miércoles, 20 de noviembre de 2019

Regalo de cumpleaños

Juan era un hombre grandote que a sus cincuenta y pico de años, seguía siendo algo simplón y débil de voluntad. Se había llegado a casar con una compañera de trabajo que había quedado embarazada y, aunque no fuera el padre biológico, aceptó reconocer al hijo como suyo. Formaron una familia más o menos convencional y Juan se convirtió en un padrazo indolente que, a medida que Manuel, el niño, crecía, le consentía todos los caprichos. Para irritación de la madre que veía cómo Juan, con ese comportamiento, entorpecía sus intentos de encauzar la cada vez mayor indocilidad del hijo. Así las cosas, cuando éste tenía diez años, la mujer, que ya llevaba tiempo liada con el jefe de la empresa, decidió separarse de Juan, pudiendo oficializar su relación con el amante también recientemente divorciado. Que por lo demás era mucho mejor partido que Juan y de un carácter más decidido. Precisamente las alegaciones sobre la inepcia de Juan en la crianza del hijo facilitaron que la madre lograra quedarse con la custodia en exclusiva del menor. Como salió a relucir  también que Juan no era el padre biológico de Manuel, éste supo desde entonces esa circunstancia.

Juan afrontó la situación con su habitual pasividad y resignado a las esporádicas visitas que la madre permitía que le realizara Manuel. El chico aprovechaba para sacarle a Juan regalos de cosas que su madre no le permitía todavía. Lo cual daba lugar a que ésta amenazara continuamente con cortar tales visitas. Parecía por lo demás que ese era el único interés del chico para mantener las relaciones con quien sabía que no era su verdadero padre. Sin embargo Manuel, a medida que iba creciendo, aumentaba su querencia por no privarse de pasar algunos días con Juan. Y ya no solo era por su interés en los regalos que conseguía, sino que incluso le mostraba un particular afecto. Por otra parte resultó que a Manuel se le iba formando un cuerpo tirando a robusto, hasta el punto de que, en una ocasión, su madre bromeó al respecto: “Ni que fueras  de verdad hijo de tu padre”. La madre tomó como una tonta ocurrencia el comentario que al respecto hizo Manuel: “Mejor para todos que no lo sea”.

A Juan, aun con cierto distanciamiento, no dejaba de halagarle el afecto que Manuel parecía seguir sintiendo hacia él e incluso que le reconociera que le tenía más confianza que a su madre. En este contexto, Manuel le comentó un día: “Hay una cosa que solo me atrevo a decirte a ti”. “Lo que sea me parecerá bien”, contestó Juan con su natural conformismo. “Creo que soy gay”, confesó Manuel. Juan no mostró especial extrañeza. “¿Cómo lo sabes?”. “Aún no he hecho nada con un hombre, pero estoy seguro… Y sé lo que me gusta”. “Ya vas siendo mayor y si es eso lo que sientes, me parece bien”. A Juan no se le ocurrió nada más que decir. Ni siquiera relacionó esta confesión de Manuel con las muestras de un cada vez más desbordado cariño a través de abrazos y besos efusivos, caricias en los muslos cuando se sentaba muy junto a él en el sofá… Cosas de adolescente, se decía.

Poco tiempo después Manuel, que acababa de cumplir los dieciocho años, le manifestó a Juan que quería celebrarlo con él. A Juan le llegó a emocionar y, con la falta de criterio que lo caracterizaba, dijo: “Te haré un regalo especial… Lo que más te apetezca”. “¿Sea lo que sea?”, preguntó Manuel. “Lo que sea”, contestó Juan sin pensárselo demasiado. “¿Lo prometes?”, insistió Manuel. “Prometido”, afirmó Juan. No sabía en lo que se metía…

El día de la celebración acordada, a Juan, abrumado por el prolongado abrazo con el que se le colgó Manuel, solo se le ocurrió decir: “Así que ya eres todo un hombre ¿eh?”. “¡Claro! Igual que tú”, replicó Manuel, que soltándolo al fin lo miró sonriente para añadir: “También me alegra mucho que tú no seas mi verdadero padre… Así puedo quererte aún más”. Juan no supo cómo entender aquello y se salió por la tangente proponiendo: “Entonces ya me dirás qué te apetece que hagamos hoy… ¿Quieres que vayamos de compras o a comer a algún buen sitio?”. “Prefiero que nos quedemos en casa”, contestó Manuel, “Estoy deseando que cumplas la promesa que me hiciste”. “Como tú quieras… Pero entonces tendrás que decirme qué es lo que deseas que te regale”, dijo Juan algo desconcertado. “No te preocupes. Pronto lo vas a saber”, replicó Manuel enigmático.

Como Juan estaba vestido para salir, pensando que habrían de ir a comprar lo que se le antojara a Manuel, éste aprovechó el cambio de planes. “Como nos quedamos en casa ¿por qué no nos ponemos más cómodos? Hoy hace bastante calor”. Inmediatamente predicó con el ejemplo y, en pocos segundos, se quitó el polo y los tejanos. Solo con unos bóxers dijo sonriente: “Mejor así ¿no?”. Hacía tiempo que Juan no lo veía de ese modo y no dejó de fijarse en sus formas ya redondeadas y su vellosidad incipiente. “Fíjate que pensaba que estaba saliendo a ti”, rio Manuel. Juan, algo cortado, dijo entonces: “¡Vale! Voy a cambiarme”. Se dirigió al dormitorio y le sorprendió que Manuel lo siguiera. “Si vuelvo enseguida…”, alegó. “Si yo lo he hecho ante ti, lo puedes hacer tú también ahora ¿no? Somos ya hombres los dos”, se reafirmó Manuel. “Bueno, bueno. Como quieras”, dijo Juan con su habitual actitud consentidora. Con pachorra se quitó la chaqueta y, mientras se iba bajando los pantalones, pensó: “¡Qué raro sigue siendo este chico!”. Cuando se desprendió de la camisa, quedó tan solo con un eslip blanco y rehuyó la mirada de Manuel, avergonzado de su cuerpo gordo y velludo. Además, desde hacía algún tiempo, se había dejado crecer una poblada barba, probablemente para disimular la debilidad de su carácter, y que no dejaba de darle un aspecto algo fiero. Al ir a echar mano del chándal que pensaba ponerse Manuel lo retuvo. “Quédate así, tal como estoy yo… Para empezar a cumplir la promesa que me hiciste”. Juan se sintió confuso, sin poder relacionar el regalo especial que había prometido y la situación en que se encontraban. “¿Qué tiene que ver eso con que estemos los dos en calzoncillos?”, preguntó. “Puedo pedirte lo que quiera ¿no?”, recordó Manuel. “Eso dije”, reconoció Juan, “Pero sigo sin entender qué es lo que quieres de mí”. “Es muy fácil “, dijo Manuel, “Quiero que te quedes completamente desnudo. Éste será tu regalo especial para mí”. Juan tragó saliva. “¿Verme en cueros es lo que pretendes?”. El descaro de Manuel no tenía límites. “La de pajas que me he hecho imaginando este momento y tú me prometiste que podía tener lo que más me apeteciera. Y justo es eso”. Juan aún se hizo el remolón. “Ya sé que eres gay. Pero eso de que te excites conmigo, tan mayor y gordo…”. “Precisamente me di cuenta de que era gay al notar lo que me gustabas”, declaró Manuel. Juan insistió. “Bueno, sobre gustos… Pero es que además es algo que no está bien, porque yo soy…”. “¿Mi padre?”, le cortó Manuel, “De eso nada. Así que esa excusa no te vale”. Juan no acababa de creérselo. “Entonces ¿el regalo especial para tu cumpleaños es que te lo enseñe todo?”. “¡Claro! Y prometiste que me lo harías fuera lo que fuera”.

Juan, que como mucho había temido que Manuel le pidiera un coche, se dijo que pese a sus reservas, si ese era el capricho del chico, no podía sino concedérselo, ya que lo había prometido. Así que resignado se echó abajo el eslip, que le cayó a los pies. “¡Hala! Aquí lo tienes. Mira todo lo que quieras”. Ante el arrobo con que Manuel se inclinó para contemplar lo mostrado, la incomodidad que sentía hizo que Juan añadiera como si fuera necesario explicarlo y usando unos términos que creía más adecuados para la comprensión del chico: “Una polla y unos huevos como los que tienes tú”. “¡Son magníficos!”, exclamó Manuel, “¡Y qué polla más enorme te gastas!… Mejor de lo que había imaginado”. La verdad es que Juan, aunque poco partido le había sacado en su vida, estaba espléndidamente dotado. Tampoco es que él hubiera reparado demasiado en ello, ya que carecía de referencias para comparar. Ahora el que quedaba admirado era Manuel. Al acercar éste más la cara y ponerle una mano en el muslo, Juan advirtió: “Se mira pero no se toca ¿eh? Tú serás gay, pero yo no”. Manuel entones se llevó una mano a la entrepierna resaltando el bulto que le marcaba los bóxers. “Es que estoy muy excitado”. Para librarse de tan peligrosa cercanía y, de paso, acabar cuanto antes aquello, a Juan no se le ocurrió otra cosa que sugerir: “¿Vas a querer meneártela mirándome?”. “Ganas no me faltan ya, pero aún quiero ver más cosas”, dijo Manuel. Y para concretar más agregó: “¿Por qué no te tocas tú un poco?”. Juan hizo un intento de plantarse: “¡Mira! Te dejo que veas todo lo que quieras y hasta que te corras a mi costa, pero no pretendas que yo vaya a darme gusto también”. Manuel se puso persuasivo. “No siempre se toca uno para darse gusto. Se puede hacer para rascarse, mear, limpiarse el culo…”. A Juan le hizo gracia la desfachatez del chico y hasta llegó a reírse. “Así que me tengo que rascar las pelotas”. Manuel se agarró a este destello de humor. “Porfa, papi”. “¿En qué quedamos?”, protestó Juan porque volviera a llamarlo ahora así. Pero ya estaba transigiendo. Con una mano se levantaba la polla y con la otra se palpaba los huevos. “¿Así dices?”. Aunque Juan llegó a lamentar que tuviera la  polla tan grande como decía Manuel. Pero ni a él se le podía escapar que Manuel seguiría insaciable. Agachado y con la cara cada vez más cerca, mientras se iba tocando por abajo observó: “Te asoma casi todo el capullo ¿Te hiciste la fimosis?”. “Hace muchísimo tiempo. Pero no me quitaron toda la piel”, contestó paciente Juan. “No te costará sacarlo entero. A ver…” Antes de que Manuel lo comprobara por sí mismo, Juan corrió ligeramente la piel y mostró el capullo al completo. “Me gusta cómo te queda… ¿Crees que me tendría que hacer los mismo?”, dijo Manuel. Juan cayó en la trampa e involuntariamente se le fue la mirada hacia abajo. Manuel había sacado ya la polla, tiesa y descapullada, por encima de los bóxers.  “No lo parece”, zanjó Juan, indefenso ante el tropel de ocurrencias con que lo asaetaba Manuel.

Para colmo, los nervios, lo toqueteos y la vejiga le jugaron una mala e inoportuna pasada a Juan, que avergonzado tuvo que decir: “Perdona, pero voy a tener que ir a orinar”. Ingenuo él, no se esperó la inmediata reacción de Manuel: “¡Estupendo! Vamos al baño”. “¿Eso también?”, se alarmó Juan. “Ya que no quieres que vea cómo echas otra cosa por el capullo, al menos podré ver cómo te sale el chorro de esa polla tan grande”. Juan, ya con cierta urgencia, solo dijo: “¡Vaya capricho!”. “¡Venga!”, se apuntó decidido Manuel precediéndolo.

Manuel tomó posiciones a un lado del wáter y levantó la tapa. Juan, aunque abochornado por este retorcido antojo de Manuel, se colocó de frente dócilmente, cogida la polla con dos dedos para apuntar. “Veremos si me sale contigo ahí delante”, advirtió. “¡Venga, que vas a poder!”, lo animó Manuel. Juan, para estimularse, dejó todo el capullo al descubierto y sacudió ligeramente la polla. “¡Cómo me gusta eso que haces! ¡Qué gordo lo tienes!”, comentó Manuel. “Espera un momento. Ya va a salir”, dijo Juan para calmarlo. Por fin débilmente al principio empezó a brotar el chorro, pero enseguida adquirió potencia formando una curva orientada a la taza del wáter. Juan soltó un suspiro. “¡Hala, ahí lo tienes!”. “Me encanta y me está excitando cantidad ¡Gracias!”. Pero cuando el caudal mermó, Manuel de repente agarró los muslos de Juan y lo hizo girar hacia él. “¡Eh, que aún gotea!”, exclamó Juan sobresaltado. Pero Manuel, rápidamente, acercó la cara y alcanzó a darle un lametón al capullo. Juan, paralizado por el estupor, no supo reaccionar. Ni siquiera cuando, sobrepasando los límites que había tratado de imponer, los labios de Manuel se ciñeron al capullo. “¡¿Qué haces?¡ Te dije que de eso nada”. Manuel se apartó ya y, relamiéndose, miró a Juan con una sonrisa cínica. “No te he tocado con las manos. De la boca no habías dicho nada”. “Pero además ha sido una cochinada”, lo reprendió Juan. “No es para tanto y no tiene mal sabor”, alegó Manuel con descaro, “He visto que hasta se mean directamente en la boca”. “¿De dónde sacarás tú eso”, solo pudo comentar Juan que, superado, optó por pasar página. “¡Venga, va! ¿Te harás la paja de una vez?”.

Sin embargo Manuel, que ya había prescindido de los bóxers y mantenía la polla tiesa, no iba a dar tregua tan fácilmente a su falso padre, al que había erigido en tótem de su efervescencia sexual. Juan había cortado un trozo de papel higiénico para limpiarse los restos de pis y babas, y en un gesto mínimo de pudor –“A buenas horas”, ironizó para sí mismo–, le dio la espalda al agazapado Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrarse a las pantorrillas de Juan, a quien, por lo inesperado del gesto, se le doblaron las corvas. “¡Vaya culazo tienes! También quiero vértelo a fondo”. “¿Qué es eso de a fondo?”, se alarmó Juan. “Que me tienes que enseñar lo que se ve y lo que no se ve”, exigió Manuel. “¿Tan gordo y peludo te va a gustar?”, trató Juan de disuadirlo. “Así es como me gusta”, aseguró Manuel indomeñable, “Te voy a abrir la raja”. “¡Quietas las manos!”, soltó Juan obstinado en mantener las líneas rojas que había marcado, aunque cada vez más debilitadas. “Ya lo haré yo”, transigió acogiéndose de nuevo al paliativo del mal menor. Así que inclinó el torso con las manos en las rodillas y presentó el culo en pompa a la vista de Manuel. A éste le temblaba la voz. “¡Oh, que pedazo de culo! ¡Más, más! ¡Ábretelo!”. Transigiendo resignado Juan llevó las manos a las nalgas y las estiró hacia los lados. La escabrosa visión de la raja abierta, orlada de vello, con las pelotas colgando y el ojete fruncido destacando sonrosado, llevó al delirio a Manuel. Juan notó que acercaba la cara y pasaba la lengua por dentro. “¡Eso no!”, protestó ya con poca convicción. “No uso las manos”, arguyó cínicamente Manuel, que volvió a dar otro lametón. “Peor todavía”, le reprochó Juan, “Vas a hacer que me caiga de morros”. “Sujétate al borde de la bañera… Tu culo me ha puesto tan cachondo que me voy a correr sobre él”. “Con tal de que acabe de una vez…”, se dijo Juan, cuya cortedad de luces le hizo ignorar la vulnerabilidad de su postura. Nunca calibraba a tiempo hasta donde era capaz de llegar su hijo putativo, por más inédito que le resultara el furor sexual que estaba proyectando sobre él.

Juan apoyó la barriga en el borde de la bañera y estirando los brazos se sujetó con las manos en el borde opuesto. Manuel se agarraba la polla y la iba restregando por las nalgas peludas. “¡Oh, qué gusto!”. Juan lo apremió: “¡Venga, échamela encima!”. Ni se le ocurrió que Manuel pudiera hacer otra cosa y no le alarmó demasiado que la polla se le fuera también deslizando por la honda raja. “¿Te va a venir ya? Me está subiendo la sangre a la cabeza”, se quejó Juan de la postura forzada. Pero de pronto las manos de Manuel se plantaron como garras en los costados y la polla, centrada en el ojete, se clavó de golpe. Juan vio las estrellas. “¡Eh, para! ¡No hagas eso! ¡No puedes!”, gritó en su indefensión. “¡Lo siento! No he podido controlarme”, alegó Manuel, que se afianzaba más todavía. “¡Para! ¡Sal! ¡Esto duele!”, suplicaba Juan. “¡No puedo! Es tan bueno…”, persistía Manuel empezando a dar golpes de cadera. Ya sin palabras, Juan se limitaba a gemir y, ante la incapacidad de resistirse, optó por aflojar la tensión para paliar el dolor. “¡Cómo estoy disfrutando!”, se recreaba Manuel, “¿Tú no?”. Juan no respondió porque estaba percibiendo que, sobreponiéndose al dolor, se abría paso una sensación desconocida y extraña… ¿placentera? Por eso solo dijo: “¡Vamos, acaba!”. Lo mismo podía entenderse como el deseo de que todo aquello terminara o de que Manuel siguiera adelante hasta el final. “Me está gustando tanto… Pero ya me falta poco”, declaraba Manuel arreando con entusiasmo, mientras Juan rumiaba sus confusas sensaciones. “¡¡Ooohhh!!”, rugió al fin Manuel en una prolongada descarga. Y entonces Juan soltó: “¡Ay, ay, ay!”. Pero no era por la corrida de Manuel, sino por la suya propia que empezaba a chorrear por el borde exterior de la bañera.

Manuel soltó ya a Juan y, con juvenil facilidad de recuperación, se mostró exultante. “¡Gracias! El mejor regalo de mi vida”. Juan, con una mano todavía apoyada en la bañera, llevó un brazo hacia atrás en muda petición de ayuda para incorporarse. Manuel le tiró de la mano y, cuando Juan estuvo de pie, vio asombrado la polla que penduleaba goteando leche. “¡Anda! Si tú también te lo has pasado en grande”, exclamó divertido. “Ya ves… No me esperaba yo esto”, dijo Juan confuso y avergonzado. “¡Estupendo! Así que hemos compartido el regalo de cumpleaños”, rio Manuel. Y sorpresa sobre sorpresa, se agachó ante Juan y comentó: “Así que hasta te has empalmado ¿eh? Me encanta”. Juan, ya sin fuerza moral para nada, dejó que se la sacudiera y le lamiera el capullo. “¡Qué rica tu leche! Lo que voy a disfrutar sacándotela de esta polla tan gorda”. Juan se limitó a suspirar y sintió vértigo al intuir que aquello no iba a ser cosa de un día.

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Juan había quedado sumido en un mar de confusiones. Él, que siempre había procurado no complicarse la vida y dejar hacer a los demás. ¿Cómo podía haberlo enredado de esa manera el hijo de su madre? ¿Todas sus muestras de cariño iban en esa dirección y él sin enterarse? En cuanto ha tenido dieciocho años ¡hala! Y dejando claro que no había lazos de sangre por medio. Bien que me dejó sin argumentos serios para negarme a sus pretensiones. Vale que sea gay, pero esa fijación en un tipo como yo ¿quién la puede entender? ¡Cómo se excitaba a medida que le iba enseñando mis intimidades! Y yo dejando que me hiciera cosas para no incumplir la promesa que en mala hora se me ocurrió hacerle. Hasta que al final ¡zumba!, a darme por el culo ¡Cómo podía imaginar algo así a estas alturas…!

Pero las elucubraciones de Juan derivaron también hacia otros derroteros aún más sorprendentes. ¿Cómo es que le seguí el juego sin apenas cuestionarlo? Porque mira que le iba dando facilidades para que me viera todo lo que pedía. Que me toque los huevos, que saque el capullo, que eche una meada, que me abra la raja del culo… Para colmo los chupetones que el muy cochino me daba en cuanto bajaba la guardia. Y yo viendo cómo se la iba meneando a mi costa. Pero lo que me hizo al final fue una auténtica violación. Y bien que la aguanté, con lo que me dolía… Ahora bien ¿cómo es posible que, a pesar de todo, llegara a tener un orgasmo como el que me estalló de pronto, el más fuerte que he tenido en mi vida? Es que, doliendo y todo, me entró una excitación increíble. ¡Vaya si se dio cuenta Manuel de la corrida que había tenido! Como para reñirle porque se había pasado dándome por el culo. ¿Sería verdad que se estrenaba conmigo? Porque el chaval se las sabía todas.

Sin embargo Juan tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de su mente estos pensamientos, porque se dio cuenta de que le estaban provocando una fuerte erección. Con lo poco que se había preocupado por el sexo desde hacía mucho tiempo… Y lo del dichoso Manuel era tan extraño para él… Porque además ahora se preguntaba en qué plan vendría el chico la próxima vez que lo visitara ¿Habría dado la promesa por cumplida? Con lo empecinado que era cuando quería una cosa, cabía ponerlo en duda. ¿Y él? ¿Se dejaría llevar como de costumbre? No se atrevió a responderse.

Manuel no tardó mucho en anunciar su visita. “Ya no tengo que pedirle permiso a mi madre”, presumió de su mayoría de edad. No por esperada la noticia no dejó de recibirla Juan con desazón. Incapaz de plantearse previamente cuál debía ser su actitud, optó por el británico wait and see. Al fin y al cabo Manuel había demostrado saber el manejo de una situación tan extraña mejor de lo que podía hacerlo él. Como suponía que los planes no consistirían en salir, se vistió con su chándal de estar por casa y sin calzoncillos debajo. Por simple comodidad, se dijo.

Manuel llegó rebosante de energía y, para inquietud de Juan, descaradamente cariñoso. En lugar de los tradicionales besos en las dos mejillas, fue directo a juntar los labios y a Juan le pareció que la lengua de Manuel hurgaba entre sus dientes. Juan preguntó lo que solía en otras ocasiones pero que ahora no dejaba de sonar como ingenuo: “¿Qué te apetecerá que hagamos hoy?”. Manuel rio. “¿Tú qué crees? Nos quedaron pendientes muchas cosas”. Juan no se apeó de la higuera. “¿Como qué?”. Manuel no se mordió la lengua. “El otro día estabas muy estrecho. No me dejabas tocarte”. “Pero usaste otras cosas ¡y de qué manera!...No hagas que te las recuerde”, replicó Juan queriendo dar un tono desinhibido. Incluso se atrevió a preguntar: “¿Tú cómo sabes todas estas cosas?”. Manuel rio. “En internet se encuentran a toneladas y para todos los gustos. Si supieras la de hombres como tú, y más gordos y mayores, que se ven haciendo de todo. Ahí se aprende mucho”. “Eso parece… Nunca se me habría ocurrido”, reconoció Juan. “Pero siempre imaginaba hacer todo eso contigo”, puntualizó Manuel. Juan tragó saliva. “Yo es que eso…”. “No lo dirás por la corrida que largaste”, replicó Manuel, “Si te pasó algo así es porque te gustaría”. “Todavía no lo sé”, confesó Juan. “Predispuesto sí que parecías… Ya te ayudaré a salir de dudas”. La seguridad de Manuel iba removiendo la indefinición de Juan. Éste, ni siquiera en su época de casado, había puesto demasiado interés en el sexo. Y cuando su mujer fue retrayéndose, se conformó fácilmente. Ahora Manuel aparecía avivándole la curiosidad y el corazón se le aceleraba recordando el orgasmo que le había hecho tener.

“Me vas a dejar jugar contigo ¿verdad?”, dijo Manuel insinuante. Juan echo mano de una ironía laxa. “¿Quieres hacer conmigo lo que ves en internet?”. “Ya hice la prueba el otro día y parece que no fue nada mal”, contestó Manuel incisivo. Juan se sentía abrumado por situación tan comprometida y, en un intento de sortearla, preguntó: “¿Qué pasaría si te digo que más cosas de esas conmigo no?”. “Que no te creería”, fue la rotunda respuesta de Manuel. Juan aún se permitió reflexionar: “El mundo al revés. En lugar de que sea el hombre experto y bregado quien seduzca al joven ingenuo e inexperto, aquí es a la inversa”. Manuel rio. “No hay reglas fijas para eso”. “Y también me conoces de sobra para saber que el ‘no’ nunca me ha funcionado contigo”, fue la  escapista conclusión de Juan.

Manuel se le acercó. “Te voy a desnudar… Eso no te vendrá tan de nuevo”, bromeó, “Luego me lo podrás hacer a mí”. Pero, dudando de que Juan tomara esa iniciativa, añadió: “Si no, lo haré yo”. Esta vez Manuel iba a tenerlo fácil. Juan dejó resignado que le bajara la cremallera y le quitara la parte superior del chándal. Manuel se paró un momento contemplando el torso tetudo y velludo, y luego le plantó una mano en cada teta. “Hoy ya no me vas a prohibir que te toque ¿verdad?”. Juan eludió contestar y solo comentó: “Entiendo que te gusten los hombres, pero con este barrigón que tengo…”. “Ese es tu encanto y quiero disfrutarte entero”, replicó Manuel que, tras palpar las tetas, se puso decidido a chupetear los pezones. “¡Uy, que me haces cosquillas!”, se quejó tibiamente Juan. Manuel lo miró sonriente. “Ha sido solo un aperitivo”.

El pantalón de chándal se ligaba con una cinta. Manuel no tuvo más que deshacer el lazo y aflojar la cintura para que se deslizara hasta los pies. Al ver que Juan no llevaba calzoncillos, dijo divertido: “¡Anda! Te habías preparado para mí ¿eh?”. Juan replicó sin que sonara demasiado convincente: “Es más cómodo para andar por casa”. “¡Claro!”, rio Manuel, “Mejor llevar suelto ese pollón que tienes”. “No exageres”, dijo Juan azorado. Pero lo que ahora resaltaba entre sus muslos daba fe de la apreciación de Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrar la polla. “¡Que ganas tenía de tenerla en mis manos!”. “A ver lo que haces ¿eh?”, advirtió Juan sin mucha convicción. “¿Qué es lo que me vas a prohibir hoy?”, lo desafió Manuel. “Y yo que sé”, contestó Juan hecho un lío. No hizo ya el menor gesto cuando Manuel empezó a frotarle la polla, convencido de que poco efecto le iba a hacer algo así. Pero se precipitó al quitarle importancia. “Ya ves que sigo igual”. Manuel lo contradijo: “¡Si se te ha puesto dura… y de qué manera!”. Juan, incrédulo, miró hacia abajo y pudo ver que, más allá del abultamiento de su barriga, sobresalía su polla bien tiesa. No obstante quiso persistir en su ingenua tozudez y dijo tontamente: “Es que me pones nervioso”. Enseguida, antes de que Manuel insistiera en lo evidente, se salió por la tangente. “¿Tú no te ibas a desnudar también?”.

Esto al menos le sirvió para escurrirse y, deseoso de disimular su erección, se sentó en el sofá mientras Manuel se iba desnudando. La visión de su cuerpo llenito y ya con algo de vello hizo pensar a Juan que él de joven era así. Y de pronto le cruzó la mente una idea que le produjo escalofríos: “¿Y si…?”. Pero enseguida pudo desecharla razonando para sí: “¡Imposible! No follé con la madre hasta bastante después de que pariera a Manuel… y tampoco es que lo hiciera demasiado más adelante”. Ya estaba Manuel en cueros y con la polla juvenil en plena forma. Sin embargo, cosa rara en él, se mostró algo cohibido. “En comparación contigo cualquiera se acompleja”. Juan quiso animarlo. “Eso no tiene tanta importancia… Mira lo que me hiciste el otro día”. Se arrepintió inmediatamente de este recordatorio y, para salvar la situación, le dijo señalando a su lado en el sofá: “Anda, siéntate aquí”.

Manuel se arrimó tanto a Juan que éste tuvo que subir un brazo y pasárselo por los hombros. Manuel aprovechó entonces para chuparle una teta y darle lamidas hasta la axila. “Mira que eres”, le recriminó paciente Juan. Pero Manuel lo que hizo a continuación fue quitarle el brazo de sus hombros y, superado ya el momentáneo complejo de inferioridad, llevarle la mano sobre su propia polla. Juan se sobresaltó. “¿También te tengo que tocar yo?”, preguntó como si se tratara de un nuevo deber y sin llegar a apartar la mano. “¿Por qué no?”, replicó Manuel con descaro, “Si ya la tuviste en tu culo… Y bien que la disfrutaste”. “Aún no sé cómo me pudo pasar aquello”, musitó Juan. “¡Y dale con eso!”, lo reprendió Manuel, “Ahora cógemela sin miedo, que es más sencillo”. Apretó la mano de Juan, que seguía inerte, e hizo que cerrara los dedos en torno a la polla. “¿Qué notas?”, le preguntó. “Que está dura”, contestó Juan como si hiciera un descubrimiento. “No te va a morder si la frotas un poco”, insistió Manuel. Juan dio unos tímidos pases a la polla. “¿Cómo? ¿Así?”, volvió a preguntar para que Manuel lo guiara. “No sabes el gusto que me estás dando”, dijo Manuel. “No pretenderás que te haga una paja”, advirtió Juan con uno de esos límites que Manuel iba rebasando con facilidad. “Ahora no”, precisó Manuel, “Es un toma y daca: yo te la he puesto dura a ti y tú me la pones a mí”. “¡Vale! Pues ya está ¿no?”, intentó Juan zanjar la cuestión. Todavía se empeñaba en considerar que, aparte de alguna reacción natural debida más que nada a los nervios, aquello no le estaba afectando gran cosa.

No era esa la percepción de Manuel, dispuesto a profundizar en el disfrute de Juan. Se levantó para arrodillarse delante  y separarle las piernas, que Juan había apretado para disimular la erección. ¿Le duraba todavía el efecto de los frotes que le había dado Manuel o se le había reavivado al hacérselo él? Ni él mismo lo sabía… El cuándo no le interesaba a Manuel que tomó la polla entre las manos y de nuevo mostró su admiración. “Ni en las pelis porno tienen los tíos un pollón como éste”. La frotó con deleite y Juan preguntó inquieto: “¿Ahora vas a hacerme una paja tú a mí?”. “Nada de pajas”, contestó Manuel, “Otra cosa que te va a gustar mucho más… y a mí no te digo”. A continuación puso los labios sobre el capullo y fue sorbiéndolo hasta meterse casi media polla, para desconcierto de Juan. Hasta entonces Manuel solo le había dado algún lametón o breves chupadas al capullo, pero eso… Sin embargo solo se le ocurrió decir: “Te vas a atragantar”. Manuel soltó la polla y lo miró sonriente: “¡Qué cosa más grande! Casi no me cabe en la boca… Verás lo que vas a disfrutar”. Se amorró de nuevo y combinaba mamadas de todo lo que le cabía con lamidas al capullo y al tronco de la gruesa polla. Cuando descansaba la boca, frotaba enérgicamente. Todas estas manipulaciones tenían abrumado a Juan, al que nunca en su vida le habían hecho una mamada, al menos que él recordara, y un hombre, seguro que no. Pero tampoco le habían dado por el culo hasta que Manuel lo pilló por sorpresa. Así que, inmóvil, se debatía entre pararlo de alguna forma o dejarle hacer y ver hasta dónde era capaz de llegar. Como esto último era lo más fácil fue por lo que optó. Pero es que además notaba que la polla se le ponía cada vez más tensa e iba percibiendo una sensación que no se atrevía a llamar excitación, aunque se parecía a la que había tenido inopinadamente cuando Manuel lo enculaba.

Ya no pudo pensar más porque aquel efecto subía y subía provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Manuel, que percibió sus temblores, pausó la mamada y, el muy perverso, dijo a Juan: “¿Quieres ver todo lo que te va a salir?”. Cada vez iba dando más frotes que chupadas, tal vez porque también quería ver la eclosión de Juan, o quizás por medir previamente lo que su boca sería capaz de engullir, si Juan expulsaba leche en proporción a las dimensiones de la polla. “¡Qué barbaridad!”, exclamó Juan, “¡Ya no me aguanto!”. Entonces Manuel, sin llegar a cerrar los labios sobre el capullo, mantuvo cerca la cara mientras seguía frotando la polla. La corrida de Juan fue pautada, en sucesivos borbotones que iban rebosando el capullo, precedidos por fuertes estremecimientos y resoplidos. En cuanto Manuel vio cómo iba, ya sí que se amorró para no desperdiciar la leche. Esto sorprendió a Juan casi más que la intensidad de su corrida y, con las pocas fuerzas que le quedaban, trató de disuadirlo. “¿Qué haces? ¿Te la estás tragando? ¡Deja de hacer eso!”. Pero Manuel no cejaba en su empeño y, solo cuando hubo dejado la leche bien rebañada, soltó la polla y miró a Juan con cara de satisfacción. “¡Cómo me ha gustado! ¡Está riquísima!”. “¡Vaya cochinada!”, le reprochó Juan. Manuel se levantó ya y todavía entre las piernas de Juan, le preguntó con pillería: “¿Y tú qué? ¿Serás capaz de decir que no te lo has pasado en grande?”. Juan contestó con ambigüedad: “Con todo lo que me has hecho ¿qué otra cosa me podía pasar?”. Pero en su mente se abría paso una constatación: “¡Qué gustazo!”.

Juan, con el cuerpo que le pesaba, hizo un esfuerzo para levantarse del sofá. “Voy a limpiarme un poco ¿vale?”, dijo como pidiendo permiso a Manuel. Éste, todavía regodeándose en la mamada, lo dejó hacer sin irle detrás. Pero ya tramaba cómo seguir dándole caña a Juan. Cuando éste volvió más entonado, Manuel  se hizo el comprensivo. “Después de la corrida tan buena que has tenido ¿no te vendría bien descansar un rato en tu cama?”. A Juan le sonó un tanto insólita la propuesta, que incluso le pareció que lo minusvaloraba. “¿Por qué? ¿Tan poco aguante crees que tengo?”. “¡Para nada, hombre! Si éstas hecho un toro”, dijo Manuel adulador. Pero enseñó sus cartas: “Yo te podría acompañar y así los dos estaríamos más cómodos…”. Era un paso más en su acoso y derribo a Juan: meterse en su cama. A Juan no le escapó este detalle y comentó con cierta ironía: “No sé yo si tendría mucho descanso”. Pero si Manuel se empeñaba…

En efecto, Juan se dejó conducir hasta su dormitorio y, ya en él, asumió que, aun en ese reducto íntimo desde hacía mucho tiempo, volvía a quedar atrapado por los caprichos de Manuel. “Me acuesto entonces ¿no?”, dijo condescendiente y se tendió en la cama mansamente expuesto a la insaciable incontinencia de Manuel. Para éste, tenerlo allí en su solitaria cama, era una triunfo que no iba a desperdiciar. Enseguida se subió para estrecharse contra Juan, que se sintió obligado, o tal vez ya no tanto, a pasarle un brazo por los hombros. A Manuel, que todavía conservaba incólume toda su energía, le excitó tremendamente estar así abrazados y su erección se hizo patente. Por si Juan no se había percatado, le tomó la mano libre y la llevó a su polla. “Mira cómo me has vuelto a poner”, le hizo notar. Juan se la palpó ya sin reservas e, inesperadamente incluso para él mismo, se oyó decir: “En un momento u otro vas a querer que te haga lo mismo que me has hecho hace un rato ¿verdad?”. A Manuel le sorprendió gratamente lo que cabía entender como una iniciativa de Juan y preguntó sonriente: “¿Cómo lo sabes?”. “Te voy conociendo”, ironizó Juan, “No lo haré tan bien como tú”. “Todo es empezar”, replicó Manuel entusiasmado, que ya se estaba arrodillando frente a la cara de Juan.

Juan sujetó la polla tiesa con una mano y fue acercándole la boca. Entreabrió los labios y cercó con ellos el capullo. Se quedó quieto como si quisiera asimilar lo que estaba haciendo. Manuel entonces fue empujando para que la polla se metiera más. “¡Así, así!”. Juan temía atragantarse y, al mover la lengua como freno, dio lugar a que Manuel exclamara: “¡Qué bien lo haces!”. Entre los vaivenes de Manuel y los manejos de Juan con labios y lengua para que la polla no se le escapara, la mamada estaba funcionando. “¡Qué gusto me estás dando!”, confirmó Manuel. Sin embargo Juan pensó que sus habilidades no eran tantas como para provocarle la corrida, aunque no le repeliera recibirla en su boca, pues a esas alturas asumía cada vez con más naturalidad todo cuanto iba descubriendo con Manuel. De ahí que le viniera una idea que ni él mismo sabía si era para que Manuel disfrutara mejor o por un repentino y descontrolado deseo que sintió. El caso fue que, sacándose la polla de la boca, dijo: “¿No preferirías ya acabar como hiciste el otro día en el baño?”. Manuel, con la calentura a tope, no dejó de sorprenderse y preguntó a su vez: “¿Quieres que te folle?”. “¿Por qué no ahora?”, contestó Juan resuelto, “¿Es que no pensabas volver a hacérmelo?”. “Me alegro de que me lo pidas tú”, reconoció Manuel, “Tan mal no te fue ¿verdad?”. A Juan se le sobrepuso el recuerdo de la corrida espontánea que le había provocado al de la inicial sensación dolorosa. Así que se fue girando para presentarle el culo a Manuel.

“¿Está bien así?”, preguntó Juan estirado bocabajo sobre la cama. Pero Manuel quiso mejorar la pose. “Si subes las rodillas será más cómodo”. Juan obedeció y con el cuerpo inclinado hacia delante quedó con el culo en pompa. “¡Qué miedo me das!”, soltó con sentimiento. “¡Cómo me gusta tu culo!”, exclamó Manuel sin hacerle caso. “Tan gordo no sé yo… Pero ve con cuidado ¿eh?”, pidió Juan. Esta vez no se trataba de un ataque a traición, aunque casi lo habría preferido para que lo que más temía pasara rápido. Manuel lo montó y, aunque lleno de excitación, no fue tan brusco como en la primera ocasión. A medida que iba empujando, Juan emitía un sonido como el de un globo que se deshinchara. “¡Uhhh… uhhh… uhhh…!”. Hasta que, al llegar Manuel al tope, suspiró con fuerza: “¡Oooh!”. “¿A que te gusta?”, dijo Manuel satisfecho. “Si tú lo dices…”, replicó Juan, “A ver lo que haces ahora”. Era obvio que la pretensión de Manuel era darle arremetidas cada vez más intensas, sonorizadas por suaves quejidos de Juan. Manuel, que tenía presente lo que le pasó a éste cuando se lo folló por sorpresa, no se privó de preguntarle: “Se te está poniendo dura”. “Creo que sí”, susurró Juan. “Me falta poco para correrme… ¿Lo harás tú también?”. “No lo sé… Tu ve a la tuyo”, replicó Juan agobiado. “¡Uy, ya me viene!”, avisó por fin Manuel. Juan resistió con firmeza los últimos embates de Manuel, cuya polla fue ya saliéndose de culo. “¡Qué gozada!”, exclamó.

Juan, al sentirse libre, fue poniéndose lentamente bocarriba y, en efecto, su erección era evidente. Manuel enseguida observó: “Pero no te has corrido ¿verdad?”. Juan alegó como disculpándose: “Si lo había hecho hace un rato con tu mamada… No iba a repetir tan pronto”. No obstante se llevó una mano a la polla y reconoció casi avergonzado: “Pero ganas no me faltan”. “Pues no te prives”, rio Manuel, “¿Quieres que te ayude?”. Con una envidiable capacidad de recuperación apartó la mano de Juan y le agarró la polla. “Me encanta lo dura que se te pone cuando te doy por el culo”, celebró. Y ofreció generoso: “Una pajita suave a ver si te sale ¿vale?”. “Como quieras… Si no ya lo haré yo”, dijo anhelante Juan que parecía con prisa por aliviarse. En realidad se fueron alternando, tomándolo Manuel más bien como un morboso juego al ver a Juan completamente entregado ya a lo que él tanto había buscado con sus persistentes tretas. Su falso padre se había convertido en su deseado amante. Para reafirmarlo, malévolamente dejó que fuera el propio Juan quien acabara la paja con un ansia febril. Cuando Juan al fin se corrió, gimoteó exhausto: “¡Cómo llegas a ponerme! ¿Qué has hecho conmigo?”. Manuel calló de momento, porque dio prioridad a lamer la leche derramada en el pubis de Juan. Pero luego lo miró sonriente y, con uno de esos destellos de madurez de que hacía gala, alegó: “Igual he descubierto algo que no sabías de ti mismo”. “Será eso”, replicó Juan con ironía. Pero el agotamiento, y también la relajación tras haber quedado satisfecho, hicieron que los ojos se le fueran cerrando. Cuando Juan empezó a resoplar, Manuel fue empujándolo suavemente para hacerle quedar de costado. Lo abrazó por detrás y amoldó su cuerpo a las curvas de Juan. Así se fue durmiendo también.

Manuel decidió irse a vivir a casa de Juan, con gran disgusto de la madre, que no sospechaba lo más mínimo del verdadero motivo. “¡Eso! Para que te siga dando todos tus caprichos… Así nunca madurarás”, le recriminó. Por su parte Juan, como de costumbre no dijo ni que sí ni que no. Sin embargo entendió que Manuel, todo y su bisoñez vital, le daba sopa con honda en materia de sexo. Y tal constatación ya no le infundía temor.