martes, 31 de marzo de 2020

Fantasías médicas


(De otros tiempos más felices)

Estoy en la sala de espera del centro de atención primaria. Hay bastante gente, pendiente de que sus números aparezcan en los paneles. Hace calor y, como mi visita va para largo, me distraigo imaginando una vez más que, en lugar de la doctora que me corresponde, me recibe uno de los médicos del centro, al que tengo echado el ojo y que, por desgracia, no es el que me va a atender. Cincuentón, regordete, no muy alto y con una digna calva, suele llevar una bata blanca, aunque abierta, sobresaliéndole una buena barriga que tensa la camisa; de rostro afable y mirada aguda, y con un vello suave que se intuye por la camisa algo abierta y el dorso de las manos. Como hoy no lo veo y ya sería la enésima vez que me hago pajas mentales haciendo con él todo tipo de cochinadas, para variar me da por observar los distintos tipos de hombres que, como yo, esperan su turno. Algunos solos y otros acompañados de sus mujeres. Me fijo en los que me resultan más interesantes y que merecerían un repaso. De pronto se me ocurre establecer unas asociaciones mentales entre esos tipos y mi médico deseado ¿Cómo podría ser el encuentro de éste con cada uno de aquéllos?

Sentado frente a mí, veo a un gordote rechoncho de unos sesenta años y aspecto algo rústico. Con andar cachazudo, entra en el despacho del doctor, que está de pie y, tras cerrar la puerta, le estrecha la mano con cordialidad. “¡Vaya, Eusebio! ¿Otra vez por aquí?”. “Ya sabe usted, doctor, de lo que flojeo”, contesta el otro. “Así que sigue costándote que se te ponga dura…”, dice el doctor sonriente. “Para eso vengo, doctor. Que usted sabe ponerme a tono”. “Bueno, vamos a ello… Bájate los pantalones y siéntate de lado en la camilla”. Eusebio se echa abajo pantalones y calzoncillos, se sube en la camilla y se inclina un poco hacia atrás, apoyado en las manos, para que el barrigón no estorbe al doctor. Éste entonces le separa más los velludos muslos y, primero, palpa los huevos. “Los tienes bien hermosos”, comenta. “Eso me dice siempre, doctor”, ríe Eusebio. Luego el doctor manosea la polla, gruesa y chata. La levanta y estira la piel para descapullarla. “Mojada sí que la tienes”, observa. “Es que nada más entrar aquí me pongo caliente, doctor… Pero de ahí no pasa”, explica Eusebio. “Eso lo vamos a arreglar”, dice el doctor, que se agacha, acerca los labios al capullo y lo sorbe entero. “¡Qué boca tiene usted, doctor!”, exclama Eusebio. El doctor mama con tesón hasta hacer que Eusebio vuelva a exclamar: “¡Cómo sabe ponérmela dura!”. El doctor se aparta y contempla su obra. “Mira qué guapa está ya… ¿Querrás que te saque la leche?”. “¡Uy, si, doctor! Ya me falta muy poco”. El doctor retoma la mamada y, al poco, Eusebio se estremece. “¡Oh, qué gusto! Me sale toda”. El doctor sigue con los labios apretados en torno a la polla hasta que al fin levanta la cara sonriente y se relame. “Bien cargado que venías hoy ¿eh?”, comenta. “Desde la visita anterior, doctor”, reconoce Eusebio. El doctor se pone derecho y dice: “Ya te puedes vestir”. Mientras Eusebio se recoloca los pantalones, El doctor se enjuaga la boca con un botellín de agua. “No te olvides de pedir cita”. “Para la semana que viene sin falta, doctor”, afirma Eusebio, que sale la mar de satisfecho del despacho.

Hay otro individuo que me parece que encajará bastante bien con ese doctor. Grandote y de edad similar a la suya, con brazos recios y velludos, espera sudoroso. Da un salto cuando aparece su número en el panel y lo dirijo en mi mente al despacho del doctor. Éste le estrecha la mano. “¿Otra vez por aquí? ¿No fuiste al especialista para que te revisara la próstata?”. “Sí, doctor. Todo está bien…”, contesta el otro, “Pero me gustó más cómo me metió usted el dedo por el culo”. “Bueno…”, ríe el doctor, “Creo recordar que no te metí solo un dedo”. “Ahí iba yo, doctor”, reconoce el paciente, “Me dejó usted muy a gusto”. “Entonces te daré un masaje a la próstata”, decide el médico. “¿Solo eso, doctor?”, pegunta el otro. “Ya veré sobre la marcha”, contesta el doctor, “¡Hala! Bájate los pantalones y echa el cuerpo sobre la camilla”. El paciente obedece y presenta el peludo culo. El doctor, a dos manos, estira las nalgas hacia los lados para abrir la raja. Comenta con sorna: “No creo que al urólogo le costara mucho meterte el dedo ahí”. Es lo que hace el doctor seguidamente y le clava certero el índice a fondo. El otro se estremece. “¡Cómo lo noto, doctor! ¡Mueva, mueva!”. El doctor remueve el dedo y añade otro. “¡Uhhh, doctor, qué fuerte está hoy”, suspira el paciente. “Si lo tienes de goma”, ríe el doctor intensificando las frotaciones, “A saber lo que te metes”. “Usted sabe lo que me gusta que me meta, doctor”, replica casi suplicante el paciente. Pero el doctor insiste, ahondando y haciendo girar los dos dedos. “Cuanto más abierto te deje mejor te trabajaré con lo otro”. “Lo estoy deseando, doctor”, dice con voz temblona el paciente. Por fin el doctor saca los dedos y, separando las nalgas para mantener bien abierta la raja, se acuclilla detrás y hunde la cara en ella. “¡Ay, doctor! ¡Qué lengua tiene usted!”, exclama el paciente. El doctor persiste en sus lamidas y mordisqueos, que llevan al paciente al máximo de excitación. “¡Oh, doctor, qué gusto me está dando”. Y poco después añade gimiendo: “¡Me estoy yendo, doctor!”. Éste aparta la cara con la barbilla brillante de saliva y lamenta: “Otra vez me has chorreado el suelo”. El paciente se levanta y se sube los pantalones. “No lo puedo evitar con eso que me hace usted, doctor”, se disculpa. “Otro día te pongo un condón”, dice el doctor, que se seca la cara con un pañuelo de papel.

Cambiando de sujeto, fijo mi atención en un tipo que se mueve inquieto en su silla, estirando las piernas y sobándose los muslos. Maduro, alto y macizo, parece destilar testosterona y enseguida me imagino lo que busca del doctor… “¡Hombre! Dichosos los ojos. Sí que te haces caro de ver”, lo saluda éste. “Ya me estaba haciendo falta la inyección, doctor”. “Será la que me pones tú a mí”, ríe el doctor, “Yo también la echaba en falta”. Como demostración, el doctor le mete mano al paquete. “¡Cómo me gusta lo que tienes ahí!”. “¿Quiere sacármela y ver lo pronto que se me pone a punto?”, ofrece el hombre que se deja hurgar en la bragueta. El doctor saca un polla de considerables proporciones y en fase de crecimiento. La sopesa y exclama: “¡Qué hermosura! ¡Cómo me vas a destrozar con eso!”. “¿No es lo que le gusta, doctor?”, dice irónico el hombre. “¡Cómo lo sabes!”, replica el doctor, que se agacha añadiendo: “¡Anda! Deja que chupe ese liquidito que te sale”. Da varios lametones y el hombre avisa: “Me está poniendo negro, doctor”. Éste reacciona y se endereza. “Sí, mejor que ya vayas a lo tuyo”. Con impaciencia, se suelta el cinturón y baja la cremallera del pantalón. Pero a continuación se limita a apoyarse sobre los codos en la camilla e invita al hombre: “¡Venga! Haz lo que te gusta”. El otro levanta la bata y la echa por encima del doctor cubriéndole la cabeza. De un tirón le baja juntos pantalón y calzoncillos. “¡Cómo me pone este culo gordo y peludo!”, exclama dándole un fuerte tortazo. “No tan sonoro”, se queja el doctor, “Que se va a oír fuera”. El hombre le pega ahora una palmada sorda, pero no menos enérgica. “Sabes calentarme, cabrón… ¡Fóllame ya!”, pide el doctor. El otro se echa abajo los pantalones y esgrime la contundente polla bien tiesa. “¡Ahí va la inyección!”, anuncia, y la hunde en la raja del doctor. Éste emite un contenido gruñido debajo de la bata y añade: “¡Qué bestia eres!”, más como alabanza que como reproche. Porque enseguida, mientras el hombre se encaja más a fondo, demanda: “¡Venga, zúmbame ya!”. Se enfrascan en una follada intensa, en que cada cual expresa su gusto con resoplidos y jadeos. El hombre va a por todas y, con entrecortados “¡Ya, ya, ya!”, larga una prolongada corrida bien adentro del doctor. Cuando al fin saca la polla, el doctor suspira: “¡Qué bueno eres follando!”. Se endereza y se sube los pantalones. El hombre hace otro tanto. “Bueno, doctor… Me seguirá recetando inyecciones”, ironiza. “¡Por supuesto! Has de seguir el tratamiento”, asegura el doctor acompañándolo a la puerta.

Pero imagino que al doctor, bien apañado por el culo, le ha quedado todavía una calentura que va a necesitar calmar. Para ello le viene al pelo el siguiente paciente que espera ser atendido. He escogido a un tipo que hace poco ha entrado en la sala de espera. Se queda de pie y tiene bastante buena pinta. Se le ve robusto y con una cara ancha, de barba cuidada de pocos días. Decido hacerlo entrar en el despacho del doctor imaginario. Es acogido con manifiesta satisfacción. “¡Adelante! Vienes por tu vitaminas ¿no?”. “Las que me da usted me sientan muy bien, doctor”, confirma el paciente. “Pues hoy vas a tener una buena dosis, porque el paciente que ha estado aquí antes me ha dado por el culo y me ha dejado con ganas de descargarme”, explica el doctor con desvergonzada naturalidad. “Yo le descargo a usted de lo que haga falta, doctor”, ofrece el hombre. “Pues una mamadita de las tuyas me vendrá de maravilla”, declara el doctor que ya se está soltando el cinturón. “¿Se lo va a quitar todo, doctor? Ya sabe lo que me gusta comerle por todas partes”. Aunque en esta ocasión el doctor tiene cierta urgencia, como le constan las habilidades bucales del paciente, transige: “Con lo chupón que eres me vas a poner a cien”. El doctor se baja ya pantalones y calzoncillos, pero el paciente insiste en que se los saque del todo. “Estará más cómodo”. El doctor no deja que le quite la bata, pero sí que le desabroche la camisa. Las tetas gordas y velludas del doctor entusiasman al paciente, que se lanza a chuparlas y mordisquearlas. “¡Uf, que boca tienes”, exclama el doctor, “Mira cómo me la estás poniendo ya”. Y es que la polla, de muy buen tamaño, se le endurece rápidamente. “Ahora me ocupo de ella”, dice el paciente. El doctor se deja llevar hacia la camilla, sobre la que cae sentado. Pero el otro le sube las piernas hasta hacer que quede tendido, con la bata y la camisa cayendo hacia los lados. El doctor ironiza: “Menos mal que no tienes a mano un bisturí”. “No me hace falta”, replica el paciente, que ahora se aboca a la entrepierna del doctor. Le da seguidos chupetones a la polla, pero la mamada la deja para más tarde. Porque, ansioso, se afana en chupar y lamer los huevos, las ingles e, incluso, alcanzar con la lengua el ojete. El doctor resopla caliente hasta no poder más y acaba pidiendo: “¡Hazme ya la mamada!”. Ahora sí que el paciente engulle la polla entera, subiendo y bajando la cabeza sin parar. El doctor respira agitado y le tiembla todo el grueso cuerpo mientras dura la larga descarga. El paciente va tragando sin soltar la polla, hasta que el doctor llega a suplicar: “¡Basta, basta!”. El paciente se aparta y el doctor baja pesadamente de la camilla. “¡Qué a gusto me he quedado!”, exclama. “Cuánta leche y qué rica, doctor”. “Ya tienes tus vitaminas”, le dice el doctor. “Vendré a por más”, avisa el paciente. “Cuando quieras”, ofrece el doctor.

A mi doctor le viene bien ahora una visita menos trabajosa, al menos para él, aunque el paciente que acude a la consulta se muestra algo preocupado. Es un tipo grandullón, no muy gordo pero fuertote. “Necesito que me eche una mano, doctor”, suelta enseguida. “¿Sigues tan salido?”, pregunta el médico. “¡No vea, doctor!”, responde el paciente, “Voy todo el día empalmado”. “Pues con la polla tan grande que tienes irás dando el espectáculo”, ironiza el doctor. “No se burle, doctor”, se duele el paciente, “Que más de un pitorreo tengo que aguantar”. “¿No te matas a pajas? Con eso irías más calmado”, sugiere el doctor. “Sí, pero por poco tiempo. Hasta me duele ya la muñeca… Pero hacérselo uno solo resulta muy aburrido y casi no me da gusto”. “¿Para eso quieres que te eche una mano?”, ríe el doctor. “Es que usted borda las pajas, doctor”, dice el paciente, “Cuando me hace una, me deja en la gloria”. “No digo yo que a ese cacho de polla que tienes no merece la pena darle un buen meneo”, reconoce el doctor. “Pues aquí la tiene dispuesta”, señala el paciente el exagerado bulto que le hace el pantalón. “Ya estás tardando”, le urge el doctor. El paciente, rápido, se echa abajo pantalones y calzoncillos. Aparece un pollón, efectivamente enorme, bien tieso y a medio descapullar. “Ya lo ve, doctor”, presume el paciente. El doctor lo admira: “Toda una bendición, como te digo cada vez que me lo traes aquí”. “Con su permiso, me pondré cómodo”. El paciente se tumba en la camilla con las rodillas dobladas en un extremo y los pantalones trabándole los tobillos. También se sube la camisa, mostrando la barriga peluda, que enlaza con el poblado pubis, en el que se alza vertical el pollón. El doctor arrastra un taburete y se sienta junto a la camilla. “Menéemela como usted sabe, doctor”, pide el paciente expectante. El doctor, con actitud experta, se unta ambas manos con un poco de vaselina. A continuación, agarra desde la base con una mano el pollón, que sobresale en buena parte, y, con el índice de la otra mano, hace giros sobre el capullo. “¡Uy, doctor! Manos de santo”, exclama ya el paciente. “Hay buen material”, comenta el doctor. Éste, con el puño bien asido al pollón, se lanza a una frotación con distintos grados de intensidad, de arriba abajo y de abajo arriba. No deja ociosa la mano libre, con la que cosquillea los huevos y hasta el ojete. Estas maniobras desatan el entusiasmo del paciente: “Eso es una paja, doctor. Nadie la hace como usted”. Porque el doctor, concentrado en su labor, sabe dosificar las sensaciones del paciente con frenazos y cambio de manos. El capullo, cada vez más enrojecido e hinchado, empieza a dar señales de que su desbordamiento se está acercando. “¡Ay, doctor!”, se estremece el paciente, “Que ya la veo venir”. “Unos pases más y listo”, precisa el doctor. El paciente, para no dificultarle la tarea, contiene sus temblores y manotea a los lados de la camilla. El doctor, que percibe el reguero que asciende ya por la polla, va cesando el frote, sin dejar de mantenerla firmemente erguida. “¡Ya, ya, ya!”, grita el paciente. Y el capullo empieza a soltar chorros de leche en aspersión, que no solo caen sobre la barriga del paciente, sino más allá en todas las direcciones. Hasta el doctor tiene que esquivarlos para que no le den en la cara. El paciente, aun exhausto, balbucea: “¡Como siempre digo, me ha dejado usted en la gloria, doctor!”. Éste, que está echando mano a un rollo de toallas de papel para limpiarse las manos, declara: “¡Mira que llegas a soltar por esa manguera! Cada vez consigues sorprenderme”. “Con el vaciado que me sabe hacer, me deja usted seco, doctor”, replica el paciente. El doctor se fija en la polla, que sigue tiesa. “Pues a ver si dejas ya de presentar armas”. Asimismo le pasa unas toallas. “¡Anda! Límpiate y baja de la camilla, que no eres el único paciente que he de atender hoy”. El otro así lo hace y todavía le cuesta meter la polla dentro de los calzoncillos. “¡Muchas gracias, doctor!, se despide, “Me deja usted aliviado por un tiempo”. “¡De nada, hombre!”, contesta el doctor, “Ya sabes que me gusta domar a esa fiera que tienes entre las piernas”.

Me fijo en un mocetón macizo que no pasará de los cuarenta años. Se sienta con las piernas abiertas y los pies metidos hacia atrás, y planta las manos en los recios muslos. Empiezo a inventarme su visita al doctor. Entra en el despacho algo azorado y el doctor lo acoge con unos afectuosos golpecitos en el hombro. “¿Cómo vas de esa depresión por no encontrar trabajo?”. “Usted me la ha tratado muy bien, doctor. Con las pastillas y las mamadas que me deja que le haga, me voy entonando”. El doctor ríe. “Es que eres como un crío… Mi chupete te tranquiliza”. “Aunque desde hace poco estoy trabajando, ahora tengo también otro problema, doctor”. “Tú dirás. Si te puedo ayudar…”, ofrece solícito el médico. “Verá doctor… Hago de repartidor a domicilio de un charcutero, y eso me va bien. Pero resulta que el dueño se ha encaprichado conmigo”. “Eso no me puede extrañar”, dice el doctor, “Estás muy apetitoso”. “Le dejo que me meta mano, que me chupe y esas cosas… Yo también se lo hago”, explica el mozo. “Entonces todo va bien ¿no?”, se extraña el doctor. “Es que está empeñado en darme por el culo y tiene una polla tan grande que me da miedo… Si sigo resistiéndome, igual se cansa de mí y me quedo sin trabajo”. “Yo no arreglo asuntos laborales”, advierte el doctor, “Pero si hacerme otra mamadita te anima…”. “Verá, doctor… Es que he pensado una cosa”, explica el paciente, “No es que la polla de usted sea pequeña, ni mucho menos. Pero la conozco mejor y a usted le tengo más confianza. Así que, si usted me folla, igual pierdo el miedo y podré dejar que mi jefe me dé por el culo, como él quiere”. “Si lo tienes contento de esa forma, no peligra tu puesto de trabajo ¿no es eso?”, puntualiza el doctor. “Es lo que espero con su ayuda, doctor”, contesta el paciente. “Entonces no hablemos más”, acepta el doctor, “Me bajo los pantalones, como de costumbre… Pero esta vez habrás de hacer tú lo mismo”. Hecho lo cual, se contemplan mutuamente. El doctor comenta: “Con lo que estoy viendo, tu jefe debe disfrutar de lo lindo”. “Si ya le gusta hacerme pajas y chupármela”, admite el paciente, “Pero no se conforma con eso”. El doctor se despatarra sobre una silla y propone: “¿Qué te parece si, para ponerme a tono, me la chupas como tú sabes?”. “¡Por supuesto, doctor!”, contesta bien dispuesto el paciente, “Algo así siempre me levanta el ánimo”. Inicia la mamada y el doctor advierte: “No te vayas a pasar esta vez, que te quedarías sin enculada”. El paciente asiente con la cabeza y, al poco tiempo, se detiene. “Si es que a usted se le pone dura enseguida, doctor”. “Pues vamos allá”, dice el doctor levantándose con la polla tiesa. El paciente se apoya sobre los codos en la camilla y presenta el culo, que tiene gordo y peludo. “¿Así está bien, doctor?”. “¡De maravilla!”, contesta el doctor sobándose la polla, “No me extraña que tu jefe se empeñe en disfrutarlo”. “Pues ahora es todo suyo, doctor”, dice el paciente, “Pero tenga en cuenta que, por mucho que confíe en usted, no tengo yo costumbre”. “¡Tranquilo, hombre!”, le acaricia el culo el doctor, “No me falta práctica en esto”. El doctor apunta ya la polla y se deja caer lentamente. “¡Uy, doctor, qué bien me está entrando!”, balbucea el paciente con la voz temblona. El doctor se concentra en meterla entera y el paciente sigue haciendo la crónica. “Me arde todo, pero siendo usted lo soporto mejor”. El doctor empieza a bombear y comenta: “Tienes un culo muy rico. Cuando lo pruebe tu jefe, te va a subir el sueldo”. El paciente reconoce: “Me está gustando tanto tener su polla en el culo como en la boca, doctor, “¿También me lo va a llenar de leche?”. “No lo dudes… Me falta poco”, dice el doctor acelerando las arremetidas. En efecto, ya no tarda en apretarse con fuerza al culo y soltar varios resoplidos. Cuando saca la polla, el paciente declara: “¡Qué bien me lo ha hecho usted, doctor! Ya me quedo más tranquilo y me da menos miedo la polla de mi jefe”. Cuando el paciente se va a subir ya los pantalones, le tambalean las piernas y explica: “Es que estoy un poco escocido, doctor”. Éste le da entonces un consejo: “Como tu jefe es charcutero, no te costará echar mano a un poco de mantequilla. Te recomiendo que, antes de que te folle, te la untes en el ojete. Te ira mejor y a él le gustará encontrarte resbaloso”. “Así lo haré, doctor… Ya le contaré cómo ha ido”, se despide el paciente tranquilizado.

Se me ocurre hacer entrar en el despacho del doctor a una pareja. Él y ella parecen cortados por el mismo patrón. Ambos en torno a la cincuentena, la mujer luce pechugona y el hombre marca una barriga cervecera. El doctor los acoge sonriente: “Así que hoy venís juntos ¿eh?”. “¿Lo ve muy complicado doctor?”, pregunta el marido. “Si hay interés, nos apañaremos… Dejad que refresque la memoria”. El doctor consulta una carpetilla y, mirando a la mujer dice: “A ti te masturbé con un dedo hasta que te corriste y luego quisiste hacerme una mamada ¿no es así?”. “Eso fue la última vez”, confirma ella, “Pero ya me había follado en otra ocasión … Muy bien por cierto”. “Procuro hacer las cosas bien”, sonríe halagado el doctor. Luego se dirige al marido: “A ti te di por el culo ¿no?”. “Desde que me recomendó usted que probara algo así, le he tomado mucho gusto”, reconoce él. “¿Y cómo puedo atenderos hoy?”, pregunta solícito el doctor. El marido explica: “Verá, doctor… Habíamos comentado lo bien que nos va con usted cada vez que venimos… A mí me gustaría ver, y aprender de paso, cómo lo hace usted con el coño de mi mujer para que la excite tanto”. La mujer añade: “Al saber que mi marido se lo pasa tan bien cuando usted le da por el culo, me hace mucha ilusión verlo con mis propios ojos”. “Qué viciosillos ¿eh?”, ríe el doctor, “Pero está bien que sigáis tan compenetrados”. “¿Cómo lo hacemos entonces, doctor?”, pregunta el marido. “Para empezar, ayuda a tu mujer a sentarse de lado en la camilla”, ordena el doctor. Ella queda con las piernas colgando y el doctor dice: “Vamos a ver ese coño”. Él mismo le sube la falda y asoman unas bragas de encaje. Ella levanta un poco el culo para que el doctor se las pueda bajar y aparece el espeso pelambre de la entrepierna. El doctor se lo acaricia y hurga con los dedos en el coño. “¡Uy, doctor! Que me estoy mojando ya”, se estremece ella. “¡Mejor! Así tu marido lo encontrará más jugoso”, replica el doctor. A continuación insta al marido: “Tú bájate ya los pantalones”. El marido lo hace y luce una polla encogida. Pero el doctor se pone detrás y le soba el culo gordo y sonrosado. “Ahora, mientras te follo, vas a comerle el coño a tu mujer… Verás cómo, con el gusto que te voy a dar, se te va a disparar la lengua y la vas a volver loca”. El doctor, a su vez, se baja los pantalones y se pone a sobarse la polla ante la ansiosa mirada de marido y mujer. Cuando la tiene dura, dice: “¡Venga! Cada uno a lo suyo!”. El marido se inclina con la cabeza entre los muslos de la mujer y el doctor apunta la polla al culo. Le da una certera clavada y el hombre, con un sentido suspiro, hunde la cara en el coño de la mujer. A medida que el doctor intensifica las arremetidas, el marido lame con más ahínco. La mujer empieza a gemir. “¡Oh, cariño! ¡Qué bien usas la lengua con el doctor follándote!”. Mira al doctor por encima de su marido y lo incita: “¡Arréele fuerte, doctor!”. Los gemidos de ella van volviéndose grititos. Y cuando el doctor resopla descargándose en el culo del marido, la mujer suelta un alarido apretándole la cabeza a su entrepierna. Los tres se recomponen ya. La mujer se reclina extenuada en la camilla y el hombre, al enderezarse, muestra el goteo que le sale de la polla. El doctor comenta: “¡Vaya! Otro que me deja el suelo perdido”. La pareja se recoloca ya su ropa y el doctor se sube los pantalones. “¡Gracias, doctor! Ha sido una experiencia magnífica”, dice el marido. “Nunca me había comido el coño tan bien”, añade la mujer. “Lo celebro”, declara el doctor, “Pues ya sabéis que os puedo tratar juntos o por separado”.


martes, 3 de marzo de 2020

Forasteros


Un día a media tarde estaba cerca de un bar de osos y me apeteció tomar una copa. No era hora de que hubiera ambiente y, efectivamente, apenas tenía clientela. En la barra solo ocupaban taburetes dos individuos que parecían estar juntos y ambos más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Eran gordotes y, aunque de aspecto algo rústico, atrajeron mi atención. No me costó deducir que habían venido del pueblo a la cuidad por negocios y dispuestos a echar una canita al aire. No pude evitar, ni tampoco quise, oír sus comentarios. “¡Joder, tú! ¡Qué poco tino estamos teniendo! En la sauna a la que fuimos ayer no había más que jovenzuelos flacos y, aunque dicen que aquí vienen tíos maduros y gordos, no sé dónde se meterán”, se lamentaba uno. El otro se mostró menos impaciente. “A lo mejor más tarde…”. “Sí, pero me temo que vaya a ser otro día perdido”. Me decidí a intervenir, no para ligármelos directamente, pues entendí que no era yo el tipo que buscaban, sino porque se me había ocurrido un plan maquiavélico.

Me vino a la mente que quien encajaría a la perfección en sus gustos no era otro que mi amigo Javier. A éste, cincuentón, bien robusto y velludo, le encanta lanzarse a las aventuras sexuales más diversas, que aprovecho como inspiración para muchos de mis relatos. Como, precisamente, una recurrente fantasía suya es la de que lo entregue a extraños, pensé que merecía la pena el intento de enfrentarlo a estos dos personajes. Así que me dirigí a ellos: “Perdonad que os haya oído, pero me ha parecido que vais algo despistados”. No les molestó mi intromisión, sino que más bien la aprovecharon para buscar asesoramiento. De modo que reconocieron sin pelos en la lengua: “¡Sí, oye! Creíamos que íbamos a poder pasárnoslo bien con tíos grandotes y no nos estamos comiendo una rosca”. Me lancé a hacer mi propuesta. “Es que tengo un amigo y creo que encajará en vuestros gustos”. Uno dijo medio en broma medio picado: “¿Nos quieres dar envidia?”. “¡No, hombre, no!”, reí, “Es que es un tío muy marchoso y le entusiasman las sorpresas”. “¿Cómo que nos presentemos nosotros por las buenas?”, preguntó el otro ya más intrigado. “¿Por qué no? Lo conozco bien y, con lo calentorro que es, recibirá encantado a dos tipos como vosotros”, recalqué. “¿No será de los que cobran?”, volvió a preguntar. Me reí. “¡Cómo va a ser de esos un tipo como él! Lo hace todo bien a gusto… Si os animáis, ya lo comprobaréis”. Pero el más quisquilloso objetó todavía: “Sin que sepamos cómo será en realidad…”. A esta razonable pega respondí sacando mi móvil. “Podéis juzgar vosotros mismos”. Les fui enseñando varias fotos en que Javier muestra sin reparos sus encantos. “¡Coño, qué tío más bueno!”, “Si es lo que buscamos”, fueron sus reacciones. Aunque ya estaban casi convencidos, me pareció el momento de introducir con mucha persuasión lo que sobre todo me había inducido a invitarlos. “Yo os acompañaré a su casa, que está cerca, pero no me quedaré con vosotros”. “¿Cómo es eso?”, se extrañaron. “Yo me encuentro con él con frecuencia y prefiero que lo tengáis solo para vosotros… Bastará con que le digáis que vais de mi parte y os acogerá encantado”. Esperé su reacción, pero iban tan desesperados que comentaron entre sí: “Igual tiene su gracia y todo”, “Con la marcha que llevamos, no perdemos nada con probar”, “Desde luego el tío está buenísimo…”, para acabar preguntando: “¿Y nosotros qué tendremos que hacer?”. “Ya veréis lo fácil que os pone las cosas. Es un tipo muy abierto”, sinteticé. “Puede ser la ostia… ¿Vamos?”, “Vamos”, decidieron.

Estuve tentado de hacer una llamada a Javier para advertirle mínimamente, pero opté por lo más emocionante de dejarlo en ascuas, seguro de su capacidad para encajar cualquier situación. Todo lo que sucedió a continuación lo cuento en base a lo que Javier me contó con detalle… Como si lo hubiera visto:

Los dos salidos llamaron a la puerta. Javier, que pensaba que sería yo, tardó algo en abrir, tal vez extrañado de que no hubiera usado mi llave. Se los encontró muy serios y cortados. “¡Hola!”, los saludó con un tono interrogante. Iba de estar por casa con unos pantalones muy cortos y de perneras anchas, y una camisa de verano con solo un botón abrochado. Suficiente para que quedaran boquiabiertos. Uno se decidió a hablar. “Un amigo tuyo nos ha dicho que podíamos venir…”. El otro añadió más pistas. “Nos ha enseñado algunas fotos tuyas que estaban muy bien”. Javier captó inmediatamente mi jugarreta y puso la más cordial de sus sonrisas. “Así que me ha recomendado ¿eh? Pues me alegro de que hayáis venido ¡Adelante!”.  A medida que pasaban ante él les dio un par de besos en las mejillas a cada uno. Pasaron a la sala y Javier, para aliviar la tensión que les notaba, propuso: “Será mejor que nos conozcamos un poco ¿no os parece? Seguro que os vendrá bien una copa ¿Os hace un whisky? Es lo que me iba a tomar yo”. “Si no es molestia…”, contestó uno agradecido. “¡Nada, nada! Enseguida lo traigo… Mientras, poneos cómodos”. Les indicó el sofá y fue a la cocina. Al quedarse solos, comentaron en voz baja: “¡Joder, qué pedazo de tío!”, “¿Tú crees que podremos follar con él?”. “Es lo que ha dicho su amigo… Hasta ahora está acertando”. Por su parte Javier, preparando una bandeja, aprovechó para hacerse una composición de lugar. Aunque parecían algo pardillos, estaba seguro de que darían mucho juego con esa pinta de machos en celo. Merecía la pena usar con ellos todos sus recursos de seducción. Javier dejó la bandeja en la mesita baja que había ante el sofá, donde ya se sentaban circunspectos los dos visitantes. Muy servicial, fue llenando los vasos a gusto de cada cual para, de paso, dejarse mirar un poco más. Notaba cómo se les iba la vista al paquete que le marcaba el indiscreto pantalón. En cuanto se sentó en el butacón que había frente a ellos, se puso a desplegar su doble arma de incitación. Mientras iba colocando las piernas en posiciones que dejaban asomar más de la cuenta por las anchas perneras, mostraba una desfachatada simpatía. “Mi amigo sabe lo que me gustan este tipo de sorpresas y con vosotros creo que ha acertado…”, empezó. Los invitados se esforzaron en soltarse ya más. Le explicaron con humor más o menos lo que ya me habían contado en el bar. “Así que estamos bien quemados”, “Lo que vemos parece prometer…”. Cuando Javier cruzó el tobillo por encima de la rodilla, le asomó la polla bastante endurecida. “¡Joder, cómo te has puesto ya!”, no pudo menos que exclamar uno. Javier se abrió de piernas aún más provocativamente y replicó: “Ya veis… Lo que me habéis contado me ha empezado a calentar”. Entonces se levantó, bordeó la mesita y se plantó delante de ellos diciendo: “Supongo que os gustará tenerme más cerca”. Metía las piernas desnudas entre las de ellos, que se repantigaban en el sofá viéndolas venir y parecían entrar en el juego. “Sí que eres lanzado, sí ¡Cómo sabes calentar!”, rio uno. “Vosotros me ponéis cachondo”, replicó Javier con la polla levantando ya la pernera. “¿Te quitarás la camisa?”, pidió el otro con voz temblorosa. Javier dejó enseguida el torso desnudo, con la barriga y los redondeados pechos poblados de vello suave. “¡Coño, qué tetas más ricas!”, exclamó el mismo. “Pues no os digo lo que me gusta que me las trabajen”, informó Javier estrujándoselas y chupando un dedo para pasarlo por los pezones. “Son vuestras”, confirmó. El hombre ya no se resistió a ponerse de pie y echarles mano directamente, para satisfacción de Javier. “¡Te las voy a comer!”. Aplicó la boca los pezones y Javier lo rodeó con los brazos. “¡Uy, como muerdes! Me vuelve loco”. Pero el otro no se quedó quieto. Se inclinó hacia delante y, sin más preámbulo, agarró la polla destapada. “¡Vaya pollón, tío!”. Su hambre atrasada se tradujo en bajarle de un tirón los pantalones y metérsela en la boca. “¡Uy, sí, comédmelo todo!”, pidió Javier en trance.

Javier tuvo que poner coto a este primer arrebato que lo estaba poniendo al límite. Así que se liberó de las chupadas y les hizo frente lleno de lascivia. Desde luego estaba tremendo, empalmado y con la piel enrojecida y brillante. “¿No dejáis que yo también disfrute de vosotros”. El que le había estado haciendo la mamada, henchido de excitación, se puso de pie y empezó a quitarse la ropa. “¡Ahora me la vas a chupar!”. Ya despelotado, rechoncho, regordete y de recio pelambre corporal, impactaba con una polla bastante grande y ya dura. Javier premió su iniciativa impulsándolo sobre el sofá. “¡Échate aquí!”. Con decisión se arrodilló ante él y le separó los robustos muslos. “Me gusta tu polla ¿Me la meterás luego?”, dijo antes de ponerse a chuparla. El otro siguió el ejemplo de su compañero y también se desnudó. Un poco más alto, era no menos recio y velludo, y la larga polla que se meneaba mirándolos tampoco estaba nada mal. Javier, sin dejar de chupar, tiró de él para que se sentara al lado. Entonces se dedicó a trabajarse a los dos con manos y boca. Le hizo gracia que el segundo le preguntara: “¿También te podré follar?”. Javier se detuvo un momento y contestó sonriente: “¡Claro que sí! Tengo un culo muy tragón”. Con esta perspectiva de futuro próximo, los dos se entregaban inflamados a los sobeos y las mamadas que Javier les prodigaba. Uno se expresaba más comedido. “¡Qué boca tienes tío! Me estás poniendo a cien”. Pero el otro era más basto. “¡Chupa, chupa, mamón, que más dura la vas a sentir en el culo!”.

Javier fue frenando prudentemente, hasta levantarse y dejarlos despatarrados y calientes al máximo. Entonces les dijo: “Así que queréis follarme los dos con esos pedazos de polla que tenéis entre las piernas ¿eh?... Pues a ver si os gusta dónde las vais a meter, que me está ardiendo ya”. Con obsceno desenfado puso el culo en pompa vuelto hacia ellos. Con las manos estiraba las nalgas para abrirse al máximo la raja. “¿Qué os parece cómo os pide guerra?”. Ellos se lanzaron a sobarlo. “¡Ostia, qué buen pandero!”, “¡Vaya agujero que tienes!”, “¡Qué a gusto te la voy a meter!”. Javier insistió. “¡Tocad, tocad, que me vuelve loco!”. Se arrimó más y, primero, se lo sobaron, pero luego uno ya le metió un dedo por el ojete y lo frotó. “¡Uuuhhh, cómo me pone!”, dijo Javier. Otro optó por darle una palmada en las orondas nalgas. “¡Sí, pega, pega!”. Ahora fueron los dos quienes se animaron con los tortazos, que Javier soportaba vicioso. “¡Cómo me estáis calentando!”.

Se enderezó porque ya se estaban pasando en su entusiasmo y dio un paso más. “¿Os apetece que os lleve a mi cama para que me folléis con comodidad?”. “¡Venga, vamos!”, contestaron al unísono. Javier tiró de ellos. “¡Seguidme, que me muero de ganas!”. Los dos le fueron detrás babeando y con las pollas tiesas. Javier dejó caer su opulenta humanidad bocabajo en el centro de la cama, con brazos y piernas extendidos. “¡Hacedme vuestro!”, pidió con tono melodramático. Los dos treparon sobre la cama y, de rodillas cada uno a un lado, se sobaban las pollas ansiosas mirando el culo embelesados sin decidirse a ser el primero. Javier, que removía incitador el culo, se impacientó. “A ver si vamos a tener que jugar al que saque la pajita más larga”. Al fin el más lanzado se decidió. “¡Vale, voy yo!”. Era el más alto y de polla más larga. Javier pensó que así mejor, porque le abriría camino a la otra polla más gorda. “Te la meto ¿eh?”, titubeó ante la opulencia del culo el que ya se le había colocado entre las piernas. “¡Claro, clávate!”, lo instó Javier. Se dejó caer sujetándose la polla para no desviarse y se coló al completo. “¡Uy sí! ¡Qué adentro te siento!”, lo jaleó Javier, “¡Fóllame!”. El otro, comido por los nervios, se puso a moverse con cierta torpeza encima de Javier. Pero esto mismo, con salidas involuntarias y vueltas a la carga, aumentaba las ansias de éste. “¡Déjala dentro!”, “¡Así, así! ¡Dame fuerte!”. El follador, sin embargo, que se afanaba jadeando silencioso, no debió querer correrse demasiado pronto. Así que ofreció a su colega: “¡Sigue tú!”.

Javier aprovechó el intercambio para facilitar la tarea al segundo, más barrigón. Se encogió alzando las rodillas y se metió la almohada doblada bajo el vientre. “¡Destrózame con esa polla tan gorda!”, lo retó. Este segundo, que había estado meneándosela y babeando en la espera, cogió con ganas a Javier, que llegó a bramar cuando la polla le entró entera: “¡Aaajjj! ¡Cómo me dilatas!”. Bien encajado en el culo, el gordo bombeaba bufando y agarrado a las caderas de Javier, que llegó a exclamar: “¡Me vais a matar entre los dos! ¡Vaya pollas que tenéis!”. El gordo se esforzaba congestionado, pero el que antes le había cedido la vez, atraído por el cambio de postura de Javier, se impuso: “¡Déjame a mí ahora!”. El gordo soltó sofocado a Javier y el otro le entró con energías renovadas. “¡Tú otra vez!”, lo acogió Javier, “¡Qué dura la sigues teniendo!”. Tanto la tenía y tan a fondo llegaba a metérsela, que Javier ya tuvo demasiado con esta repetición. De modo que, de pronto soltó: “¡Ya no puedo más! ¡Necesito correrme!”. Dio un vuelco haciendo que la polla le saliera y, panza arriba, se puso a meneársela con ardor. Para compensarlos, pidió: “¡Dadme vuestra leche!”. Los otros, que estaban ya a punto de caramelo, se le apostaron arrodillados a ambos lados para meneárselas a su vez. El de la polla más larga se debió tomar literalmente la petición de Javier, porque apuntó a la cara de éste. El otro, menos ágil, lo hizo sobre las tetas.

Pese a que Javier llevaba algo de retraso porque, a diferencia de los otros, tuvo primero que ponerse dura la polla, después del aplastamiento que había sufrido, su calentura llegaba a ser extrema. Y estar bajo aquellas pollas acosándolo ansiosas lo llevaba al delirio. Hasta el punto de que, al mirar la que se blandía ante su cara, hizo un gesto, más bien simbólico, de sacar la lengua y relamerse. Pero el otro, al que ya le venía la corrida, lo entendió tal como parecía y le largó el chorro en plena boca. Enseguida el gordo expandió su leche por las tetas de Javier, quien, finalmente, lanzó sus buenos borbotones de leche sobre el pelambre del pubis. Con la respiración agitada y la boca pastosa, Javier llegó a exclamar: “¡Qué pasada!”.

Los otros dos, no menos sofocados que Javier, se dejaron caer a ambos lados. “¡El polvazo de mi vida!”, declaró el que se había corrido en la boca. “¡Cómo nos ha calentado!”, reconoció el gordo. Pero a Javier ya empezaron a cerrársele los ojos y se dispuso a aislarse de mundo circundante. Indiferente a las caricias que le hacían como si quisieran cerciorarse de que lo sucedido había sido bien real, resoplaba ya plácidamente. La relajación se volvió contagiosa y, hechos una piña, quedaron pronto los tres fritos.

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Cuando dejé a los dos forasteros en casa de Javier, me sentí algo frustrado. Mi ocurrencia de enfrentarlos solos, me había dejado fuera de juego. Así que decidí distraerme yéndome al cine. Luego ya vería si pasaba por casa de Javier para saber cómo había ido todo. Por supuesto que finalmente me venció la curiosidad y decidí comprobarlo, con la intriga de si la pareja todavía seguiría allí o si Javier los había despachado ya. Abrí con mi llave y todo estaba muy silencioso, aunque vi los vasos y la botella de whisky. Aunque la pista más clara fue la ropa dispersa de cualquier manera. Avancé sigiloso por el pasillo y, al llegar al dormitorio, me encontré con un panorama de lo más conmovedor. Los tres en pelotas dormitaban plácidamente sobre la cama, con Javier en medio y los otros dos bien arrimados a él. Fue Javier el primero que me detectó. “¿Ahora apareces tú?”, dijo con voz soñolienta. “Quería comprobar si los habías tratado bien”, contesté, “Y parece que sí”. “No te iba a dejar en mal lugar”, replicó socarrón. El más gordo de los otros dos se despabiló al oírnos y me miró, no demasiado extrañado de mi presencia. En un arranque de sinceridad, soltó: “¡Pues nos has arreglado el día!”. Su colega se adhirió: “¡Ha estado de puta madre!”. A todo esto, y una vez despejados, sin que mi intrusión les cortara, habían retomado los sobeos por todo el cuerpo de Javier, que los recibía complaciente. “Ya ves que nos hemos caído bien”, dijo éste riendo.

Javier tomó ya conciencia de lo pringoso que había quedado, con leche secándosele por todas partes. Así que se incorporó en la cama y se abrió paso para bajarse. “Necesito una ducha”, manifestó, yéndose cachazudo hacia el baño. Mis dos recomendados se sentaron entonces juntos en la cama y, sin el menor pudor ante quien solo habían conocido un rato en el bar y que estaba tan vestido como entonces, se deshicieron en mostrarme su agradecimiento. “¡Lástima que solo sea agradecimiento!”, pensé, porque estaban de lo más apetitosos. “Si no llegamos a hacerte caso, lo que nos hubiéramos perdido”, dijo el gordo. “Tu amigo no solo es que esté más bueno que el pan. Es que además tiene un vicio de la hostia”. “Me alegro de que al final os haya resultado tan bien la fiesta”, repliqué divertido, “Ya sabía yo que mi amigo os acogería encantado”. “Y así por las buenas, sin conocernos de nada”, reflexionó el gordo todavía asombrado. “Me caísteis bien y también quise darle la sorpresa a él”, expliqué, “Ya lo conozco de sobra”.

Javier reapareció rehecho y secándose con una toalla. Vino directo hacia mí y, echándome un brazo por los hombros, me besó largamente en la boca. Luego dijo burlón: “¿Pensabas que no iba a atender a estos nuevos amigos?”. A mi vez, le pasé un brazo por detrás y, sobándole el culo, repliqué: “Sabía que te gustaría una sorpresa como ésta”. Javier se desprendió de mí y se arrimó provocador a mis recomendados. “Me habéis dejado bien a gusto”, declaró sonriéndoles. Se inclinó para besarlos en los labios y, al más alto, le comentó: “¡Qué rica tu leche!”. Al gordo le soltó: “¡Cómo me has ensanchado el culo!”. No se privaron los así halagados de acariciar los muslos de Javier, e incluso, darle algún que otro toque suave a la polla aflojada. Pero, ante esto último, Javier se retrajo riendo. “No sigáis por ahí, que me voy a descontrolar otra vez”.

Los invitados pidieron ya tímidamente si podrían lavarse un poco y les indicamos el baño. Al quedarnos solos, Javier, que seguía en pelotas, se dirigió a la cocina y fui con él. Sacó un refresco del frigorífico y se lo bebió entero. “¡Estaba seco!”, exclamó. “Ya imagino que seco del todo ya”, ironicé. “No creas”, replicó fardón, “Solo me he corrido una vez… Aunque el culo me lo han trabajado muy bien”. “¡Lástima!”, dije, “Yo que venía con ganas…”. Entonces Javier tuvo una retorcida idea. “Vamos a montarles un numerito para cuando vuelvan… Bájate los pantalones y siéntate encima de la mesa de cara a la puerta”. Captando su intención, le seguí el juego e hice lo que proponía. Enseguida se puso a chupármela. No tardaron en venir a buscarnos los otros dos, también en cueros, y quedaron estupefactos ante lo que se encontraron: A mí, con los pantalones bajados hasta los tobillos y a Javier, que les presentaba el orondo culo, inclinado hacia delante y mamándomela. Parados en la puerta, no sabían que hacer y yo, que los tenía de frente, les dije con toda la naturalidad que pude: “Coged vosotros mismos algo fresco de la nevera”. Les vino bien esa salida para su desconcierto y rápidamente echaron mano de unas bebidas. Ya siguieron mirándonos con descaro y Javier, consciente de ello, les obsequiaba con provocadores meneos del culo. Lo cual dio pie a que se pusieran a tocarse las pollas. Entonces me uní a la provocación de Javier, que no paraba de chupármela, y les solté: “Tiene un buen culo ¿eh?”. Esto fue ya suficiente para que el más alto se acercara con la polla en muy buena forma. Me dio un morbo tremendo la idea de que se lo follara mientras Javier seguía mamándomela. Así que le sujeté la cabeza e hice un gesto incitador al otro, que no dudó en agarrarse a las caderas de Javier y, como le debía tener tomadas las medidas, clavársela limpiamente. Temí que repercutiera en mi polla el efecto producido en Javier, aunque éste, sin llegar a soltármela, tan solo emitió un rugido sordo. Pero enseguida volvió a chupar con más ahínco, agarrado a mis piernas, mientras el de atrás se iba moviendo cada vez con mayor soltura. Cuando éste, con resoplidos, mostró indicios de estar listo para llegar hasta el final, mi calentura se desbocó y me vacié sin compasión en plena boca de Javier. Ya solo supuse que la follada se había también consumado cuando el de atrás se separó de Javier y éste se irguió con el rostro congestionado y los labios mojados de leche. “¡Cómo abusáis todos de mí!”, exclamó con lastimera teatralidad.

Pero resultó que el gordo, que había estado meneándosela mientras su compañero se cepillaba de nuevo a Javier y, probablemente, controlándose por si tenía ocasión de mojar también, miró con cara de decepción a Javier. Ni yo me esperaba que éste estuviera dispuesto a rizar el rizo. El caso fue, sin embargo, que Javier no lo pasó por alto, sino que le soltó: “Tú también querías ¿no?”. El gordo preguntó incrédulo: “¿Puedo?”. “¿Por qué no?”, contestó Javier con chulería. Como yo me había bajado ya de la mesa, Javier se volcó sobre ella y se agarró al borde contrario para sujetarse bien. “¡Venga esa polla!”, incitó al gordo. Éste se lanzó ansioso y aún tuvo que empujar para meter la gruesa polla. Javier, que esta vez no tenía la boca ocupada, exclamó: “¡Oh, cómo me abres! ¡Lléname pronto!”. No tuvo que insistir más, porque el gordo, que ya estaba bien quemado, esta nueva oportunidad lo tenía tan excitado que no tardó en soltar resoplidos y quedarse bien pegado al culo de Javier. “¿Ya?”, preguntó éste, que esperó a que el gordo sacara la polla. Lo que hizo con un fuerte suspiro: “¡Uf, qué gusto!”.

Yo sabía que Javier iba a necesitar descargarse de nuevo y me vino otra malévola idea. Así que me quité rápidamente la ropa que me quedaba y, antes de que se recuperara de la última follada, animé a los otros dos: “¡Vamos a por él!”. Pillado Javier por sorpresa y, como en un acuerdo tácito, tiramos de sus brazos y le hicimos tumbarse bocarriba sobre la mesa, con las piernas colgando desde las rodillas. Javier exclamó quejumbroso: “¡¿Qué vais a hacer conmigo ahora?!”. Aunque añadió en el mismo tono: “¡Estoy muy caliente otra vez!”. Le sujeté las manos sobre la cabeza y dejé que los otros le reanimaran la polla retraída después de las folladas. Se alternaban con manoseos y chupetones, sin que apenas les costara ponérsela dura a tope. Javier gimoteaba, con ganas de meneársela él mismo. Pero yo no lo soltaba y además me puse a chuparle las tetas. “¡Qué malo eres!”, lloriqueó. Su falsa rabieta se proyectó también a los que se afanaban en pajearlo. “¡No me haréis correr! ¡No quiero!”. Con lo que ellos, desconcertados, optaron por cederme la responsabilidad. En un rápido intercambio, pasaron a sujetar los brazos de Javier y, de paso, me imitaron en el chupeteo de tetas. Y yo tomé el control de la polla. Se la froté de manera suave pero constante y ya Javier empezó a serenarse, sustituyendo las imprecaciones por resoplidos. Pronto gimió: “¡Ya me viene!”. La leche le fue brotando en varios borbotones sobre mi puño y, por fin, los tres lo dejamos libre. “¡Cómo me habéis usado! ¡Abusones!”, dramatizó aún.

Tuvimos que ayudar a Javier a bajarse de la mesa y, ya más calmado, dijo: “Voy a lavarme otra vez”. Y se fue al baño. Noté cierto alucine en mis recomendados y les comente divertido: “A que no os esperabais esta segunda parte”. “¡Joder! Nos hemos vuelto a poner burrísimos”, exclamó el alto. “Tú tampoco te lo has pasado mal ¿eh?”, me dijo irónico el gordo. Javier no tardó en volver, tan desnudo como se había ido. Aunque anunció sonriente: “Ahora ya vengo en son de paz”. El gordo aprovechó para avisar: “Nosotros tendríamos que marcharnos ya”. “Nuestra ropa deba haber quedado por ahí”, recordó el alto. La buscaron por la sala y, ya vestidos, llegó la hora de la despedida. Nos besaron afectuosos. “Ha sido lo mejor que nos podía haber pasado”. “Hemos disfrutado lo increíble”. Javier tuvo la última palabra: “Pues ya sabéis… Si volvéis por aquí, seréis bien recibidos”.