Ésta es una de tus aventuras más pintorescas:
En el correo electrónico a través del cual me llegan los contactos con clientes encontré un mensaje un tanto misterioso en el que se me explicaba que el directivo de una importante firma multinacional estaba pasando unos días en un palacete en las afueras de la cuidad. Requiriendo la máxima discreción, estaba interesado en recibir la visita un hombre maduro, robusto y de una gran virilidad. Por los informes recabados de conocidos comunes, yo podría ser la persona más indicada para atender sus apetencias. Se garantizaba una generosa contraprestación. Sin firma, se pedía que contestara en caso de aceptar el acuerdo. Entonces se me notificaría la dirección, así como día y hora de mi servicio. Aunque recelaba que se tratara de un encuentro excesivamente convencional, ya que prefiero los clientes imaginativos, que me sorprendan y con los que pueda desplegar mis fantasías, el encargo resultaba tentador y el halo de misterio que lo envolvía añadía un acicate para que me decidiera a dar mi conformidad. La respuesta con la información necesaria fue inmediata, y se insistía en la discreción.
Llegado el momento me presenté, vestido informal pero correcto, en el palacete donde tendría lugar la cita. Quien abrió la imponente puerta reunía todas las características propias de un mayordomo inglés, tanto en indumentaria como en porte. Alto, fornido y de mediana edad, con cabello rojizo muy corto y sienes canosas, sus modales eran ceremoniosos. Me informó de que el señor estaba todavía atendiendo unos asuntos y que, entretanto, él era el encargado de prepararme para que todo resultara satisfactorio. Intrigado por la clase de preparación requerida, aún me extrañó más que me condujera a una especie de “office” separado por una vidriera translúcida de lo que debía ser la cocina. En el mobiliario clásico destacaban una larga mesa de madera antigua y un gran espejo sobre uno de los aparadores. No me pareció el sitio más adecuado como sala de espera y casi me sentí algo ofendido. Pero lo más sorprendente vino a continuación.
Consciente de mi perplejidad el mayordomo, muy persuasivamente, comenzó a explicarme que, aunque mis referencias eran de absoluta garantía, su misión era comprobar que todo estuviera en orden. Pronto comprendí que ese “todo” se refería a mi cuerpo. Empezó mirando atentamente mi cara e, incluso, me acarició la mejilla perfectamente rasurada. Sonrió y me dijo que era realmente guapo. Algo cortado me dijo que ahora había que proceder con el resto. Pidió que me desvistiera y hasta me ayudó con los zapatos. Enseguida estuve ante él completamente desnudo, cosa a la que no doy la menor importancia. Aunque estar en pelotas frente al alguien tan vestido siempre tiene su morbo.
Tranquilamente me puse a su disposición para que examinara cuanto quisiera. Solo me seguía pareciendo insólito el lugar elegido. Primero me miraba de arriba abajo girando a mi alrededor. Luego con un “permita” y sin esperar mi respuesta empezó a palparme con gran soltura. Aunque actuaba en plan muy profesional pensé que era lo más parecido a un magreo, lo que no dejaba de resultarme agradable. Sobre todo por la delicadeza con que operaba pese a no pasar nada por alto. Probaba la consistencia de mis brazos y los levantaba como comprobado su peso. Pasaba de manera sutil por mis sobacos y se centraba en el pecho contorneando las tetas y llegando a apretar ligeramente los pezones. Me estaba calentando pero aguanté estoicamente. Comprobaba la textura del vello en pecho y barriga, así como la profundidad del ombligo. Curiosamente se saltó mi bajo vientre para concentrarse en muslos y piernas. Como estaba agachado ante mí temí que la excitación que me iba poseyendo diera muestras evidentes ante sus ojos. Cosa que ya resultó inevitable cuando empezó a tocarme los huevos y a cogerme la polla. Ésta se puso del todo dura en su mano, pero él no se inmutó. Por el contrario dijo, como para tranquilizarme: “Es natural, señor. Además es algo que también debía comprobar. Permita que le diga que tiene un pene magnífico. Mi señor quedará encantado”. A duras penas contuve una carcajada por lo increíble de la situación.
Como yo estaba inactivo, lo impulsé para que se subiera a la mesa y allí a cuatro patas me follaba la boca y volvía a comerme la polla. Me ardía ya el culo y me vino el deseo imperioso de que su polla pasara de mi boca a mi trasero. Así que me impulsé para tener el cuerpo completo sobre la mesa y me coloqué a mi vez a cuatro patas. Él pasó detrás de mí y, cuando me la iba a meter, nos sobresaltamos –o al menos lo hice yo– al oír unos ligeros golpes en la vidriera que daba a la cocina.
Terminadas sus manipulaciones el cocinero levantó la vista y pareció percatarse de mi existencia por primera vez. Sin dejar de batir el cuenco fue acercándose y rodeando la mesa con la mirada clavada en mi culo y en mi polla colgante. Con el batidor me lanzó un pegote a la raja y, quitándose el estorboso gorro, se puso a lamerlo. Tarea en la que al poco le sustituyó el mayordomo, aprovechando el otro para meter la cabeza entre mis piernas y chuparme la polla. Sabiendo ya de qué iba la cosa me sentí más a gusto y deseoso de que el mayordomo consumase lo que había quedado interrumpido. Rehice mi posición para facilitar que volviera sobre la mesa y, en esos pocos segundos, el cocinero ya se había quedado completamente en pelotas. Al ver lo que íbamos a hacer, cogió la polla del mayordomo y le ayudó a metérmela entre los restos de la nata. Era lo que necesitaba, porque el instrumento me encajaba muy bien y él lo movía con mucho estilo.
Bajé también de la mesa para desentumecerme y quedó solo el oriental casi pataleando de lo caliente que estaba. No dispuesto a quedarse solo con minucias, fue resbalando hasta dejar el culo bien expuesto. Redondo y terso como se ofrecía inflamó mi deseo, pero necesitaba acabar de recuperarme. El mayordomo, solícito, se hizo cargo de la situación y, restregando su pecho con el mío, fue bajando hasta hacerme una mamada que puso mi polla a punto de tiro. Caí sobre el cocinero que dio un respingo al sentir mi embestida. El mayordomo lo iba acariciando mientras yo lo follaba agarrado a sus caderas. No se me ocurrió pedir permiso para la corrida que descargué, que fue simultánea al chorro de leche que soltó el pito del cocinero.
Curiosamente, a los pocos segundos, volvió a sonar el teléfono y el mayordomo recibió instrucciones. Me trasmitió las excusas definitivas del señor y su pesar por haberme hecho perder el tiempo –evidentemente no hubo tal cosa–. A la vez me hacía entrega de un sobre que sacó de un cajón con la cantidad que se me había prometido. Bueno, tampoco era para quejarme. Así que me vestí y el mayordomo, para no hacerme esperar por su más complicado atuendo, se disculpó por no acompañarme a la salida que yo ya conocía. Tal vez aprovecharían para seguir la juerga por su cuenta.
Volviendo a casa no dejaba de rememorar lo sucedido y me rondaba la cabeza que hubiera gato encerrado. Fuera lo que fuese, me lo había pasado bien –quizás con el señor habría sido más aburrido– y había cobrado lo mismo.
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