A través de libros de historia y de películas hemos podido tener una visión más o menos precisa de las funciones que cumplían los esclavos en la época romana. Su cosificación y disponibilidad, incluso para satisfacer las apetencias sexuales de sus amos, se ha documentado ampliamente, no sólo en relación con las esclavas, sino también con jóvenes varones. En los mercados eran exhibidos y valorados de acuerdo con los gustos de los compradores, a los que habían de someterse carentes de cualquier autonomía personal. Pero sobre ello me asalta una cuestión. ¿Qué ocurriría cuando el apetito sexual de los dueños se proyectara hacia hombres maduros y corpulentos, más allá de su aptitud para trabajos duros o la lucha? ¿Qué efecto producirían individuos gruesos y velludos presentados desnudos para su venta?
Cayo Flavio, un patricio de edad mediana y algo entrado en carnes, paseaba un día por el mercado de esclavos. Había una gran animación, ya que acababa de llegar una remesa de galos como botín de la derrota sufrida a manos de las legiones. Suscitaba la mayor expectación la zona en que se ofertaban las mujeres, examinadas y palpadas en su desnudez. No le interesaron y se trasladó donde se pujaba, también con mucha concurrencia, por guerreros jóvenes y fuertes. Pero lo que más llamó su atención fue que, casi en un rincón y ligados entre sí por una cadena, se hallaban dos hombres bastante maduros, en comparación con el resto, y de complexión gruesa. Sólo cubiertos por taparrabos de cuero y sentados sobre una piedra, mostraban unas piernas robustas y unos torsos con pechos vigorosos que reposaban sobre sus barrigas. Uno era moreno pero de piel clara, con un vello suave y canoso que cubría gran parte de su cuerpo. El otro, más sonrosado por el pelo rojizo que lo caracterizaba. Sus rostros, sucios y con las barbas crecidas, denotaban cansancio y tristeza.
Al llegar a la villa los entregó al anciano jefe de los esclavos, que se había de encargar de colocarles los collares de hierro y, sólo después, quitarles la cadena que los unía y liberarles las manos. Entretanto Cayo se había desplazado a los baños y, despojado de la túnica, se introdujo en una tina de agua caliente y perfumada. Pidió que trajeran allí a los nuevos siervos, que aún llevaban sus taparrabos, algo mejor colocados ahora. Reprendió al anciano por no haberlos adecentado mínimamente y le ordenó quemar harapos tan sucios. Quiso quedarse a solas con ellos y por primera vez les habló directamente. La primera condición para servirlo adecuadamente, les dijo, era que, olvidándose de sus costumbres bárbaras, se mantuvieran siempre limpios. Así que quería comprobar personalmente si eran capaces de lavarse como requería la civilización romana. Ayudándose uno a otro habían pues de desprenderse de toda la mugre acumulada en su vida salvaje. Azorados en un principio, se afanaron en rociarse de agua y frotarse entre ellos. El patricio fue sin embargo admirándose de la pericia y delicadeza con que se manejaban. Las fuertes frotaciones se combinaban con casi caricias, lo cual iba excitando al patricio. Y su exaltación creció cuando se ofrecían los culos y se dejaban repasar las rajas. En el momento en que el moreno se puso a lavarle los huevos y la polla al pelirrojo, a Cayo no le escapó la erección que se elevaba entre la pelambre de fuego. El esclavo se sintió avergonzado y trató de disimular girándose y acelerando la limpieza de su compañero. Nervioso ya el patricio, les conminó a concluir y a secarse con unos lienzos. Luego hubieron de ayudar a su amo a salir de la tina y secarlo a su vez. No dejaron entonces de ver la erección que aquel presentaba. Vistieron los tres unas túnicas ligeras, más rica y con cenefas doradas el señor y de tejido basto los esclavos.
Así pues, durante el día, en cuanto quedaba libre de sus ocupaciones, Cayo disfrutaba con la compañía de los druidas, admirado de sus amplios conocimientos e, incluso, aliviado en más de una ocasión de alguna indigestión o de otros trastornos molestos. Las primeras noches se limitó a recibir sus solícitos cuidados, pendientes como estaban de cualquier necesidad que tuviera. Pero eso sí, en cuanto la cámara se cerraba y todos los demás moradores se habían retirado, pedía a sus acompañantes que se desnudaran completamente, e hicieran con él otro tanto. Le producía un relajante placer esa forma de estar en intimidad y observarlos en sus movimientos siempre sigilosos y armónicos. No obstante tener muy clara la conciencia de que eran sus esclavos y podía disponer de ellos a su antojo, sentía un extraño freno a interferir en la relación tan perfecta que percibía entre ellos. Dejando siempre alguna lámpara encendida, los contemplaba con morbosidad contenida cuando por fin yacían en su lecho y no se abstenían de entregarse a sus efusiones amorosas.
Ya liberado de inhibiciones, Cayo se dispuso a disfrutar plenamente de cuerpos tan deseados. Mientras el moreno le iba dando lamidas en los huevos y chupándole la polla, hizo que el pelirrojo se abriera de muslos arrodillado sobre su cara. Así podía saborear todo lo que destacaba entre la maraña ígnea de de su entrepierna. Los siervos, por su parte, no se limitaban a satisfacer a su amo, pues en cada revolcón compartían abrazos y besos ardorosos, sabedores de que la expresión de sus afectos enardecía todavía más a su señor. Este, en efecto, les pidió que se poseyeran mutuamente sobre su propio cuerpo. Entonces el pelirrojo se colocó cruzado a cuatro patas sobre el vientre de Cayo y fue penetrado con fuertes arremetidas por el moreno. Hubo un cambio de posiciones y este último tomó con la boca la polla del amo, que se fue vaciando con espasmos a medida de las embestidas que el mamador recibía. Cesaron las folladas y los esclavos reconfortaron con caricias y besos al patricio.
El grato maridaje a tres se prolongó durante varias horas nocturnas. Al despertarse Cayo vislumbró su miembro erecto, que tampoco había escapado a la observación de los esclavos. Estos, obsequiosos, presentaron entonces sus culos alzados por si el amo quisiera aliviarse con ellos. Cayo, perezosamente, se deslizó primero por el lecho y se puso a juguetear con la lengua por las espléndidas rajas y los huevos colgantes. Se avivó su deseo y se dispuso a gozar de tan tentadoras ofertas. Con delectación buscó con la polla uno de los agujeros y probó su textura. Pasó al otro y notó mayor apretura. Bombeó en éste y, cuando la fricción le hizo subir el ardor, cambió de recipiente y se vació en él. Se consagró a partir de ese momento un peculiar hermanamiento en el que amo y esclavos se complacían entre ellos.
Entretanto el status de los esclavos fue subiendo de nivel, llegando a participar en las concurridas cenas con amigos, ataviados con blancas túnicas de druidas. Tales cenas llegaron a adquirir notoriedad, por el interés que la sabiduría y el ingenio de los druidas despertaba en los asistentes. No tardaron en obtener la manumisión y quedar liberados del collar infamante. No obstante, en su condición de libertos, y pese a que no dejaban de añorar sus bosques y montañas, permanecieron en armoniosa convivencia con su antiguo amo y prosiguieron cultivando y ampliando sus conocimientos y artes.
Muy bueno. Ya hubiera querido ser esclavo en la época Romana y que me hubiera pasado lo mismo que a estos dos.
ResponderEliminarGracias. Estupendos los dos
EliminarMuy buen relato..Aun que una vez mas encuentro a faltar, la edad de los protagonistas...Vaya mania..En fin, que le vamos a hacer.....Y muy bueno se ve este Pakoso...Esta para trincarle
ResponderEliminarMagnifico, muy bien relatado. Me ha encantado
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