lunes, 21 de mayo de 2018

Todo por unas fotos…

Dejo por el momento que el comisario Jacinto se recupere de su accidentada incursión en la playa y de nuevo introduzco en mis relatos las peripecias cargadas de desinhibición y, por qué no decirlo así, de desvergüenza en que se enreda con tanta frecuencia mi amigo Javier. Lo he descrito en otras ocasiones como un cincuentón alto, gordote y velludo, con una tremenda vitalidad, en especial para el sexo. Como encarna el tipo de hombre maduro y robusto tan atractivo para muchos, entre ellos yo mismo, me encanta hacerle fotos, no ya tan solo desnudo, sino en las posturas y actitudes más provocadoramente explícitas. Se presta a ello muy a gusto y no le cuesta nada exhibirse ante la cámara. Hasta lo pone cachondo, lo que les da mayor realismo.

Me decidí a hacer una blog para irlas publicando, y a Javier le pareció de perlas que las pudiera ver cuanta más gente mejor. “Esto de los blogs es la leche… Pones el culo y lo ven hasta en Groenlandia”. Escojo las más descaradas y me da un morbo tremendo quedar a la espera de los “Me gusta” de los seguidores y de la cantidad de reblogueos que les hacen. Algunos añaden cometarios laudatorios, pero también lascivos.  Me los imagino, de cualquier edad y aspecto físico, deseándolo y haciéndose fantasías a su costa. Por supuesto le voy comentando sus éxitos, que lo llenan de morbosa satisfacción.

Recibí un mensaje privado un tanto enigmático: “Me gusta mucho ese hombre del que pones tantas fotos estupendas. Me da la impresión de que se las haces tú mismo ¿No es así? Debes tener mucha intimidad con él y espero que no te moleste que te haga una propuesta. Soy ya mayor, solitario y apenas puedo salir de casa. Sería un inmenso placer para mí, de los pocos que aún puedo disfrutar, si tuviera a bien hacerme una visita. Naturalmente le compensaría por las molestias”.

Se lo enseñé a Javier y su reacción fue muy propia de él. “¡Joder, sí que me cotizo! Ese tío quiere que vaya a ponerme en pelotas en su casa”. Objeté: “A mí no me gustaría que me tomaran por un putón…”. “¡Quita ya! Es todo un detalle que quiera compensarme por la exclusiva”. “No aclara si pretende algo más de que le pongas posturitas…”. “Sabes que soy muy adaptable… Igual hasta me pongo a tono y me apetece  desfogarme”. “Tú te pones a tono enseguida…”. “¿Por qué no le pides más detalles? De paso me hago valer”, zanjó Javier para que no siguiera con mis pegas.

Así que respondí al mensaje con no menos corrección: “A mi amigo le ha halagado tu interés por conocerlo en persona. Y que conste que la compensación que ofreces no es lo que le motiva. Dado que sus fotos son lo que ha llamado tu atención, suponemos que la invitación a ir a tu casa tendrá como objeto poder verlo en vivo tal como aparece en ellas. Si bien esto para él no constituiría el menor problema, le gustaría saber si pretendes algo más de su presencia, pues tiene muy buena disposición para complacerte en la situación en que te hallas”.

La contestación fue rapidísima: “Me han alegrado enormemente las esperanzas que me das de que tu amigo pueda aceptar mi propuesta. Pido disculpas si la forma en que he expresado mi oferta de compensarlo ha parecido poco digna de su categoría personal, que sin duda valoro como muy alta. En cuanto a si pretendo algo más que recrearme con la contemplación de su espléndido cuerpo y la sensualidad con que lo sabe exhibir, me atrevería a mencionar ciertas apetencias fruto de mis fantasías. Puesto que tu amigo, a través de ti, me muestra su disposición a complacerme, no ocultaré lo grato que me sería, y lo que elevaría mi autoestima, tan mermada por los años y la soledad, que me permitiera manifestarme como un auténtico amo. Nada de violencia ni humillación, sino consentida entrega a mis deseos y, por qué no, caprichos. No me queda sino esperar que pronto sea posible concertar el anhelado encuentro con tu amigo”.

Leído por Javier, la concreción de las aspiraciones del admirador no hizo más que aumentar su morbo. “Eso de hacer de sumiso en pelotas con un tío que parece tan refinado tiene su qué… Y cuanto más le deje jugar conmigo, mayor será la compensación que promete ¿no te parece?”. “Desde luego no es que te haya tomado por un putón. Es que lo eres”, ironicé. “¿Y quién es el que me ha puesto en el mercado?”, replicó. Estaba claro pues que aceptaba incondicionalmente la propuesta del admirador. “Que te dé la dirección y concrete día y hora… Allí estaré”. “Lo que más siento es perdérmelo”, lamenté. “Sabes que siempre te lo cuento al detalle y tú puedes escribirlo mucho mejor de lo que lo haría yo”.

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Esta es la experiencia gótica que vivió Javier:

Era una casa, más bien mansión, en la zona alta de la cuidad. Aunque la tarde estaba soleada, no dejaba de impresionar su aspecto algo tétrico. Subí los escalones que llevaban a la puerta de entrada y pulsé un timbre. Se oyeron unas campanadas y, tras unos segundos, abrió una mujer casi tan alta y robusta como yo. Bastante mayor y de rostro adusto, vestía de un negro riguroso, solo aliviado por el blanco de cuello y puños de encaje, así como de una especie de cofia que circundaba un moño. “El señor lo está esperando”, dijo con voz campanuda haciéndome pasar. Del amplio aunque poco iluminado vestíbulo, con paredes cubiertas de grandes cuadros oscuros, partía una regia escalera. “El señor está arriba”, explicó el ama de llaves, “Pero creo que usted ya sabe cómo desea que se presente ante él”. Dije con toda naturalidad: “Supongo que será desnudo… ¿Dónde he de hacerlo?”. “Si me acompaña…”.

Me llevó a una especie de despacho y me señaló una cheslón. “Ahí puede dejar su ropa”. E indicó: “Esa puerta da a un baño… Por si quiere aliviarse o lavarse”. Me extrañó que se mantuviera allí sin intención de salir. “¿Usted se queda?”, le pregunté, más por curiosidad que por pudor. “Si no le importa… Por si puedo atenderlo en algo”. Como si quisiera despejar cualquier reparo por mi parte, añadió: “De todos modos ya he visto sus fotos que tanto le gustan al señor”. Pregunté con descaro: “¿A usted también le gustan?”. Contestó tajante: “No tengo opinión sobre los gustos del señor”. Ya me fui desnudando con toda tranquilidad y, cuando lo estuve del todo, dije: “Aprovecharé el baño”. “Mientras dejaré bien doblada su ropa”. Como no era mucha no le daría demasiado trabajo. Sin molestarme en cerrar la puerta, eché una buena meada. Como venía duchado recientemente, solo me enjuagué la polla en el lavabo y me lavé las manos. Por el espejo veía su mirada clavada en mi culo. Salí en cueros vivos, sin calzado siquiera. Había buenas alfombras por toda la casa. “Usted dirá”, dije. Me escoltó mientras subíamos por las escaleras y llegamos a un rellano al que los cristales oscuros de una vidriera suministraban poca luz. Había varias puertas, todas cerradas, y la mujer llamó en una de ellas. Sin esperar respuesta, o al menos yo no la oí, abrió y, desde el umbral, anunció: “Su invitado está ya disponible”.

“¡Pasad, pasad!”, sonó una voz algo aflautada. El ama de llaves me cedió el paso, pero entró detrás de mí. Se trataba de un amplio dormitorio en el que destacaba una gran cama con dosel. Mi atención se centró en una figura que quedaba a contraluz ante unas gruesas cortinas rojas a medio descorrer. Junto a una mesa, sentado en un sillón alto de piel negra, había un hombre elegantemente vestido de oscuro. Aparentaba unos setenta años y le destacaba una cuidada y gran barba que le cubría parte de la corbata. Con gafas de concha, de su boca pendía una gruesa pipa curvada. Quizá lo más llamativo era que llevara puestos unos guantes negros calados, parecidos a los de los motoristas.

Me quedé plantado en medio de la habitación, iluminado por un rayo del sol poniente. “¡Qué maravilla! ¿Verdad, Ramona?”, exclamó mi anfitrión. Me picó que la interlocución fuera entre el señor y el ama de llaves, que siguió junto a la puerta que había cerrado. Así que dije: “¡Aquí me tienes! Ya ves que he aceptado la propuesta que le hiciste a mi amigo”. Me sorprendió que soltara tajante: “Sin tantas confianzas”. Recordé lo de que quería hacer de amo y le seguí el juego. “Disculpe, señor”, dije intentando que no se notara el recochineo. Pareció tranquilizarse. “Bueno, dejemos eso ahora… Acércate para que pueda verte bien”. Así lo hice con total desinhibición. “Eres justo el tipo de hombre que me vuelve loco… Y tenerte aquí ahora…”. Sonaba casi emocionado. “¿Mejor que las fotos?”, pregunté. “¡Cómo te diría!”. Di una vuelta en redondo exhibiéndome y capté la mirada fija de la tal Ramona. Tentado estuve de guiñarle un ojo, pero su expresión pétrea me contuvo. Como el señor no admitía confianzas, no quise anticiparme y dejé que fuera él quien marcara las pautas. En su línea, ordenó más que pidió: “Puedes tocarte un poco”. Quise poner algo de morbo. “¿Ya sabe lo que me pasará, señor?”. “De eso se trata… ¡Vamos!”. Pues a ello fui… Ya tenía práctica en hacerlo para las fotos.

Empecé por acariciarme lentamente el pecho y la barriga removiendo el vello. Me chupé los dedos para pellizcarme los pezones. El deleite que expresaba mi cara era real, pues con ello la polla se me iba hinchando. El señor se mantenía hierático en su butaca y solo los dedos de una mano bailoteaban sobre el muslo, mientras la otra sujetaba la pipa, a la que iba dando caladas. Aunque de aspecto menos decrépito de lo que había supuesto, llegué a pensar que tendría algún problema de movilidad. Con la polla del todo tiesa, me di unos suaves meneos alardeando del vigor logrado espontáneamente. Luego me la sobé y palpé los huevos con gestos lascivos. No consideré que la exhibición quedaba completa sin mostrarle con detenimiento el culo al señor. Así que no solo me puse de espaldas a él, sino que resalté el trasero echándome hacia delante. Hasta me animé a llevar las manos hacia atrás para tirar de las nalgas y abrir la amplitud de mi raja. Ahora sí que el señor comentó, aunque no dirigiéndose a mí: “Lo que debe tragar eso ¿No te parece, Ramona?”. No sé por qué compartiría la observación con ella, puesto que no podía haberme visto el culo abierto, que solo enfocaba al señor. En cualquier caso, la mujer siguió callada, lo que agradecí.

“Ahora voy a tocarte yo ¡Ven aquí!”, volvió a ordenar el señor. “¡Faltaría más!”, me dije en mi papel de sumiso y me acerqué hasta casi rozarme con sus rodillas. Al menos soltó la pipa, para tener libres las dos manos enguantadas, con los extremos de los dedos descubiertos. Con delicadeza, eso sí, me asió de las caderas y fue bajando por el exterior de los muslos. El tacto de la piel de los guantes daba un gusto especial. Al haberme atraído aún más hacia él, quedaba entre sus rodillas, con la polla tiesa a poca distancia de su cara. Pero todavía no se ocupó de ella, sino que dijo: “Vuélcate un poco hacia delante”. En esa postura las tetas se me resaltaban y fue directo a los pezones. Me los pellizcaba estirándolos con bastante fuerza y me dijo: “Esto te gusta ¿eh, vicioso?”. “Me excita muchísimo”, respondí. Alternaba con estrujones a las tetas y ponía tanto énfasis al meneo que tuve que sujetar las manos al respaldo del sillón por encima de su cabeza para no caerme sobre él. La verdad es que me estaba poniendo muy caliente; el tío sabía tocar. Mi cara estaba muy cerca de la suya y se me entreabrían los labios asomando la punta de la lengua. De pronto llevó una mano a mi boca y me metió un dedo. “¡Chupa, golfo!”. Al entrarlo entero sentía el roce del cuero de los guantes. Me introdujo más dedos con un juego morboso y yo los relamía con la lengua. “¡Venga, derecho!”, mandó cuando tuvo bastante. Se secó los dedos con el vello de mi barriga. Al enderezarme observé que el juguillo que soltaba mi polla le había manchado la corbata.

Ahora el señor iba a ocuparse de mis bajos. “Te sigue dura ¿eh?”. “Es por lo que me está haciendo, señor”, dije sin faltar a la verdad. Contempló embelesado mi polla. “¡Qué magnífica la tienes y qué bien formada!”. “Celebro que no le haya decepcionado, señor”, dije con mi impostado tono servil. “¿Decepcionarme? ¿Tú te has fijado, Ramona?”. “¡Vaya! ¡Cómo no!”, pensé. Esta vez el ama de llaves contestó con voz gélida: “Ya lo he visto, señor”. Éste siguió con sus alabanzas, sin pasar todavía a la acción. “Lo que debe disfrutar tu amigo con eso… y no solo sacándole fotos”. Repliqué a esta alusión íntima: “Lo mismo que puede hacer usted si quiere, señor”. Al fin se decidió y, a dos manos, se puso a sobarme la polla y palparme los huevos. Los estrujaba hasta casi dolerme. “Me los va a dejar secos, señor”, avisé. “¿Me sales tiquismiquis?”. Pero aflojó la presión. Por otra parte, el roce de los guantes al frotarme la polla aumentaba la sensación placentera y llevé las manos a mis tetas, con los pezones aún irritados. El señor se detuvo de momento para volver a sacar el tema personal. “¿Qué es lo que haría ahora tu amigo si estuviera en mi lugar?”. Fui directo en la respuesta. “Probablemente me la comería hasta tragarse mi leche”. Pensó unos segundos y replicó: “Lo primero coincide con lo que me apetece… Pero si has añadido lo último para así acabar cuanto antes, estás muy equivocado”. “Por supuesto no tiene que ser así, señor”, lo calmé, “Además tengo mucha capacidad de aguantar todo lo que haga falta”. “No esperaba menos de ti”, dijo. Y se quitó las gafas, que dejó sobre la mesa. Medio cegato, acercó la cara a mi polla. “Voy a darme el gusto”.

El señor sacó tímidamente la lengua y dio un lametón al capullo, recogiendo la gota brillante a punto de caer. Más decidido, acopló los labios e absorbió la polla. Era sorprendente la energía con que la atrajo hacia dentro casi entera y que le cupiera en aquella boca que parecía pequeña. Así metida iba removiendo la lengua por ella, al tiempo que iniciaba un mete y saca que hacía que la barba me cosquilleara en los huevos. Mostraba tan pericia que hube de avisarle. “Mi aguante tiene un límite, señor. Si no quiere…”. Me soltó rápido cortándome la frase. “¡Quita, quita! Que no te voy a dar ese gusto todavía”.

“Ahora ponte de espaldas”, fue su siguiente instrucción. Lo hice convencido de que la iba a tomar con mi culo, y no solo para mirar como había hecho antes. Se confirmó cuando el señor ordenó: “¡Ramona! Acérquele esa butaca para que pueda apoyarse en el respaldo”. Me ofrecí solícito, sobre todo porque me repateaba que la arpía se inmiscuyera más de la cuenta. “Ya lo hago yo”. El señor me cortó tajante. “¡He dicho Ramona!”. Me quedé quieto y pensé: “Pues vale… Si con esto te sientes más importante, no te voy a privar del gusto”. Ramona levantó a peso una butaca mediana y me la puso delante. Percibí un rictus socarrón en sus rocosas facciones. Pude ya arrodillarme en el asiento y posar los antebrazos en el acolchado respaldo, ofreciendo así mi culo al señor para que jugara con él.

Primero volvió con los comentarios. “¡Qué delicia de trasero! Gordo, macizo, con ese vello suave y esa raja que abres como una ostra”. Para mi gusto, lo estropeó al añadir: “¡Fíjate, Ramona! ¿Cuándo se ha visto algo así en esta casa?”. “Nunca, Señor”, respondió fríamente la otra, que se había quedado más cerca de lo que yo hubiera preferido. El señor se echó hacia delante y me palmeó las nalgas. “¡De piedra!”. Cómo no, imitó lo que había hecho yo y me las estiró hacia los lados con los dedos como garras. “¡Uf, lo que tienes aquí… Si parece el pozo de los suspiros”. Casi me da la risa por la forma tan poética de llamar a mi ojete. Seguía manteniéndome abierto y no se abstuvo de una nueva indiscreción. “Lo que debe disfrutar tu amigo penetrándote entre foto y foto”. En lugar de decirle que eso no era asunto suyo, me mostré rumboso. “Usted también podría disfrutarlo, señor. Estoy aquí para servirlo”. Soltó una risa irónica. “¡Podría, podría…! Como si las fuerzas para algo así no me hubieran ya abandonado…”. Pero se repuso pronto. “¡Ramona! Tráigame unos guantes de esos que usa usted”. La aludida abrió el cajón de una cómoda y sacó una bolsa que trajo al señor. Contenía un par de guantes de goma muy fina. Por la rapidez con que el señor se calzó uno de ellos, no me pareció que se hubiera quitado antes el de piel… Pronto lo comprobaría. Sentí el paso de un dedo encapuchado por mi raja. No tardó en detenerse en el ‘pozo de los suspiros’ y, tras un cosquilleo inicial, noté que de golpe se me clavaban enteros la goma, el cuero y los huesudos nudillos. Di un respingo y contuve un exabrupto por amor propio. Entusiasmado, el señor hurgaba en todas direcciones. “¡Lo que cabe aquí!”, exclamó. Y para demostrarlo, añadió un segundo dedo. Desde luego nada como una buena polla pero, una vez asimilado el impacto, llegué a entonarme.

Satisfecho con la incursión rectal, el señor me dio una fuerte palmada en el culo. “¡Bájate ya de ahí!”. Saqué las rodillas de la butaca y quedé en pie a la espera, con la polla aflojada tras la intromisión de los dedos por detrás. El señor se quitó el guante de goma y no pareció dispuesto a darme una tregua. “¡Arrodíllate aquí delante!”, ordenó separando las piernas. “¡Cómo no! Para eso estamos”, ironicé en mi interior. Cuando estuve genuflexo, el señor se señaló la entrepierna. “Quiero que busques por ahí dentro algo que puedas llevarte a la boca”. Sin dilación eché manos a la bragueta, fácil de abrir al ser a la antigua, de botones. El calzoncillo blanco también tenía abertura. Así que pude meter una mano y hurgar tal como el señor deseaba. Di con la bolsa pellejuda de los huevos y, hacia un lado, estaba la polla arrugada. Ensanché el hueco de la ropa para sacar el conjunto al exterior. Vi que el señor cerraba los ojos y echaba la cabeza hacia atrás. Como no daba más instrucciones, actué a mi aire. Levanté la lánguida polla y estiré la piel para descapullarla. Froté un poco sin demasiado resultado. Entonces me tomé el asunto con interés. Atrapé entre mis labios la polla y la sorbí. Oí un suspiro por encima de mi cabeza. Mamé un rato, animado por los “¡Oh!” intermitentes que soltaba el señor. Noté dentro de mi boca que un ligero resultado pareció que obtenía; al menos la polla tenía menos flacidez. Para tratar de reforzarla, me la saqué y la froté con la ayuda de la saliva. Entretanto usaba mi lengua para lamer los huevos y hasta metérmelos en la boca. El señor debió preferir la mamada pura y dura, porque me agarró la cabeza para hacer que la retomara. Así atrapado, puse todo mi empeño. No es que la tuviera tiesa pero había donde chupar. El señor iba repitiendo: “¡Qué bueno, qué bueno!”. Sin embargo, consciente de sus limitaciones, al fin me soltó la cabeza. “¡Para, para! ¡Déjalo ya!”. Me levanté respirando hondo y el señor, mientras se guardaba los atributos, tuvo un detalle. “¡Anda, Ramona! Dale algo para que se refresque”. La muy rácana se limitó a llenar medio vaso con agua de una jarra y me lo trajo.

El señor, tal vez estimulado por mi mamada, tenía ahora nuevos designios y, para llevarlos a cabo, distribuyó el trabajo. “¡Ramona! Ocúpese de abrir la cama, que la vamos a usar”. Y a mí: “Me vas a ayudar a quitarme toda esta ropa”. Me sorprendió que el atildado señor estuviera dispuesto ahora a despelotarse, pero también me hizo gracia, e incluso me pareció más descansado, que retozáramos en aquella cama tan solemne. Resultó que el señor no tuvo mayor problema en ponerse de pie con bastante agilidad y comprendí que lo de que lo desnudara yo formaba parte de su licencioso juego. También tenía curiosidad por verlo despojado de su clásica vestimenta. Con cuidado y respeto, cual mayordomo inglés, fui quitándole de una en una todas sus prendas. Hasta lo dejé descalzo hincando una rodilla. Surgió un cuerpo de añeja madurez, pero de miembros firmes muy bien cuidados, incluso con un leve bronceado. No tan delgado como me había parecido vestido y de poco vello, algo canoso y que hacía juego con su gran barba. Ya no constituyó novedad ver cómo tenía amueblada la entrepierna que, con mi reciente mamada, resultaba más avivada.

El señor, pese a su desnudez, no había perdido su rigidez impostada. “¡Tiéndete en la cama!”. Lo hice bocarriba y bien despatarrado. “¿Así está bien?”, pregunté, aunque no creí probable que pretendiera atacarme por detrás. No respondió y subió también a la cama, en la que había espacio más que suficiente. Arrodillado junto a mí se quedó mirándome. “En las fotos ya vi que en la cama también se exhibías a lo grande”. “Ahora me tiene en la suya y a su disposición”, ofrecí solícito. Me desperecé levantando los brazos y dando a mi cuerpo un meneo provocador. Lo cual, impensadamente para mí, facilitó lo que sin duda el señor ya tenía previsto. Al echarme en la cama, me había pasado desapercibido que, de las barrocas volutas del cabecero, colgaban unas esposas. Así que el señor no tuvo más que trepar hacia allí, con una agilidad que no dejaba de asombrarme, y aprisionar mis muñecas en un pispás. “¡Ahora sí que voy a disponer de ti!”, exclamó henchido de lujuria. El estar tan en cueros como yo debía haberlo desinhibido del todo.

¡Y vaya si dispuso de mí! Se me lanzó encima, aunque afortunadamente su peso era soportable. Con manos y boca me iba repasando a conciencia mientras reptaba de arriba abajo. Me estrujaba las tetas, lamía las axilas y mordisqueaba los pezones. “¡Uy, señor, cómo me excita eso!”, susurré yo. La prueba de mi sinceridad era que la polla  se me estaba volviendo a endurecer y, al notarlo él, redobló su entusiasmo. Cuando al bajar tuvo ante su cara mi entrepierna, se puso primero a sobar la polla, y luego la chupaba y me daba lengüetazos en los huevos. “¡La quiero tener dentro!”, exclamó. Creí que se iba a sentar encima para clavársela, pero su plan era más elaborado. “¡Suéltale las manos, Ramona!”. Y ahí vino ella inmutable con una llavecita a cumplir la orden. Cerré los ojos para no ver su negrura sobrevolándome. Ya pude bajar los brazos y vi que el señor se había doblado sobre las rodillas con el culo alzado. Pequeño, redondito y limpio de vello, me resultó apetecible. Me incorporé yo también sobre las rodillas y me fui acercando a él. Mi polla había quedado en perfectas condiciones y pregunté precavido: “¿Es lo que desea, señor?”. “¡Métemela hasta el fondo!”, soltó contundente.

Muy resuelto tanteé por la raja y le entré con tal facilidad que no dejó de sorprenderme. Me supo a gloria tenerla allí dentro, con una inmovilidad y un silencio absolutos por parte del señor, como si hubiera caído en trance. Solo cuando empecé a moverme y bombear con ganas, dio señales de vida. “¡Oh, qué gusto me estás dando, pedazo de semental!”, “¡Dame, dame y no pares!”. Desde luego no era mi intención parar, porque aquél era un culo que se hacía follar de maravilla ¡Qué caliente estaba y qué bien me abría paso! “¡El gusto es mío, señor!”, exclamé. Me había acostumbrado tanto a ese tratamiento que, ni en ese trance, lo omití. “¡Abusón, mal hombre! ¡Cómo me destrozas!”, soltaba él, pese a menear el culo como un poseso. “¡Estoy a tope, señor!”, avisé. “¡Uno poco más! Y luego ya me llenas”. Me controlé todo lo que pude, hasta que estallé. “¡Ya voy, señor!”. Ahora calló para recibirme concentrado. Mi respiración estaba disparada y fui relajándome poco a poco. “¿Ya?…Sigue ahí, que se salga sola”. La naturaleza actuó y mi polla fue retrayéndose hasta caer por su propio peso.

Cuando el señor se desmadejó sobre la cama, su rostro lucía de satisfacción. “¡Qué feliz me has hecho!”, dijo haciéndome una caricia. Me tendí a su lado. “¿He cumplido bien los deseos del señor?”. No respondió a eso, porque en su actitud se produjo un cambio inesperado. “¡Déjate ya de obediencia! Si el verdadero amo has sido tú todo el tiempo”, dijo mirándome sonriente, “No sabes el morbo que me daba no solo conseguir tenerte aquí en persona, sino también realizar la fantasía de dominar a un pedazo de hombre como tú… Y te has adaptado a un juego, que podía parecerte ridículo, a la perfección. Mi admiración hacia ti no ha hecho más que crecer”. El que se sintió crecido fui yo. “Si me lo he pasado en grande… Tengo una vena teatral que me ha hecho disfrutar con tu juego. Ya has visto lo cachondo que me has puesto… Hasta podías haberme dado un poco más de caña”. Rio con ganas. “Desde luego eres único”. Y añadió: ¿Qué te parece si lo celebramos aquí mismo?”. “Esta cama es magnífica y se está muy bien en ella contigo”, lo adulé. “¡Ramona, trae el champán!”, avisó. Con el folleteo casi me había olvidado de la presencia constante de la doméstica. No obstante, aproveché que se marchaba, ni que fuera momentáneamente, para satisfacer la curiosidad que me suscitaba. “¿Que Ramona estuviera aquí empapándose de todo lo que hacíamos formaba parte de tu juego?”. “¡Pobre Ramona!”, exclamó, “Le tengo mucha confianza y como lleva una vida muy retirada estas cosas la distraen”. “¡Jo, vaya distracciones le buscas!”, repliqué sin que dejara de resultarme algo extraña la explicación. “¿Te ha hecho sentir incómodo?”, preguntó a toro pasado. “¿A mí? Si me conocieras más, sabrías que no me corto por nada”. Rio de nuevo. “Otra de tus, llamémoslas, peculiaridades”.

No pude indagar más sobre la curiosa connivencia entre el amo y la sirvienta, porque ésta ya volvía llevando un carrito con todo lo necesario para la celebración. Con la pulcritud de un chef, abrió la botella y escanció el champán en dos copas que nos trajo a la cama. Me sentí magnánimo y pregunté: “¿No se une Ramona a nosotros?”. El amo contestó por ella: “No bebe… Ha pasado por Alcohólicos Anónimos”. Aún me intrigó más la turbia personalidad del ama de llaves.

Hay que señalar que, durante toda nuestra charla post coital, mi interlocutor no paraba de acariciar mi cuerpo reclinado por donde le iba apeteciendo. Me sentía la mar de a gusto dejándome hacer, hasta el punto de que se me reavivó una cierta excitación. “Mira cómo te estás poniendo otra vez”, observó mi compañero de cama. “Algo tendrás tú que ver en eso ¿no?”, repliqué. “Creo que no vas a ser el único”. Me extrañó que lo dijera mirando al ama de llaves. Más inesperado aún fue que añadiera: “¡Ramona! ¿Por qué no revelas ya al amigo tu secreto?”. Vi que ella titubeaba, pero por fin se levantó las faldas hasta cubrirse la cara. Por encima de las medias negras, con ligas hasta medio muslo, apareció una gran polla en erección. Quedé estupefacto y de repente empecé a imaginar lo que debió ser la tortuosa biografía de aquella mujer con cuerpo de hombre, que se mantenía ocultando su mitad superior con la falda. Asimismo se me desató un morboso deseo de experimentar con aquella insólita situación. Y solo faltó que mi anfitrión, pareciendo leer mi mente, dijera con tono persuasivo: “Si te apeteciera, harías muy feliz a Ramona”. Entonces, impulsivamente, me coloqué en posición en el borde de la cama enfocando el culo hacia donde estaba ella. No tardé en sentir que las faldas caían sobre mi espalda al tiempo que la polla se me clavaba con un ardiente poderío. “¡Aaajjj!”, solté con la respiración cortada, sonando asimismo un fuerte suspiro tras de mí ¡Y vaya manera de zumbarme a continuación! A los jadeos de Ramona, correspondía yo con ansiosos “¡Sí, sí!”, y miraba al amo que nos observaba con licenciosa socarronería. No quería que acabara demasiado pronto, pero al mismo tiempo ansiaba retorcidamente sentir cómo aquel personaje tan ambiguo consumaba dentro de mí su deseo. No tardé en oír un quejumbroso “¡Ay, señor!”. No supe a qué señor se referiría, pero estaba claro que era su forma de indicar que se estaba dejando ir. Salió poco a poco y noté que sus faldas resbalaban por mi cuerpo hasta caer. Todavía seguía yo con el culo en pompa cuando también oí que decía: “¡Qué feliz me ha hecho, señor!”. Ese señor al que hablaba sin duda era yo. Me dejé caer en la cama y la miré. “Y tú me has dado una magnífica sorpresa”, le correspondí. Volvía a ser la austera ama de llaves, pero ahora la veía con otros ojos.

Sin hacer intervenir a Ramona, me levanté para servirme otra copa de champán. Le hice un gesto con la botella al anfitrión, pero declinó el ofrecimiento. Así que volví a la cama junto a él con botella y  copa. “No hay que dejar que se caliente”. Me bebí un par de copas seguidas y dije: “Supongo que ya no queda mucho por hacer… Espero haber cumplido lo mejor posible”. El anfitrión sonrió. “Has hecho lo posible y lo imposible… Me dejas maravillado”. Y añadió mirando a Ramona: “Bueno, nos dejas a los dos”. “Creo que debería asearme un poco”, pedí. “¡Faltaría más! ¡Ramona, acompáñalo a mi baño!”. Me condujo a un lujoso baño, aunque algo anticuado, con una gran bañera de mármol. Tenía ducha incorporada y me coloqué bajo ella. Ramona hizo ademán de marcharse, pero la retuve. “No, quédate, por favor… A estas alturas no me va a importar que me veas ducharme… Y me gustaría hablar contigo”. “Como desee el señor”. Después de la follada que me había pegado, me parecía ridículo que siguiera con el tratamiento. Pero no quise perder el tiempo en tratar de convencerla de lo contrario, lo que además debía ser tarea difícil.

Mientras me enjabonaba y aclaraba, le dije: “Ya supondrás que para mí has sido toda una sorpresa… y muy de agradecer, desde luego. Si no te resulta incómodo, me gustaría que me hablaras de cómo has llegado hasta aquí”. “Es natural que tenga curiosidad y, con lo comprensivo y generoso que se ha mostrado conmigo, muy a gusto trataré de satisfacerlo”. Hizo una pausa y habló: “Imagine lo que ha sido para mí sentirme, desde muy pequeña, una mujer pese a que se me fuera formando un cuerpo de hombre. En una época además en que no existía la comprensión que solo desde hace poco se está abriendo paso. Tras rechazos y burlas, con el corpachón que para colmo se me ha ido haciendo, acabé en una mala vida de explotación, bebida y hasta drogas. Fue el señor quien me rescató y me acogió. También me ayudó a crearme una coraza protectora, que es el aspecto que usted me ve… He llegado a sentirme cómoda en él y estoy eternamente agradecida al señor”. Quise aclarar: “¿Y tu comportamiento conmigo?”. Respondió con ironía. “Soy tan femenina que me gustan los hombres… y hasta comparto gustos con el señor”. Dije en tono jocoso: “Me estoy oliendo un acuerdo previo a mi costa”. Fue la primera vez que la vi reír. “El señor me enseñaba sus fotos y, cómo no, también me hacía mis fantasías, con perdón… Como es tan generoso conmigo, cuando me dijo que usted iba a venir, debí poner tal cara, y eso que me he vuelto muy inexpresiva, que me ofreció ‘Tú quédate cerca de nosotros, que al menos alegrarás la vista… y quién sabe si algo más, con lo lanzado que parece ser’… Acepté con el compromiso de que, a la menor muestra de incomodidad por su parte, me quitaría de en medio”. En pelotas bajo la ducha, me reí. “Pues ya has visto lo incómodo que he estado”. Y añadí: “Por cierto ¡qué bien me has follado!”. Pareció violenta por mi crudeza y lo empeoré al soltar indiscreto: “Igual practicas con el señor, que lo encontré muy abierto”. No vaciló al ponerme en mi sitio. “Eso se lo dirá el señor, si quiere”. “Mujer, perdona”, me excusé, “Es que ha sido todo tan sorprendente, que ya no sé ni lo que me digo”. “No pasa nada, señor. A usted se le permite cualquier cosa”, sonrió otra vez. Pero ya no hubo lugar para más confidencias, porque dijo: “Si me permite, voy a recoger su ropa que, como recordará, se quedó abajo”.

Después de secarme, me extrañó que no hubiera vuelto. Así que, en pelotas, hice el camino inverso al dormitorio. Allí estaba Ramona y mi ropa. Mi anfitrión enseguida dijo: “Disculpa que le haya pedido a Ramona que trajera tu ropa… Tengo el capricho de ver cómo te vas vistiendo”. “No hay problema”, afirmé, “Y si quieres ayudarme… o que lo haga Ramona…”. “Eso, si acaso, me lo quedaría yo”, dejó sentado. Zorrón como soy me puse muy cerca de él y le ofrecí una especie de striptease a la inversa. Me metía el eslip por los pies y le pedía que me lo subiera. “Que me quede todo bien encajado”. Puso tanto celo que empezó a endurecérseme de nuevo la polla. “¿Es que tú nunca descansas?”, preguntó divertido. “Lo mismo podría preguntarte yo”, repliqué. Con toques de tetas y sobeos al culo, acabé vestido del todo. Lo que sirvió para bromear. “Ahora eres tú el único que está en cueros”. “Y no estoy precisamente para fotos”, deploró. “Eso lo dices tú”, le corregí.

Llegó el momento de la despedida y mi anfitrión no olvidó sacar de un cajón un sobre algo abultado. “Dije a tu amigo que te compensaría”. Sin cogerlo quise dejar claro: “Yo no lo había pedido”. “Pero quiero que lo tengas… Todo será poco para agradecerte lo que has hecho por mí… y por Ramona también”. “Hago las cosas solo porque disfruto con ellas”, precisé. “Yo también… y soy tozudo. Así que tómalo”. Sin porfiar más, me lo guardé rápidamente en un bolsillo de la chaqueta. Nos dimos un afectuoso abrazo y me gustó que él estuviera desnudo. Ramona me acompañó silenciosa hasta el vestíbulo. No me atreví ni a darle la mano y simplemente dije: “Ha sido un placer conocerte, Ramona”. “No olvidaré este día, señor”.

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Esperé la vuelta de Javier comido por la curiosidad. Lo primero que hizo fue enseñarme el sobre con un punto de rubor en el rostro. “Toma”. No dudé de qué se trataba, pero no obstante pregunté: “¿Qué hay dentro?”. “No lo sé. Míralo tú”. Abrí el sobre ante su vista y había una cantidad de dinero importante. Quedamos los dos asombrados y Javier quiso curarse en salud. “Comprenderás que esto no es tarifa de putón, como me llamaste, sino que es que la gente me tiene cariño”. “Cariño en efectivo”, bromeé para suavizar el desasosiego que parecía mostrar Javier. Pero enseguida se apuntó a lo irónico. “Es que no llevaba encima el aparato de cobrar con la Visa”. “Sí, lo has preferido en negro”, seguí, “A saber lo que estarás blanqueando”. “¡Coño!”, protestó, “No me lo quieras amargar… Además tú eres cómplice y también lo querrás disfrutar”. “¡Faltaría más! Con lo buen intermediario que he sido”. Y ya pasé a preguntarle lo que en realidad tenía más morbo. “Bueno ¿Cómo te ha ido con un amo tan espléndido?” “¡Uy!”, contestó, “Ahora vengo muerto… Mañana te lo cuento todo”.

La transcripción del exhaustivo informe de Javier me dejó agotado. Le comenté: “Lo tuyo no cabe ni en el Quijote”. “¿Qué quieres?”, replicó, “Yo te cuento lo que pasa, y bien que te gusta… La verdad es que te ha quedado bastante verídico, aunque siempre me pones como un sobrado”. “¿Es que no lo eres?”. “Si yo soy muy sencillo… Tú que me pones esa fama”. “Fama, la que parece que te están dando mis fotos… ¿Vas a volver a aceptar servicios a domicilio?”. “Si llega otra solicitud, me lo pensaré”.

martes, 1 de mayo de 2018

El comisario va a la playa (5)

El comisario Jacinto salió muy reconfortado de su estreno como socio del club. Hasta de situaciones comprometidas, en que había tenido que rendir cuentas con el pasado, el desenlace podía considerarlo como satisfactorio. Claro que si se entiende como tal que lo hubieran baqueteado a base de bien ¿Pero no era eso lo que últimamente necesitaba tanto?

Una de las cosas que más le habían asombrado de su reciente devenir era el hecho de  que, siendo él ya mayor, gordo y de aspecto no precisamente atractivo, pudiera infundir en otros hombres deseos de dominarlo y poseerlo con una lascivia desaforada. Desde luego en sus experiencias en el club nunca había llegado a estar ocioso y, hasta en su imprudente ligue con aquellos dos desalmados, se había convertido en blanco fácil de sus rijosos apetitos.

La llegada del buen tiempo y del calor no solo llevó a Jacinto a prescindir de su casi sempiterna gabardina, sino que también lo indujo a poner de nuevo a prueba sus peculiares aptitudes. Sabía de la existencia de una recoleta playa nudista que, más en concreto, en otros tiempos habría calificado como nido de maricones ¿Qué podía haber allí de interesante para él? A estas alturas, quedarse en pelotas ya no le suponía el menor problema y así comprobaría si también despertaba algún interés en ese lugar más abierto. Y sobre todo si captaban su disponibilidad para que se aprovecharan de él.

Así pues Jacinto puso en marcha a media mañana su viejo utilitario y emprendió el camino a dicha playa. No pensó mucho en su atuendo, limitándose a remangarse la camisa y ponerse un viejo pantalón sobre sus calzoncillos anticuados. Añadió una toalla por si acaso. Tuvo que detener el coche ante el comienzo del pinar que descendía hacia el mar y se abrió hueco entre otros ya aparcados. Con torpeza de urbanita y algún que otro traspiés, fue avanzando entre los pinos hasta que pudo vislumbrar la playa. Desde luego se veían bastantes hombres desnudos y Jacinto dudó entre descender tal como iba o quitarse previamente la ropa. Optó por lo segundo, ya que le resultaba más cómodo poder apoyarse en un pino. Una vez en cueros, hizo un hatillo con su ropa y, con él en una mano y la toalla en otra, bajó a la arena sin el menor complejo.

El primer problema que, sin embargo, se le planteó a Jacinto fue ni más ni menos "¿Qué coño hago ahora?". Porque su práctica playera dejaba mucho que desear y eso de tumbarse o, al menos, sentarse en la arena en principio no le hacía mucha gracia. Tampoco el mar lo seducía demasiado. Vio la luz cuando se fijó en un chiringuito, o más bien, un chamizo con una pequeña barra, y varios tíos tomando algo en ella. Allá se dirigió Jacinto que, dejando sus escasas pertenencias sobre un saliente del entramado de palmas, se acodó en la barra y pidió un refresco. Un tipo grandote y bastante peludo que estaba a su lado lo miró de arriba abajo. "¿Qué? ¿Primer día de playa?". "¿Por qué lo dices?", preguntó Jacinto sorprendido. "Si parece que no te haya dado nunca el sol". "¿Tanto se me nota?", vino a reconocer Jacinto. "Sería una lástima que ese culazo que tienes se te ponga como un tomate", comentó el otro ya más directo. "No soy yo mucho de tumbarme", dijo Jacinto pasando de la alusión a su culo. "Deberías ponerte una crema", le sugirió. "No he traído", replicó Jacinto. “Yo sí… Pero la tengo en el coche ¿Me acompañas a buscarla?”. “No sé yo...”, dudó Jacinto. “¿Te doy miedo?”, lo desafió el otro. “Eso no… ¿Está muy lejos?”, contestó Jacinto, que ya tenía ganas de estrenarse en la playa. “Por entre los pinos acortamos”, informó el que ya tiraba de Jacinto por un brazo. Éste se dejó llevar, aunque no dejó de pensar, o más bien confirmar, el blanco fácil que era para el primero que se le insinuara.

Ya no le sorprendió demasiado a Jacinto que, en cuanto se adentraron en el follaje, su acompañante le pasara un brazo por detrás y fuera deslizando la mano por la espalda hasta alcanzar el culo, que apretujó con descaro. “¡Tienes un polvo, tío!”, soltó bien arrimado. Sin el menor gesto de rechazo, Jacinto dijo: “La has tomado con mi culo tú...”. “Pues parece que te gusta”, replicó el otro deteniendo la marcha, que no el sobeo. Ahora lo abordó de frente y se le pegó haciendo retroceder a Jacinto hasta dar con la espalda contra un pino. “Me van las carnes abundantes”, dijo mientras se le restregaba y apoyaba las manos en el tronco por encima de la cabeza de Jacinto. Las caras quedaban casi juntas y el aliento de ambos se entremezclaba. El hombre sacó la lengua y la impulsó entre los labios de Jacinto. Éste la recibió y dejó que le hurgara por dentro de la boca. Cuando Jacinto pudo hablar, se limitó a preguntar: “¿Pero hay crema o qué?”. El otro rio apartándose. “Vas a tenerla en cantidad… Pero ya ves, me has puesto burro”. Hizo ver a Jacinto que la polla, de bastante buen tamaño, se le había  endurecido. “¿No te gustaría comérmela un poco?”, añadió. Jacinto pensó: “¡Ya estamos!”. Pero solo preguntó: “¿Aquí?”. “Entre el follaje ¿por qué no?... Tiene más morbo”, ironizó el otro, que ya estaba cambiándose con Jacinto para apoyar la espalda en el tronco. Jacinto solo dudaba en cómo ponerse, porque si solo se inclinaba, la barriga no le dejaría doblarse lo suficiente para alcanzar la polla con la boca, y si se arrodillaba, el suelo pedregoso no iba a ser muy cómodo. Fue el hombre quien resolvió el dilema al empujar enérgicamente hacia abajo los hombros de Jacinto. “¡Venga, que es para hoy!”. Así que Jacinto cayó de rodillas sobre los pedruscos que se le clavaban. Ello no le impidió sorber la polla que se le ofrecía y chuparla sujetándose a los muslos del hombre. “¡Qué bien mamas, gordito!”, declaró éste. Pero  no tardó en apartarlo. “¡Para, para, y no seas tan glotón! Que esto es solo un aperitivo”. Jacinto se levantó con las rodillas doloridas y siguió dócilmente al hombre en busca del coche… si es que éste era el verdadero destino.

El caso es que llegaron, no a un coche, sino más bien a una furgoneta algo apartada de la zona de aparcamiento. La parte de atrás era completamente cerrada y se accedía por una doble puerta. El hombre la abrió  y dijo: “Ahí dentro lo tengo todo... ¡Sube!”.  Jacinto, receloso, preguntó: “¿Qué es lo que tienes?”. “Lo que te hace falta”, contestó el otro ambiguo, y le conminó a entrar empujándolo por el culo. Una vez los dos arriba, el hombre cerró la puerta y la luz únicamente entraba por la ventana que comunicaba con la parte delantera. Jacinto era consciente de que la crema solar era solo una excusa para llevarlo allí. Aunque, si lo que el hombre quería era simplemente darle por el culo, ya podía haberlo hecho entre los pinos, y él habría continuado con su experiencia playera. De todos modos, el hecho de estar encerrado le hacía aguardar expectante, con una emoción contenida.

Aparentemente el hombre pareció mostrar que iba en serio con lo de la crema solar, porque buscó en una bolsa y enseñó a Jacinto un tubo. “Es de protección máxima... Te voy a embadurnar bien”. Echándose de vez en cuando porciones de crema en las manos, se puso a restregarlas por todo el cuerpo de Jacinto. Lo cual se convirtió en un completo sobeo que alcanzaba zonas a las que difícilmente llegaría el sol. Aunque pretendía justificarse. “Al ir desnudo no hay que dejarse nada”. Por ello, con una evidente excitación, manoseaba las tetas y hasta el pliegue que éstas hacían sobre la barriga y le hacía subir los brazos para acceder a los sobacos. Recorría las anchas espaldas y lo giraba para untarle la panza. En cuanto a los bajos, el culo no pudo menos que ser objeto de una morbosa atención preliminar, nalga por nalga y raja incluida. Con la excusa de no tener que agacharse tanto, hizo que Jacinto se echara de espaldas en una toalla sobre unos bultos que cubría una lona plastificada. Así levantaba las piernas para extenderles crema desde los pies hasta las ingles, tras lo cual fueron la polla y los huevos los impregnados. Las frotaciones untuosas lograron que Jacinto se empalmara y cuando como a lo tonto los dedos empezaron a entrarle por el ojete, pensó: “Ahora viene la enculada”.

Sin embargo, en una sucesión rápida, fueron completándose unos planes del hombre que Jacinto no podía prever. Aquél empezó echando mano de unos tirantes de los que se usan para sujetar bultos en la baca del coche. Pasó cada uno de ellos por las corvas de Jacinto, que se dejó hacer dócilmente, y enganchó los extremos en una barra que había en el techo. El hombre quedó satisfecho del resultado, con Jacinto volcado hacia atrás y las piernas colgadas  por las rodillas. “Te dije que tu culo me vuelve loco ¿verdad?”, dijo excitado. Jacinto preguntó lo que le pareció más lógico: “¿Me vas a follar así?”. “¡Espera y verás!”, exclamó el hombre. Y como si el previo reconocimiento de su locura le diera carta blanca respecto al culo de Jacinto, se dispuso a preparar algo muy distinto.

En su forzada postura, Jacinto pudo observar con el rabillo del ojo que el hombre sacaba un tubo bastante más grande que el de la crema solar y en cuyo diseño parecía mostrar el dibujo de un puño cerrado. “A ver lo que hago yo con ese culo”, musitó el hombre como hablando consigo mismo. Jacinto empezó a tener menos claro que fuera a ser objeto de una simple follada. En primer lugar el hombre proyectó en la raja del culo una abundante cantidad de un emplaste blanquinoso que recordaba nata montada. Luego se untó una mano entera y se puso a hurgar en el ojete de Jacinto. Éste trató de relajarse, como había ido aprendiendo de los diversos ataques anales que le caían encima, y contuvo la respiración. A un dedo se fueron sumando los otros hasta formar un huso que, al adentrarse, iba dilatando los esfínteres de Jacinto con una tensión extrema. Aquello le dolía mucho más que cualquier polla gorda que le hubieran metido e hizo que lanzara un  tembloroso lamento. “¡Calla, quejica!”, lo increpó el hombre, “Si tienes unas buenas tragaderas”. Siguió apretando la piña de dedos y girándolos como si los atornillara. El punto de máximo desgarro llegó cuando la brutal presión fue permitiendo que se abriera paso la parte más ancha del puño. Jacinto se sintió como si se partiera por la mitad y las nalgas se le escaparan en direcciones opuestas. Ni gritar podía, concentrado en asumir el impacto. De repente la presión fue cediendo a medida que el ojete se ceñía a la muñeca del hombre y Jacinto tuvo la extraña sensación de los dedos que se movían en sus entrañas. “¡Sabía yo que te entraría!”, exclamó el hombre exaltado. “¡Oooh, esto no me lo esperaba!”, pudo balbucir Jacinto. “No te acostarás sin probar algo nuevo”, sentenció el hombre con el puño bien adentro.

Jacinto casi temía que aquello no pudiera ya salir de allí. Pero el hombre ya se aprestaba a sacar la mano. “¡Respira hondo que voy para afuera!”, avisó. Y en un proceso inverso más rápido, aunque no menos traumático, el puño fue emergiendo mientras Jacinto quedaba en un dolorido vacío. Ni siquiera notó que ahora lo que le metía el hombre era la polla, que solo supo porque éste exclamó: “¡Qué caliente me he puesto! Te voy a llenar de leche”. Golpeteaba en las acorchadas nalgas de Jacinto. “¡Así, bien abierto! ¡Qué gusto!”. Al fin fue parando encajado entre los muslos de Jacinto quien, deseando liberarse cuanto antes, preguntó con voz queda: “¿Ya?”. “¡Cómo te digo!”, replicó el hombre al irse apartando. Se limpió con un trapo las manos y la entrepierna, y tuvo el detalle de pasarlo también por la raja de Jacinto antes de descolgarle las piernas, que cayeron a plomo.

Jacinto quedó inmóvil sin embargo, por las dudas sobre la capacidad para mantenerse de pie. Aunque el hombre lo incitó a ponerse en marcha. “¡Venga, tío! Que aún vas a poder disfrutar de la playa”. Jacinto pensó que ya no iba a querer disfrutar de nada y fue bajando lentamente las piernas. Quedó con el culo apoyado en los bultos sobre los que había estado tendido y preguntó: “¿Tú qué haces ahora?”. El hombre contestó desentendiéndose: “Ya que estoy  aquí, me marcharé... Y a ti te irá bien un poco de ejercicio”. Pese a todo, tuvo que ayudar a Jacinto a bajar de la furgoneta. El hombre se calzó unos pantalones y subió delante al asiento del conductor. Agitó una mano, que sin duda era la que había trabajado a Jacinto, y se despidió: “¡Todo un gusto, tío! ¡Vaya culo que te gastas!”.

Jacinto quedó sujetándose en un pino sin saber qué rumbo tomar. De buena gana habría ido en busca de su coche y dar por zanjada su aventura playera. Pero recordó que necesitaba recuperar sus pertenencias... si es que seguían en el chiringuito ¡Solo le faltaba que no estuvieran! Trastabillando y apoyándose en pinos y matorrales, trató de orientarse en busca de la playa. Al fin divisó el chiringuito y fue directo hacia él. Fue un alivio que el encargado, nada más verlo, le dijera: “Que esto no es un guardarropa ¡eh!”. Jacinto farfulló una disculpa y compró un botellín de agua. Dudó qué hacer pero, ya que estaba, decidió tomarse un descanso y hacer lo que en principio había tenido previsto. Sin buscar demasiado, en el primer hueco que encontró, extendió la toalla. Aunque ésta era algo reducida, se tumbó procurando, sobre todo, que no se le pegara arena en el culo. El sol estaba en plena intensidad y confió en que, al menos, la crema que le había embadurnado todo el cuerpo fuera realmente protectora. Bien despatarrado empezó a recuperarse con los ojos cerrados. No pudo eludir, sin embargo, reflexionar sobre lo sucedido hasta el momento...

Una vez más se había dejado arrastrar, a las primeras de cambio, por un tipo solo porque le dirigiera palabras insinuantes. Y una vez más había hecho con él lo que le dio la gana. Pero lo del puño en el culo rebasaba todo lo que habría llegado a imaginar. Poderse hacer algo así se podía, y el propio culo de Jacinto, que ahora estaba allí reponiéndose, había sido buena muestra de ello ¡Y cómo lo había aguantado! A pesar de sentir una fuerte irritación hasta bien adentro, estaba casi orgulloso de haberlo superado. El calor del sol además ejercía sobre él un efecto balsámico y el rojo intenso de sus párpados cerrados lo sumía en un estado de relajante alucinación.

Jacinto quedó medio adormilado durante un buen rato, hasta que algo le hizo abrir los ojos. Se trataba de la sombra que, al interferir los rayos del sol, proyectaba un tipo corpulento erguido a sus pies y que, al verlo despierto, le soltó: “¡Joder, tío! ¿Con qué estarías soñando para que se te haya puesto tan tiesa?” Solo entonces fue consciente Jacinto de que en efecto tenía una completa erección. “No soñaba”, se limitó a contestar. “Pues estás colorao como una gamba... ¿No te apetecería buscar un poco de sombra?”. Jacinto echó una mirada alrededor y comprobó que el terreno se había ido despejando de gente. “¿Dónde están?”, preguntó un tanto ingenuamente. “¡Dónde va a ser!”, respondió el otro, “Entre los pinos”. “Ya he estado por allí antes”, reconoció Jacinto. “¡Sí que has empezado fuerte!”, bromeó el grandote, “Yo he bajado para darme un chapuzón. Pero arriba estoy con unos colegas... ¿Por qué no vienes? Te gustarán”. ¿Iba Jacinto a negarse a pesar de que, a la quemazón interior, se le añadía ahora la exterior, por la evidente inutilidad de la crema anteriormente aplicada? De momento pronunció su consabido “No sé yo...”. Aunque añadió: “No estoy para muchos trotes”. “Pues la polla tan dura que se te ha puesto parece decir los contrario”, ironizó el otro, que le estaba tendiendo una mano para ayudarlo a levantarse. Jacinto la aceptó y ya no cuestionó más qué hacer. No olvidó recoger su ropa, que envolvió en la toalla, y acompañó al tiarrón procurando disimular su flojera de piernas. En el trayecto el acompañante iba animando a Jacinto. “Ya verás que son muy divertidos y tienen mucha marcha”. “No sé si estaré yo a tono...”, objetó Jacinto. “Seguro que te animamos”, vaticinó el otro.

Pronto pudo ver Jacinto a los colegas. En un recoleto claro, varios hombretones de la talla de su acompañante, todos en pelotas por supuesto, se sentaban en toallas y tenían organizado lo que podría considerarse todo un botellón. Algunos mostraban actitudes cariñosas, sin ocultar las erecciones que éstas causaban. Al aparecer los recién llegados, saludaron con alborozo. “¡Mirad qué gordo tan coloradote se ha agenciado ése!”. El acompañante explicó, avergonzando a Jacinto: “Me lo he encontrado empalmado en plena siesta”. “Te los buscas con el culo gordo ¿eh?”. La alusión a tal parte de su anatomía produjo escalofríos a Jacinto. Uno de ellos lo reclamó. “¡Ven aquí! Te hago sitio”. Jacinto no pudo sino aceptar la oferta y sentarse con cierta dificultad compartiendo la toalla con un tipo aún más voluminoso que él. “No les hagas caso”, le dijo éste amistoso, “Los gordos nos cotizamos”. No le hizo ascos Jacinto, que tenía la boca seca, al 'calimocho' que le ofreció, aunque, cargado que estaba el mejunje y con el estómago vacío desde hacía horas, lo dejó aún más aflojado.

Pero la aparente cordialidad del grupo derivó pronto en un desenfrenado acoso. Jacinto comprendió, cuando ya se hallaba metido en el fregado, que la invitación a unirse a ellos no había sido más que un truco para cazar a un pardillo que se prestara a su diversión. De ello se ufanaba su captor, que se dirigió al gordo que había acogido a Jacinto. “¡Oye, tú! No lo acapares… Que buena sudada me ha costado dar con él”. El gordo protestó. “Si solo le he ofrecido un trago… Y yo encantado de que la toméis con su culo que es tan gordo como el mío… No me importa la competencia”. Nuevamente le horrorizó a Jacinto la mención insistente a su trasero ¿Tan llamativo lo tenía? El caso era que, tal como había hecho en la playa, el que lo había traído le tendía la mano para que se levantara, aunque con un gesto más imperativo. Jacinto no pudo sino hacer un esfuerzo para levantarse, con la ayuda del gordo que lo empujaba por el culo. Como enseguida el que había tirado de él se sentó entre los demás, Jacinto quedó expuesto de pie allí en medio. “Se parece al Homer Simpson”, soltó uno. “Más bien al policía tonto”, corrigió otro. Entre risas mientras lo escrutaban, Jacinto no tenía ni idea de a quiénes se referían con esas comparaciones, aunque la mención a un policía le hizo temer que alguno lo hubiera reconocido y tuviera algo contra él. En cualquier caso tampoco entendía demasiado que a ese grupo de hombres, tan desnudos como él, le resultara tan divertido su cuerpo congestionado por el exceso de sol y más bien alicaído.

Pero la cosa no iba a quedarse en la mera contemplación de Jacinto. Uno de los sentados preguntó al que había iniciado todo: “¿Y dices que la tenía tiesa en la playa?”. “Bien empinada… Se le veía de lejos”, contestó el otro exagerando, a juicio de Jacinto. El primero dijo burlón: “Pues sería cosa de vérsela animada, porque ahora parece una chufa”. Se dirigió a Jacinto. “¿Por qué no te la alegras y podemos ver que el colega tenía razón?”. Jacinto intentó salir del paso. “Allí sería por el calor y lo adormilado que estaba… Ahora no sé yo…”. “¿No te ponemos cachondo tantos tíos buenos?”, insistió aquél. “No es eso…”, casi se disculpó Jacinto. “¡Entonces menéatela! Queremos verte”. “A lo menor prefiere que se lo hagas tú”, terció otro riendo. En esa tesitura, Jacinto optó por ponerse a acariciarse la lánguida polla. Con ese extraño mecanismo psicológico que operaba en él, el hecho de estar ante aquellos tipos morbosamente pendientes de que lograra excitarse operó como un estímulo para Jacinto. Sintió que el pulso se le aceleraba y, pese a su estado decaído, se esforzó todo lo que pudo para que la polla se le fuera vigorizando. “¡Joder con el tío!”, rio uno. “No es que tenga gran cosa”, se burló otro. Pero Jacinto ya se la soltó y dijo con humildad: “Es lo que hay”. “¡A ver, a ver!”, y una mano fue a palparle la polla y Jacinto se la ofreció dócilmente. “Dura sí que está”, confirmó el tocón.

Lo que no se esperaba Jacinto fue el giro que tomó la situación. Porque alguien sugirió: “Ahora que está a punto podría follarse al otro gordo”. La idea fue bien acogida entre risas y el aludido protestó, aunque resignado. “Siempre me toca poner el culo”. “¡Venga! Que es lo que te gusta”, remachó el otro. El gordo admitió: “De todos modos voy a acabar follado… Al menos probaré una polla nueva”. Pero aún faltaba la opinión de Jacinto ante un reto imprevisto. De momento trató de aclarar: “Es que yo no…”. Pero fue atajado por varias intervenciones. “¿A ti solo te va que te den, o qué?”. “Entonces nos tendremos que ocupar de ti por ahí”. Esto último puso los pelos de punta a Jacinto. No por nada, sino porque todavía le escocían las entrañas a consecuencia de la experiencia vivida en la furgoneta y no se encontraba en las mejores condiciones para que volvieran a meterle pollas o lo que fuera. Así que, con la esperanza de que si aceptaba lo que pretendían igual su culo, tan necesitado de recuperación, quedaba a salvo por esta vez, se inclinó por darles el espectáculo. “Lo intentaré”, se esforzó en decir. Por su mente pasó un recuerdo de lo que ya veía como su otra vida. En una ocasión, se había calentado tanto con una puta que, por su cuenta, cambió de agujero y se la metió por el culo. La tía se cabreó y tuvo que pagarle de más. Pero ahora todo era distinto. Un hombre con un culo más gordo que el suyo se ofrecía a que lo follara, en lugar de lo que ya se había convertido en costumbre: que lo follaran a él. Sin embargo, que el alborotado grupo se lo tomara como una diversión a su costa lo impulsaba a obedecer.

Jacinto volvió a frotarse ansiosamente la polla, temeroso de que lo fuera a dejar en mal lugar, mientras el gordo, jaleado por los demás, tomaba posiciones con el culo en pompa. El que antes le había comprobado la dureza de la polla no se privó de darle de nuevo el visto bueno palpándosela con descaro. “La tienes a punto ¡Adelante!”. Jacinto se tuvo que arrodillar para poder ajustarse bajo las carnosas nalgas del gordo. Con una mano apuntó la polla y se dejó caer, confiando en acertar a la primera. El ojete del gordo era agradecido y Jacinto notó que la polla quedaba atrapada. Fue el momento en que se lanzaron aclamaciones, con una mezcla de cachondeo y morbo. El gordo se permitió dar su veredicto. “No es gran cosa, pero se encaja bien… ¡Zúmbame ya!”. Jacinto sacó fuerzas de flaqueza y empezó a bombear, jaleado a cada arremetida. Procuró abstraerse del ruido externo y sacarle partido a lo que hacía. Su empeño quedó recompensado por una excitación creciente, estimulada por los lascivos meneos con que lo acogía el gordo. Casi avergonzado llegó a avisar: “¡Me viene!”. Nuevas ovaciones que se convirtieron en palmadas cuando se detuvo exhausto. Al apartarse del gordo y girarse para quedar sentado de culo, Jacinto tomó conciencia de la realidad que lo rodeaba.

Al parecer, su escabrosa exhibición había tonificado la líbido de los mirones, algunos ahora de pie y con descaradas erecciones. Por lo pronto, uno más lanzado aprovechó que el gordo recién follado reposaba bocabajo todavía y se le tiró encima. Le pegó una buena clavada que el gordo acogió con gusto. “¡Uumm! Ésta la tengo conocida”, soltó encajando la follada a la que el otro se dedicó con entusiasmo. Jacinto temió entonces lo peor, ya que cada vez veía más improbable que haberse plegado al capricho de la troupe de verlo follar al gordo compensara otras intenciones que ahora pudieran tener respecto a él. De momento, decidió despistar y, como seguía sentado en una toalla, echo mano de la primera polla que le pilló cerca y se puso a chuparla con fruición. Aunque el agraciado aprovechó la mamada hasta vaciarse en la boca de Jacinto, de poco le iba a servir la treta a éste. Precisamente su actuación espontánea en apariencia dio lugar a que uno comentara: “¡Sí que sigue caliente el gordinflón!”. Añadiendo mientras hacía que Jacinto se pusiera bocabajo: “Pues yo te voy a dar gusto”. La polla que le metió hizo que a Jacinto se le avivara la irritación que aún le quedaba bien adentro y le arrancara un fuerte gemido. Tanto que el otro se sorprendió. “¿De qué te quejas tú? Con lo abierto que estás”. Pero también debió notar algo extraño, porque sacó la polla que apareció impregnada de una sustancia de textura y color indefinidos. “¡Joder, sí que vas preparado!”. Volvió a hincársela y ya no paró hasta correrse entusiasmado. “¡Con eso que te pones da más gusto! ¡Qué vicio tienes, tío!”, exclamó al acabar. Lo cual dio lugar a que más de uno también se animara a disfrutar de orificio tan fluido y que, en una no pretendida competencia con el otro gordo, a Jacinto cada vez le ardiera más el culo.

Cuando los ánimos libidinosos se fueron calmando, aparecieron bocadillos y más provisiones de 'calimocho'. Aunque lo invitaron al ágape, Jacinto no se sentía en condiciones de hacerle los honores. “Es que ya me tendré que marchar”, se excusó. “¿Vas a volver a la playa a buscar más rollo?”, le preguntó uno irónico. “¡No, no!”, aclaró Jacinto, “Ya que estoy por aquí, buscaré mi coche”. “¡Vale, tío! Nos lo hemos pasado muy bien contigo… A ver si nos volvemos a encontrar para montarla otra vez. Que eres un fiera”. “¡Ya, ya! Gracias por todo”, se despidió Jacinto, que no veía la hora de tener un poco de sosiego.

A Jacinto le costó encontrar su coche, dando tumbos y tropezando con pinos y matojos. Antes de entrar se puso su ropa y dobló la toalla sobre el asiento para ver si conseguía un mínimo alivio del culo dolorido. El viaje de regreso se le hizo eterno, no solo por la quemazón de sus bajos, sino también porque los estragos del sol se le manifestaban con picores por todo el cuerpo. No obstante llegó a decirse con un punto de ironía: “¡Si a éste se le puede llamar un día de playa…! Casi no he visto el agua”. Desde luego lo más insólito de la jornada había sido lo ocurrido en la furgoneta, de lo que seguía resentido. Pero que a continuación se hubiera dejado enredar de nuevo parecía obedecer a un sino ineludible. ¡Quién le iba a decir que se vería en la coyuntura de tener que darle por el culo a aquel gordo! Pero eso sí, cumplir había cumplido. Y luego su propio culo, por más lastimado que lo tuviera, recibiendo de unos y de otros… “No sé yo si volveré a aventurarme en una playa así”, concluyó. Ahora lo que más le importaba era que el deterioro de sus bajos fuera remitiendo y así poder estar en forma para dar salida sus arriesgadas inclinaciones, que no tenía propósito de refrenar.