sábado, 25 de mayo de 2019

Lecciones de informática


Hacía poco que me había instalado en la finca y apenas conocía a los vecinos. Coincidí varias veces en el ascensor con uno de ellos, muy amable y dicharachero. De cincuenta años largos, era un gordito de pelo ralo y canoso. Me dije que no estaba nada mal… Siempre se le ocurría hacer algún cometario más o menos intrascendente, desde el tiempo a problemas de la finca. A veces incluso nos deteníamos en el portal para completar la charla. Un día, tras preguntarle convencionalmente qué tal le iba, se explayó en un asunto que parecía tenerle muy alterado. “Resulta que me he decidido a instalarme internet y he comprado un portátil. Creía que sería más fácil ponerme al día, pero la verdad es que hay cosas con las que no me aclaro”. Dudó un poco y al fin me preguntó: “¿A ti se te da bien ese tema?”. Respondí: “Hombre, no soy un experto, pero he conseguido apañarme, al menos para lo que me puede interesar”. Dudó de nuevo y entonces me adelanté. “Si quieres, podría echarte una mano”. Se le iluminó la cara. “Si no es una molestia para ti…”. “En absoluto… Yo también necesité que me dieran un empujón”. Así que quedamos en que me pasaría más tarde por su casa.

Tenía cierta curiosidad por conocer al vecino en su intimidad, pero la forma en que me recibió resultó impactante. Al estar en pleno verano, su única indumentaria era un pantalón corto de pijama, de modo que lucía sus redondeces poco velludas y de una piel lisa y sana de las que invitan al tacto, con pechos pronunciados y ornados de finos pelillos canosos. “Perdona que te reciba así”, se disculpó, “Hace tanto calor…”. “¡Faltaría más! Estás en tu casa”, dije disimulando que me encantaba. Pasada por alto la cuestión de su atuendo, me hizo pasar. “El trasto ya lo tengo encendido. A ver lo que me enseñas”. Pensé que, de momento, el que me estaba enseñando era él. El piso estaba atestado de objetos heterogéneos y el orden no debía ser su fuerte. Tenía el portátil, entre una maraña de cables, instalado sobre una mesita baja y, para manipularlo, se debía sentar casi de lado en una butaca también baja. Acercó otra igual para mí mientras me explicaba: “En la tienda estuve probando otro como éste y luego vinieron a conectármelo. Pero ya sabes que esa gente va muy deprisa y cuesta asimilar sus explicaciones”.

Ocupó su butaca y yo me senté de costado a él. Quise observar hasta qué punto llegaban sus habilidades y, todo nervioso, se puso a darle a iconos y accesos. “Conectado a internet sí que está ¿no?”, dijo. En efecto, al abrir el navegador se cargó la página de inicio. Tuve que hacer un esfuerzo para mirar la pantalla, pues, en su ajetreo sobre la baja butaca, la pernera del corto pantalón, retraída hacia las ingles, iba dejando asomar fragmentos de huevos y hasta la punta de la polla. Él no parecía darse cuenta y seguía con sus interrogantes. “Yo lo que quiero es poder buscar cosas que me interesen,…y también fotos y vídeos”. Hice que fuera a un buscador y le expliqué los rudimentos. “¿Así se puede escribir cualquier palabra y te encuentra lo que hay sobre ella?”. “A veces se ha de afinar un poco, pero básicamente sí”, contesté sin entrar en más detalles. A pesar de las excitantes vistas, decidí tomar el mando del ordenador y acerqué  más mi butaca. “Voy a ver qué programas tienes, por si te falta alguno que te sea útil”. Como el aparato era algo pequeño y le tapaba la pantalla, se puso de pie para ver detrás de mí. Yo notaba que se me iba arrimando progresivamente y, a veces, aunque ahora no lo veía, lo sentía rozando mi brazo o mi espalda al querer acercar la cara. “¿Tienes una cuenta de correo?”, le pregunté haciendo un esfuerzo para dominarme. “No ¿Me puedes poner una?”. Aproveché para cederle el sitio. “Escribe un nombre, el tuyo o uno inventado, y una contraseña”. “Me llamo Ramiro, pero mejor inventado”, decidió. Me aparté por discreción. “¿Con esto podré también hablar con alguien y verlo?”. “Sí, porque tienes webcam ¿Quieres que la probemos?”. “¡Claro, claro!”. Ahora estábamos sentados muy juntos y su pierna se pegaba a la mía. Lamenté no llevar también pantalón corto; seguro que él se me habría frotado con el mismo desenfado. Aparecimos los dos en pantalla. “¡Mira qué guapos!”, dijo. Y añadió: “Por aquí la gente hace cochinadas y todo ¿no?”. “Eso va a gustos…”, respondí, y se me ocurrió ofrecerle: “Si quieres, cuando vaya a casa nos conectamos y podemos probar”. “¿Hacer cochinadas?”, preguntó en tono de broma y le respondí en el mismo tono: “Si te empeñas…”. Le puse mi dirección y quedó ahí la cosa. “¡Uf, me has ayudado mucho! Al menos le he perdido el miedo”, concluyó. Antes de irme le dije: “Si necesitas que vuelva a echarte una mano, yo encantado”. “Desde luego, si no te importa. Aún estoy en pañales”… Nunca mejor dicho, pensé.


Al entrar en mi casa sentí la necesidad de darme una ducha y calmar el sofoco que me había provocado el vecino. Cuando me estaba secando, oí el aviso de contacto. Miré y no podía ser otro que él, con su busto tetudo y sonriente. Me senté y le dije: “¡Hola! Veo que te manejas bien”. Pero él ya me había captado al acercarme. “¡Uy, si te he visto en cueros!”. Sin darle importancia expliqué: “Me acabo de duchar y me has cogido por sorpresa”. “¡Esto tiene su gracia! No es como el teléfono, aquí te pillan tal como estés”, dijo riendo. Le di más información: “Esa webcam que tienes la puedes orientar hacia donde quieras”. “A ver, a ver…”. Le dio un meneo y acabó enfocándose la entrepierna”. “¿Así qué ves?”. “Pues que se te ha salido algo”, contesté con descaro. Volvió a subirla, pero siguió divertido. “¡Ja, ja, ja, esto es la monda! Habrá que tener cuidado”. Ya se limitó a hacerme una petición genérica. “Cuando vuelvas te tengo que consultar bastantes cosas,…si no te cansa”. “Para nada. Hay que cumplir lo de enseñar al que no sabe”, bromeé. Cortamos la charla y me dejó pensando que el asunto prometía.

Como había dejado abierta la posibilidad de que volviera a su casa, me decidí a tomar la iniciativa. Al día siguiente fui a la playa y, al regresar, me quedé tal como iba. Un pantalón corto y amplio, sin calzoncillos porque me había quitado el traje de baño mojado, y una camisa muy fina y medio desbrochada. Cogí mi portátil con algún pendrive y me presenté allí a primera hora de la tarde. Me pareció buena señal que, antes de abrir, observara por la mirilla. Porque en efecto, al reconocerme, ya no tuvo dudas en recibirme tan escasamente vestido como el día anterior. “¡Qué bien! ¡Entra, entra!”. “He estado en la playa y se me ha ocurrido pasar por si aún quieres que te eche una mano… Pero si es mal momento para ti…”, me expliqué. “¡En absoluto! Precisamente estaba pensando en llamarte”, replicó encantado. Al ver que traía mi portátil, comentó: “Vienes equipado… Así me podrás pasar cosas interesantes que tengas ahí”. “No sé si te interesarán las mismas cosas…”, dejé caer un tanto enigmático. “Seguro que sí. Soy muy curioso”, afirmó.

Como en el piso hacía mucho calor, me sirvió de excusa para decir: “Si no te importa, me quitaré también la camisa… Todavía llevo el sofoco de la playa”. “¡Faltaría más! Como si estuvieras en tu casa”, contestó sin dejar de otear lo nuevo que veía de mí. “¡Vaya barriguita te gastas!”, bromeó. “Mira quién habla”, repliqué. “Tú eres más velludo”, observó. Pero enseguida sacó el tema al que le había hecho referencia un par de veces. “Así que has estado en la playa… Hace tiempo que no voy, y no creas que no me gusta”. “Suelo ir a la nudista”. Le mentí pues precisamente aquella mañana la playa había sido convencional, porque me apeteció darme un chapuzón y era la que me pillaba más cerca. “¿Ah, sí? Nunca he estado”, dijo interesado. “Si no te da corte, podíamos ir algún día”, le ofrecí. “Pues no es mala idea… Debe tener su gracia”, dijo con una sonrisa traviesa. Una vez abierta esa sugerente posibilidad de futuro, volví al tema que me reclamaba en su casa.

“¿Y con la informática cómo te vas apañando?”. “¡Hombre! Voy haciendo mis pinitos… Pero hay una cosa que no tengo clara”. Pareció titubear algo azorado. “Es que para ver y hablar con gente supongo que habrán de estar también por aquí y no sé con quiénes podría hacerlo”. “Páginas  de contactos las hay a miles y para todos los gustos” dije generalizando. Su pregunta fue muy directa. “A ver ¿tú sigues algunas?”. No quise delatarme todavía y contesté con cierto rubor fingido. “Eso es algo privado ¿no te parece?”. “¡Uy, sí, perdona! Es que me gustaría conocer gente más o menos como yo… o como tú”. Su indiscreción la pagué con otra. “¿Cuándo hablas de gente te refieres a hombres?”. Su piel clara acusó enseguida en rubor. “Bueno sí… ¿Te molestaría?”. Me divertía ver sus apuros y mantuve con cierto regodeo la ambigüedad. “¡Qué va! Soy muy amplio de miras en ese aspecto”. Como se había quedado un tanto desasosegado, le di una tregua y le dije: “¡Mira! Teclea en el buscador”. Le indiqué la dirección de una página muy conocida de osos y demás especies. En el inicio aparecían fotos que ilustraban las distintas categorías. “¡Uy! Casi todos están despechugados”, comentó interesado. “Como nosotros ahora”, bromeé. Su curiosidad iba en aumento. “¿Eso de ‘bear’, ‘chubby’, ‘daddy’… a qué se refiere?”. “Son hombres grandes y peludos, gordos, maduros…”, aclaré. “¡Vaya, vaya! ¿Y se puede hablar con ellos?”. Estaba cada vez más inquieto y movía las piernas con el breve pantalón medio desencajado. Seguí con mi pedagogía. “No es tan simple. Para empezar tendrías que crearte un perfil, con una foto tuya. También puedes añadir más, para hacerte más visible…”. “¿Hasta desnudo?”. “Si te atreves… Tendrías más éxito”. Para que no preguntara tanto completé la información. “Te enviarán mensajes y tú puedes mandarlos a quien te guste. Si os caéis bien, ya charlaréis y hasta usaréis la webcam”. Pero su curiosidad estaba disparada. “¿Como hicimos el otro día?”. “Más o menos”. “¿Tú tienes perfil aquí?”. “Sí. Aunque no podrás verlo hasta que estés dado de alta”. Reflexionó unos segundos. “Tendría que ver de dónde saco las fotos”. “La webcam te sirve y las puedes poner directamente”. Puso cara preocupada. “No sé si las sacaría bien… Seguro que me hago un lío”. Se me ocurrió una solución. “Si quieres, te las hago con el móvil y te las mando a tu correo. Escoges las que más te guste”. “¡Oye, estupendo! ¿No te importa?”. “Será un placer”, respondí con retranca.

Me puse inmediatamente en acción. “¡Mira! Así tanteando con el ordenador quedarás muy bien”. “¿No se me ve poco?”. “Para la primera foto es perfecto”. Disparé y se la enseñé. “¡Qué gordito se me ve!”. Se la envié a su correo y ya la tuvo disponible. “¡Venga! Crea tu perfil ya. Es muy sencillo”. Lo guie y hasta le busqué un nick. “¡Ya está! Mira cómo queda”. Estaba impresionado. “No está mal… ¿Ya me puede ver todo el mundo?”. “Verás cómo empiezas a recibir mensajes”. Pero de momento tuvo un interés específico. “Puedo ver el tuyo ¿no?”. Le dejé buscarme, aunque advertí: “Me va a dar vergüenza”. Porque mi primera foto era del busto, pero las otras… “¡Anda, si lo enseñas todo!”, exclamó divertido. “Ya me has pillado”, dije fingiendo estar cortado. “¡Muy bien, muy bien!...Y dices que te gustan los gorditos maduros”, siguió riendo. “Tú también puedes poner los que te gustan…”, lo desafié. Pero desvió el tema. “Primero podía añadir más fotos ¿no te parece?”. “Todas las que quieras”, ofrecí. “No voy a ser menos”, dijo jocoso, “Me quito esto ¿eh?”. “Por mí encantado, gordito maduro”, le solté sonriente. Se puso de pie y se bajó el pantalón. La polla regordeta se veía algo empinada sobre los compactos huevos. “Parece que todo esto te ha emocionado… Las fotos van a ser de lo más sexy”, comenté burlón. No perdía su sentido del humor. “A ti te quisiera ver sin esos pantalones…”. “Como no has llegado a decir cuáles son tus gustos, no me atrevo”, continué la chanza. “Seguro que estás mejor que en las fotos”, afirmó. Le di largas para mantener el devaneo, porque en verdad mis intimidades aún ocultas estaban bastante excitadas. “¡Vamos con tus fotos!”, y sugerí: “Una quedará bien parecida a la que ya te he hecho, pero ahora con la entrepierna más visible”. Ahora el paquete le surgía muy bien colocado entre los muslos. “¿Me pongo de pie?”. “Sí, pero con naturalidad… De frente y de espaldas”. Quedaba muy fotogénico con un pie subido a la butaquita, y luego se giró apoyado en un estante. “Tienes un culo muy atractivo”, le piropeé. “Si tú lo dices…”. Incorporadas las nuevas fotos al perfil, éste quedó de lo más presentable. “¿Tú crees que gustará?”, me preguntó interesado. “Si no te hubiera visto antes, enseguida te habría mandado un mensaje”. Le gustó la lisonja y tuvo una idea. “¡Hala! Conéctate a tu PC que voy a mandártelo yo… Así practico”.

A los pocos segundos me llegó. “¡Hola! Me encantan tus fotos. Seguro que al natural estás de rechupete”. Me hizo gracia el desparpajo con que lanzó su indirecta directa y le contesté. “Estás buenísimo ¿Podríamos jugar en vivo sin pantallas por medio?”. Sin levantar la cabeza escribió: “Si dejas que te lo vea todo, igual me animo”. “Mira tu webcam”, le puse, y me coloqué ante la mía. Me bajé poco a poco los pantalones y aparecí empalmado. Me chocó que siguiera con la vista fija en su PC aunque me tuviera enfrente. “¡Anda, si tienes empinado el cachirulo”, escribió riendo. Ya me cabreó que me siguiera ignorando en vivo y le mandé un mensaje. “Vas a preferir que me vaya a mi casa y seguir chateando desde allí, que es lo que te da morbo”. Se puso serio y alzó la vista para mirarme al fin en directo. “¡Uy, perdona!”, se excusó, “Es que todo esto me da mucho corte”. Realmente se le notaba fuera de juego, a pesar de las apariencias, y me di cuenta de que era alguien con quien no se podía correr. Aunque fuera involuntariamente, se comportaba como un ‘calienta braguetas’ que se acobarda en el vivo y en directo. “No pasa nada”, le dije, “Si estaba bromeando porque te veía muy lanzado con esto de los contactos… Cuando empieces a recibir mensajes te irás acostumbrando”. Vi que no sabía que decir y pensé que lo más oportuno era dar la visita por acabada. Así que dije sin denotar la menor incomodidad: “Hoy has hecho muchos progresos… Pero te aconsejo que te lo tomes con calma, que esto engancha mucho. Ahora me voy a casa a darme una buena ducha”.

Lo primero que me encontré nada más entrar fue un mensaje suyo que acompañaba una captura de su polla empalmada: “No creas que no me has gustado”. Solo contesté aséptico: “Buena foto”. Estuvimos un par de días sin tener contacto, hasta que al volver por la tarde me lo encontré en el vestíbulo. Me dio toda la impresión de que me estaba esperando. Me saludó nervioso y algo cortado, y le pregunté: “¿Qué tal te va con internet?”. “De eso quería hablarte”, contestó, “¿Tendrías tiempo ahora?”. Se me ocurrió cambiar de escenario y, en vez de acompañarlo a su casa, le dije: “No hay problema… Ya iba a mi casa para ponerme cómodo ¿Por qué no vienes conmigo y hablamos allí?”. “No querría ser pesado, pero si no te molesta…”. Así le daría paso a mi intimidad y vería si con ello lograba ir venciendo sus resistencias mentales. Pareció encantarle este gesto por mi parte y al entrar comentó: “Eres más ordenado que yo”. Con toda naturalidad dije: “Traigo la ropa empapada de sudor… Si no te importa, me daré una ducha rápida”. “¡Claro, claro! Ve, no hay prisa”, contestó recatado. Repliqué desenfadado: “Ven también… Y así me cuentas”. “¿No te importa?”, preguntó sorprendido. “¡Si ya nos lo hemos visto todo, hombre!”, le solté. Camino del baño ya me fui quitando la ropa y él mi siguió disciplinado. Ya en pelotas me encaré: “¡A ver! ¿Qué es lo que te pasa ahora?”. Estaba tan turbado que no supo de qué la hablaba. “¿Me pasa?”. “Sí, con internet”, le recordé, y entré bajo el chorro de agua. “¡Ah, claro!... Pero dúchate tranquilo, que me gustará mirarte ¿vale?”. “Todo lo que quieras”, contesté agradeciendo su retorcida sinceridad. Cuando salí de la ducha me puse a secarme someramente y me preguntó: “¿Vas a volver a vestirte?”. “Me gusta estar desnudo por casa… Más o menos como tú ¿no es cierto?”, contesté atento a por dónde me fuera a salir. “Entonces debería hacerlo yo también… Así estaremos más en confianza”. “¡Desde luego!”, lo animé, “Encantado de que lo hagas”. Tardó poco en quedarse en cueros, y ver de nuevo su apetecible cuerpo me animó.

Tenía mi ordenador portátil también en una mesa baja ante el sofá. Nos sentamos muy juntos para poder verlo los dos y lo animé: “Tú dirás ¿Cuál es el problema?”. Se enzarzó en una explicación un tanto atropellada. “Es que me pasa que he empezado a hablar con gente que contacta conmigo… No creas, algunos están muy bien… Insisten en que les gustaría conocerme y me piden que les enseñe cosas por la webcam. Como es así desde lejos, hago lo que me piden y me dicen cochinadas para calentarme. Pero ellos lo que hacen es mirar y casi nunca me dejan verles más que las fotos del perfil… No sé si lo estoy haciendo bien”. Como estaba compungido, le pasé un brazo por los hombros, disimulando la hilaridad que me causaba constatar lo pardillo que era. “¡No le des tanta importancia, hombre! Eso hay que tomarlo como una diversión… Aunque te aconsejaría que vayas con cuidado con lo que vas enseñando”. Hice una pausa y remé a mi favor. “Tienes razón en que la gente se comporta bastante frívolamente… Sin ir más lejos tú has hecho algo parecido conmigo”. Dio un respingo. “¿Yo contigo?”. Intenté ser claro. “Me piropeas chateando, pero cuando me tienes delante escurres el bulto”. Se quedó callado, pero se apretó conmigo. Su voz al fin sonó de nuevo en un susurro. “No sabía si meterte mano yo o esperar a que tú lo hicieras”. “¡Será liante!”, pensé, “Ahora va a resultar que el pardillo he sido yo”. Entonces no me contuve ya. Giré el cuerpo hacia él y busqué su boca con la mía. Al principio le costó abrirla del todo, pero forcé con la lengua y conseguí enredarla con la suya. El morreo duró un rato hasta que me cogió una mano y la llevó sobre su polla. “¿Ves como sí que me gustas?”, dijo al apartar la boca. La tenía deliciosamente dura y le repliqué: “Verás que tú a mí también”. Fue el quien me buscó la polla, no menos firme que la suya. “¡Uy, sí!”, exclamó.

Quise recuperar el tiempo perdido y fui deslizándome para hacerme con su cuerpo. Le restregué la cara por el suave vello de sus redondeadas tetas y chupé los pezones. Él emitía entrecortados suspiros. Luego recorrí con la lengua su barriga y al llegar a la polla le di un chupetón, para pasar a lamerle los huevos. Sobreexcitado notaba el temblor de sus muslos. Cuando al fin me concentré en chuparle la polla su cuerpo entero vibraba de placer. Con voz temblona pidió: “¿Te lo puedo hacer yo también?”. Entonces fui yo quien se retrepó en el sofá. “¡Todo tuyo!”. Imitó lo que le había hecho yo y, aunque con cierta torpeza, me resultó de lo más excitante. Su entrecortada mamada, sin embargo, por más voluntad que le ponía, no iba a lograr llevarme al clímax. Y tampoco era cuestión de ponerme a meneármela. Así que lo sujeté. “Para ahora”. Preguntó algo desconcertado: “¿No quieres correrte?”. “¿Qué prisa hay?”, contesté, “Ya lo haremos los dos”. Aún tenía que trabajarlo más… No me equivoqué porque noté en él un cierto alivio ante el aplazamiento.

Recibí un mensaje en el ordenador. “¿Te va bien que pase por tu casa?”. Pensé que tal vez se había decidido a continuar lo que habíamos empezado. “¡Claro que sí!”, contesté. Apareció enseguida, pero era para involucrarme en otro de sus dilemas. “Tengo que pedirte un favor”. “Si está en mi mano…”, dije. Se enzarzó en una explicación un tanto atropellada. “Me contaste que ibas con frecuencia a la playa nudista ¿verdad?... Pues resulta que estuve hablando con un tipo y me dijo que él también iba. Nos enseñamos cosas y el tío está muy bien… Seguro que también te gustaría… El caso es que propuso que nos encontráramos allí…”. “¡Ah, estupendo! ¿No?”, lo interrumpí viéndolo venir. “Ya sabes que yo no he ido nunca... Ni sé dónde está… Se me había ocurrido si podríamos ir los dos, como me habías ofrecido”. “Sí que te lo ofrecí, y muy a gusto”, contesté, “Pero hacer de carabina no sé yo…”. “¡Qué va, hombre! Si solo es para conocernos… Ya le dije que seguramente iría con un amigo y le pareció muy bien”. Vi que lo tenía todo bien hilvanado. “¿Y cuándo habéis quedado?”, pregunté. “Hablamos de mañana ¿Te irá bien?”. No había hecho planes todavía, pero los enredos de este hombre me resultaban tan curiosos… y, por qué no, cada vez  más excitantes, que me mostré dispuesto a acompañarlo y hasta a hacerle de guía. “No sabes cómo te lo agradezco… Es que yo en estas cosas…”. Bien lo tenía comprobado.

A media mañana pasé a recogerlo y ya estaba esperándome con pantalón corto y una camiseta de Snoopy, algo infantil pero que le pegaba. Nervioso, como suponía, me preguntó: “No hará falta llevar mucha cosa ¿verdad?”. “Con una toalla vas de sobra… Y en tu caso una crema para el sol, que estás muy blanco”. “Ya la compré ayer”. Lo llevé en mi coche y no costó demasiado encontrar aparcamiento. El acceso más directo iba a la zona más amplia de la playa. Había ya bastante gente y nada más ver el panorama quedó boquiabierto. “¡Ahí va! Si hay familias con chiquillos y todo”. “Y algunos papás que quitan el hipo”, añadí provocándolo. “¿Qué hacemos?”, preguntó. “Pues  adelante… Pero mejor que nos quitemos ya la ropa. No vamos a ir pasando por en medio vestidos”, le aclaré. “¿Toda?”, dudó. “¿Tú qué crees? No ves cómo están todos”. Me hizo gracia que, bajo el pantalón llevara un traje de baño. Se justificó: “Por si acaso”. Al fin quedamos los dos en cueros, sin dejar de mirarnos de reojo, aunque ya nos habíamos visto de sobra así. Avanzamos sorteando a los que ocupaban sus espacios y él ponía los ojos como platos. “¡Uf! Nunca había visto tanta gente desnuda”. De todos modos denotó una cierta decepción cuando preguntó: “¿Y aquí qué se hace?”. “No seas impaciente, hombre. La zona más interesante está detrás de esas rocas”, le informé.

En efecto, tras trepar un poco por un promontorio rocoso, se abría una cala más pequeña protegida por un pinar. “¿Qué te parece ahora?”, le pregunté en cuanto descendimos y vimos la nutrida concurrencia de hombres de diversas edades y tipos. Se le iluminó el rostro. “¡Vaya! Solo hay tíos”. “¿No es lo que querías?”, dije, “Mira a ver si distingues a tu ligue”. “Bueno, me dijo que vendría un poco más tarde”. No parecía tenerlas todas consigo. “Entonces vamos a aprovechar el tiempo ¿no?”, propuse, “Buscamos un sitio y nos relajamos”. Deliberadamente escogí la cercanía de un grupo de osotes que estaban en amistosa convivencia. Nos sentamos en las toallas, con las entrepiernas de los pasantes a la altura de nuestras caras, lo que no dejaba de alelar a Ramiro.

Enseguida se pudo apreciar el contraste de color de nuestra piel. Así que le aconsejé: “Deberías ponerte crema desde ahora. Si no, te vas a cocer como una gamba”. Sacó el tubo y, con todo su cuerpo vulnerable, no sabía por dónde empezar. “¿Quieres que te lo haga yo?”, ofrecí generoso. “¿Aquí?”, pregunto vergonzoso. “¡Anda que se van a asustar esos! ¿No ves cómo se meten mano tan panchos?”. Tomé posesión de la crema y dije: “Empezaré por detrás”. Se tumbó bocabajo y le embadurné la espalda hasta llegar al culo. Redondito y suavemente velludo, lo manoseé a gusto con la excusa de la crema. “¿Por ahí también?”, se alarmó. “Es la zona más sensible”, expliqué apurando los restos en la raja, “Ahora bocarriba”. Se giró, pero señalando: “Esto podría hacerlo yo…”. “¡Deja, hombre! Ya tengo las manos untadas y quedarás mejor”. Cedió y me recreé con sus tetitas y su oronda barriga. Llegué hasta el pubis y noté que tenía un escalofrío. Pasé a las piernas y fui subiendo por los muslos sin esquivar los roces a los huevos. Aprecié que se le estaba apuntando una erección y no me contuve de darle un frote en la polla. Solo exclamó: “¡Uy, qué vergüenza!”. Sin hacerle caso, le di una palmadita. “¡Hala! Vamos al agua”. Me siguió tratando de disimular, con poco éxito, la turgencia en su entrepierna, que más de una sonrisa irónica provocaba.

En el agua Ramiro no demostró ser demasiado buen nadador y procuraba no perder pie. Di unas brazadas y, cuando volví hacia él, comentó divertido: “¡Qué gracia! Ha pasado buceando uno y me ha tocado el pito”. “¿Así?”, dije, y se lo toqué a mi vez. “¡Uy, que ya te conozco!”, rio. Al salir le propuse: “¿Qué te parece si, mientras esperamos, tomamos algo fresco?”. En el límite entre la playa y los pinos, había un chiringuito sombreado. Ramiro preguntó: “¿También en cueros?”. “¡Pues claro!”, contesté, “¿No ves que hasta el que sirve lo está?”. Nos quedamos apoyados en la barra y, mirando en derredor, Ramiro comentó: “Me alegro de que me hayas traído aquí… Es toda una experiencia”. “Pero no solo has venido por eso…”, dejé caer. Se mostró escéptico. “No sé si llegará a venir”. De todos modos estábamos a gusto allí más fresquitos y me dije que casi mejor que siguiéremos solos, para así hacer más avances frente a las reservas mentales de Ramiro. Sin embargo el que este esperaba no aparecía y su desilusión fue patente. “Con lo lanzado que parecía… ¿Suele pasar esto con la gente del chat?”. Le quité importancia. “Hombre, no siempre… Pero hablar por ahí es muy fácil y algunos se marcan faroles”. Añadí con toda la intención: “Ya sabes lo de que más vale malo conocido que bueno por conocer”. Lo captó y sonrió. “Tú de malo, nada ¡eh!”, dijo dándome una palmadita.

Asumido el fracaso de la cita, decidí usarlo a mi favor. “Todavía te faltan por conocer cosas de esta playa… ¿Te has fijado en el pinar que hay  detrás?”. Yo sabía por propia experiencia que, perdiéndose por allí, se conseguía una cierta intimidad que era muy aprovechable. Me miró con curiosidad. “¿También se puede entrar desnudo?”. “¡Naturalmente! Y más cosas… ¿Quieres que vayamos?”, ofrecí. Se puso en mis manos. “Tú eres el que conoce esto”. Al poco de adentrarnos entre los pinos, tuvimos ya una muestra de impacto de lo que su cobijo propiciaba. En un pequeño recodo, yacía sobre una toalla un tipo gordote bocabajo y sobre él otro no menos grande le daba por el culo con total entrega. No se inmutaron cuando llegamos cerca y Ramiro, sobrecogido, me susurró al oído: “¿Aquí se puede hacer eso?”. “¡Y más!”, afirmé y, como ralentizaba el paso con la vista fija en la follada, lo empujé por el culo para que siguiera avanzando. El bosquecillo estaba todo menos solitario, porque pronto volvimos a topar con otra escena. Un tío robusto y peludo, con el culo apoyado en una rama caída, se pinzaba los pezones mientras dos agachados se la iban mamando. Al vernos nos llegó a sonreír y Ramiro preguntó de nuevo: “¿No les importa que los miren?”. “Ya ves que no”, contesté, “Hasta les da más morbo”. Me fijé en que se había empalmado y le dije: “Igual te apetece participar”. “¡Uy, no! Es que nunca había visto algo así”, replicó tratando en vano de disimular su erección.

Al llegar a un claro algo más apartado, decidí que ya estaba bien de contemplaciones. Como llevábamos las toallas, le dije con tono imperioso: “¡Anda, estíralas y tiéndete encima!”. “¿Para hacer cosas de esas?”, preguntó, aunque cumplió lo que le había dicho. “Si quieres…”, admití. Su respuesta no dejó de ser curiosa, como todo en su comportamiento. “Con lo que llevo visto hoy, me he excitado mucho más que con el ordenador”. Era su forma de decir adelante. Se tendió mansamente bocarriba en su toalla, con la polla corta y ancha en una renovada erección. Con esta posición parecía pedir una mamada. Pero se me ocurrió introducir una variante para impactarlo. Me arrodillé tras su cabeza y me incliné hacia delante hasta alcanzarle la polla con la boca. Al encontrarse con la mía sobre su cara, con un “¡Uy!” de sorpresa no vaciló en sorberla. Se la chupé con ganas y, para compensar su inexperiencia, me puse a dar golpes de cadera en una follada de su boca. No iba mal la cosa y el calentamiento era mutuo. Cuando sentí que estaba a punto, pensé que tal vez sería demasiado traicionero por mi parte correrme sin previo aviso. Sin embargo, puesto que él, llegado su momento, no tuvo el menor reparo en vaciarse en mi boca, ya me dejé de reparos e hice otro tanto, mientras él seguía bien amorrado a mi polla. Me erguí sobre las rodillas con un resoplido y, al mirar hacia abajo, vi que se relamía los labios. Le pregunté: “¿Te ha ido bien?”. Soltó una de sus frases ambiguas. “Si tú lo has hecho, yo también ¿no?”.

Nos sentamos en las toallas para reponernos. “¿Nos habrá visto alguien?”, preguntó. “¿Por qué? ¿Te habría dado más morbo?”, le pinché. “Como yo no podía ver contigo encima, no me habría enterado”, zanjó. Quedó pensando unos segundos y al fin dijo: “Cuando tendimos aquí las toallas pensé que irías a hacerme lo mismo que aquellos que hemos visto nada más entrar entre los pinos”. “¿Te habría gustado?”, me sorprendí de que lo dijera tan tranquilo. “No sé”, contestó, “Es que los que hablan conmigo en el chat siempre dicen que querrían follarme… Me da vergüenza reconocerles que nunca me lo han hecho”. Como me pilló de trasmano solo se me ocurrió: “¡Hombre! No es que sea obligatorio”. Pero no queriendo pasarme de pusilánime añadí enseguida: “Aunque siempre se puede probar”. Al parecer, entre sus cuitas con los interlocutores del chat y la enculada en vivo que acabábamos de presenciar, parecía que tuviera una asignatura pendiente. “¿A ti te gusta meterla?”. Contesté con la ambigüedad que él solía usar. “Desde luego hay culos muy apetitosos…”. “¿Como el  mío?”, saltó. “Creo que te lo he dicho en más de una ocasión”, repliqué.

Como los dos nos habíamos desfogado ya, no era cuestión de seguir dándole vueltas al tema. Aunque tomé buena nota para la primera ocasión que se presentara. Así que se me ocurrió sugerir: “Podíamos volver al chiringuito… No vaya a ser que tu ligue se haya retrasado y te esté buscando”. “¿Tú crees? Ese ya no aparece”, dijo escéptico. “De todos modos nos vendrá bien beber algo… Todavía me sabe la boca a tu leche”, declaré. “Eso sí”, reconoció algo avergonzado.

Cuando estábamos tomándonos nuestras cervezas, a Ramiro se le trasmutó el semblante en un momento en que dirigió la mirada hacia el panorama de la playa. Instintivamente volvió la espalda y dijo con voz temblorosa: “Creo que es aquel que se acerca”. Aunque sabía que Ramiro, una vez hecho a la idea de que su ligue había quedado en nada, estaba deseando ahora que se lo tragara la tierra, repliqué con cinismo: “Qué bien ¿no?”. Incluso me aparté un poco de él para dejarlo solo ante el peligro. No me privé de echar un vistazo al que venía y me quedé estupefacto. Resultaba ser un tío grandote, peludo y con una pinta de ogro excesiva incluso para mis gustos. Como Ramiro seguía de espaldas disimulando, el otro lo abordó por detrás y le posó en los hombros sus robustos brazos. “Creías que no iba a venir ¿eh?”, dijo como si le leyera el pensamiento. Y acto seguido bajó una mano y le acarició el culo. “¿Me dabas la espalda para enseñarme lo que más me gusta de ti?”. Ramiro, cobarde, recurrió a mí. “Este es el amigo que te dije que me traería”. El recién llegado me miró de arriba abajo y soltó: “¡Mira qué bien! Con guardaespaldas y todo”. Pese a que me repateó la gracia, me limité a sonreír con cara de circunstancias.

A continuación el tipo se apartó para buscar el monedero en la bolsa que había dejado en el suelo. “Ya que estamos, me apunto a otra cerveza… E invito yo por la espera”. Con ello, al inclinarse, dio ocasión de lucir un culo contundente y velludo. Vista que, al volver hacia nosotros, completó con el bamboleo de una polla que destacaba entre el pelambre del pubis y que no se la saltaba un galgo. No dudó en ir al grano y, tras dar unos tragos, achuchó a Ramiro con un brazo sobre los hombros soltando: “Aquí se está muy bien ¿pero por qué no nos metemos por los pinos y nos conocemos mejor?”. Ramiro y yo cruzamos rápidamente las miradas y quedó claro que ni uno ni otro íbamos a decir que precisamente volvíamos de allí. Dadas las circunstancias, sin embargo, intuí que uno sobraba y le dije a Ramiro: “Ya que os habéis encontrado, será mejor que os deje a vuestro aire”. Pero Ramiro no pareció dispuesto a salir de mi protección. “Tengo que volver contigo”. El otro se cargó su coartada: “He venido en moto y tengo dos cascos… Te llevo yo de vuelta”. “¡Uy, en moto!”, se limitó a comentar Ramiro con voz casi inaudible. Renuncié ya a seguir siendo su tabla de salvación e incluso me divirtió maliciosamente imaginar al gordito de Ramiro, que seguro nunca habría ido de paquete en una moto, agarrándose cagado a aquel pedazo de tío.

El ligue de Ramiro, que enganchado a él le restregaba desenfadadamente la barriga y las tetas peludas, consideró zanjada la cuestión. Como aperitivo, y sin prisas para deshacerse de mí, le dio una agarrada al culo de Ramiro y me interpeló: “¡Qué buen culo se gasta el tío ¿eh?! Seguro que ya le habrás arreado unas buenas  folladas”. “Sí que lo tiene rico, sí”, me limité a confirmar. Entonces le soltó a Ramiro: “¿Te acuerdas de lo que dije que te haría cuando le enfocabas la webcam?”. Ramiro, como de costumbre, se fue por la tangente y, dejándose sobar, preguntó a su vez sin mirarlo: “¿Te gusta más ahora?”. El otro no se anduvo por las ramas pues le pasó los dedos por la raja y debió meterle uno más adentro porque Ramiro soltó un sonoro “¡Uy!”. “Esto es lo que me va a gustar”, afirmó el ligue insistiendo con el dedo, sin que Ramiro diera muestras de rechazo. “¿Sí?”, fue solo su lastimera interrogación.

Perdida cualquier esperanza de sacar partido de este encuentro inesperado, me alarmé además al darme cuenta de que, al paso que llevaban, el mosquita muerta de Ramiro le estaba poniendo en bandeja el desvirgue que tan cuidadosamente había ido yo preparando. Así que no solo me había convertido en una vergonzante carabina, que se debía quitar de en medio cuando empezara a sobrar, sino que me podía perder la primicia que con tantos esfuerzos pedagógicos me había ganado. Me quedaba el vengativo consuelo de que, si su ligue se lo follaba de malas maneras y le hacía ver las estrellas, Ramiro se lo tenía merecido. Aunque al menos me habría dado un morbo tremendo verlos en acción: el gordito ingenuo –aunque no tanto como parecía– y el  tiarrón decidido a darle por el culo. De todos modos sabía que, pasara lo que pasaba, acabaría enterándome.

A Ramiro no le quedaban argumentos para retenerme, así que me despedí por las buenas. “¡Vale! Os dejo ya tranquilos… Me doy un chapuzón y me largo ya”. “Te veré luego ¿no?”, preguntó suplicante Ramiro. “Llámame cuando vuelvas a casa… Si no sigues ocupado”, contesté con retintín. Pero también quise dejarle claro que no pensaba quedarme de guardia por si salía despavorido de entre los pinos. Aunque no pude evitar sentir cierta ansiedad, que no era incompatible con el cabreo porque se me hubiera adelantado aquel tío, al ver a Ramiro casi arrastrado cogido por el cogote camino del follaje.

Cuando llegué a casa no podía quitarme de la cabeza a Ramiro y su ligue del chat. No solo sentía curiosidad por conocer hasta dónde habían llegado, sino que también me producía una morbosa excitación imaginarme a Ramiro con aquel gorila dándole caña. Casi me arrepentía de no haberme quedado para espiarlos escondido tras el ramaje. ¿Para esto me había servido tanto gradualismo por mi parte…? Traté de distraerme y me puse a ver la tele. Ya a última hora de la tarde, sonó el timbre de mi puerta. No tuve dudas de que sería Ramiro. Al abrirle vi que venía tal como había ido a la playa. Ni había pasado antes por su casa. Su expresión era de desconsuelo culposo, aunque era difícil saber si se debía a lo que le había sucedido o, más improbable, mala conciencia hacia mí. “Perdona que haya venido directamente ¿No es un poco tarde? Pero es que estoy hecho un lío”, soltó de un tirón. “¡Pasa, hombre, pasa!”, le dije, “Si ya quería saber de ti”. Pero no me privé de preguntarle con retranca: “¿Ta han traído en moto?”. “¡Uy, sí! Se me han puesto de corbata”, reconoció, “Pero eso es lo de menos…”. “¡Venga! Nos sentamos y me cuentas”, dije conciliador. Agradecido, soltó la bolsa y nos pusimos frente a frente. La verdad era que enrojecido por el sol, con sus pantalones cortos y la camiseta de Snoopy, estaba riquísimo.

Como Ramiro no atinaba por dónde empezar, le eché un cable con tono desenfadado. “¿Te lo has pasado bien? Tenías mucho interés en esa cita…”. “Bueno, según se mire”, fue su típica respuesta ambigua. Aunque enseguida admitió: “La verdad es que no me esperaba un tío así”. “Bien que lo reconociste cuando se acercó. Lo habrías visto por el chat”, repliqué. “En realidad solo había visto alguna foto de cara… Cuando yo conectaba la webcam decía que la suya no funcionaba. Así que él sí que me veía…”. “Te había advertido de eso”. “Lo sé. Pero me iba diciendo unas cosas, con guarradas y todo, que me ponían muy caliente y le enseñaba todo lo que me pedía”. Dejé que siguiera. “Cuando me propuso lo de la playa, pensé que así mataba dos pájaros de un tiro. Conocería una playa nudista y tendría mi primer ligue”. Protesté: “Lo de la playa te lo había ofrecido yo y que fuera tu primer ligue no sé cómo tomármelo”. “Lo tuyo es distinto”, soltó muy rotundo. Como me interesaba que siguiera con la historia, aparqué este punto. “Bueno, esto me lo explicas luego… O sea, que el tío no te gustó y aun así te fuiste con él a los pinos”. “No, si gustarme sí que me gustó”, puntualizó, “Era un pedazo de hombre que lo tenía todo grande… Pero quedarme solo con él ya no lo tuve tan claro”. “Mi papel de acompañante acabó ahí”, precisé dulcificando mi papelón. “Ya, ya… No podías hacer otra cosa”, reconoció. Quise ir al grano ya. “¡Vale! ¿Pero lo de los pinos cómo fue?”.

Ante lo directo de mi pregunta, a Ramiro pareció costarle arrancar. Para incitarlo dije muy serio: “Si no quieres entrar en detalles lo entenderé”. “¡No, no!…A ver cómo te lo cuento”. Optó por un vía indirecta. “Te darías cuenta de lo que quería de mí desde que llegó ¿verdad?”. Yo sí que fui directo. “¡Desde luego! Darte por el culo”. “Dicho así…”, se sonrojó Ramiro. “¡Vale! Cuéntalo a tu modo”, frené para dejar que hablara. “No hacía más que tocármelo, en el bar y mientras subíamos hacia los pinos”. “Eso aún lo vi”, afirmé. “Pues una vez que entramos me pegó un sobeo que no veas… No es que me desagradara, ya que estábamos, aunque yo quería que diéramos una vuelta para ambientarnos. Pero a él ya se le había puesto la polla bien tiesa ¡Qué cosa más grande! Aunque no me cabía la camisa en el cuerpo, pregunté si quería que se la chupara. No por nada, pero pensé que, si se lo hacía bien, igual se corría como te pasó a ti y se tranquilizaba. Él se rio. ‘¡Vaya con el gordito vicioso! Con hambre de polla ¿eh?’, decía. Me hizo caer de rodillas. ‘¡Venga, cómemela! A ver cómo lo haces’. Cuando tuve aquello delante me dio vértigo, aunque me armé de valor y me la metí en la boca. Como no me cabía entera, a veces la sacaba y la iba lamiendo hasta los huevos. Le llegué a coger gusto y parece que funcionaba porque él dijo ‘¡Qué boca te gastas, tío! Se nota que sabes’. Me esforcé para ver si me echaba la leche, aunque me podría ahogar con toda la que le saldría. Pero no resultó, porque de pronto me apartó. ‘¡Para, para! Que estoy ya a punto’. Para que quedara más claro añadió ‘Si tienes el culo tan tragón, hoy va a ser un día grande’… ¿Qué iba a hacer yo si en el chat, cada vez que me veía el culo, me decía lo que le gustaría follarme? Yo me animaba y venga a enseñárselo, sin decirle que no me lo habían hecho nunca y haciéndole creer que era algo que me encantaba”.

Ramiro estaba tan exaltado que, aunque me moría de ganas por saber de una vez si le había dado por el culo, dejé que se explayara en su autojustificación. “Y claro, entonces no era el momento de decirle que de eso nada. Así que a seguirle el juego y procurar no pensar en ese pollón descomunal”. Ramiro tomó aire y siguió. “Hizo que extendiera la toalla y me pusiera a cuatro patas. Se arrodilló detrás y empezó a darme escupitajos en la raja del culo. Luego me la trabajaba con los dedos. Me metió uno, dos o no sé cuántos, porque ya no podía apreciarlo del miedo que tenía. Me sorprendió que comentara ‘¡Qué ancho tienes el ojete! Se nota que te han metido de todo por ahí’. Ya ves, tú que me conoces y sabes que de eso nada…”. Me mordí la lengua para no decirle que, en realidad, era un pozo de sorpresas y aguardé, con una creciente excitación, la confesión final.

Ramiro largó ya de un tirón: “Empezó a pasarme por la raja la polla que estaba como una piedra y, sin avisarme siquiera, me arremetió con todas sus ganas. No sé cómo no me estampé contra el pino que tenía delante… Lo que sí sé es que aquello nunca terminaba de entrar quemándome que no veas, y sin resuello para decir ni mu. Casi sentí alivio cuando noté que los muslos le chocaban contra mis nalgas. Encima el tío va y suelta ‘¡Como cuchillo en la mantequilla! ¡Qué buenas tragaderas tienes!’. Tan encajado estaba que temí que le iba a costar el ir para afuera. Pero ya se apañó para salirse al menos hasta la mitad y otra vez para adentro. Ya fue un constante adelante y atrás como si me hiciera un favor, porque decía ‘Esto es lo que te gusta ¿eh?’. Y yo, para no provocarlo, contestaba ‘¡Sí, sí!’. Lo cierto es que iba sintiendo por dentro un chupchup rarísimo que me llegaba hasta el cerebro y casi que me iba entonando… Hasta que avisó ‘Me va a venir ¿La quieres dentro?’. ‘Vale’, contesté ¿Dónde iba a ser? Pero el tío empezó a agitarse y la polla me hacía un remolino en el culo. Se puso a dar unos berridos que se debían oír hasta en la playa. Estuvo así un rato y noté que se iba saliendo ¡Qué vacío sentía! Luego se echó a mi lado y yo me quedé ya extendido. ‘¡Qué buen polvo, tío!’, me dijo. Y pensé que al menos no había quedado en mal lugar…”.

No pude resistirme. “O sea, que te ha gustado tomar por el culo”. Ramiro se sobresaltó por mi crudeza. “¡Hombre! Ha sido todo un poco bestia y allí en medio que podía venir cualquiera. Si hubiera sido contigo…”. Aunque con él nunca se estaba seguro, quise interpretar esta última frase como que habría preferido que lo desvirgara yo. Tomándola así dije: “Conmigo habrías pasado menos miedo… Aunque tal vez yo no pueda competir con lo bien armado que estaba tu ligue”. Ramiro reaccionó vehemente. “¡Qué va! Si aquello era excesivo… Tú me tratas mejor”. “Preferiste correr la aventura”, repliqué severo, “Lo hecho, hecho está”. Preguntó compungido: “¿Quieres decir que ya no te hará ilusión hacerme esas cosas?”. “¡No, hombre, no!”, condescendí, “Así estarás ya mejor preparado”. “Estoy en deuda contigo”, dijo esbozando una sonrisa no exenta de picardía.

Pareció que había quedado todo dicho en aquella singular jornada. Pero Ramiro aún me había de deparar una sorpresa. Se mostró indeciso como si le costara levantarse para marcharse a su casa. De pronto preguntó en un tono suplicante: “¿Podría quedarme hoy a dormir contigo?”. La verdad es que no me lo esperaba y no quise indagar cómo era que le había surgido esa idea, tan osada en él. Simplemente le dije: “¡Por supuesto! Estarás cansado… y yo también”. Lo que fuera a pasar en la cama quedaba en una incógnita.

Nos acostamos y yo adopté una actitud neutra. Pero al buscar Ramiro mi contacto me gustó el calor que desprendía su cuerpo tras la exposición al sol. Le besé levemente en los labios y le dije: “Anda, duerme ahora”. Lo cierto es que no le costó nada hacerlo bien abrazado a mí. Yo tardaba en conciliar el sueño al darme vueltas en la cabeza las peculiaridades del personaje, con esa mezcla de ingenuidad y atrevimiento. Al fin me amodorré y no sé cuánto tiempo pasamos así. Cuando desperté, pareció que Ramiro lo estuviera esperando. Se fue apartando de mí y giró el cuerpo hasta ponerse bocabajo. Me vino de repente una fuerte excitación, que se tradujo en rápida erección. Ramiro separó las piernas invitándome tácitamente a que me metiera entre ellas. No dudé en hacerlo y dejándome caer con suavidad le fui entrando con una gran fluidez. No pude menos de acordarme que me había contado lo dicho por su ligue sobre que su culo era de mantequilla. Ramiro susurró entonces: “¡Oh, esto es mucho mejor!”. Animado empecé a bombear y Ramiro añadió: “¡Qué bien te siento dentro!”. Tardé poco en avisar: “Estoy ya muy caliente”. “Haz lo que quieras”, me invitó. Tuve una corrida deliciosa y por mi mente desfiló, como en una secuencia, desde los escarceos con el ordenador hasta el polvo que me acababa de ganar. Nunca es tarde si la dicha llega.