sábado, 25 de abril de 2020

Todo empezó por los pies



Después de una intervención quirúrgica, estuve temporalmente con cierta dificultad para algunos movimientos y, en particular, acceder a los pies. Así que, para cortarme las uñas y limar algunas durezas, decidí acudir a los servicios de un podólogo. Era la primera vez que lo hacía y me limité a buscar uno que estuviera cerca de mi casa. Aunque estaba al tanto del fetichismo en torno a los pies, más bien me venía a la mente la tortura de las cosquillas, por lo que a priori no le encontraba mucha connotación erótica a que un desconocido me los toqueteara.

Sin embargo, mi posición aséptica al respecto empezó a cambiar desde el momento en que me recibió el profesional escogido al azar. Cincuentón y barrigudo, cabello escaso y patillas canosas, tenía una cara redondita que irradiaba simpatía. La chaquetilla blanca cruzada llevaba sueltos los botones superiores y dejaba asomar un vello claro. Le expuse mi situación y, tomándome del brazo, me hizo pasar a su consulta. “Has hecho muy bien en venir. Verás lo a gusto que te dejo los pies”, me dijo sonriente, tuteándome a la primera de cambio.

Me senté en el sillón preparado y, antes de estirar las piernas, me descalcé. Iba a forzar la postura para quitarme también los calcetines, pero me detuvo. “No te fuerces. De eso ya me ocupo yo”. Hasta me ayudó, aunque no era necesario, a subir las piernas para que me quedaran extendidas. No pude menos que decirle, apuntándome de paso a su tuteo: “Eres muy amable”. Se sentó en un taburete a mis pies y se subió las mangas de la chaquetilla. Sus brazos torneados, suavemente velludos, y sus manos regordetas se ocuparon en sacarme los calcetines. Ya se me puso la piel de gallina cuando, para bajarlos, se metían por las perneras de mis pantalones hasta media pantorrilla. A continuación, tomó posesión de mis pies. No es cuestión de entrar en detalles del proceso de cortar y limar en el que se afanó. Pero sí de destacar la delicadeza y hasta, podría decirse, el cariño con que los trataba. A veces llegaba a posar las plantas sobre su pecho, cuyo calor me trasmitía a través de la tela. Acompañaba sus manipulaciones con frases laudatorias. “Tienes unos pies en muy buen estado… Están muy cuidados… Apenas hay durezas… Que no se trata solo de destacar los defectos, sino también lo que está bien”. “Sabes levantar la moral ¿eh?”, dije con tono halagador. “Contigo resulta fácil”, replicó no menos lisonjero.

El repaso final me lo dio con una limadora eléctrica que, según por donde la pasaba, me hacía cosquillas inevitablemente. Ello me provocaba una contracción refleja que le hacía reír. “¡Qué sensible eres!”. Como si quisiera compensarme, antes de acabar dijo: “Voy a ponerte un bálsamo que te va a dejar como nuevo”. Se untó las manos con un aceite que olía muy bien y me dio un masaje en los pies de lo más delicioso. Sonriente me miraba a la cara disfrutando de mi expresión de gusto. Luego ya me puso los calcetines, volviendo a subirlos por dentro del pantalón. “Así, que no se te bajen”.

Los zapatos ya me los tuve que poner yo solo porque, inoportunamente, llamaron a la puerta y el podólogo tuvo que acudir a abrir a la siguiente visita. Al volver dijo con un cierto fastidio: “Lo siento. No la esperaba tan pronto”. Pero enseguida propuso: “¿Quieres que te deje ya anotada una cita para dentro de quince o veinte días?”. En otras circunstancias no habría concretado tanto, porque además pensaba que probablemente no tardaría en poder apañarme por mí mismo. Pero el interés que le puso a su oferta me hizo aceptarla sin dudar. Concertamos una fecha dentro de ese margen y me preguntó: “¿A qué hora te viene mejor?”. Para que no pasara como ese día, en que había ya alguien esperando, se me ocurrió: “¿Te parece a última hora?”. Debió captar mi intención porque se le iluminó la cara y sonrió. “¡Perfecto! Así no tendremos prisa”. Me acompañó a la puerta y me estrechó la mano con una especial calidez.

Salí a la calle como flotando, no tanto por el alivio de los pies, como por el inesperado trato recibido. ¡Y tanto que pensaba volver! Con lo que podría dar de sí un nuevo encuentro. Aunque mi estado físico mejorara, estaba dispuesto a dejarme querer y ponerme en sus manos. Por lo demás, si él volvía a tomarse más agradables confianzas, ya no me iba a pillar tan desprevenido. El avance del calor veraniego me sirvió para que ideara un mayor desenfado en mi presentación, que diera pie a más atrevimiento por su parte. Por ello opté por llevar unos pantalones cortos que tenían las perneras algo anchas y prescindí de los calzoncillos. Aunque ello suponía descartar los calcetines convencionales, que tanto juego habían dado, lo suplí por una solución intermedia: calzado deportivo y unos calcetines de esos que solo cubren el pie y que apenas son visibles.

Acudí a la cita convenida con el pulso acelerado. La impaciencia me había hecho estar allí un cuarto de hora antes. Al abrir la puerta con su sonrisa ya conocida, me dijo enseguida: “Me alegro de que ya estés aquí… A última hora han anulado la visita anterior”. Aparentemente no le sorprendió mi vestimenta más desenfadada. O tal vez no me di yo cuenta por el impacto que me hizo la que llevaba él. En lugar de la chaquetilla profesional, lucía una camisola también blanca de manga corta, pero de tejido tan fino que dejaba transparentarse el vello de su pecho y hasta el rosetón de los pezones. El pantalón parecía del mismo tejido, por la forma en que quedaba marcada la silueta de su cuerpo al trasluz del balcón que tenía detrás. Al captar mi asombro quiso explicarse. “Como he tenido tiempo me he cambiado la ropa con la que he trabajado todo el día por otra más cómoda… Al ser tú el último que espero hoy, he pensado que no te importaría”. “¡Qué me va a importar!”, me salió del alma ante ese reconocimiento de que se había puesto así para mí. Añadí por si no se había dado cuenta: “Ya ves que también llevo ropa más cómoda”. “¡Has hecho muy bien!”, concluyó. A ninguno se le escapaba pues la conjunción astral que nos había inspirado respectivamente.

“¿Qué tal va esa recuperación?”, me preguntó mientras me conducía a la consulta con un brazo pasado por mi hombro y una mano puesta en un codo, como si estuviera realmente impedido. No quise quitarle oportunidades de roce, que encontraba delicioso a través de mi camisa, también fina, y contesté ambiguo: “Poco a poco… Unos días mejor que otros”. Me ayudó a tenderme en el sillón diciéndome: “No hagas tu nada. Ya me ocupo yo”. Al colocarme bien las piernas, no se privó de cogerme por los muslos, ahora desnudos. “¡Así perfecto!”. Mientras el podólogo cogía su material, aproveché para subirme un poco los pantalones y que me quedaran holgados. Sentado ya ante mí, me quitó con delicadeza las zapatillas y los mini-calcetines, que alabó. “Haces bien en protegerte siempre los pies”. Aunque su mirada se extendía más bien hacia el resto de mis piernas. Incluso, con la excusa de dejar el calzado en el suelo, se agachó oteando de paso si se me veía algo.

Los pies en realidad le dieron poco trabajo, porque no había pasado demasiado tiempo, pero aun así se entretenía con ellos con afectuosos cuidados. Yo no quitaba los ojos de sus brazos velludos y, cuando apoyaba los pies en su pecho, percibía a través del fino tejido los pezones cuya punta rozaban mis dedos. Cuando esto ocurría, su expresión sonriente era impagable. Entretanto él iba hablando. “Ya te comenté el buen aspecto que tenían tus pies, pero ahora que te veo las piernas, deja que te diga que las tienes también muy bien formadas”. No me privé de replicar: “Muy amable por tu parte… A ti sí que se te ve la mar de saludable”. Rio. “Con kilos de más ¿no te parece?”. “Para nada”, afirmé, “Seguro que no estás nada fofo”.

La conversación iba subiendo de temperatura y el podólogo sacó otro tema. “¿No te han aconsejado alguna rehabilitación?”. “Tal vez más adelante”, dije. Enseguida capté por dónde iba. “Yo también hago fisioterapia… Ahora que los pies están listos, te podría hacer unos ejercicios que te irán muy bien ¿Qué te parece?”. Aunque me parecía de perlas, por el avance que podía suponer en el juego erótico que nos traíamos, dije, no obstante: “¡Hombre! No querría robarte más tiempo… “. “¡Qué va!”, me interrumpió, “¿No ves que ya no vendrá nadie más? …Lo haré encantado”. “Entonces me pongo en tus manos”, acepté no menos encantado.

Me relajé bien estirado en el sillón, que hizo elevarse mediante una palanca, así como echar hacia atrás el respaldo. Pensaba en lo que podría dar de sí su generoso ofrecimiento y era curioso que, pese a que ya pocas dudas cabían de que los dos buscábamos lo mismo, dejarme llevar por sus sinuosos métodos de seducción resultara mucho más excitante que si nos hubiésemos enrollado de forma más directa. Me importaba poco que fueran más o menos técnicos los ejercicios que se puso a hacer con mis piernas. Todo consistía en levantármelas y doblarlas, permitiéndose plantar las manos cada vez más arriba de mis muslos. Las perneras de mis pantalones se habían ido subiendo y, observándolo de reojo desde mi posición medio tumbada, captaba su interés en mirar a su interior, donde sin duda ya algo íntimo podría ver por la ausencia de calzoncillos. Para colmo, yo tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo rebasando los bordes del sillón a los que me afianzaba con las manos y, al quedar la altura al nivel del bajo vientre del ahora fisioterapeuta, éste iba apoyando continua, y sin duda deliberadamente, el paquete. Todo ello propició que la polla empezara a endurecérseme y, aunque no pudiera verla, notaba que ya debía estar asomando por una pernera. Simultáneamente, también note una mayor dureza en lo que se restregaba por mi brazo e incluso el dorso de mi mano.

Cuando estaba seguro de que había llegado el momento de descararnos y agarrar cada uno lo que tenía a mano, el dichoso podólogo, sin embargo, quiso alargar el morbo de la situación. De pronto soltó mis piernas y se apartó para decir: “Ahora te vendrá bien que el masaje que el otro día te di en los pies lo extienda por las piernas”. Algo alterado por la impaciencia, aunque suavizando el tono, repliqué: “Haz lo que quieras”. Sin inmutarse, se echó en las manos el líquido oleaginoso y empezó frotándome los pies. Si la otra vez lo encontré delicioso, ahora me sabía a poco. Pero pronto me compensó… Listos los pies, dijo: “¡Bueno, vamos con lo otro!”. Hábilmente hizo que el reposapiés de mi sillón se bajara, quedándome colgando las piernas. Entonces me subió una y apoyó el talón en su hombro. “Así circula mejor la sangre”, explicó. Por donde seguro que me circulaba era por la entrepierna mientras me dejaba llevar por sus tretas. No supe si era para alargar más el suspense, pero había escogido en primer lugar la pierna contraria a la que, por la pernera, me había asomado el capullo. El caso era que, untándose de nuevo las manos, me iba recorriendo con destreza desde el tobillo hasta casi la ingle. “¡Sí que relaja, si!”, “Tienes buenas manos”, iba diciendo yo, cada vez más excitado.

El cambio de pierna fue definitivo. Al subírsela también al hombro, por el pantalón arremangado me asomaba la polla bien tiesa. Él empezó el masaje como si no la viera. Pero al subir por el muslo, su mano llegaba ya a rozármela y hacerla oscilar. Al fin preguntó con voz persuasiva: “¿Te gusta esto?”. “¡Cómo no!”, estallé, “¡Sigue por ahí!”. Ahora su mano untuosa me frotaba la polla. “¡Qué excitado estás!”, comentó. “¡¿Cómo quieres que esté, con lo que me estás haciendo?!”. Rio insistiendo y buscándome también los huevos. Entonces casi supliqué: “¡Quítame ya los pantalones!”. Con su característica parsimonia, me soltó la pierna y volvió a levantar el reposapiés del sillón, dejándome de nuevo estirado. Se puso a un lado, me desabrochó la camisa y empezó a sacarme los pantalones. Por mi parte, tanteé con la mano que tenía sobre el borde del sillón y atrapé su endurecido paquete.

Por las respectivas posiciones, él jugaba con ventaja y pudo llevar la boca a mi entrepierna. Sin importarle lo aceitosa que me la había dejado, me sorbió la polla entera. Solo pude pensar: “Si maneja la boca como las manos, me deja KO en segundos”. Pero él ya sabía lo que se hacía. Si había llegado hasta aquí con toda su retorcida calma, ahora también medía con precisión los tiempos. Mientras chupaba, tendía las manos hacia arriba para sobarme el pecho y pinzarme los pezones. Alternaba la mamada con lengüetazos a los huevos, de modo que iba cortando el crescendo de mi excitación. Pese a ello, llegué a pedir quejumbroso: “¡Para, por favor!”. Y añadí un reproche: “Me tienes ya despelotado en tus manos y tú sigues provocando con tus transparencias”. Se rio y dijo guasón: “¿No te gusto así? Y yo que me lo había puesto para ti… Pues que no se diga. Enseguida lo arreglo”. En un pispás se quedó tan en cueros como yo y no se privó de exhibirse ante mí. “¿Así mejor?”, dijo hasta dando un giro completo.

Desde luego era el arquetipo de gordito maduro, con sus redondeces suavemente velludas y además bastante bien dotado. Sentí un impulso irrefrenable de echarme sobre él e intenté bajarme del sillón, que había quedado extendido y algo alto. “A ver qué vas a hacer ahora”, dijo ante mis esfuerzos. Pero me tendió las manos y me ayudó a bajar. Me abalancé sobre él juntando los cuerpos y buscando su boca con la mía. La abrió generoso y nos morreamos con un ansia que me servía de desahogo. Me las apañé para que quedara de espaldas al sillón y dije: “Ahora te vas a sentar tú”. “Si te empeñas…”, replicó y, metódico, bajó de nuevo el reposapiés para que pudiera entrarle entre sus piernas.

Tenerlo reclinado allí y ofreciéndose con desenvoltura me reavivó la excitación. Vi que su polla, regordeta y de capullo sonrosado, mantenía la dureza que antes había palpado. Mientras la mantenía agarrada, me incliné para ocuparme de las tetas cuyas transparencias tanto me habían provocado. Lamí las velludas protuberancias y chupé los pezones endurecidos. Él suspiraba y dejaba caer los brazos en señal de entrega. Resbalé la lengua por su barriga y llegué a tomar posesión de la polla. Hice como él y alterné la mamada con lamidas a los huevos. Cuando bajo éstos intuí el ojete, casi sin pensarlo le subí las piernas hasta apoyármelas sobre los hombros. El podólogo, captando mi intención, musitó: “Si es lo que quieres, puedes… Yo también lo estoy deseando”.

Me aferré a los macizos muslos y, con la polla que me estallaba de tensión, le entré limpiamente. “¡Uf, ahí, ahí!”, exclamó asimilando el impacto. Bien adentro, quedé quieto unos segundos, pero solo para tomar impulso. Me moví hacia atrás sacando casi toda la polla y arremetí de nuevo iniciando un bombeo en creciente intensidad. Ir viendo cómo, en cada embestida, le saltaban los huevos y la polla le golpeaba la barriga, mientras el podólogo se agarraba las tetas como si con ello controlara sus gemidos, me subía la excitación al máximo. “¡Qué gusto me estás dando! ¡No pares!”, rezongaba él. “¡Estoy que no me aguanto! ¡Te voy a llenar!”, avisaba yo. Aún resistí un poco más, lo que aprovechó él para llevar una mano a su polla y ponerse a avivarla con frenéticos frotes. “¡Ya voy!”, casi grité con el cuerpo sacudido por los espasmos. Al sentir que mi vaciado era ya completo, me quedé dentro en espera del desenlace de la masturbación. No tardó en brotarle un potente chorro que se dispersaba por su barriga. Le bajé las piernas con suavidad y me fui apartado.

El podólogo yacía inerte con una fuerte respiración que hacía subir y bajar su barriga. Cogí una toallita y le limpié la leche que le corría en hilillos. Ahora fui yo quien lo ayudó a bajar del sillón. Una vez de pie me puso las manos en los hombros. “Me has dejado muerto”, declaró. “Justo castigo al vacile que te has traído conmigo durante dos días”, repliqué y lo besé en los labios. “He podido comprobar que, para esto, no estás en absoluto incapacitado”, comentó jocoso. “Habrá sido gracias a tus métodos de rehabilitación”, añadí.

Nunca habría imaginado que, a partir de entonces, iba a tener unos pies tan bien cuidados. Porque pactamos una visita mensual, para no abusar.  Siempre a última hora por supuesto… Y todo ello a cuenta de mi Mutua de salud.

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Con el tiempo, llegué a comprobar que no era yo el único acogido a ese sistema de visitas de última hora al podólogo. Una confusión de agenda por su parte lo puso en evidencia…

Resultó que un día un hombre robusto de unos sesenta años entró tras de mí en el portal de la finca del podólogo. Compartimos el ascensor y, al preguntarle a qué piso iba, dijo el mismo al que iba yo. No me extrañó demasiado, ya que en cada planta había cuatro viviendas. Pero al salir, los dos nos dirigimos a la misma puerta. “¿También viene aquí?”, preguntó sorprendido. “Sí, tengo hora”, contesté. Los dos debimos pensar en una confusión del otro, que se resolvería una vez nos abriera la puerta el podólogo. Pero la cara de asombro que éste puso al vernos alejaba la perspectiva de una fácil solución. Si el embrollo era grande, la situación aún se le complicaba más. Porque, aunque mantuvo el tipo al hacernos pasar a la salita de espera, no tuvo más remedio que reconocer: “Me temo que los voy a hacer esperar… Me ha llegado retrasada una señora que tiene unos pies horrorosos”. Se encontraba tan desbordado que no se debió sentir capaz de sugerir la cancelación de la doble cita. Lo cual, por lo demás, le habría servido para aplazar las explicaciones.

Tampoco nosotros, tal vez movidos por una morbosa curiosidad, reaccionamos más allá de resignarnos a la espera. Nos sentamos enfrentados como si nos tuviéramos que vigilar mutuamente. Para hacerlo con disimulo cogimos unas revistas cuyas páginas pasábamos mecánicamente. Por mi parte llegué a la conclusión de que el tipo no estaba nada mal, lo que apoyaba mi sospecha cada vez más fundada de que el podólogo también lo ‘rehabilitaba’. La coincidencia en día y hora resultaba lo más chocante y era lo que el convocante habría de resolver, si podía.

La espera se prolongaba y las miradas cada vez menos furtivas que cruzábamos nos iban infundiendo confianza. Me decidí a romper el hielo enseñando las cartas. “¡Cómo se lo tiene montado a cuenta de los pies…!”, comenté sonriendo. “No es que yo creyera que era el único al que daba un trato especial”, se animó a declarar el compañero, “Pero juntarnos a los dos…”. “Al menos tiene buen gusto… y no lo digo por mí”, añadí con toda la intención. “Pues yo lo diría por ti”, me recogió el guante. Tuve una idea repentina. “Deberíamos darle una lección”, dejé caer. “¿Cómo?”, preguntó intrigado. “Pasar de él… al menos en un primer momento”, contesté. Me levanté y, acercándome, dije con tono persuasivo: “De una forma o de otra acabará dejándonos desnudos… Podríamos darle la sorpresa”. “¿Desnudándonos antes de que vuelva?”, preguntó dubitativo. “¿Por qué no?”, y añadí: “Si quieres, te ayudo”. Se puso también de pie y dijo: “Me da corte… pero vale”. Llevábamos ropa veraniega fácil de quitar. Mientras yo me desabrochaba la camisa, él tiraba del polo metido por dentro del pantalón. Cuando hizo esfuerzos para sacárselo por la cabeza, me añadí a su tarea. Estaba tan bueno como lo había imaginado, o más. Por las tetas pronunciadas y la oronda barriga, el vello se entremezclaba de canas. Cooperó quitándome la camisa y emitió un “¡Um!” de complacencia. Nos acariciamos mutuamente y ya él dijo: “¿Seguimos?”. Para mayor rapidez, cada uno se ocupó de quitarse sus pantalones. Al quedar en calzoncillos, mi dio un poco de vergüenza el mini eslip negro que me había puesto para provocar al podólogo. Pero el otro lo acogió bien. “¡Uf, qué morbo!”. Él llevaba unos bóxers blancos sobre los que se le desbordaba la barriga y que le ceñían los robustos muslos. Me arrimé y lo abracé por debajo de sus brazos, con los que rodeó mi cuello. Pegué los labios a los suyos y, con la lengua, hice que abriera la boca. Mientras nos morreábamos, le acariciaba el culo por dentro de los bóxers que acabé echando abajo. Al liberársele la polla, noté como me rozaba los muslos. Me aparté queriendo verlo de cuerpo entero y entendí por qué había sido uno de los elegidos por el podólogo. Una polla recia y tiesa se levantaba sobre unos rotundos huevos. Me bajó enseguida el eslip y mi polla también le rendía honores.

Habríamos seguido conociendo nuestros cuerpos con los cinco sentidos, de no ser por la reaparición del podólogo. Ni siquiera habíamos oído el trasiego de la despedida de la señora. Su chasco fue de campeonato y estuvo casi a punto de volver a cerrar la puerta. “Tal vez esté de más…”, musitó. Lo miramos descaradamente sin deshacer el enredo que nos traíamos.  “¡No hombre, no!”, lo retuve, “Solo estábamos matando el tiempo ¿Verdad?”. Mi acompañante asintió con forzada seriedad. Pero el podólogo tenía que soltar la excusa que le había estado calentando la cabeza, aunque rectificándola sobre la marcha. “Quería disculparme por el error imperdonable de citaros el mismo día… Pero tal como os veo la cosa ha resultado mejor de lo que podía suponer… Con lo mal que lo estaba pasando con la inoportuna señora…”. “De todos modos no vamos a renunciar a lo que hemos venido a hacer ¿No te parece?”, propuso mi compañero dirigiéndose a mí. “Pero los pies los podemos dejar para otro día”, completé yo. En un acuerdo tácito nos acercamos a él y nos pusimos a desnudarlo entre los dos. Aunque no le hubiera dado tiempo a ponerse el sicalíptico atuendo transparente, el convencional que llevaba era fácil de quitar. Mientras se dejaba hacer, soltó con un aire burlonamente melodramático: “¡Ay, me lo tengo merecido! Ahora soy yo el que está en vuestras manos”.

Una vez lo tuvimos en pelotas, para compensar su metedura de pata, el podólogo adoptó una actitud penitencial. Cayó de rodillas ante nosotros y buscó nuestras pollas ya bastante animadas. Con la maestría que ya le conocíamos por separado, las iba chupando alternativamente mientras los mamados nos enlazábamos con los brazos sobre los hombros. Al unísono decidimos que ya estábamos a punto para otras proezas y entonces propuse: “Ya va siendo hora de que nos recibas en tu consulta ¿No te parece?”. El podólogo, haciendo gala de ingenuidad, preguntó sorprendido: “¿Es que todavía queréis que os repase los pies?”. Mi colega, en plena coordinación conmigo, rio. “Más bien vamos a repasarte a ti”. Tembloroso, con una mezcla de lujuria y temor, el podólogo nos guio a su consulta. “No he tenido tiempo de prepararla”, se excusó. “No te preocupes”, le dije, “Ya sabemos cómo se maneja tu sillón multifunción”. “¡Qué peligro!”, exclamó, “¿Los dos tenéis la misma intención?”. Porque, por nuestra cuenta, estábamos ya adaptando el sillón para que el podólogo pudiera ofrecernos su culo cómodamente.

Frente al complot que habíamos montado, el podólogo, pese a no hacer ascos ni mucho menos a la doble enculada, quiso meter cizaña. “¿Ya os habéis puesto de acuerdo en quién será el primero?”. Nos miramos atrapados y salí por la tangente. “¡Escoge tú!”, le solté al podólogo. “¡Eso sí que no!”, protestó, “En eso no tengo preferencias”. Aunque enseguida, como si quisiera vengarse de haberlo puesto en ese brete, se pronunció: “Mejor empieza tú, que no la tienes tan gorda”. En realidad, las ganas de arrearle ya no me faltaban, pero quise desquitarme: “Ya veremos si mi polla te parece poca cosa”. El podólogo ya estaba de bruces encajado en el sillón, con el orondo culo en pompa. Le di una arremetida que casi le pilló por sorpresa. Soltó un gritito lastimero. “¡Sí que es gorda, sí!”. Le arreé con ardor y, aunque no dejaba de quejarse, meneaba el culo acogiéndome ansioso. Cuando mi calentura llegaba al tope, me contuve sin embargo para no ceder el culo lleno de leche al que esperaba su turno. Así que, tras salirme, le ofrecí a éste: “¡Anda, sigue tú!”. Con la polla bien dura ya por los meneos que le había estado dando en la espera, se la clavó con no menor energía que la que yo había empleado. El podólogo, fingiendo sorpresa, exclamó lloriqueante: “¿Otra? Me queréis destrozar ¿no?”. “¡Traga y calla!”, le espetó el otro cada vez más entusiasmado con la follada. Por mi parte, no quise desaprovechar el momento y me las apañé, sin entorpecer la jodienda, para manipular el manejable sillón y despejar la cara del podólogo, que quedó frente a mi entrepierna. “¡Así callará!”, solté. Rápidamente le metí la polla en la boca ¡Y cómo la sorbía el muy vicioso mientras recibía fuertes ataques por detrás! Se produjo una especie de transferencia de calenturas: La mía crecida por la visión del buenorro de mi colega dando por el culo y congestionado por el entusiasmo, y la de éste entonado por la ansiosa mamada que simultáneamente me hacía el podólogo. El caso fue que ambos empezamos a resoplar y, coordinados, nos descargamos bien a gusto.

Empezó a deshacerse el triple acoplamiento, cada uno recuperando el resuello. Como mi compinche y yo habíamos quedado bien vaciados, no dejó de resultar llamativo que al podólogo, una vez que se enderezó, todavía le chorreara la polla. Como si hubiera sido por accidente, exclamó: “¡Uy, lo que me ha pasado!”. Y aprovechó que los otros dos estábamos todavía aturdidos para añadir, mientras se limpiaba los bajos con una toallita: “¡Qué barbaridad! Esto de tener que trabajar a dos bandas no me había pasado nunca”. “Habrás de cuidar mejor la agenda”, dije burlón. Pero mi compañero de follada precisó risueño: “Tampoco ha ido tan mal ¿no?”. El podólogo nos miró y añadió con sonrisa socarrona: “He hecho todo lo posible por compensaros”. Dimos ya por acabada la doble sesión, aunque el podólogo, aún abrumado por la confusión habida, no se atrevió a concertarnos nuevas citas. Lo que sí quedó claro fue que los dos citados estuvimos muy predispuestos a continuar entre nosotros lo que el podólogo había interrumpido cuando acabó su anterior clienta.