio fue un orondo culo. En efecto, un tipo con los pantalones bajados se apoyaba en la mochila de la cisterna ofreciéndose así. “¿Me quieres follar?”, oyó Jacinto. Éste salió del paso. “Solo busco papel”. Por encima del encorvado logró arrancar una tira. El otro insistió. “Cierra la puerta y métemela”. Jacinto no quiso enredarse a la primera. “Ahora no”. Salió y dejó de nuevo la puerta entornada.

Entretanto había quedado un hueco libre y Jacinto no dudó en ocuparlo. Lógicamente lo primero que hizo fue sacársela, aunque el hecho de estar comprimido entre los vecinos le coartaba arrancar la micción. Jacinto se la sacudía y manoseaba para tratar de  provocar ésta, lo que no dejó de atraer las miradas desde ambos lados que sin duda lo tomaban como llamadas de atención. Jacinto miró a su vez hacia uno y hacia otro, y no precisamente a las caras. Dos pollas bien tiesas eran esgrimidas y ofrecidas a su vista. Jacinto sabía que, hasta que no se hubiera aliviado, no iba a poder competir mínimamente con ellos y seguía esforzándose. Uno de los vecinos sin embargo, pensando sin duda que necesitaba un estímulo para que se le pusiera dura, pasó un brazo para poder agarrarle la polla. Y este sorpresivo contacto lo que causó fue que a Jacinto le saliera el chorro por fin, lo cual no dejó de ponerlo en un brete. Pero esto no pareció molestar al que le había echado una mano, que se limitó a subir los dedos hacia la raíz de la polla y siguió sujetándola hasta que Jacinto acabó de vaciarse. El del otro lado, que había contemplado atento el suceso, mostró su apoyo sobándole sin el menor recato el culo a Jacinto. Éste, fiel a la máxima de que es de malnacido ser desagradecido, pasó una mano a cada lado y se puso a sobar las pollas de sus vecinos. El que lo había ayudado a orinar se corrió antes de lo que esperaba Jacinto, que se encontró con la mano pringada de leche. Esto lo descolocó y, guardándose precariamente la polla con la mano limpia, hubo de ir de nuevo en busca de papel higiénico.

La situación de los retretes era la misma. Uno cerrado, y si había habido cambio de ocupantes no lo habría captado Jacinto. Y el otro aún con la puerta entornada ¿Pertenecía al de antes el culo en pompa que lo recibió? Fuera quién fuera, su intención era idéntica. Pero el ánimo de Jacinto había variado. El pajeo que había tenido con aquellos dos no había dejado de excitarlo, pese a que se hubiera precipitado el final. Aunque solo había vuelto a entrar para poder limpiarse, a la reiterada petición del gordo de que se lo follara, ahora respondió: “Es que no sé si voy a poder”. El otro se animó con esa actitud dubitativa. “Cierra la puerta que te la voy a chupar y verás lo dura que se te pone”. Jacinto ya cedió. Después de todo le había gustado la vez aquella en que le dio por culo a otro gordo en la playa. Puso el pestillo y, para mayor comodidad, se bajó los pantalones. Ni siquiera miró la cara del que se giraba para atraparle la polla con la boca, casi en la misma postura. Como mínimo debía tener tortícolis, pensó Jacinto. Desde luego se la mamó a conciencia y no tardó en endurecerla. Rápidamente el gordo, para aprovecharlo, volvió a la posición inicial. “¡Ya! ¡Métemela!”. Jacinto no dudó en agarrar las nalgas y clavarse con fuerza. Se asombró de lo fácil que había tenido la entrada. “¡Uuum, qué bien!”, exclamó el otro. A Jacinto le gustó la sensación y se puso a menearse. Curiosamente la misma sordidez del lugar le aumentaba la excitación y hasta veía el agujero por donde se había comido una polla el día anterior. Se corrió pronto y enseguida le entraron las prisas. Se subió los pantalones sin intercambiar palabra con el follado y salió. “¡Vaya manera de empezar el día!”, se dijo.

Jacinto tenía ganas de respirar un aire menos viciado y, eludiendo a los que seguían con su toma y daca de pollas, abandonó los urinarios. La corrida la había abierto el apetito y, tras hacerse con un bocadillo y una cerveza, se volvió a sentar en el banco de vigilancia. Tuvo ocasión de hacer un balance provisional de lo que llevaba de jornada laboral. También había tenido que meneársela a un tío y dejarse tocar, pero era lo que exigía la situación, ya que debía adaptarse al medio. Tal vez se había excedido al dejarse convencer por el gordo del retrete, pero una debilidad la tiene cualquiera y, además probablemente de no ser por él el hombre se habría quedado con las ganas.

En estas reflexiones estaba cuando, a medio bocadillo, tuvo una visión que hizo que le saltaran todas las alarmas. Salió de los lavabos un hombre mayor y bajito al que seguía un tipo fornido y de aspecto atrabiliario, que pareció interpelarlo. Ambos se apartaron un poco hacia una zona menos transitada y se inició una especie de discusión, en la que a todas luces el grandote llevaba la voz cantante. Llegó un momento en que el bajito, con aire abatido, se sacaba con discreción –que no escapaba a la sagacidad de Jacinto– la cartera y entregaba su contenido al otro. Cosa que también hizo con el reloj que llevaba en la muñeca. Tras lo cual se alejó rápidamente y se perdió entre la gente. “¡Eureka!”, exclamó para sí Jacinto. Sin duda alguna el malhechor buscado había realizado una de sus fechorías en sus propias narices. Sin importarle lo más mínimo la suerte del saqueado, Jacinto se concentró en los pasos que seguiría el extorsionador ¿Se daría por satisfecho con el botín logrado o atacaría a otros mirones pusilánimes aprovechando lo concurrido del día?

Por lo pronto pareció que al individuo se le habría abierto también el apetito. No debía ser muy gourmet porque, con todo lo recaudado, solo se le ocurrió entrar en una hamburguesería. Jacinto se deshizo de su bocadillo en una papelera y se dispuso a seguir sus pasos. Ahora que lo tenía localizado no pensaba perderlo de vista. Entró en el local, remoloneó discreto hasta que su objetivo tomó asiento e hizo asimismo su pedido. Buscó un puesto donde pudiera ver sin ser visto y le hincó el diente a su hamburguesa. Aunque Jacinto se esforzaba en concentrarse en la forma de desenmascarar y llevar ante la justicia al abusador, observar a éste devorando sin demasiados modales su bocata y chupeteando las patatas que sumergía en kétchup, le desataron inevitablemente fantasías poco convenientes. Aquel tipo grandote y bravucón debía tener una polla espectacular para tener tanto éxito con los mirones. Tal vez se limitaría a enseñársela, aunque también podría dejar que se la tocaran e incluso se la chuparan. No sería de extrañar que además de robarles, si lo llevaban a sus casas, los violara dándoles por el culo. Por supuesto que no había constancia de esos detalles en las denuncias recibidas. Con tales pensamientos rondándole por la cabeza, Jacinto notó que, a pesar de haberse follado al gordo hacía poco, se estaba excitando a base de bien.

Lo sacó de su encantamiento que el observado se levantara de su mesa. Pero en lugar de dirigirse a la salida lo hizo al pasillo que conducía a los lavabos, tal como rezaba un rótulo. Jacinto entonces, sin pensar muy bien para qué, se armó de valor y se dispuso a seguirlo pocos segundos después. Jacinto abrió sigilosamente la puerta y se topó con el hombre ante un lavabo ¿Estaría en espera de alguna presa? Jacinto no pudo sino pasar de largo y dirigirse a los urinarios, que no se veían desde la puerta. Había varios, todos desocupados y optó por uno hacia el centro. Le emoción del momento no le impidió ahora soltar una larga meada. Le temblaron las piernas cuando, recién terminada su evacuación, el hombre vino y se colocó dejando un espacio en medio. Más se sorprendió cuando le dirigió la palabra en tono confianzudo. “Aquí hay que lavarse las manos antes de tocarse la bragueta… Lleva uno las manos llenas de grasa”. Jacinto pensó que él no había reparado en eso al sacarse la polla. Pero al haberle hablado, aunque no supo contestarle, sí que hubo de mirarle. Era de los que se sueltan el cinturón y abren del todo los pantalones, bajando también la cintura de los calzoncillos, para mear a gusto con todo suelto ¿Quién no iba a seguir mirando con tanto trajín? Jacinto trató de disimular su persistencia allí y apretó el botón que soltaba agua, como si le costara arrancar y necesitara esa ayuda. Entretanto el hombre ya lucía relajadamente sus atributos que empezó a dejar fluir sin tocarlos y con las manos en la cintura. Tan peculiar método no dejaba de atraer la atención de Jacinto, dispuesto a conocer a fondo el modus operandi del sujeto. Éste no rehuyó ni mucho menos el lucimiento y, ya de forma manual, procedió a ostentosas sacudidas de una verga de la que tenía motivos para sentirse orgulloso. Y no solo acabó así con el goteo, sino que, sabiéndose observado, continuó con frotaciones que iban poniendo aquélla en todo su esplendor. Al fin se quitó la máscara y le soltó a Jacinto: “Ya he notado que me seguías desde que estábamos comiendo y ahora aquí estamos”. Se giró hacia él con la verga tiesa. “Te gusta ¿eh?...La podrías disfrutar en un sitio más íntimo ¿Te apetece?”. Jacinto pensó que no podía desperdiciar la oportunidad de seguir tejiendo su tela de araña en torno al delincuente, sin plantearse siquiera que podía estar resultando al revés. “¿Qué propones?”. “Tengo un sitio. Si te atreves…”, pilló el hombre por sorpresa a Jacinto, que esperaba que querría ir a su casa. “No sé yo…”, dudó. “Me podrás conocer a tu gusto”, lo tentó el otro ¡Cómo iba a rechazar Jacinto acceder a su guarida! “¡Vale!”, aceptó. El hombre le ofreció un anticipo. “Ahora ayúdame a guardar esto tan duro”. Agitó la verga y añadió socarrón: “Pero no te olvides de meterte para dentro también tu polla”. Jacinto hizo esto primero rápidamente y, con manos temblorosas, tomó la tiesa verga. Hubo de ladearla para poder entrarla en los calzoncillos. “Vaya pieza ¿eh?”, presumió el hombre, que ya se ajustó por sí mismo los pantalones.

Ya fuera de la hamburguesería, sobrepasaron la estación de autobuses. No iban exactamente juntos, porque el hombre llevaba un paso ligero que a Jacinto le costaba seguir y le hacía rezagarse. Pero esto le permitía observar su anchas espaldas y, al llevar una cazadora ceñida en la cintura, un culazo bien marcado. A Jacinto lo embargaba una mezcla de temor reverencial y de orgullo por su osadía. Solo le habían encargado que identificara al extorsionador y él además iba a proporcionar los datos de su escondite. Seguro que lo iban a felicitar. Al ponerse a la altura de su guía en un semáforo, le preguntó: “¿Vamos muy lejos?”. “Aquí mismo”, contestó el otro y rio, “Estás ansioso ¿eh?”. Llegaron a una zona degradada detrás de la estación y enfilaron una calle donde casi todo eran almacenes. El hombre se detuvo ante una puerta metálica y se agachó para abrir un candado. “¿Aquí vives?”, preguntó no sin ingenuidad un extrañado Jacinto. “Digamos que tengo un picadero”, contestó el otro.

El hombre levantó la puerta metálica hasta la mitad. Agachados pasaron los dos e, inmediatamente, volvió a bajarla y puso de nuevo el candado, guardándose la llave. “¿Por qué cierras?”, preguntó Jacinto. “No querrás que se nos cuele alguien ¿no?”, dijo el otro manipulando un cuadro de luces. Precariamente iluminado, aquello parecía un garaje abarrotado de objetos viejos y de dudosa utilidad. Pasaron una puerta y fueron a dar a un cuartucho, algo más alumbrado pero también en bastante desorden. Destacaban un armario, un camastro, una cocinilla de butano y un televisor. Éste era lo único con aspecto más nuevo, probablemente producto de la rapiña, aventuró Jacinto. El tipo se quitó la cazadora y la colgó en una percha. Una camiseta ajustada le marcaba unas pronunciadas tetas y la curvatura de la barriga. Jacinto lo contemplaba indeciso ¿De qué iba a ir esto? El anfitrión abrió el armario y, de espaldas, pareció mover las manos por dentro, pero cerró enseguida. Se volvió hacia Jacinto. “Aquí vas a pasar calor. De modo que más vale que te desnudes”. El tono imperativo descolocó a Jacinto, que solo supo soltar tontamente: “¿Cómo dices?”. “¡Que te quedes en cueros, coño! ¿No se te caía la baba antes mirándome? Pues yo también tengo derecho a ver lo que tienes por ahí… para que empecemos a entendernos”. Esta andanada impactó a Jacinto, que pensaba que las pretensiones del  sujeto irían por otros derroteros. Pero el asunto se ponía en un terreno escabroso en el que era propenso a resbalar ¡Si lo sabría él ya de sobra! No obstante, sin dejarse llevar todavía del todo por su inclinación a la docilidad, intentó driblar la orden. “Si no vale la pena… Tan viejo y gordo como soy poca cosa hay que enseñar”. “¡Pareces sordo, joder! Yo soy quien dice lo que quiero o lo que no quiero… Y si digo que te quedes en pelotas, lo haces y en paz ¿Lo has entendido?”, bramó el hombre con impostada exageración. “¡Bueno, bueno! Tú mandas”, acató Jacinto ¿Qué otra cosa podía hacer en una situación a la que él mismo se había arriesgado? Valga cualquier cosa para conseguir que el extorsionador acabe teniendo su merecido…

A Jacinto no le abochornó demasiado ir quitándose toda la ropa, aunque el hombre lo miraba con fijeza, seguramente con la idea de avergonzarlo. Pero a aquél no le venía de nuevo algo así y ni siquiera titubeó al despojarse de lo último que le quedaba: los calzoncillos. Había ido dejándolo todo sobre el camastro y sí que se sorprendió cuando el hombre lo recogió apiñándolo, abrió el armario y lo metió dentro, cerrando la puerta ahora con llave, que se guardó. “Ya te la devolveré si te portas bien”, le dijo. Inmediatamente sin embargo volvió su atención al Jacinto desnudo. Despectivo comentó: “Pues vas a tener razón… Hay poco que aprovechar”. Fue rodeándolo mientras decía: “Pero del cerdo se aprovecha todo y algún partido sacaré de ti”. Para ponerlo en práctica, puso los brazos en jarra y ordenó a Jacinto: “¡Arrodíllate aquí delante!”. “¿En el suelo?”, preguntó Jacinto desconcertado. “¡No, te pondré un reclinatorio! ¿Te lo tengo que decir todo dos veces?”.

Hecho callar así, Jacinto se dejó caer sobre las rodillas sintiendo la rugosidad del pavimento. “Ahora quiero que hagas al revés de lo que hiciste cuando me guardaste la polla antes de salir del meadero”. Jacinto no osó pedir ninguna aclaración y confió en acertar. Soltó el cinturón, bajó la cremallera y tanteó en la cintura de los calzoncillos. Hurgó en busca de la polla, la asió con dos dedos y la fue sacando al exterior. El hombre lo increpó. “Te tiemblan tanto las manos que parece que me estás ya haciendo una paja”. “¡Perdón!”, le salió a Jacinto. Estiró de la verga que, aun blanda, le pesaba en la mano. “¡También tengo cojones, eh!”, soltó el otro. Jacinto bajó más la ropa y palpó dos buenas piezas que sacó al exterior. El hombre se sacó la camiseta por la cabeza y su torso ancho y velludo apabulló a Jacinto. “Te gusto así ¿eh?”. “¡Sí, cómo no! ¿Qué quieres que haga?”, dijo Jacinto entregado, aunque le estaban doliendo las rodillas. “Para que disfrutes, sigue quitándomelo todo… y empieza por los pies”. Jacinto se inclinó y sacó las zapatillas deportivas. Luego fue bajando juntos pantalones y calzoncillos, pero al llegar abajo su torpeza hizo que el hombre estuviera a punto de perder el equilibrio. “¡Cuidado, coño! Que vas a hacer que me caiga”.

Entonces tiró de un taburete que puso entre el armario y Jacinto arrodillado, y se sentó. “¡Acaba ahora!”. Jacinto le quitó ya todo y, apoyando el culo en los talones, quedó a la espera. El hombre estiró una pierna y le metió el pie entre los muslos dando pataditas en la entrepierna. Jacinto acusaba cada golpe con un respingo. Luego el otro se echó hacia atrás con la espalda contra el armario y fue subiendo el pie por la delantera de Jacinto hasta tocarle la barbilla. “Me lo vas a chupar”. Jacinto habría preferido chupar otra cosa, a la que estaba más acostumbrado, pero dócilmente alzó el pie con las dos manos ante su cara. Hizo un esfuerzo para sacar la lengua y pasarla entre los dedos. “¡Métetelos!”. Jacinto abrió la boca y tuvo que controlar las arcadas al ir chupándolos. Estuvo a punto de caer hacia atrás cuando bruscamente el hombre sacó el pie y lo empujó con la planta en el pecho. “¡Que me haces cosquillas, hostias!”.

El hombre pasaba fácilmente de la ira a la generosidad. Ahora separó las piernas y dijo: “¡Acércate, putilla! A ver si sabes comerme todo esto”. Se manoseó el paquete mientras Jacinto se ponía a cuatro patas y acercaba la cara a la entrepierna. Aunque pensó que eso ya era otra cosa, prefirió no obstante ser precavido. “¿Puedo?”, preguntó levantando la vista hacia la cara del otro. Recibió un nuevo exabrupto. “¡Otra vez te lo tengo que repetir! ¿No te gusta más esto que mi pie?”. Jacinto bajó la cabeza y procuró ya esmerarse. Primero levantó la polla y lamió los huevos, sintiendo la aspereza de los pelos en su lengua. Más confiado se llevó la polla a la boca y la absorbió. Aun flácida, la sentía gruesa y nervuda, con un capullo porrudo que le llegó al fondo del paladar. “Tendré que cerrar los ojos para que se me ponga dura, porque verte me da grima”, oyó Jacinto, que se tomó la mamada como un reto. Había adquirido práctica y lo demostró, logrando una hinchazón cada vez más firme. Para desconcierto de Jacinto, que le estaba tomando gusto a sus chupadas, fue apartado con la brusquedad habitual. “¡Para, marrano! Mi leche no es para tu boca”.

El hombre se levantó con la verga bien tiesa, a pesar de su desprecio a las habilidades de Jacinto, y fue a abrir el armario, procurando ocultar su contenido. Buscó algo, sacó una bolsa y volvió a cerrar con llave. Jacinto seguía arrodillado en espera de órdenes, que fueron: “¡Levántate ya! Así no me sirves ya”. Entumecido y dolorido, tuvo que apoyarse en el taburete para ponerse de pie. Ni siquiera se atrevió a frotarse las rodillas, que tenía enrojecidas y sucias. Estas cuitas le hicieron pasar por alto que, a consecuencia de la mamada, se había empalmado, y aún le duraba. Pero el otro lo captó al instante y soltó una risotada. “¡Joder, qué vicio tienes!”. Lo cual dio pie para que le mostrara la bolsa. “Aquí tengo unos juguetitos que alguien se dejó… A ver si también te ponen cachondo”. Previamente tomó un cordel. “Trae esas manos, que no quiero que intentes quitártelos”. Jacinto tendió las manos, que quedaron atadas por las muñecas. “Ahora póntelas encima de la cabeza y quédate quieto”. El hombre buscó en la bolsa y sacó un par de pinzas de las que colgaban sendas bolitas. Fue enganchándolas a los pezones de Jacinto. Éste no recordaba si ya le habían hecho algo así, pero le dolía como si hubiera sido la primera vez. Se contrajo con un ahogado sollozo. “Pues al que se las dejó aquí le encantaban”, comentó el hombre que, para colmo se puso a menear las bolitas. “Te pareces a esas tías que al bailar hacen volantines con las tetas”. Jacinto aguantó deseando que no siguiera con el tema. Pero el otro rebuscó en la bolsa y extrajo un objeto rosado. Se trataba de un juguete alargado, evidentemente anal, de plástico flexible. Lo formaba una sucesión de bolas de tamaño decreciente y con la más gruesa  unida a un aro. “¡Mira! Así podré ponerle rabo al cerdo”, dijo el hombre mostrándoselo. Jacinto habría preferido que el rabo fuera ya la verga de su captor, con lo que estaba más habituado. En cualquier caso siguió las instrucciones de bajar las manos de la cabeza y apoyarse con los codos sobre el camastro y los colgantes tirándole de los pezones. Dejo el culo en pompa y el hombre, con más divertimento que agresividad, le introdujo el adminículo, cuyas bolas iban siendo absorbidas de una en una. A medida que eran de mayor volumen Jacinto sentía el aumento de la presión y cómo aquello le llegaba más adentro. Pero cosas más raras que ese juguete le habían metido por el culo… “¡Vaya tragaderas tienes, tío! Si aún se queda esto corto”, comentó el hombre, que tuvo que enganchar el aro final con un dedo para que no se metiera también. Luego se dedicó a sacar y meter el juguete cada vez con mayor rapidez. Y esto ya impactaba más en el interior de Jacinto, hasta que aquél se detuvo y dejó el juguete a medias para que quedara como un rabo. “¡Un cerdo la mar de sexy! Lástima no tener una manzana para ponértela en la boca”, se burló, “Te deberías ver”.

El hombre se quedó entonces pensativo. “¿Sabes que me has llegado a poner cachondo?”, soltó. Sin poder controlarse, a Jacinto se le escapó: “¿Me follarás ahora?”. Sonó a una insólita petición, dada su situación, que provocó el regocijo de aquél. “¡Eres la hostia! Vicioso hasta el final ¿eh?...Pues te voy a dar el gusto”. Añadió algo que en ese momento no llamó la atención de Jacinto. “Pero eso va a ser ya fuera de programa… Sigue como estás y espera”. Jacinto no podía ver lo que hizo el hombre. Solo oyó que abría el armario y después algunos sonidos que no identificaba. Tras cerrarse el mueble, El hombre ya volvió detrás de Jacinto. De un tirón le sacó el juguete y lo sustituyó por la verga endurecida. Jacinto se estremeció, casi agradeciendo estar por fin en terreno conocido.

La follada estaba siendo intensa cuando se empezó a oír, con un tono metálico: “Aquí vas a pasar calor. De modo que más vale que te desnudes”…“¿Cómo dices?”…“¡Que te quedes en cueros, coño!”…. Jacinto reconoció las voces de ambos y le subió un calor más intenso que el de la enculada ¡Lo había estado grabando desde el principio! Se debatió tratando de averiguar de dónde salía aquello. Pero el hombre lo sujetaba con fuerza, que no relajó hasta que se hubo corrido. Se apartó de Jacinto, que pudo ya alzarse y mirar de frente. Lo que se encontró fue aún más terrible. El sonido provenía del televisor que reproducía también las imágenes todo lo que había pasado allí dentro. Sin poder pronunciar palabra, cayó sentado en el camastro a punto de marearse. Pero el hombre estaba dispuesto a informarle con un malévolo recochineo. “Mira encima de la puerta”. De momento Jacinto solo vio una repisa con varias cajas de cartón. Pero aguzando la vista, pudo distinguir camuflada entre ellas una diminuta cámara. “De último modelo y alta definición”, explicó con orgullo el hombre, mientras el televisor seguía trasmitiendo todo lo grabado. Además abrió la puerta del armario y, ahora sí, dejó que Jacinto viera un ordenador portátil. “Por si acaso, todo ha ido quedando guardado en la nube”, precisó cerrando de nuevo el armario con llave. Jacinto ignoraba qué era eso de la nube, pero no podía tratarse de algo bueno para él desde luego.

En su confusión mental, intentó ver como positivo el hecho de que ahora supiera que aquel individuo era mucho más que un extorsionador  de urinarios. También debía chantajear a sus presas con este sistema. Con un voluntarismo digno de mejor causa, quiso quitarse importancia a sí mismo. “¿Qué uso podrías hacer de todo esto con un tipo como yo?”, preguntó con fingida clama. El hombre estalló en risas. “¿Te crees que no te calé desde el primer momento? Bujarrón, pero madero de la vieja escuela. Si solo te faltaba ir por ahí con una lupa en la mano… Aunque ya ves que no te ha servido ni para ver la cámara y mucho menos para descubrir de qué iba la fiesta. Pero esto te pasa por mezclar el trabajo con el vicio”.

A Jacinto se le cayó definitivamente el alma a los pies ¿De qué le podrían servir sus descubrimientos si el descubierto era él? No obstante trató de evidenciar lo que le parecieron puntos débiles de la situación. “A ti también se te ve perfectamente en la grabación…”. “¿Ves que eres un antiguo?”, replicó el hombre con sorna, “Del vídeo completo se pueden extraer perlas concretas y preciosas de tus actuaciones. Y si me interesa mostrar cómo me trabajas, no tengo más que pixelarme a conveniencia, si sabes lo que es eso, e incluso distorsionar mi voz… Todo para que tú seas el protagonista absoluto”. “¿Qué quieres de mí entonces?”, preguntó Jacinto con voz temblona. “No me puedo creer que seas tan duro de entendederas… Tú no me has encontrado ni sabes que esto exista. Supongo que preferirás reconocer un fracaso en tus pesquisas a que vayan difundiéndose tus actividades y, en particular, que le lleguen a tus superiores y colegas”. Jacinto quedó cabizbajo, consciente de que no tenía más salida que plegarse al chantaje. Preocupado también por su situación actual, hizo un esfuerzo para preguntar: “¿Y ahora qué voy a hacer?”. La respuesta fue rápida. “Creo que me puedo fiar de ti. Así que te devuelvo tu ropa y te largas a celebrar tu éxito”.

Pero Jacinto era mucho Jacinto y de pronto le vino una idea apoyada en la máxima ‘de perdidos al rio’. Con tono suplicante soltó: “¿No podría ver antes la grabación completa?”. La reacción del hombre pasó de la estupefacción al sarcasmo. “¡Eres único, tío! Te mereces que te dé gusto… Te dejaré aquí bien encerrado y, mientras disfrutas de tus guarradas, el que se va a tomar unas copas seré yo. Ya volveré para soltarte”. Dicho esto se vistió y abrió el armario. Maniobró en el portátil explicando: “En un par de minutos lo verás desde el principio en el televisor”. Se cuidó de dejar cerrado con llave el armario. “Tú no tienes que tocar nada… Y recuerda que ahí dentro está tu ropa”. Antes de salir del cuarto, dijo con recochineo: “¡Que lo disfrutes!”. Mientras Jacinto, sentado en camastro, se disponía a ver el vídeo, oyó abrirse y cerrarse la puerta metálica que daba al exterior.

Al quedarse solo, lo más inmediato de lo que tomó conciencia Jacinto fue que seguía maniatado y con las pinzas quemándole en las tetas. Intentó soltarse las manos hasta con los dientes, pero no lo logró. Y temió más tirar de las pinzas que dejarlas ahí. Resignado, trató de pensar en cómo iba a poder capear su estrepitoso fracaso en la misión profesional. Ahora que volvían a tener más confianza en él… Pero no estaba su mente despejada para complicarla con esas cuitas y decidió dejarlo para otro momento. Porque además su mirada fue a dar con su propia imagen desnudándose en el televisor y, ya que voluntariamente había aceptado prolongar su encierro con esa idea, prefirió dedicar toda su atención a lo que aquél mostraba. A medida que se iba viendo postrado ante el hombre y haciendo todo lo que éste le mandaba, en lugar de sentir vergüenza, le fue invadiendo un morboso regusto que desplazaba cualquier otra preocupación. Reconocerse allí le estaba llegando a excitar, hasta el punto de que sus manos atadas se desplazaron a la polla para entregarse a una imperiosa masturbación. Incluso le supo mal que el hombre, para darle mayor efectismo a su revelación, hubiera cortado la grabación antes de darle por el culo. Le habría gustado verlo también.


lunes, 4 de junio de 2018

El comisario cumple con su deber… más o menos (1) (6)

Primera jornada

El comisario Jacinto no solo había experimentado una transformación radical en cuanto a los modos de satisfacer sus apetencias sexuales. También le había ido cambiando el carácter y la forma de relacionarse con los demás. Se volvió más cumplidor en el trabajo y los compañeros llegaron a sorprenderse de lo que se había suavizado su brusquedad habitual. Seguía mostrándose bastante taciturno, pero en su mirada no había ya la turbiedad que le conferían los excesos alcohólicos. Porque en esto también se había moderado. Ahora lo que más le interesaba era estar en condiciones de disponibilidad para lo que, bien en el club, bien en cualquier otro lugar, pudiera presentársele. Aunque no había dejado de impresionarle la brutal experiencia de meterle un puño por el culo, en poco tiempo llegó a considerarla como algo pasado. Casi le asombraba que su cuerpo llegara a aguantarlo todo.

Que ahora en la comisaría confiaran más en él dio lugar a que Jacinto se encontrara con la encomienda de una misión que no podía menos que resultarle comprometida. Se habían recibido varias denuncias de un extorsionador de hombres mayores que actuaba en torno a urinarios públicos. El modus operandi era ponerse junto uno de ellos y mostrarle descaradamente los genitales. Tanto si el elegido caía en la tentación de tocárselos o, incluso, aceptaba la indicación de que se encontraran fuera, como si la exhibición era ignorada –distinción que no venía al caso, según quiso resaltar el jefe al informar a Jacinto–, lo seguía al exterior y allí lo amenazaba con montar un escándalo acusándolo de haberle metido mano. Como lo habitual era que el afectado se horrorizara sin reflexionar demasiado ante tal intimidación, el delincuente hacía que le entregara lo que tuviera de valor o, bien, lo engatusaba para que lo llevara a su casa y así desvalijarla. El jefe por lo demás explicó: “Y no vaya a creer que se trata de un chapero al uso, sino que, por la descripción en que coinciden los denunciantes, es un tipo corpulento y de una cierta edad”. Esto último incrementó la inquietud de Jacinto, temeroso de que hubiera de tenérselas con un hombre así ¿Podría llegar a condicionar el cumplimiento de su deber?

Si semejante misión se la hubieran asignado en otros tiempos, la actitud de Jacinto habría sido la de un mero paripé para cubrir el expediente. ¡A buena hora iba él a dedicarse a espiar cómo unos degenerados babeaban enseñándose las pollas! Lo suyo habría sido montar una redada de todos los meones y ya se explicarían en el cuartelillo. Sin embargo, ahora, imaginarse a un hombre de las características que había descrito el jefe, provocando y extorsionando como parecía hacer el que debía investigar, no dejaba de producirle una cierta turbación. Jacinto quiso convencerse a sí mismo, no obstante, de que ello no tenía por qué condicionar su estrategia. Al fin y al cabo se trataba de localizar al individuo y tratar de pillarlo con las manos en la masa.

Poniendo por delante su profesionalidad, Jacinto diseñó su plan de actuación. De los testimonios recabados, las actividades del extorsionador parecían centrarse en dos urinarios públicos: el de la estación de autobuses y el de unos grandes almacenes. Ambos no se hallaban demasiado distanciados y el individuo debía desplazarse de uno a otro según las circunstancias que fueran más propicias para sus fines. Así pues, para Jacinto, lo primero era tantear el terreno y conocer cómo se desarrollaban esos intercambios de miradas y algo más. Con la idea un tanto fetichista de que su desaliñada gabardina lo hacía poco menos que invisible, Jacinto deambulaba en torno a los accesos de ambos mingitorios. Observando qué tipo de hombres los frecuentaban, no tardó en percibir que más de uno repetía, en un lapso temporal que difícilmente se explicaba por una persistente necesidad fisiológica. No pudo evitar sin embargo ponerse a elucubrar sobre si tal o cual individuo serían de los que enseñaban o de los que miraban, aunque también cabía que las dos aficiones se dieran conjuntamente. De ahí a imaginar que alguno igual aprovechaba para echar mano a lo que se le ofrecía y acaso hasta se agachaba… Jacinto hubo de controlarse para no seguir abundando en esta clase de pensamientos que le estaban poniendo en un estado de desasosiego cuyas consecuencias ya conocía de sobra. Averiguar lo que pasaba en esos recintos, sí, y también  tratar de desenmascarar al aprovechado de las debilidades ajenas. Pero él no iba a implicarse personalmente en algo que no debía ver más que como cualquier otro trabajo policial. Pero que a Jacinto le pareciera tener tan claras las cosas era precisamente lo que comportaba mayor riesgo de que sus defensas llegaran a flaquear…

Por lo pronto Jacinto se decidió a pasar de la vigilancia exterior a la inspección in situ, dado que además no le venía mal aliviar la vejiga. Optó por los lavabos de la estación de autobuses, donde había cierto trasiego. Eran amplios, con una distribución en L. El tramo más largo quedaba a la vista, mientras que el corto ofrecía una mayor discreción. La separación entre los urinarios parecía más para evitar salpicaduras que otra cosa y, enfrentados, en ambos tramos había varios lavamanos y retretes con puerta. Al entrar, Jacinto vio que varios individuos se aliviaban bastante distantes, sin que denotaran nada fuera de lo normal. Claro que era la zona más visible, se dijo, y se aventuró a doblar la esquina. Aquí la cosa era algo distinta. Dos tíos que ocupaban tazas contiguas guardaron rápidamente la compostura ante la irrupción de Jacinto. Éste, fingiendo ignorarlos, se colocó más alejado e hizo lo habitual: apartar la gabardina a los lados, abrirse la bragueta y sacarse la polla para darle vía libre. Pero alguien debió haber observado el paso de Jacinto al sector más resguardado, y el hecho además de que, queriendo distanciarse de la pareja, se hubiera ido casi al rincón final, lo convertía en un reclamo indudable.

Así que un tipo gordote y más alto se colocó directamente junto a él. Jacinto se mantuvo impertérrito en su micción, aunque no pudo ignorar las descaradas maniobras del otro para captar su atención. Casi le rozaba con el codo mientras se sacaba la polla y la sacudía ostentosamente. Aunque fuera con el rabillo del ojo, a Jacinto no le escapaba el buen tamaño que iba logrando el miembro. Todavía agarrado a su polla, sin derrame ya, lo agitó un temblor que creyó imperceptible, pero suficiente sin embargo para que el arrimado lo mirara ya directamente y le hiciera un guiño invitándolo a disponer. Jacinto le sostuvo la mirada que, de paso, abarcó también a los otros dos quienes, ya relajados, usaban sus manos en un toqueteo mutuo. Y su comportamiento inmediato quedó orientado por unas rápidas reflexiones. Descartó que su vecino pudiera ser precisamente el sujeto buscado, ya que escapaba a toda lógica que, a la primera de cambio, fuera a dar en el clavo. Por otra parte, puesto que él mismo, al ubicarse en aquella zona, habría dado a entender que buscaba lo mismo que los otros, tal vez sería aconsejable seguirles el juego. No debía infundir la sospecha de que estuviera allí con otras intenciones, lo cual podría ponerlo en evidencia y obstaculizar su misión… Total, que su mano ya estaba rebasando la escasa separación y posándose en la verga erecta. “Te gusta ¿eh?... ¡Sácale la leche!”, susurró el otro que, como mero gesto cortesía quizá o bien para dar más confianza a Jacinto, alargó también una mano buscando la polla de éste. Pero al encontrarla poco reactiva, enseguida la soltó para concentrarse en la paja  que Jacinto se disponía a hacerle ¡Y vaya si se la hizo, con toda la experiencia acumulada en los últimos tiempos! El hombre resoplaba con cierto comedimiento y la mano de Jacinto no tardó en quedar totalmente pringosa. Una vez consumada la corrida, el beneficiado actuó rápido. Sujetándose la verga con dos dedos, la sacudió enérgicamente y se la guardó. A continuación, sin mirar siquiera a Jacinto, se fue por donde había llegado.

Jacinto por su parte hubo de meterse la polla en el pantalón con la mano limpia y fue enseguida a lavarse la otra, sin fijarse en los cambios de personal que se habían producido. Resultó que el aparato de aire no funcionaba y, queriendo secarse, se le ocurrió entrar en un retrete para usar el papel higiénico. Ya que estaba allí y como aún le temblaban las piernas después de lo que no sabía si considerar una simple maniobra de despiste o una nueva caída en la tentación, decidió tomarse un descanso. Así que cerró la puerta y se sentó sobre la tapa bajada. No le sorprendió demasiado oír que enseguida alguien ocupaba la cabina de al lado. Hasta que, por un estratégico agujero hecho en el tabique de chapa, fue asomando una polla de bastante buen tamaño. Jacinto tuvo un sobresalto ante la aparición y su inquietud aumentó por la voz que sonó queda pero firme. “¡Chupa, puta!”. Lo que más sensato le pareció a Jacinto era salir disparado del retrete y largarse, dando por acabada su primera visita a los urinarios. Pero también se dijo que el vecino debía haberlo visto entrar e incluso hacerle la paja al otro, por lo que un comportamiento de huida podría resultar extraño en un ambiente como aquél. Prefirió pasar por alto sin embargo que la orden recibida, así como el epíteto ofensivo que la acompañó, eran lo que realmente pesaba más en su decisión de seguir allí y hacer lo que se le pedía. Al fin y al cabo no le venía de nuevo hacer una mamada, aunque sí lo fuera el entorno de la propuesta. No dudó más pues en inclinarse hasta alcanzar con la boca la polla que, en los segundos transcurridos desde su irrupción, se había endurecido considerablemente. Chupó y chupó al parecer a plena satisfacción del que estaba al otro lado, a juzgar por los contenidos murmullos de placer que oía Jacinto. Sus buenos oficios dieron como resultado que la leche empezara a brotar en abundancia y, como Jacinto quería evitar que le fuera a pringar camisa y corbata, la fue engullendo al completo.

Ahora sí que Jacinto salió de estampida para sacarle ventaja al que sin duda se entretendría colocándose los pantalones. Así abandonó su primer centro de operaciones, limitándose a limpiarse los labios con un pañuelo. Ningún avance en su objetivo, aunque al menos había conocido de primera mano la dinámica de estos lugares. Los servicios a los que se había avenido a prestar no los consideró más que gajes del oficio y, por qué no, bastante estimulantes. Jacinto se aprestó pues a continuar las pesquisas en su otro centro de operaciones: los grandes almacenes. Lo primero que hizo, para reponer fuerzas, fue tomarse un perrito caliente y una cerveza que le quitara el gusto de leche agria que aún notaba. Pronto pudo colegir que, a diferencia de la estación de autobuses, con sus únicos y grandes urinarios, aquí su trabajo iba a resultar más complejo, ya que había lavabos en cada planta, más pequeños y discretos. Esta distribución obligaría a Jacinto a constantes paseos por las escaleras mecánicas aunque, para empezar y simplificando, pensó en escoger la planta que, tras un repaso inicial, intuyó como más propicia para las actividades que indagaba y que, según su lógica, no podía ser sino la planta de caballeros.

Resultó que el acceso a los lavabos de esta planta quedaba enfrente de la sección de pantalones. Jacinto deambulaba entre los expositores oteando el goteo de usuarios que tomaban el camino de aquéllos, sin que ninguno de momento le infundiera sospechas. No caracterizándose precisamente por cuidar su vestimenta, para disimular, Jacinto mostraba su interés por una u otra prenda. Llegó a llamar la atención de un dependiente, maduro, bastante robusto y elegante, que se dirigió solícito a él. “¿Puedo ayudarle, señor?”. Jacinto quiso salir del paso. “Solo miraba”. Pero para no resultar demasiado brusco, añadió: “Tampoco sé mi talla”. El hombre ya exhibía una cinta métrica. “Eso lo comprobamos enseguida. Tenemos tallas que combinan ancho y largo”. Jacinto dejó entonces que le rodeara la barriga por dentro de gabardina y chaqueta, para lo que el dependiente hubo de arrimársele bastante. Más mosqueó a Jacinto que, inclinándose, le tomara medidas por fuera e incluso por dentro de la pierna, poniendo el dorso de la mano directamente sobre el paquete. Acabada la medición, el hombre dijo con toda naturalidad: “¡Perfecto! Le puedo buscar algunas piezas…”. No tenía intención Jacinto de ponerse a probar pantalones y, como excusa, no se le ocurrió más que preguntar: “¿Hay unos lavabos por aquí?”. “Ahí mismo”, le indicó el dependiente. “¡Vale, gracias!”, se escurrió Jacinto.

Ya que estaba, Jacinto decidió aliviarse. En ese momento no había nadie más y se abandonó a una relajante meada. Cuál no sería su sorpresa al ver que, a los pocos segundos, aparecía el dependiente de marras que, dejando un espacio en medio, se puso a hacer lo mismo que Jacinto. No se privó de dirigirle una sonrisa y Jacinto comprendió enseguida que pretendía que se fijara en su polla. No quiso desairarlo y miró sin tapujos lo que exhibía el otro quien, encantado de su éxito, le daba pases a la verga para dotarla de todo su esplendor y hasta se sacó los huevos para completar el cuadro. El dependiente no parecía interesado en que Jacinto le mostrara nada ni tampoco en propiciar mayor acercamiento, por lo que éste pensó que la cosa iba tan solo de lucimiento e hizo amago de largarse. Pero el exhibicionista lo atajó con un gesto de la cabeza que Jacinto interpretó como una invitación a recluirse en uno de los retretes. Quedó en expectativa mientras el hombre se guardaba provisionalmente sus joyas y, sacando un llavero del bolsillo, se dirigió a una puerta en la que Jacinto no había reparado. La abrió con una llave, encendió una luz e hizo pasar a Jacinto. Ya los dos dentro, cerró también con llave que dejó puesta en la cerradura. El dependiente rompió ya su silencio. “Me he tomado un descanso y aquí no va a venir nadie”. El reducido cuarto era una especie de despensa de productos higiénicos y sanitarios. Ante la perplejidad de Jacinto, declaró dejando de lado su respetabilidad profesional: “Desde que te vi me di cuenta de que buscabas algo…”. Jacinto tuvo un golpe de sinceridad. “Algo sí que busco”. Aunque no era precisamente a lo que se refería el dependiente. Éste fue ya al grano. “Los tipos como tú, gordotes y dejados, me vuelven loco”. Jacinto no sabía cómo tomárselo y replicó: “Desde luego no soy ningún Adonis”. “¡Quita ya! Debes tener un culo divino”, se exaltó el otro. Jacinto pensó: “¡Ya estamos!”. Pero trató de quitarse importancia. “Con la de clientes a los que le tomará medidas…”, dijo sin tutearlo. “Tú tienes un vicio especial”, insistió el otro, “En cuanto me preguntaste por los lavabos supe lo que querías”. “Solo mear”, protestó algo airado Jacinto. “¡Así me gusta! Que lo niegues y te hagas el sorprendido”, siguió a su bola el dependiente, que ya se estaba bajando los pantalones. Le mostró de nuevo los atributos, ahora destacando entre los muslos desnudos. “¿Te parece poca cosa para ti?”, preguntó zamarreando la polla endurecida. Jacinto tenía otros asuntos de los que ocuparse y decidió que no valía la pena alargar la situación. “¿Se la chupo o prefiere metérmela?”, ofreció directamente. “¡Serás zorrón! ¡Cómo sabes provocar!”, exclamó el otro cada vez más excitado, “¡A ti sí que te voy a tomar otras medidas!”. Se abalanzó sobre Jacinto abordándolo por atrás. Tomó los faldones de la gabardina y los subió hasta echárselos por encima de la cabeza. Con la misma habilidad con la que antes había manejado la cinta métrica, circundó la barriga de Jacinto para soltarle el cinturón y echarle abajo pantalones y calzoncillos. Jacinto, tanteando a ciegas, se apoyó resignado en un estante para no desequilibrarse. “Así te ofreces ¿eh? ¡Cómo te mueres de ganas!”, dedujo el dependiente de la postura de Jacinto. Desvelado el gordo culo de éste, lo primero que recibió fue una fuerte palmada. “Esto te gusta ¿a que sí? Que te caliente por fuera y por dentro”, manifestó el dependiente. “¡Métamela ya!”, pidió Jacinto, más por prisas que por ganas. Tras unos cuantos tortazos más, el dependiente al fin lo empitonó a la brava. No por ya habituado, el impacto dejó de estremecer dolorosamente a Jacinto, que no pudo reprimir un gemido. Aunque el otro lo interpretó a su manera. “¡Como la has agradecido, vicioso!”. El bombeo que siguió no fue más comedido, pero Jacinto hubo de reconocer internamente que aquello no era para desaprovecharlo. El follador no cejaba  en su animación. “¡Vaya forma de tragar tiene tu culo! Si ya lo sabía yo… Te gusta mi polla ¿eh?”. Jacinto, poco dado a expresar alabanzas, se limitaba a apretar las nalgas para sentir mejor aquella verga. “Estoy a punto de llenarte de leche… Es lo que quieres ¿verdad?”. “¡Cómo no!”, admitió Jacinto. Así que se mantuvo firme a la espera de que la presión en su interior fuera decreciendo, mientras el dependiente se descargaba entre espasmos y resoplidos.

Una vez separados el dependiente se mostró más calmado y hasta ironizó. “Debería estar vendiendo pantalones”. Aunque, mientras ambos recomponía su topa, añadió: “De buena gana te dejaba aquí encerrado para volver a darte por culo más tarde”. Esta posibilidad alarmó a Jacinto, más que nada porque sería un inconveniente para seguir con su misión que, en vista de los incidentes que le iban surgiendo, estaba resultando más ardua de lo previsto. Todo quedó en un desiderátum  del dependiente, que se aprestó a liberarlo y, con cierta prisa, se acicaló ante un espejo. Precavidamente avisó a Jacinto: “Espera un poco aquí para no salir juntos”. Se marchó bien satisfecho de su desfogue.

Jacinto consideró que la vigilancia de esos lavabos quedaba descartada, al menos mientras el salido dependiente anduviera por allí. De modo que, inasequible al desaliento, tomó las escaleras mecánicas mientras pensaba en otra opción. Dio con una planta dedicada a calzado y material deportivo. Aunque esto último no era lo que más debía atraer a las víctimas del extorsionador, todo el mundo necesitaba zapatos. Así que decidió hacer una inspección. El acceso a los lavabos quedaba sin embargo enfrente de la sección de pesca submarina y Jacinto supuso que, curioseando por allí, su aspecto iba a cantar demasiado. Tampoco parecía que en esa planta se hiciera mucho uso de los servicios, aunque a lo mejor su misma presencia rondando las cercanías podía hacer de reclamo. Quién sabe si alguien, observando con disimulo, estaba a la espera de que tomara la iniciativa. Por otra parte otra meadita nunca sobraba e, incluso, después de haber hecho una paja y una mamada y de que le dieran por el culo, igual le venía bien darse un gusto, aunque fuera en solitario.

Decidido, entró pues en los lavabos y resultó que éstos eran mucho más pequeños. Aparte de un par de retretes con puerta y los lavamanos, solo había dos mingitorios contiguos en un rincón algo escondido. Ocupó uno de éstos y se sacó la polla, como estaba mandado. Muchas ganas de orinar no tenía pero, recordando las agitaciones del día, se manoseaba con delectación. No tardó mucho en  oír el chirriar de la puerta y un tipo, con pasos lentos, llegó a colocarse a su lado. Jacinto no se resistió a echarle una ojeada, que el recién llegado por lo visto se tomó como de bienvenida y le sonrió. Era bajito y regordete, mayor que Jacinto. Lo más curioso fue que el hombre no hizo el menor gesto de sacarse lo habitual en estos casos, sino que directamente asomó la cabeza para tratar de ver la polla de Jacinto. Éste, que se la había llegado a poner bastante animada, quedó perplejo de momento. Pero la expresión ansiosa del sujeto y el sentirse objeto de su rijosa curiosidad le hicieron ceder y girarse hacia él para facilitarle la contemplación. Al hombre se le iluminó la cara y se consideró invitado a ir más allá. Bajó una mano y se puso a palpar la polla. Pero a su vez empezó a sacar la lengua y moverla en un gesto inequívoco de deseado chupeteo. Ya puestos, Jacinto se dijo que por qué no. Al menos éste no la tomaba con su culo y, además, lo poco concurrido de estos lavabos y la sonoridad de la puerta al abrirse, que daría tiempo para rectificar, le permitían confiarse. Entusiasmado, el otro se agachó y se afanó en una mamada de lo más eficiente. Tanto que Jacinto le obsequió con una corrida que fue debidamente engullida. El hombre, así satisfecho, se levantó y, como si de pronto le hubiera entrado vergüenza, salió pitando.

Jacinto, todavía con la chorra fuera, caviló que lo que no le pasara a él… Pero después de todo él no había escogido aquella misión y no hacía más que ponerse en el lugar de las víctimas denunciantes. Consideró que por ese día había tenido bastante y ya meditaría si rectificar su estrategia. Porque veía que insistir en los grandes almacenes, con tantos lavabos dispersos, iba a ser buscar una aguja en un pajar. Claro que, sobre todo lo del dependiente, no había estado nada mal… Pero eso tal vez quedaba algo fuera de sus pesquisas. Si acaso podía dejarlo para cuando estuviera fuera de servicio.