martes, 24 de noviembre de 2020

Toda una experiencia vital

Un lector anónimo de mi blog me hizo un envío muy sorprendente. Me decía que se había sentido identificado en muchos de mis relatos y eso lo había animado a poner por escrito una de las experiencias que más había marcado su vida. Me interesó la minuciosidad con que plasmaba sus recuerdos y su visión distanciada de los mismos. Por ello le pedí su autorización para reproducirlo en mi blog tal como había llegado a mis manos.

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Me llamo Pedro y hasta cerca de los cuarenta años no empecé a salir del armario. Pero cuando lo hice, tal como lo había deseado, quise recuperar el tiempo perdido. Y a ello ayudó mi traslado a una gran ciudad, en la que se me abrieron las puertas a lo que hasta entonces me había parecido inaccesible en el pueblo en que vivía. Allí me debatía en una difusa bisexualidad y me resultaba más fácil relacionarme con mujeres. Tirando a robusto y guapetón, incluso mi incipiente calvicie parecía darme un toque de respetabilidad que las atraía. Llegué a estar liado con una mujer varios años mayor que yo y con eso me iba conformando. Me costaba asimilar sin embargo la conmoción interna que me causaba la visión de cierto tipo de hombres maduros, con fantasías y preguntas para las que no encontraba respuesta: ¿Cómo sería desnudo?, ¿Podría atraerlo alguien como yo?... Solo en una ocasión tuve un fugaz encuentro que, no obstante, me dejó marcado. Fue en los servicios de la estación de autobuses, donde tenía que recoger un paquete. Como no sabía si habría de esperar mucho, pensé en aliviar mi vejiga. Había un hombre bastante mayor que yo y algo grueso. Aunque ocupé un urinario apartado del suyo, enseguida me di cuenta de me miraba con un interés que me puso la piel de gallina. De pronto me hizo un gesto con una leve sonrisa mientras se desplazaba para entrar en uno de los retretes. Dejó la puerta entornada y solo entonces comprendí a lo que me invitaba. El corazón me latía con fuerza y supe ya que no podía sino seguir al hombre. Abrí la puerta con cautela y allí me esperaba, con los pantalones bajados y la polla erecta. Paralizado, oí que decía con tono imperioso: “¡Pasa y cierra!”. Tras obedecer, instintivamente me arrodillé ante él y, sin dudarlo, me metí la polla en la boca. La mamaba con tal ansia que el hombre se rio: “Sí que tenías ganas… ¡Chupa, chupa!”. Cuando la boca se me llenó de leche, me sentí pletórico ¡Había deseado tanto algo así! Apenas percibí que el hombre se subía los pantalones, me bordeaba y salía. Al quedar solo, volví a encerrarme y, desbordado por la excitación, me masturbé hasta quedar extenuado.

Mi fugaz aventura con aquel hombre no dejó de parecerme una rara avis encontrada por casualidad. Lo cual me llenaba de desazón. Había hecho realidad lo que tanto deseaba pero ¿qué continuidad podía tener en la plana existencia en que transcurría mi vida? La oportunidad que tuve de irme a vivir a la gran ciudad fue providencial al respecto… Y obviaré cómo fui adentrándome en el mundo del sexo tal como yo lo buscaba para centrarme en la vivencia particular que quiero relatar:

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Hacía poco que había empezado a ir a una sauna. Era algo distinto a lo que había hecho hasta entonces. En los bares que pronto aprendí a frecuentar, las relaciones eran más personales y, si acaso, llegaban a llevarme a algún piso para un revolcón (Como pasó con el tío que me desvirgó, dándome a conocer una nueva fuente de placer inesperada) En la sauna lo que hacía era meterme en la sala de vapor o en el cuarto oscuro y dejarme meter mano por quien fuera. Luego me iba a una cabina y me tumbaba desnudo bocabajo. Como dejaba la puerta abierta, casi siempre había alguno que se decidía a entrar. Se me echaba encima y, ante mi actitud pasiva y receptiva, me follaba y se iba al acabar. Otros preferían darme la vuelta y hacerme una mamada. Si no me había llegado a correr, volvía al vapor y me la meneaba mientras me sobaban o, si me la chupaban bien, me dejaba ir en la boca del que fuera. Todo muy impersonal, pero tenía un morbo nuevo y me gustaba.

Una vez en que estaba en el bar, tomaba una copa en la barra y, cuando fui a enseñarle mi número de cabina al camarero, me dijo: “Está apuntada a aquel señor”. Me señaló uno de los sofás, en el que se sentaba un hombre mayor y gordote que me miraba. Me acerqué con la copa en la mano y le sonreí: “Muchas gracias”. “Gracias a ti, que estás muy bueno”, replicó tocando el lado libre del sofá. Me senté y entre los dos lo llenábamos. Enseguida me puso una mano en el muslo y me salió decirle: “Así que te gusto ¿eh?”. Estiró los dedos por debajo del paño y me rozó la polla diciendo: “Quiero verte mejor”. Aunque yo no sabía en ese momento si él me gustaba, me dejé llevar: “Habríamos de ir a otro sitio”. “¡Vamos!”, dijo. Me levanté y a él le costó un poco más ponerse de pie.

En la planta del bar había un par de cabinas más iluminadas que las de abajo y entramos en una. El hombre cerró la puerta y se sentó en el camastro. Rápidamente me quitó el paño de un tirón. Me miró con una intensidad que me llenó de morbo. “¡Sí que estás bueno, sí!”, exclamó. Pero, cuando esperaba que empezara a tocarme, se echó hacia atrás, subió las piernas y se quedó tumbado. Abrió el paño hacia los lados y me dijo: “¿Me la chupas?”. Me pilló por sorpresa y miré hacia la polla, regordeta aunque flácida, sobre unos huevos con pelos canosos. Confundido, me pudo el impulso de hacer lo que me pedía. Así que me incline para coger la polla y entonces me apremió: “¡Chupa, chupa!”. Acerqué ya la boca y sorbí. Era la primera vez que se la chupaba a alguien en la sauna. Al repasarla con la lengua, noté cómo se descubría el capullo. Mamé más decidido y daba resultado, porque la polla iba engordando en mi boca. Oí: “¡Así! ¡Sigue, sigue!”. De pronto mi saliva se fue mezclando con la leche que le iba saliendo, mientras su respiración se aceleraba, acompañada con seguidos: “¡Oh, oh, oh!”, “¡Sí, sí!”. Apenas había acabado de tragar cuando pataleó para que me apartara. Con cara de pasmado, lo miré como si buscara su aprobación. “¡Qué bueno ha sido!”, dijo esforzándose para volver a sentarse y, sin solución de continuidad, me preguntó: “¿Cómo te llamas?”. “Pedro”, contesté. “Yo, Ernesto”, dijo poniéndose de pie, y añadió: “¿Nos volveremos a ver?”. Solo supe responder: “Si quieres…”.  

Ernesto salió de la cabina y solo entonces me di cuenta de lo excitado que estaba. A pesar de la actitud inesperada y distante de Ernesto, o quizás precisamente por ella, me había dejado con unas ganas imperiosas de desfogarme. No sabía por qué pero me había venido a la mente mi primera mamada en la estación de autobuses de mi pueblo. Me quedé en la cabina y, con la puerta abierta, me tumbé bocarriba, como hacía poco había estado Ernesto. Quería correrme cuanto antes y me puse a meneármela. Cuando ya tenía la polla bien dura, se asomó un tipo delgado de edad indefinida. Tampoco me fijé demasiado. Avanzó sigiloso y exclamó: “¡Vaya pedazo de polla!”. Como seguí dándome sin mirarlo, se atrevió: “¿Te ayudo?”. No contesté, pero me solté la polla. Me la agarró con una mano y siguió frotando con energía. Con los ojos cerrados iba notando cómo me llegaba el orgasmo. Me vino con una fuerza explosiva y, cuando la leche empezó a dispararse, el otro, sorprendido, fue parando. “¡Uf, qué corrida! Debías ir muy cargado”, dijo. Se limpió con papel del rollo que había en la cabina y, como yo seguía inmóvil, se despidió: “¡Hala, a descansar!”. Cuando salí de la sauna aquella tarde, me sentí incómodo. Pero no quise darle más vueltas y llegué a la conclusión de que tan solo había sido un día raro.

La semana siguiente volví a la sauna. Cuando me estaba quitando la ropa en el vestuario, se asomó Ernesto. Vino directo hacia mí y me soltó: “¡Hola, Pedro! ¿Te espero en la cabina del otro día?”. Más que a pregunta me sonó a afirmación y, como si no tuviera otra opción, dije: “Me ducho y voy para allá”. Sin poder encontrar una explicación racional, me di prisa y, renunciando al habitual paso por el vapor, subí directo a la cabina. La puerta estaba entornada y, al abrirla, tuve una sensación de déjà vu. Ernesto estaba tumbado exactamente igual que el otro día. “¿Se trataría de nuevo de una mamada aséptica?”, me pregunté. No obstante pasé y cerré la puerta. Esta vez yo mismo me quité el paño. Ernesto giró la cara para mirarme y dijo socarrón: “Eres de los que les gusta exhibirse ¿verdad?”. “Creí que te gustaba”, repliqué. “¡Y tanto que me gusta!”, afirmó, “Eres de lo mejor que he visto por aquí desde hace tiempo”. Como pensé que le halagaría, le conté: “El otro día, cuando te fuiste, me hice una paja aquí mismo”. Omití que había tenido ayuda. Ernesto rio ufano: “¿Tan caliente te puso mamármela?”. “Sería eso”, contesté. Me sorprendió al añadir él: “Pues hoy la paja te la voy a hacer yo”. “Me gustaría”, dije en un tono que sonó a súplica. Ernesto se limitó a ponerse de medio lado vuelto hacia mí y alargó una mano para agarrarme la polla. Sentí un escalofrío ante el hecho de que era la primera vez que me tocaba tan íntimamente. Mientras la sopesaba, comentó: “Tan maciza como todo tú”. No reprimí confesar: “Me pone muy caliente tu mano”. “¡Pues venga, a ver si te corres!”, dijo con media sonrisa. Se puso, no ya a frotar, sino más bien a manosear y pasar los dedos por el capullo. La apretaba y llegaba a retorcerla. Este proceder me enervaba pero, a la vez, hacía subir mi excitación, mientras lo veía con su barrigota y sus gruesas tetas, pobladas de vello entrecano. La polla se me puso dura enseguida y tardé poco en avisar: “Estoy ya muy caliente”. Me sorprendió que me soltara y se volviera a poner bocarriba. Exclamó con vehemencia: “¡Acaba tú y échamela encima!”. Con rapidez, para no cortar lo que ya me venía, acerqué la polla a sus tetas y me la meneé enérgico. Pronto la leche me fue cayendo a borbotones y enredándosele en los vellos del pecho. Aunque todavía me goteaba la polla y mi respiración seguía acelerada, me dio reparo ver cómo le había dejado el pecho. Así que cogí varios papeles del rollo que había en la cabina y me puse a limpiarlo. Ernesto se dejó hacer, pero dijo irónico: “No hace falta que saques brillo”.

Cuando tiré los desechos, Ernesto siguió aún tumbado. Aunque después de una corrida como la que acababa de tener mi lívido suele bajar al mínimo, en ese momento sentí el impulso de preguntarle: “¿Quieres que te la chupe ahora?”. No me sorprendió ya demasiado su respuesta: “Tardando estás”. Al saber cómo le gustaba, me limité a lamer la polla para levantarla y atraparla con la boca. Mamé sin parar hasta que, mientras oía sus jadeos, la leche se le derramó hacia mi garganta. Esta vez dijo cuando acabó todo: “Me he quedado en la gloria”. Cuando al fin se levantó, me propuso: “¿Por qué no vamos al bar? Te invito a una copa”. Por supuesto acepté. Tras pedir en la barra, nos llevamos las copas al mismo sofá del otro día. Y a partir de ahí pasamos a una nueva fase…

Una vez sentados, Ernesto no se fue por las ramas. Mirándome dijo: “¿Sabes lo que más me atrae de ti… aparte de lo bueno que estás?” “Ya me dirás”, repliqué. “Que se puede hacer contigo lo que se quiera”, declaró. “¿Eso crees?”, me piqué. “Llevo dos días comprobándolo”, admitió. “Será porque sabes manejarme”, aventuré. “¿Y te sientes a gusto?”, preguntó de nuevo. “La verdad es que me produce cierta tensión”, reconocí. “Pero también te excita ¿verdad?”, añadió. No supe qué responder y rememoré unos segundos. Cuando me dejó el primer día, había sentido unas ganas tremendas de correrme como fuera, y, hacía un rato, aunque tuve que acabar yo mismo, el orgasmo había sido explosivo. “Creo que sí”, confesé al fin. Sonriente, guardó silencio brevemente, hasta que me dijo: “¿Te gustaría venir a mi casa un día?”. Me salió casi sin pensarlo: “Si me invitas…”. “Estaremos mejor que aquí… Luego te paso mi dirección”, lo dio por hecho, “Ahora ya me marcharé”. Cuando nos levantamos, Ernesto pidió un papelito al camarero y, mientras escribía, dijo: “Te espero el viernes por la tarde a la hora del café… O la que quieras. Estaré en casa ¿Podrás?”. “Seguro que sí”, contesté decidido. Añadió: “Pongo también el teléfono por si te echas atrás”. Me entregó el papelito y se fue.

Pensé en marcharme también, pero las dudas que me cercaban por el paso que acababa de dar ralentizaban la decisión de ponerme en marcha. Me decía a mí mismo que, en mi deseo de nuevas experiencias, el encuentro con Ernesto no era sino una más, por mucha turbación, e incluso extraña excitación, que me producía. Por otra parte, pese a la laxitud que había seguido a la intensa corrida, me fue surgiendo un punzante deseo de sentirme tocado. Esto me llevó a meterme en la sala de vapor. La de aquella sauna la vaporización era humeante y hacía difícil percibir las siluetas. Me quedé de pie a espaldas de la pared y no tardó alguien en empezar a tantearme. De ahí pasó a un sobeo más intenso y a buscar mi boca con la suya. Dejé que enredara la lengua mientras me estrujaba las tetas. Bajé una mano que fue a dar con una polla nervuda y dura ya. Entonces, casi sin pensármelo, me di la vuelta, me arrodillé en un banco y apoyé lo codos en el de arriba. El tipo acogió arrebatado el ofrecimiento de mi culo y me dio una clavada sin contemplaciones. Me estremecí sobrecogido de dolor y el hombre, con toda la polla dentro, se detuvo. Pero le dije: “¡Sigue, sigue!”. A partir de ahí me folló salvajemente, enardecido por la receptividad de mi actitud. Supuse que se habría corrido cuando la polla le resbaló hacia fuera y me dio un cachete en una nalga. “¡Qué polvo, tío!”, fue su despedida. Calmados así mis ardores y después de una larga ducha, ya sí que me marché.

En los días siguientes, distraído con el trabajo, no pensé demasiado en la cita del viernes. En cualquier caso, rechacé cualquier indecisión sobre si acudir o no. Me dominaba una morbosa curiosidad. Sin embargo, una vez que quedé libre la tarde del viernes, no pude evitar que el corazón me latiera con más fuerza. Calculé cual sería la ‘hora del café’ y me presenté en el piso de Ernesto, en una finca antigua pero bien conservada. Al abrirme la puerta dijo sonriente como si no lo esperara: “Has venido”. “¿Lo dudabas?”, repliqué. “Como no estabas bajo mi influencia…”, ironizó. Me hizo pasar y, por un corredor, me guio a la sala. La vivienda combinaba armoniosamente muebles antiguos con piezas de confort moderna. Enseguida empezó a darme instrucciones y, aunque él llevaba un chándal azul de dos piezas, me dijo: “Mira Pedro. En mi casa quiero tenerte siempre desnudo ¿Algún problema?”. “Ninguno”, contesté, aunque pensé que, al menos al principio, iba a resultar raro moverme en pelotas por aquel piso. Se me ocurrió preguntar: “No habrá nadie más ¿verdad?”. “Hoy no”, fue su respuesta. Me desnudé delante de él, que me miraba concentrado. Hasta descalzo me quedé, ya que el suelo combinaba parquet y moquetas. Al acabar me planté ante él: “¿Así me quieres?”. “Aquí luces más que en la sauna”, respondió. Ardía en deseos de que me tocara, pero ni me rozó y pasó a otro tema: “No había llegado a preparar el café”. Enseguida me ofrecí: “¿Quieres que lo haga yo?”. Me llevó a la cocina: “Tienes pinta de cocinillas”. “Un día te lo demostraré”, se me escapó. “Eso me gusta”, dijo riendo.

Aunque la cocina estaba ordenada y bien equipada, se notaba que no era de uso intensivo. Pronto me hice con la cafetera y di con el café y las tazas. Me relajaba irme moviendo por allí en cueros vivos, mientras Ernesto, sentado junto a la mesa, me observaba complacido. Tomamos el café en la misma cocina y me decidí a comentarle: “Se me hace raro que tú sigas ahí tan vestido. En la sauna al menos estábamos igual”. Replicó con agudeza: “Pensaba que no era mi físico, ni mi edad, lo que te atraía de mí”.  “¿Por qué estoy aquí entonces?”, pregunté. El caso era que ni yo lo sabía. “Para experimentar”, contestó muy seguro, “No se te ve madera de ser de un solo hombre”. “¿Tú lo eres?”, volví a preguntar. “Lo había sido, pero ya no”, declaró conciso.

Fuimos de nuevo a la sala y yo iba con la incertidumbre de lo que vendría a continuación. Ernesto me sacó de dudas con una propuesta inesperada: ¿Querrás follarme?”. Me vino tan de nuevo que quedé paralizado. Hasta entonces, mi actitud ante otros hombres había sido siempre pasiva y, aunque no lo descartaba ni mucho menos, lo cierto es que no se me había llegado a presentar la ocasión de ser yo el que follara. Que fuera precisamente Ernesto quien me lo ofreciera así por las buenas representó un desafío para mí ¿Debería reconocer que era nuevo en eso? ¿Temía no hacerlo como él esperaba? Todo esto pasó por mi cabeza en unos segundos y, sin tomar una decisión consciente, me oí decir: “¡Desde luego!”.

Ernesto, sin que al parecer hubiera captado mi desconcierto inicial, prescindió de cualquier preliminar y se quitó las dos piezas del chándal. Ya tan desnudo como yo, dobló las rodillas sobre el borde de un confortable diván y, avanzando a cuatro patas, quedó con el culo subido y el torso inclinado apoyado en los codos. “Todo tuyo”, dijo. Me encontré con aquel orondo culo, sonrosado y terso, que se me ofrecía por primera vez y deseé hacerle lo que hasta entonces solo me habían hecho a mí. Cuando planté las manos en las nalgas, la suavidad de su pelusilla clara me hizo ya subir a tope la excitación. Oí que Ernesto decía: “Antes ponme un poco de lubricante”. Vi un frasco que había en la mesa auxiliar y, ansioso ya por penetrarlo, vertí unas gotas en el comienzo de la raja. La repasé con los dedos extendiendo el lubricante y, cuando di con el ojete, el índice me resbaló dentro. Ernesto avisó: “No te pases con el dedo”. Lo solté y aproveché para frotarme la polla, que ya tenía endurecida, con la mano untuosa. Ya no tenía sino que arrimarme y apuntar dominando mi temblor. Se la clavé con facilidad y me embargó un ardor tremendo. Me tranquilizó que Ernesto murmurara: “¡Oh, qué gusto!”. No podía ser mayor que el mío al empezar a moverme. Parecía que, con mi polla, estuviera derritiendo mantequilla. Seguí un buen rato y Ernesto iba haciendo unas contracciones que me excitaban aún más. “¡Sí, muy bien! ¡Aguanta, aguanta!”, exclamaba para instarme a que no me precipitara. Pero llegó un momento en que no pude más y gemí: “¡Ya me viene!”. “¡Venga! No te salgas”. Una corrida explosiva me electrificó todo el cuerpo y creí desfallecer. Seguí sobre Ernesto hasta que la polla se me fue retrayendo. Él entonces se dio la vuelta sobre el diván y se estiró bocarriba. “Creo que ha debido ser un estreno para ti… No ha estado nada mal”, declaró. Aunque añadió enseguida: “Me vendrá bien que me la chupes ahora”. Apenas me dio tiempo a recuperarme pero, aun jadeante, no dudé en arrodillarme a su lado y sorber la polla. Se endurecía en mi boca y mamé con ansia. Ernesto se mantenía impasible y silencioso hasta que noté el sabor de su leche. La tragué, alcé la cara y, mirándolo, respiré con fuerza. Entonces dijo tranquilo: “Me he quedado a gusto por detrás y por delante… Te has portado”.

Así fue todo aquel primer día en su casa, pues Ernesto no tardó en decirme: “Tu visita ha resultado muy productiva ¿no te parece?”. “Me ha gustado mucho”, contesté con simpleza. Me di cuenta de que ya le sobraba mi presencia, por lo que añadí: “Creo que me debería ir ya”. “Como quieras”, se limitó a decir. Así que me vestí y, sin que hubiera el menor contacto, me despedí: “Gracias por recibirme”. “Espero que repitas”, contestó y me dio la impresión de que estaba seguro de ello. Yo, de momento, no me podía creer todavía que hubiera dado por el culo por primera vez y al hombre que menos podía esperar.

Llegué a ir una y hasta dos veces por semana a casa de Ernesto. Estaba más o menos tiempo en función del que pudiera robarle al trabajo y, también, de la atención que estuviera dispuesto a prestarme Ernesto. Si podía quedarme libre al mediodía, pasaba por el mercado y llevaba viandas para hacer la comida. Me relajaba ocuparme de algo que podía controlar. A Ernesto le divertía verme cocinar desnudo y daba buena cuenta de los platos que preparaba. Eso sí, nunca me pidió que me quedara por la noche y ni siquiera estuve ni una vez en su cama. En cuanto al sexo, volvía a follármelo de vez en cuando, siempre cuando él me lo pedía. Más frecuente era que le hiciera una mamada, con o sin correrse. Mi deseo de que algo de aquello llegara a ocurrir me tenía en un permanente estado de excitación, que no ocultaba mi obligada desnudez. Ernesto se recreaba con ella y accedía a calmar mis erecciones haciéndome un paja. Menos frecuentes eran sus mamadas, solo en casos especiales.

Porque, aparte de tenerme siempre desnudo por su casa, nunca sabía de qué forma se le iba a ocurrir a Ernesto disfrutar de mi cuerpo a su manera. Más que caricias y metidas de mano, le gustaba convertirme en el maniquí de sus fantasías. Sabía hacerme entrar en ellas, además, para que las hiciera mías. En algunas ocasiones me llevaba a una habitación en que había un gran espejo, donde iba probando sobre mí una serie de chales y pareos, blancos y de varios colores y estampados. Todos ellos muy sutiles y transparentes. “Quiero ver cómo te quedan”, decía. Era él mismo quien me iba ciñendo con ellos. Los ponía y quitaba mirando el efecto, bien a la cintura o bien desde encima de las tetas. También los enrollaba para hacer una especie de braguero, como los de los luchadores de sumo. El roce suave de las telas y el juego de sus manos me excitaba y provocaba fuertes erecciones. Entonces le gustaba frotarme la polla y estrujarme los huevos por encima de los tejidos. A veces le ponía tanto empeño que me llegaba a correr. “Habrá que lavar esto”, comentaba impasible. Hacía que me quedara envuelto en alguna de las más sutiles y contemplaba satisfecho cómo se transparentaba mi cuerpo. Lo cierto es que me prestaba a gusto a estas mascaradas, deseando alguna recompensa por su parte como una masturbación o una mamada. Porque un día que me permití preguntar: ““¿No te parezco ridículo con estas cosas?”. “¿Te sientes tú?”, preguntó a su vez. “No lo parece”, reí señalando mi polla tiesa. Entonces Ernesto quiso obsequiarme con una sorpresa especial. “Ya ves… Mirándote así me han entrado ganas de chupártela”, soltó. Sentí una sincera alegría: “¡Eso sí que es un buen premio! Lo he deseado tanto”. “Lo sé”, dijo burlón. Aunque enseguida dispuso: “¡Anda! Échate hacia atrás en esa cama y pónmelo fácil”. Así lo hice, con las rodillas dobladas en el borde. Un foulard enredado en la polla tiraba de ella y la mantenía levantada. Con la misma tranquilidad con que en su día me había ofrecido el culo, acercaba ahora la cara y se metía mi polla en la boca. Que por fin Ernesto se hubiera avenido a chupármela atizó mi excitación. Eso sí, mamaba de forma pausada y constante, sin tocarme con las manos. Llegué pronto al límite y pensé que debía avisarle: “Me voy a correr”. No se detuvo y solo hizo un gesto de encogimiento de hombros. Me vacié pues en su boca y noté cómo tragaba. Al acabar se apartó y me dijo: “Espero que lo hayas disfrutado”. Estaba tan ofuscado que ni pude responder.

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No había pasado mucho tiempo desde que empecé a ir a casa de Ernesto, cuando me anunció un día: “Luego va a venir un amigo”. No me lo esperaba y dije: “Me debería ir entonces”. “Ya sabe que estás aquí y viene a conocerte”, replicó. “Me vestiré al menos”, sugerí. “¿Para qué?”, dijo, “Le van los hombres como tú y le va a gustar encontrarte así”. “Como quieras”, acepté. Quedé algo inquieto y no dejaba de tener curiosidad por la intención con que Ernesto había tramado esa visita. Al cabo de un rato sonó el timbre y Ernesto fue a abrir. Me puse de pie para recibir al desconocido, con cierto morbo de presentarme desnudo ante él. Cuando llegaron a la sala, pude ver al invitado de Ernesto. Tendría cincuenta años largos y era alto y más bien delgado, con cabello algo canoso. Vestía informal, con unos tejanos y un jersey. De entrada, me causó buena impresión. Se le iluminó la cara cuando me vio. Ernesto lo tomó de un brazo y lo llevó hacia mí: “Mira, Pedro, éste es Miguel, el amigo que quería conocerte”. “Hola”, dije algo parado. Miguel se soltó de Ernesto y se me acercó. Desenvuelto, me estampó un par de besos y luego, con las manos en mis codos, estiró los brazos para verme mejor y dijo: “Ernesto se quedó corto al hablarme de ti… y el recibimiento no podía ser mejor”. Le sonreí y enseguida intervino Ernesto: “¡Bueno, sentémonos! Así os conoceréis mejor”. Él se reclinó a medias en su diván favorito y, en el sofá de dos plazas que había enfrente y que yo solía ocupar, se sentó Miguel junto a mí.

Estar allí desnudo, con ellos dos vestidos, no dejaba de producirme una morbosa sensación. Aún más al convertirme en el objeto principal de la conversación, que Ernesto inició sin pelos en la lengua. “Nos llevamos bien Pedro y yo”. Y añadió mordaz: “Aunque a veces se queja de que lo toco poco”. “Solo de vez en cuando”, añadí desinhibido. “Siempre has sido arisco”, rio Miguel, “Pero no deberías desperdiciar lo que tienes aquí”. Me dio unas palmaditas en el muslo: “¿Verdad?”. “También hacemos nuestras cosas”, dije para salir del paso. Pero Ernesto fue más explícito, aunque tergiversó algo: “Me la mama de maravilla y hasta ha llegado a convencerme de que le deje follarme… Con el tiempo que no practicaba. La verdad es que le pone entusiasmo y me quedo muy a gusto”. “¿Tú no te lo follas?”, le preguntó Miguel no menos indiscreto. “Mi polla no está ya para esos trotes”, replicó Ernesto. Entonces Miguel se dirigió a mí: “¿También te gusta que te lo hagan?”. No dudé en contestar: “¡Por supuesto! Me encanta”. “Bueno es saberlo”, me sonrió.

Pareció que había quedado dicho todo y entonces Miguel anunció: “Pasaré un momento por el baño”. “¡Claro, ve!”, dijo Ernesto. Cuando me quedé solo con éste, le comenté: “Parece que tenéis mucha confianza”. “Nos conocemos desde hace mucho… Algún lío tuvimos, pero me hice demasiado mayor para sus gustos”, me informó. “¿Y ahora me ofreces a él?”, dije sin el menor tono de reproche. “¿Te incomoda?”, preguntó. “Para nada”, reconocí. Me sorprendió que Ernesto bajara la cremallera del chándal y aflojara la cintura del pantalón. “Ayúdame a quitarme esto”, pidió. Lo hice y quedó desnudo, pero dije extrañado: “¿Cómo es que te has decidido?”. “No voy a ser el único… Ya verás cómo vuelve Miguel”. Éste, en efecto, no tardó en aparecer totalmente en cueros. Pude ver que era poco velludo y que balanceaba una polla de muy buen tamaño. Pasó de Ernesto y vino hacia mí, que no me había llegado a sentar después de ayudar a Ernesto. “Yo sí que estoy dispuesto a tocarte todo lo que quieras”, me ofreció irónico. “Ya tenía ganas”, dije abriendo los brazos para acogerlo, sin dejar de lanzar una mirada, como pidiendo su aquiescencia, a Ernesto, que se había recostado en su diván. Miguel se abalanzó sobre mí y se puso a palparme por todas partes, mientras buscaba mi boca con la suya y me morreaba con ansia. No pude dejar de pensar que Ernesto y yo nunca nos habíamos besado. Miguel pasó a chupetearme las tetas y hasta me subía los brazos para lamerme los sobacos. Todo ello me excitó y, cuando bajó las manos, encontró mi polla endurecida. A dos manos me la agarró con poca delicadeza y me estrujó los huevos. Sin soltarme, le dijo a Ernesto: “¡Qué buena tranca tiene! Te debe dejar el culo en la gloria”. “No me quejo, no”, replicó Ernesto, que se regodeaba tocándose la polla.

Entonces Miguel me hizo caer hacia atrás sobre el diván entre las piernas de Ernesto, que separó para acogerme. Con sus huevos que me rozaban la cabeza, Miguel se agachó para chupármela. Si las mamadas de Ernesto eran morbosamente sutiles, aunque de efectos casi inmediatos, Miguel me comía la polla con chupadas y lamidas que me electrizaban. Pero no era así como quería acabar conmigo y, soltándome, dijo: “Lástima que yo sea más de dar que de tomar… Y hablando de dar, deja que te tome medidas”. Hizo que me levantara del diván y me diera la vuelta. Entonces me plantó las manos en las nalgas, me dio varias tortazos y me pasó los dedos por la raja exclamando: “¡Lo que se puede hacer con esto!”. Yo ardía ya en deseos de que me follara. Sin embargo, con tantos manoseos de Miguel, apenas había llegado a fijarme en la excitación que él ya iba teniendo. Solo empecé a constatar la dureza de su polla cuando hizo que me arrodillara en el borde del diván de Ernesto y la restregó por mi culo. No era que me inspirara temor que la polla de Miguel estuviera a punto de penetrarme. Ya me las habían metido de distintos tamaños y con más o menos brusquedad. Pero la forma en que se iba a producir esta follada me resultaba particularmente morbosa. Porque, cuando me apoyé en los codos para mantener el culo en pompa, hube de hacerlo también entre las piernas de Ernesto, ahora con la cara ante su sexo, que se iba sobando dispuesto a disfrutar a su manera de lo que iba a pasar. Miguel me ensartó con energía y hube de sujetarme a las rodillas de Ernesto para hacer resistencia. Todo mi interior ardía a medida que Miguel intensificaba las arremetidas. “¡Buen culo, sí señor!”, “Me estoy calentando a tope”, iba exclamando. Pero yo levantaba la mirada y todavía me excitaba más ver cómo la polla de Ernesto se hinchaba entre sus dedos acompasándose a mis sensaciones. Cuando Miguel, tembloroso, se tensó sobre mí y proclamó “¡Ahí va!”, también la leche de Ernesto comenzó a brotar. No pude resistirme y estiré la cabeza para lamerla. Miguel, ajeno a ello, se salió y me dio una palmada en el culo exclamando: “¡Vaya polvazo más rico!”.

Miguel siguió viniendo de vez en cuando a la casa coincidiendo conmigo. Aparecía al poco de estar yo, o bien me lo encontraba al llegar. Parecía que lo acordaba previamente con Ernesto. No tan refinado como éste, me atraía la franqueza llana con que Miguel manifestaba el deseo que le infundía mi cuerpo y que, por lo demás, Ernesto propiciaba con morbosa complacencia. A Miguel le excitaba ver cómo me follaba a Ernesto, sabiendo que, poco después, yo dejaría que me lo hiciera él. Si lo que le apetecía a Ernesto era que yo se la mamara, Miguel no se privaba de metérmela mientras chupaba. Ernesto llegaba a hacer un excepción y nos cedía su diván instándonos a que nos las chupáramos mutuamente. Bien de lado, bien arqueándose Miguel sobre mí, mamábamos hasta corrernos en la boca del otro. De una forma o de otra, todos quedábamos contentos.

Ernesto llegó a hacer partícipe a Miguel de los juegos que se traía conmigo con chales y pareos. Al principio me molestó que le hubiera desvelado algo que pensaba era algo íntimo entre nosotros. Pero no tardó en empezar a darme mucho morbo que, entre los dos, me envolvieran con ellos. Me ponía en sus manos y llegaba a alcanzar una excitación tremenda. Sobre todo cuando Miguel me daba por el culo abriéndose paso entre los velos. En una ocasión Miguel quiso hacerme un regalo y me entregó un paquetito. Contenía un minúsculo tanga azul claro y comentó divertido mientras lo abría: “Lo que me ha costado encontrar uno que te pudiera encajar”. Ernesto miró la prenda con recelo. Prefería engalanarme a su manera. Pero Miguel insistió en que me lo probara. También sentía curiosidad por ver cómo me quedaba y me lo metí por los pies. Lo fui subiendo hasta los muslos y, con cierta inexperiencia, lo estiré para que me recogiera el paquete. Apenas contenía la polla y quedaban fuera parte de los huevos. Noté además cómo se me clavaba en la raja del culo la fina tira trasera tensada al máximo. Enseguida Miguel me cogió por su cuenta y se puso a hacerme ajustes. Me encajó mejor la cazoleta delantera y logró que, aunque de manera precaria, los huevos también me quedaran dentro. Pero sus toques, y el morbo que me estaba dando toda la prueba, desencadenó que me empalmara ostentosamente. Lo cual forzó la elasticidad del tanga, que llegó a parecer una tienda de campaña. Miguel se rio satisfecho: “¡Te queda de puta madre!”. Y se dirigió a Ernesto: “¿Qué te parece?”. “Si a vosotros os gusta…”, contestó displicente. La verdad es que el tanga me encantó y, aunque Ernesto siguió prefiriendo tenerme completamente desnudo por la casa, no dudaba en ponérmelo cada vez que venía Miguel. Le gustaba follarme con él y, cuando me apartaba la tira de la raja del culo, siempre me estremecía.

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Tal vez porque el sexo con Ernesto era siempre pautado por su capricho y más bien escaso, la incorporación de Miguel se convirtió en un aliciente para continuar con mis visitas. Incluso parecía que a Ernesto también lo animaban y se excitaba más de lo habitual cuando me lo follaba jaleado por Miguel. Pero esta situación, casi estabilizada, dio un giro cuando Miguel le comentó a Ernesto en mi presencia: “Tengo unos amigos, y a algunos también los conoces, a los que les gustaría pasar un buen rato con Pedro. Les he hecho publicidad de lo cachas que está y saben que le va tanto dar como tomar por el culo… ¿Te importaría que los fuera trayendo aquí?”. Si la propuesta me sorprendió, todavía más inesperada fue la reacción aprobadora de Ernesto: “Tal vez tendríamos más vidilla… Si tú te encargas…”. Fue Miguel quien por fin me tuvo en cuenta: “¿Tú qué dices? A ti te va la marcha ¿no?”. Tardé en encontrar una respuesta, que me salió desafiante: “¿Por qué no? Si ya vienes tú a follarme…”. Miré a Ernesto, que se limitó a sonreírme sardónico.

La inauguración de esta nueva fase de incorporar elementos extraños a la relación que me vinculaba a Ernesto, y ya también a Miguel, constituyó un bautismo de fuego para mí. Miguel vino una tarde con un amigo, que ni siquiera Ernesto conocía. Era un tipo fornido, de aspecto rudo, que encajaba a la perfección en la presentación que Miguel hizo de él a Ernesto, como si yo no estuviera: “Luis es el camionero que me recogió cuando tuve el accidente del coche. Me había quedado atrapado y él solo se apañó para sacarme… Nos hicimos muy amigos y le va la marcha cantidad”. Mientras Miguel hablaba, el tal Luis fijaba la mirada en mí con una intensidad que me dio escalofríos. Ernesto no se anduvo con miramientos: “¡Bienvenido Luis! Supongo que Miguel te habrá contado sobre Pedro y tendrías ganas de conocerlo”. “Algo de eso hay”, replicó Luis con una risotada, “Y me he puesto cachondo nada más verlo así en pelotas”. Porque yo, aunque viniera un extraño, seguía la regla de desnudo total establecida por Ernesto. Éste, riendo también, se dirigió a mí: “Ya ves que no defraudas”. Intervine al fin y dije irónico: “Más vale así ¿no?”. Miguel entonces me cogió de un brazo y, ahora sí, me enfrentó a Luis: “Pues aquí lo tienes… Es muy dócil y le encanta que lo toquen”. No niego que me diera morbo esa forma de ofrecerme al recién llegado, que se lo tomó ya como licencia para meterme mano. “¡Ven aquí, guapetón!”, dijo Luis poniéndome las manos en los hombros. Me plantó los gruesos labios en los míos y hurgó en mi boca con una lengua carnosa mientras me iba palpando con sus recias manos. Cuando una de ellas alcanzó mi polla, ya se me endurecía. Me soltó riendo: “Te va a gustar lo que voy a hacer contigo”. Miguel advirtió: “Vas a necesitar mi ayuda”. Entonces me dio por desafiar a Luis: “Me gustaría conocer mejor con lo que me enfrento”. “¡Faltaría más!”, rio de nuevo Luis, “Quieres verme también en pelotas ¿eh?”. Le hizo un guiño a Miguel y se dirigió irónico a Ernesto: “Con tu permiso”. “¡Haced, haced!”, dijo éste, “Para eso habéis venido ¿no?”.

Las cualidades de Miguel ya las conocía de sobra, así como el uso de ellas que sabía hacer conmigo. Así que me centré en observar lo que iba mostrando Luis. La rudeza inicial de su aspecto se confirmó con creces en cuanto se quedó en cueros. Me impresionó menos el pollón que le oscilaba entre las piernas que su estructura musculosa y velluda. No me extrañó que hubiera levantado él solo un coche accidentado. Pero más que exhibirse ante mí, Luis se dedicó enseguida a los preparativos de lo que había planeado hacer conmigo, seguro que en connivencia con Miguel. Como la casa era antigua, sobre la ancha puerta de dos hojas de la sala había una sólida barra, que en tiempos habría sujetado una cortina y que debió permanecer como objeto decorativo. Luis miró hacia arriba y dijo: “Eso nos servirá”. Entonces abrió una bolsa de deportes que había dejado en la entrada y en la que yo no había reparado antes. Sacó un mazo de cuerdas y me lo lanzó: “¡Venga, ayúdame! Suelta un par”. Mientras perplejo iba sacando unos trozos de cuerda resistente, Luis se subió a una silla: “¡Sujétamela y dame las cuerdas!”. Se las alargué y agarré el respaldo. Tenía el culazo peludo delante de mis narices. Luis, se aupó, pasó la cuerda por la barra y dejó caer los extremos. Entretanto Miguel y Ernesto nos contemplaban cuchicheando divertidos. Pero Luis le dijo a Miguel: “¡Átale una mano! Yo lo haré a la otra”. Mientras los dos me ligaban las muñecas con uno de los extremos de las cuerdas, Miguel me avisó con guasa: “Te lo vas a pasar bien”. De momento solo se me ocurrió pensar que desde luego ellos sí… Y Ernesto, que ya se había quitado el chándal y se reclinaba en su diván para ver el espectáculo.

Luis y Miguel empezaron ya a actuar con rapidez sobre mí, que había quedado en medio de la puerta abierta. Estaba tan desconcertado que apenas me daba cuenta de cómo iban sus amaños. El caso es que empezaron a tirar de los extremos sueltos de las cuerdas haciendo que mis brazos se elevaran hasta quedar en cruz. No sé dónde sujetaron esos extremos, pero estaba inmovilizado. Luego Miguel se pasó atrás y se apretó a mí sujetándome por debajo de los brazos. Así Luis podía meterme mano a gusto sin que me balanceara. Empezó por estrujarme las tetas y pellizcarme los pezones, para pasar enseguida a chupar y morder con intensidad. Si yo gemía me tapaba la boca con un morreo y me pasaba la lengua por toda la cara. Luego me ciñeron con fuerza con sus brazos, que Miguel pasaba bajo mis sobacos y Luis en torno a mi cintura. Así me hacían ir hacia delante y hacia atrás mientras se restregaban y me oprimían. Notaba la polla dura de Miguel que resbalaba por mi raja y la no menos incisiva de Luis, que se me metía bajo los huevos y chocaba con la mía. Más apartado, no dejaba de ver a Ernesto en su diván, que se la meneaba con una sonrisa de sátiro.

Tanto roce intensivo y el calor sudoroso hicieron que volviera a empalmarme con una turbadora excitación. Al sentirla Luis, sin dejar de presionarme con su cuerpo para que no me desequilibrara, metió una mano y juntó mi polla con la suya. Se puso a frotarlas con energía y solo entonces oí su voz cargada de lujuria. “¡Fóllatelo ahora!”, instó a Miguel. Éste no dudó en darme una clavada de las suyas y, mientras me zumbaba, Luis me sujetaba por delante. Había soltado su polla, pero siguió frotando la mía. Follado y pajeado, a la vez que zamarreado, mi calentón subía sin embargo y me hacía gemir. Aunque Luis quería dosificarlo y, cuando notaba mi temblor de piernas, aflojaba unos segundos, pero solo para volver a meneármela con más energía. Miguel llegó a correrse, estremeciéndose bien agarrado a mí. Yo tenía ya unas ganas tremendas de hacerlo también pero, por más que estiraba de las cuerdas que me mantenían con los brazos en cruz, mi impotencia resultaba patética.

Quedé suelto por unos momentos y las piernas se me doblaban, aunque las ataduras impedían que cayera. Miguel, ya saciado, me dejó y se fue junto a Ernesto, sin duda dispuesto a ver cómo se las tenía Luis conmigo. En efecto éste se bastó solo para pasar detrás de mí y abrazarme alargando un mano sobre mi pecho y otra por la cintura. Con su aliento en el cogote, apretaba la polla bien dura contra mi culo recién follado. Procuré relajarme esperando el ataque, pero se recreaba restregándola y hasta metiéndomela entre los muslos. Como por sorpresa arremetió de golpe en mi ojete aún dilatado. Apretaba con tal fuerza que sentía la polla tan adentro que me electrizaba. Adherido así a mí, Luis llevó una mano hacia delante en busca de mi polla. Dio con ella fácilmente, ya que la seguía teniendo dura. Agarrado a ella, combinaba penetrantes arremetidas por detrás con un pajeo intensivo. Aumentaban mis ganas de correrme y la idea de que me viniera con su polla metida bien a fondo me excitaba a más no poder. Pero sabía que solo lo haría cuando Luis quisiera, aunque esta vez parecía más decidido. Me dominó el impulso de romper el silencio y supliqué: “¡No pares ya, por favor!”. Sin soltarme, me clavaba su polla más y más, hasta que con unos rugientes espasmos, evidenció que se había corrido. No tuvo que hacerme más para que yo lo secundara en una explosión de leche.

Todavía seguía con los brazos estirados y la polla goteándome, sin saber si habría acabado ya el juego. Pero las piernas ya me fallaban por el agotamiento. Sin embargo Luis pasó por debajo de uno de mis brazos y, con la polla todavía cargada, se dirigió hacia donde se regodeaban Ernesto y Miguel. Satisfecho comentó: “Tiene aguante el tío”. Luego le dijo a Miguel: “Si lo quieres soltar es cosa tuya”. Entonces Ernesto dijo riendo: “A ver si me lo devolvéis entero”. Mientras me desataba por fin Miguel, me preguntó socarrón: “¿Has visto qué sorpresas te traigo?”. “No ha estado mal”, contesté aparentando chulería. Aunque la excitación aún me duraba.

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Llegó a convertirse en habitual que Miguel fuera trayendo al piso más supuestos amigos suyos, algunos conocidos de Ernesto. Casi nunca llegué a saber qué relación tenían con ellos y en algunos casos parecía que fuera solo ocasional, o incluso de segunda mano, porque apenas sabían decirme como se llamaban. El elemento común era que todos habían recibido información sobre mi aspecto y venían convencidos de mi disponibilidad. Al principio, era Miguel el que venía acompañado de otro tío y me follaban los dos, con la morbosa contemplación de Ernesto. Pero no tardó en haber visitantes por su cuenta. A veces, estando ya allí, y como siempre en pelotas, sonaba el timbre y Ernesto, que parecía estar avisado, decía con toda naturalidad: “Otro que viene a pasar un rato contigo”. Al menos no me hacía ir a abrir la puerta, aunque era más que nada para ser él quien me ofrecía al recién llegado, que acogía con cordialidad: “Enseguida verás a Pedro”. Si alguno había llegado antes que yo, en cuanto me abría, Ernesto me metía prisa: “¡Venga que te está esperando! Desnúdate aquí mismo”. Él se iba por el corredor diciendo al que esperaba: “Pedro viene ya”. Mientras, yo dejaba toda la ropa en el recibidor y me presentaba al que me esperaba. Y yo disponible para todos… No eché en falta la sauna en ese período y, como me ocurría en ésta, me bastaba con sentirme deseado para entregarme sin reparar demasiado en el aspecto del de turno. Así que no me costaba demasiado dejarme llevar por los criterios de selección que imponían Ernesto y Miguel. Siempre se trataba de hombres maduros y casi todos aparentaban ser de posibles.

A veces Miguel, con la aquiescencia de Ernesto, organizaba pequeñas fiestas, para las que hacía traer una buena provisión de bebidas. Se limitaba a comunicarme: “Van a venir unos amigos nuevos muy interesados en pasarlo bien contigo… ¿Podrás con ellos?”. En la vorágine en que me hallaba metido, ya me daba igual uno que cincuenta y nada me intimidaba. De modo que contestaba: “También procuraré pasármelo bien”. Solía tratarse de cinco o seis tíos de distintas cataduras, que combinaban las abundantes copas con ir pasándome de mano en mano. Yo bebía como el que más y así me insensibilizaba para que hicieran conmigo lo que quisieran. Por supuesto, siempre los recibía ya en pelotas y caían sobre mí como moscas en la miel. No se privaban de un sobeo colectivo, encantados de ver cómo me empalmaba para ellos. Ya en ese primer repaso, con estrujones a la polla y los huevos, así como a las tetas, se cebaban con mi culo, que quedaba bien magreado y hasta hurgado por más de un dedo. Luego había quienes se quedaban en cueros también, pero otros se limitaban a bajarse los pantalones y, despatarrados en una butaca, hacían que se la chupara. Cuando ya la tenían dura, me sentaba encima y, subiendo y bajando, completaba todo el trabajo de la follada. Algunos preferían disfrutar de mí pajeándome o mamándomela hasta sacarme la leche, que tragaban con gusto, o bien pedían que se la echara en la cara. Había para todos los gustos y a todos daba satisfacción, capaz como era entonces de aguantar, en una sesión, múltiples enculadas y correrme yo mismo varias veces sin que mermaran mis energías.

A aquellos presuntos amigos tampoco les importaba demasiado que Ernesto contemplara morbosamente mi inmolación y, si acaso, se la meneara, mientras yo era sobado, estrujado, mamado, pajeado y follado casi siempre. Aunque, para variar, alguna vez era yo el que follaba. Eso sí, una vez metido en faena, me entregaba como el que más y de ahí lo satisfechos que se despedían, aunque las gracias se las dieran a Ernesto o a Miguel. Y si las juergas habían sido particularmente animadas, al día siguiente un servicio de limpieza recogía y ordenaba el piso.

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Ahora me asombra lo cándido que fui al tardar tanto en llegar a sospechar que aquello no era tanto una lujuriosa diversión, de la que yo disfrutaba como el que más, como la obtención de alguna clase de beneficios. Pero la sospecha se convirtió en certeza cuando un semental que me había follado dos veces seguidas, con ostentosas corridas en ambas, entusiasmado exclamó: “¡Ha valido la pena lo que le he pagado a Miguel!”. No pude menos que sentirme avergonzado por mi ingenuidad. Si bien más de una vez había aceptado alguna que otra contraprestación por acostarse conmigo e, incluso, la había pedido, medio en broma medio en serio, con buen resultado, en lo que había caído entonces me pareció distinto. Aquello otro lo había hecho no tanto por interés crematístico como por curiosidad en comprobar mi cotización. Pero ser explotado a mis espaldas en esa prostitución encubierta en que me había dejado instalar, por más que no lo estuviera haciendo precisamente a disgusto, me colocaba en una posición de títere burlado. Si quería sacarle partido a mi cuerpo, ya me bastaba yo solo.

Pese a haber abierto los ojos, dudaba sobre cómo reaccionar. De Miguel podía esperármelo, pero que Ernesto prestara para ello su casa a sabiendas me resultaba imposible de creer. Tal era la relación de dependencia que había llegado a tener con respecto a él, que hasta me alegraba morbosamente cada vez que me anunciaba un nuevo servicio. Yo mismo le había dicho al principio que, con él, buscaba experimentar. Así que opté por no darme por enterado, aunque fui distanciando mis visitas a casa de Ernesto, alegando problemas en el trabajo. Pero no eludí algún encuentro si, estando yo allí, aparecía uno de esos ‘amigos’. Aún así, no saber cuándo iba a poder contar conmigo, llegó a incomodar a Ernesto y no se privó de explicitármelo: “Me estás haciendo quedar mal con lo poco que estás viniendo”. Entonces me decidí a preguntarle: “¿Cómo es que te has tomado tan en serio todos estos envíos que te hace Miguel?”. Algo picado me replicó: “Ten en cuenta que se trata de hombres respetables a los que les gusta un tipo como el tuyo y que aquí encuentran discreción… No me parecía que les hicieras ascos”. “¿Es para eso para lo que me quieres?”, insistí. “Te lo pasas mejor con ellos que conmigo. Desde el principio lo vi venir”, contraatacó. Ya callé, sin atreverme a sacar a relucir su probable implicación en el negocio.

Me costó trabajo asumir que aquella relación con Ernesto se había vuelto tóxica y que, si no me sustraía a su influencia, sería incapaz de una ruptura franca. Opté por lo sano y solicité un traslado a mi empresa. Sin previo aviso, perdí todo contacto con Ernesto, pasando página a una experiencia cargada de sombras pero, justo es reconocerlo, también de luces. Todas ellas me dejaron marcado. Ahora, a mis sesenta años largos, y tras la perdida de la pareja que finalmente conseguí, me he decidido a evocar aquella etapa de mi vida.

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Después de leer el prolijo texto, entendí con qué relatos míos debió haberse sentido identificado Pedro. Porque muchas veces me parecía que el que estaba escribiendo era mi amigo Javier. Por otra parte, cuando recibí la autorización de Pedro para publicar su historia en mi blog, añadió: “Como he visto que ilustras tus relatos con fotos alusivas a lo narrado, se me ha ocurrido mandarte este par que he rescatado. Son de las que le gustaba hacer a Miguel. Debió publicarlas de alguna forma y, a pesar del tiempo que ha pasado, por lo visto siguen circulando por ahí. Igual aparecen otras”. Y resultó que, también en estas fotos, que no muestran la cara de Pedro, encontré bastante parecido con el cuerpo que tenía Javier en la época en que lo conocí. Curiosas coincidencias… Tal vez sea verdad lo de que existen dobles que no se conocen.

 

jueves, 5 de noviembre de 2020

Distracción en confinamiento

Este es un breve relato que va a requerir un esfuerzo extra de imaginación por parte de los lectores, ya que lo que en él se describe carece del elemento visual en que se basa.

Por suerte, dentro de lo que cabe, a Javier y a mí nos pilló juntos el confinamiento. Sorteamos la etapa más dura con resignación y, al menos, en compañía. La intendencia la teníamos asegurada, ya que Javier se entretenía desplegando sus habilidades culinarias. Aunque, incluso como terapia emocional, follábamos como conejos, sobre todo Javier empezaba a echar en falta sus promiscuas expansiones. Para los nuevos lectores aclararé que Javier, amigo-amante desde hace bastantes años y quien inspira muchos de mis relatos, encarna un tipo de hombre maduro, robusto y desenfadado, con propensión a desmadrarse cuando siente la atracción que ejerce. Me distraía escribiendo algún que otro relato en mi blog y revisando las cientos de fotos que acumulaba de Javier.

Un nuevo lector de mis relatos empezó a poner comentarios entusiastas, en particular a los que tenían a Javier como protagonista. Así decía: “Me pone muy cachondo imaginarlo haciendo todas esas cosas que escribes”. Daba por sentado que existía en realidad: “¡Cómo me gustaría conocer a tu amigo Javier. Debe estar buenísimo”. Le contesté: “No creas todo lo que escribo con él de protagonista, aunque sí que tiene mucha marcha y me sirve de inspiración. Ya ves las fotos suyas que pongo para ilustrar sus relatos”. No me privé de contarle a Javier que tenía un nuevo admirador y le enseñé los mensajes. Sin dudarlo soltó: “Pues si quiere conocerme ¿para qué están los videochats? Menos es nada”. “¡Uy qué peligro! Tú delante de una cámara”, bromeé. “Ya sabe que las fotos que pones son mías”, argumentó, “Seguro que le gustará verme en movimiento”. “De sobra sé lo que entiendes tú por eso”, comenté. “Con lo aburridos que estamos todos ahora, que pase un buen rato conmigo”, dijo como si se tratara de un gesto solidario.

Mandé un mensaje al correo que figuraba en el perfil del admirador, Julio según firmaba sus comentarios: “Le he hablado a Javier de ti y está dispuesto a mantener una videoconferencia contigo. Te aviso que, con el encierro, va muy salido y, con lo exhibicionista que es, lo vas a ver mucho mejor que en las fotos que tanto te gustan. Dime si te apetece y quedamos”. Julio aceptó encantado, aunque advirtió que a él no le iba eso de despelotarse ante una cámara. Lo tranquilicé: “No te preocupes por eso. Javier se pondrá cachondo solo con que lo estés mirando. Incluso le dará más morbo”.

Concertada la cita, Javier preparó el ordenador, cuya cámara permitía un ángulo de visión más amplio, y se sentó delante con su indumentaria de andar por casa: un ajustado eslip azul claro y una camiseta estampada. Ni él ni yo teníamos idea del aspecto del admirador. Tampoco este conocía la cara de Javier, aunque sí todo lo demás. Así que lo primero que se produjo cuando llegó la llamada del admirador fue un enfrentamiento de rostros en pantalla. Resultó que el fan de Javier, todo y la agudeza con que se expresaba, era un chico de poco más de veinte años, finito y de cabello muy corto. Su cabeza, enmarcada por una camiseta blanca, fue lo único que se vio todo el tiempo. Manteniéndome fuera de cámara, no dudé de que la juventud del interlocutor iba a ser un plus de morbo para el exhibicionismo de Javier.

Este enseguida saludó: “¡Hola, Julio! Me gusta tener un admirador tan joven y guapo como tú”. Julio no pareció tener pelos en la lengua: “¡Encantado, Javier! Tienes una cara tan atractiva como todo lo que ya he podido ver”. “Así que te gusto ¿eh?”. “Cuando te imagino haciendo lo que cuentan los relatos, me pongo a cien”. Algo más vas a poder ver hoy, si quieres”. “¡Claro que sí! He conectado el PC al televisor para verte en pantalla grande”. Entonces Javier hizo zoom con la cámara para ampliar la visión a todo el busto. “¿Me ves mejor así?”. “Esa camiseta te queda muy bien”. “¿Te gustaría que me la quitara?”. “Lo estoy deseando”. Javier, con estudiada parsimonia, se subió la camiseta y alzó los brazos para sacarla por la cabeza. En la pantalla se le veía del ombligo para arriba y con las tetas apoyadas en la oronda barriga. “Es algo que ya habías visto ¿no?”, provocó Javier. “Bueno, sí. Pero ahora se te nota hasta la respiración”. “Es que me gusta que me estés mirando”. Javier se acarició removiendo el vello y luego, a dos manos, se levantó las tetas para juguetear con los pulgares en los pezones. “Los tengo muy sensibles… Mira cómo se me ponen duros”. Ensalivó lascivamente los dedos con la lengua y se los frotó. “¿Si estuvieras aquí me los chuparías? Me pondrías a tope”. “¡Joder, qué caliente eres! Lo que te haría yo…”, le temblaba la voz a Julio. “Me voy a poner de pie ¿Te apetece verme?”. Julio farfulló un “¡Sí…” suplicante.

Javier se levantó de la mesa y se fue apartando para mostrarse de cuerpo entero, ya solo con el pequeño eslip, que apenas alcanzaba a cubrir el vello del pubis. “¿Qué tal ahora?”, preguntó Javier posando con las piernas algo separadas y los brazos en jarra. “¡Impresionante!”, exclamó Julio, pero añadió provocador: “Aunque muy discreto todavía”. Javier rio: “No seas impaciente”. Porque guardaba una carta, que ni yo tenía prevista. Con gestos lentos, fue aflojando el eslip hasta echarlo abajo. La sorpresa fue que aún llevaba uno de los últimos regalitos que le había hecho: Una prenda casi más escandalosa que un simple tanga formada por dos triángulos de tejido blanco muy sutil que enlazaban en las caderas unas finísimas cintas. La parte delantera le recogía justo los huevos y la polla, que tensaba la delgada tela. Para mayor inri, esta se había humedecido aumentando la transparencia. Así se mostró a pantalla completa: “Esto no te lo esperabas ¿eh?”. “¡Jo, qué cosa más provocativa! ¿De dónde la has sacado?”, se admiró Julio. “Un regalo de mi novio ¿Me queda bien?”. Javier se iba girando y, de espaldas, se pudo ver que el triángulo trasero solo subía hasta medio culo y, por su finura, transparentaba la raja entera. “¡Qué morbo!”, exclamó Julio. “¡Sí, me da mucho!... ¡Mira!”. Javier, otra vez de frente, se puso a pellizcarse los pezones con cara de vicio, mientras la polla iba estirándose ostensiblemente en el minúsculo receptáculo. Julio, en la ventana que había quedado minimizada, abría los ojos como platos.

Javier echó más leña al fuego: “¡Cómo me gustaría que me lo quitaras!”. “¡A mordiscos te lo haría!”, estalló Julio. “¡Qué morbo me daría!”, suspiró Javier, “Si quieres lo hago yo”. “Lo estoy deseando”, masculló Julio. Javier entonces soltó una de las lazadas laterales y el triángulo delantero se aflojó, aunque quedó enganchado en la polla. Soltó el otro lado y los dos triángulos se volcaron hacia abajo, pero aún quedaban sujetos entre los muslos. “Está encajado. Tendré que tirar ¿Lo hago para ti?”. “¡Sííí!”, susurró Julio. Javier dio un estirón y quedó con el taparrabos en la mano. La polla, libre ya, se agitó bien tiesa. Javier se exhibió ya completamente en cueros: “Así es como me has visto en las fotos”. “Pero esto es mucho mejor. Estás impresionante”. “Me pone cachondo que me mires”. “Yo estoy ya negro”. “¿Sí? Pues me la voy a tocar para ti”.

Mientas se sobaba con voluptuosidad la polla, Javier se iba acercando lentamente, hasta que en la pantalla se recortó desde del ombligo hasta la mitad de los muslos. El manoseo que continuó lo adornaba con lascivia verbal: “¿Ves qué gorda está?”, “Mira el juguillo que me sale del capullo”, “¿Te gustan mis huevos?”, “Se me han puesto duros”, … Julio, con cara de asombro, parecía incapaz de articular palabra. Javier, sin dejar de sobarse, se fue alejando mientras decía: “Si sigo así no me voy a poder controlar… Y todavía tengo más cosas para ti”. Javier no iba a descuidar ninguna parte de su anatomía. De nuevo de cuerpo entero se dio la vuelta. “Creo que mi culo también te provoca sueños húmedos”. “¡Cómo te digo! Lo tienes de vértigo”. Javier, con un provocativo contoneo, fue acercándose de espaldas hasta calcular que quedaba en un plano medio. Se dio varios cachetes en cada nalga: “¡Cómo me pone esto! ¡Ojalá me lo estuvieras haciendo tú”. Se lo sobaba luego: “Lo tengo gordo ¿eh?... ¿Te gusta?”. “¡Me encanta!”, gimoteaba Julio mientras Javier tiraba hacia los lados para abrirse la raja. Echándose hacia delante para resaltar más el culo, apartó tanto las nalgas que llegaba a verse el ojete. “¿Ves lo abierto que está? Me hace chup-chup”. “¡Uuufff! Lo que te cabrá ahí dentro”, suspiraba Julio. “Con lo que le gusta tragar una buena polla…”, remachó Javier. Pero una vez que la raja recuperó su estado natural, no acabó ahí la exhibición. Se inclinó aún más con el culo en pompa, de modo que al separar los mulos le colgaban, magníficos, los huevos. Se metió una mano por delante para presionar la polla e hizo que le asomara el capullo por debajo de la bolsa. “¡Qué pornográfico llegas a ser!”, estalló Julio, “¡Cómo me estás poniendo!”.

Cuando Javier volvió a ponerse de frente estaba escandalosamente empalmado. Se acercó lo suficiente a la cámara para un primer plano de su entrepierna. “¡Qué caliente estoy ya! No voy a poder aguantarme”. “¿Qué vas a hacer?”, preguntó ansioso Julio. “¿Tú qué crees? Vas a ver cómo me saco la leche”. “¡Madre mía! ¿Eso también?”. Javier se arrimó al borde de la mesa del ordenador y ajustó la cámara. Apoyó ahí los huevos, sobre los que destacaba la polla gorda y tiesa. Empezó a sobársela con suavidad. “Mira qué mojada la tengo. Me resbala la mano”. Era para ver la expresión de un Julio enmudecido. Javier fue dando ya más intensidad al pajeo. “¡Uf, qué gusto! ¡Qué ganas tengo!”. “Yo también lo estoy haciendo”, llegó a confesar Julio. Esto inflamó aún más a Javier: “¿Sí? ¿Te correrás conmigo?”. Fue disminuyendo el frote: “¡Mira! Me va a salir… ¡Ya, ya, ya!”. La leche de Javier empezó a desparramarse sobre la mesa, mientras Julio emitía bufidos. Tras unos segundos, Javier hizo subir la cámara para enfocar su cara sofocada con una sonrisa de vicio total. Y como única variación en la imagen centrada en su rostro que había mantenido todo el tiempo, Julio levantó una mano para mostrarla goteando leche. “¡Qué pasada!”, exclamó.

Como si no hubiera pasado nada, ahora se veían solo dos caras que charlaban amistosamente… de no ser por el contenido de la conversación. “¿Qué te ha parecido?”, empezó preguntado Javier satisfecho. “Me ha cogido un calentón que no veas… Bueno, las consecuencias sí que las has visto”, contestó Julio. “¿Pensabas que sería tan golfo?”. “No imaginé que llegarías a tanto… Eres increíble”. “Algo hay que hacer aquí encerrado ¿no? Así no se pierde práctica”. “Eso no te debe faltar”. “Pues me ha gustado mucho que me vieras”. “¿No te ha importado que yo solo haya mirado?”. “Cada uno hace lo que quiere y hasta me ha parecido más original”. “¿Haces mucho esto?”. “¿Así por el chat? La verdad es que no. Se me ocurrió cuando mi amigo me habló de ti”. “¡Qué suerte he tenido entonces!”. “Bueno, pues ya sabes… A ver si otro día te vuelvo a animar a que te hagas otra pajita a mi salud. Ya has visto que a mí no me cuesta nada”. “¿De verdad? Me encantaría”. Con esas expresiones de buenos deseos se cortó ya la videoconferencia.

Cuando Javier se levantó delante del ordenador, exclamó: “¡Uf, qué calentón me ha dado!”. “Ya lo he visto… y Julio también”, repliqué todavía asombrado del verismo que le había puesto a su exhibición, “Parecía que dominabas el medio”. “Nada más ponerme me ha salido rodado”, dijo con cierto orgullo. “Anda que si Julio lo ha grabado…”, comenté. “No creo. Es muy mono, pero parecía bastante pardillo”, contestó. “¿Porque no ha sido tan desvergonzado como tú?”, me reí, “Igual ahora estás siendo trendig topic”. “Tendría su gracia”, dijo sin darle más importancia. “Sea como sea, hoy Julio se habrá quedado a gusto”, reconocí. No me extrañó demasiado que Javier soltara: “Pues si tienes algún otro lector que quiera distraerse durante el confinamiento, estoy dispuesto a hacerle pasar un buen rato también”.

Si el lector ha llegado hasta aquí, tal vez le venga bien una ayuda a su imaginación con esto: