jueves, 14 de febrero de 2019

A vueltas con mi cirujano (y 2)

Al servicio de urgencias traumatológicas llegó un hombretón cojeando y apoyado en un bastón. Vestía un pantalón de chándal y una camiseta sudada. En la recepción alegó que tenía un fuerte dolor en la rodilla y no tardaron en atenderlo. Resultó que estaba de guardia el ya conocido cirujano, que hizo pasar al lesionado a su consulta. Nada más ver aquel pedazo de tío, algo muy en su interior se le removió e, incluso, hizo disipar el tedio que le producían las guardias. “¿Qué es lo que te ha pasado?”, preguntó con ese tuteo paternalista que suelen usar los médicos, mientras lo ayudaba a sentarse en una banqueta con la pierna estirada. “Pues mire usted, doctor…”, empezó el hombre buscando las palabras, “Estaba subido en una escalera arreglando una persiana al vecino y no sé cómo, pero de pronto me falló la escalera y me vine abajo con ella encima… La rodilla es lo que creo que tengo peor, pero me di varios golpes más”. Para demostrarlo se subió una manga de la camiseta y, cerca del hombro, enseñó un moratón. Añadió todo seguido: “Tal como estaba, me prestó este bastón el vecino y pillé un taxi”. “Tranquilo que te voy a examinar a fondo”, dijo atento el doctor, sin poder imaginar entonces el alcance que llegaría a tener aquella frase.

El caso es que ni él mismo sabía por qué, en lugar de delegar en la enfermera, como era lo habitual, la preparación del paciente y reservarse para hacer su diagnóstico, dijo directamente: “Será mejor que te vayas quitando la camiseta y el pantalón… Así podré ver dónde has recibido los golpes”. El hombre no tuvo dificultad para quitarse la primera, aunque el doctor, ante la visión de aquel magnífico torso viril, notó que el pulso se le aceleraba. No quedó ahí la cosa porque, aunque el hombre intentó ponerse de pie con ayuda del bastón, hubo de ser ayudado por el doctor que, generoso, le ofreció su brazo para que se sujetara. Así se acercaron a la camilla y el hombre pudo apoyar el culo en el borde. Titubeó no obstante en el momento de bajarse el pantalón y el doctor entendió el gesto por la dificultad para sacárselo por los pies. “No hace falta que te lo quites del todo. Puede quedarte de momento en los tobillos y ya te ayudaré a subir a la camilla”. Pero no era tanto esto lo que detenía al paciente como lo que aclaró. “Es que no llevo calzoncillos debajo…”. El doctor tuvo que esforzarse para hablar en un tono neutro. “No te preocupes por eso”. De modo que el hombre se echó abajo el pantalón y el doctor hizo como que no miraba el contundente sexo que mostraba. Para colmo, como la prenda se quedaba atascada al nivel de las rodillas, una de las cuales estaba lesionada, el doctor se apresuró a decir: “No la fuerces… Ya sigo yo”. Con lo cual hubo de completar la bajada con la cara a escasos centímetros del exuberante paquete. Operación que le hizo tragar saliva.

Antes de que el paciente se tumbara en la camilla, y para cambiar de perspectiva tan turbadora, el doctor preguntó: “¿Cómo fue la caída?”. “Caí de frente y frené con la rodilla. La escalera me cayó encima y me dio en el hombro. Quedé tan aturdido que, al tratar de apartarla, me llevé un golpe ahí…en las partes”. “¡Vaya, también eso!”, pensó el doctor y se obligó a mirar hacia arriba. “¿Te golpeaste en la cabeza?”. “¡No, ahí no! Esa la tengo entera”, se permitió bromear el paciente. De todos modos el doctor, tal vez para tomarse un respiro antes de la exploración mucho más delicada que le aguardaba, le tomó la cabeza y la movió en varias direcciones procurando que no se cruzaran sus miradas. Le llamó la atención un verdugón en el cuello, debajo de la barba mal afeitada. “¿Ahí también te has dado?”. “No, eso lo tenía antes”, contestó el paciente con una sonrisa pícara. El doctor cayó. “¡Seré pardillo! Si es un chupón”, se dijo. “Bueno, mejor que te tiendas ya”, decidió disimulando su azoramiento.

El doctor se armó de valor y, mientras el paciente iba echando hacia atrás la espalda, lo tomó de los tobillos para subirle las piernas y hacerlo quedar completamente estirado ¡Vaya paisaje tenía ahora a la vista! El doctor se preguntaba cómo aquel cuerpo de hombre ya maduro, más bien gordo y peludo lo podía estar alterando tanto. Pero no valía engañarse, porque así era… Cayó en que, para comprobar la movilidad de las piernas, debía quitar del todo el pantalón enrollado en los tobillos. Así que descalzó al paciente y lo sacó. Ya sí que la inquietante desnudez estaba al completo… El doctor resopló disimuladamente y se frotó las manos para calentarlas, aunque no parecía que le hiciera demasiada falta. Le fallaron las fuerzas sin embargo para iniciar el examen por las piernas y puso como excusa: “Será mejor que la rodilla te quede un poco en reposo… Antes veré ese brazo”. Asió el que tenía el cardenal cerca del hombro y empezó a moverlo con cuidado. “¿Te duele?”. “No, doctor. Tiene usted muy buenas manos”. Lo que le sonó a piropo hizo que soltara enseguida el brazo. “El hombro no se ha resentido. Así que el hematoma se irá en unos días”.

El doctor tuvo que invocar internamente el juramento hipocrático para decidirse a trabajar en las piernas del paciente. Haciendo de tripas corazón y tratando de concentrar la vista, cogió la que tenía la rodilla hinchada y la fue levantando lentamente. “¡Uy, que duele!”, se quejó el otro. “Lo siento. Pero debo comprobar si hay algo roto”. “¡Haga, haga, doctor! Me pongo en sus manos”. El doctor no podía menos que darle un sentido turbador a la frase. La rodilla, sin embargo, quedaba demasiado cerca del aparatoso paquete del paciente, y más aún cuando el doctor la iba flexionando con una mano en el empeine y otra en el velludo muslo. Era del todo punto imposible que escapara a la observación del doctor cómo la polla, impactante pese a su flacidez, se iba desplazando sobre uno otro huevo a causa de los movimientos. El dolor debía resultar poco propicio para que llegara a producirse alguna alteración visible de volumen, lo cual supuso un cierto sosiego para el doctor. Éste al fin pudo diagnosticar: “No hay ninguna fractura. Así que te pondré una banda elástica apretada y verás como ya podrás poner el pie en el suelo y andar un poco mejor”. Cuando iba a proceder al vendaje, le pilló por sorpresa que el paciente le recordara: “¿Y el golpe que me llevé en la entrepierna? ¿Se me nota algo, doctor?”. “¡Lo que me faltaba!”, pensó éste. Porque el deber profesional le imponía indagar en zona tan delicada, aunque a simple vista todo estuviera en perfecto estado. Así pues, tratando de controlar el temblor de manos, palpó bajo los huevos y los movió hacia ambos lados para examinar las ingles. El paciente soltó un “¡Uf!” levísimo, pero suficiente para que el doctor sintiera escalofríos mientras decía: “Solo hay un pequeño rasguño… Bastará con una tirita”. La petición del paciente ya sonó a provocación. “¿Me la pondrá usted, doctor?”. Pero ¿qué iba a hacer? “¡Claro, claro! Ahora mismo”. Y ahí estaba el doctor quitando el adhesivo de la tirita y tratando de acertar en la lesión. Aunque por el sitio donde estaba hubo de pedir: “¿Puedes mantener levantados los testículos?”. Todo de lo más surrealista.

Solo faltaba ya lo de la rodilla que, en realidad, era lo más importante. El doctor se esforzó en serenarse para proceder al vendaje, que logró concluir con toda precisión. “¡Hala! Vamos a bajarte y verás cómo notas mejoría enseguida”. De nuevo el doctor tuvo que abrazar el cuerpo desnudo del paciente para que abandonara la camilla y  se mantuviera de pie. “¡Vaya que sí! Mucho mejor, doctor”. “Pero deberás usar el bastón durante unos días”. Aún tuvo que ayudarlo a ponerse el pantalón y, cuando el ostentoso sexo quedó al fin oculto, el doctor pudo empezar a distenderse. “Te voy a recetar un calmante y dentro de una semana vuelve por aquí para que te revisen”. “¿Estará usted, doctor?”. Casi se sintió halagado y titubeó. “Pues no lo sé”. Pero sin apenas pensarlo añadió algo que iba a resultar decisivo: “Aunque, si lo prefieres, puedes pedir hora en mi consulta”. Y le dio una tarjeta. “Desde luego que lo haré así… Me ha tratado usted muy bien, doctor”. “Solo lo que debía hacer”, replicó adulado. Se dieron la mano y el doctor vio cómo el hombretón que, debía reconocer, se las había hecho pasar canutas, se alejaba renqueando apoyándose en el bastón.

El doctor pasó el resto de la guardia flotando en una nube. Si, en su profesión de traumatólogo y cirujano, estaba acostumbrado a ver y tocar de todo ¿a qué se debía la conmoción que aún tenía al haber tratado a aquel hombre? ¿A qué santo se había metido a realizar todas las tareas auxiliares que debía haber encargado a la enfermera? No le valía la excusa de que aquel día fueran escasos de personal. El caso era que el yo me lo guiso y yo me lo como con aquel paciente lo había sumido en una completa desazón. Para colmo, y no contento con eso, lo había inducido a una nueva visita nada menos que a su consulta privada… Que le inquietara la duda de si el hombre llegaría a presentarse allí ¿era por temor a que así ocurriera o más bien por lo contrario? El doctor no sabía aclarárselo él mismo.

Como había tomado los datos del paciente, en los siguientes días y en contra de su costumbre, cada vez que llegaba a su consulta el doctor repasaba previamente la lista de los que habían pedido visita. Al no aparecer el individuo en cuestión, pensaba que tenía un día más de respiro. Sin embargo, a la semana exacta de la atención en urgencias, al doctor se le aceleró el pulso. Tomó entonces una decisión repentina y le dijo a la enfermera: “A éste me lo pasas al final… Es un tipo muy pesado y no quiero que haga esperar demasiado a los demás”. Semejante treta ya debe sonar a los lectores aunque, en este primer caso, el doctor actuaba así, en principio, para estar menos nervioso con los otros pacientes ¿Pero solo era por eso…?

El doctor atendió las primeras visitas con la mente en blanco. Salió del paso lo mejor que pudo pero, cada vez que abría la puerta de su despacho para despedirlas, al ver en la sala de espera al hombre con la pierna estirada y distraído con su móvil, le daba un vuelco el corazón. El doctor trataba de tranquilizarse. A lo mejor esta vez no hacía falta llegar a demasiadas intimidades que lo pusieran en un brete y todo se reducía a una visita de lo más normal. Aunque en su fuero más interno no pudiera negar que, en tal caso, iba a sufrir una cierta decepción. En fin, que pasara lo que tuviera que pasar.

Ya no hubo vuelta atrás cuando el doctor despidió al penúltimo paciente. La enfermera entró en el despacho con el historial del que faltaba. El doctor aprovechó para sugerir a la enfermera que no merecía la pena que se quedara hasta que se acabara la visita y que ya cerraría él, cosa que la joven agradeció. Los lectores también captarán cierta similitud con lo que yo presencié en la vida real y que desencadenó toda esta invención. Solo que, en este caso, el doctor lo hizo discretamente, no queriendo que el paciente conociera por adelantado que se iban a quedar solos. “Puede pasar señor”, anunció la enfermera. “¡Ya era hora!”, musitó el aludido quien, al dirigirse al despacho no cojeaba ya en absoluto, aunque llevara el bastón. En esta ocasión usaba tejanos y una colorida camiseta con publicidad de un refresco.

El doctor acudió a recibir al paciente con una sonrisa de forzada cordialidad y le estrechó la mano. “Veo que cumples mi consejo de pasar para una revisión”. “¡Faltaría más, doctor! Usted me curó muy bien”. “¿Y cómo vas?”. “Ya lo ve, doctor. Estupendamente”. El paciente dio unos pasos sin problema. Aunque añadió: “Todavía llevo puesta la rodillera, para que usted vea si se puede quitar… Y también si devuelvo el bastón. Casi no lo uso ya”. “Pues tendré que darte un repaso”. Nada más decir esto, el doctor se dio cuenta de que sonaba fatal. Porque además el paciente lo pilló al vuelo, incluso anticipándosele. “¡Lo que usted diga, doctor! ¿Me examinará también en la camilla?”. Se había fijado en la que había detrás de un biombo. El doctor se empezó a sentir desbordado por el desparpajo con que se manejaba el paciente, ahora ya sin el estrés de la caída con que apareció en urgencias. “Sí, mejor echado en ella”, contestó. “Entonces me quitaré los pantalones ¿No le parece, doctor?”. Y el paciente añadió con unas risas: “Ya puedo hacerlo yo solo”. “Lo celebro”, dijo torpemente el doctor. Lo dejó anonadado la coletilla que siguió. “Lo que pasa es que tampoco llevo calzoncillos… Con la rodillera y eso me cuesta más el quita y pon. Los tejanos son resistentes…”. “No pasa nada”, farfulló el doctor, acobardado por la exhibición que le iba a dar.

Pues ya estaba el paciente, con el culo apoyado en la camilla, descalzándose y quitándose los pantalones. Con todo al aire, llamó la atención del doctor señalándose la rodillera, que estaba algo roñosa, y explicó: “Para ducharme metía la pierna en una bolsa de basura y la ataba fuerte por el muslo… Luego me lavaba el pie aparte”. “Ahora te la quitaré y ya no hará falta que sigas con eso”, se esforzó en decir el doctor con la mirada más arriba de la rodilla. Por sí mismo el paciente se estiró en la camilla aunque, como al echarse hacia atrás se le desajustó la camiseta, lo arregló sacándosela por la cabeza. “Mejor me la quito también ¿no?”. Y allí estaba ya el paciente a pelo en una actitud que el doctor percibía cada vez más como deliberada provocación ¿Cuánto iba a poder resistirla?

Por el momento el doctor se concentró en la rodilla. Hizo con ella los consabidos ejercicios de flexibilización que, por supuesto, daban lugar a que la polla del paciente, no tan flácida como el otro día, se fuera desplazando a su aire. “¿Te duele?”, preguntó  el doctor con toda la sangre fría que le fue posible. “Nada”, afirmó el paciente, “Hace usted milagros, doctor”. Éste pasó por alto la coba y concluyó: “Se mueve perfectamente y ha desaparecido la hinchazón… Te voy a quitar la rodillera”. Con unas tijeras cortó el vendaje y la rodilla apareció algo enrojecida. “Ahora pondré un poco de desinfectante y listo”. Mientras frotaba suavemente, la polla del paciente se endurecía ¡y de qué manera! a ojos vista. Por si el doctor no lo había captado, el otro soltó con descaro: “¡Fíjese, doctor! El otro día, como me dolía tanto la rodilla, no me pasó, pero ahora ya ve”. Al doctor solo se le ocurrió comentar: “Señal de que estás en forma”. Pero de repente decidió ir más allá y preguntó: “¿Y la tirita que te puse? ¿Te fue bien?”. “Compruébelo usted mismo, doctor”, le incitó el empalmado paciente. Ya no hubo deontología que lo parara y el doctor no solo levantó los huevos, sino que también agarró la polla como si le estorbara para su inspección. “No queda ni señal”, dijo, pero sin prisas por soltarse. Lo cual hizo que el paciente susurrara: “¡Uf! ¡Qué manos tiene usted, doctor”. Éste, apretando la polla, se desahogó: “¡No has hecho más que provocarme!”. El otro no lo negó. “Si a usted le está gustando, como parece, a mí también”.

Se desató ya la tormenta. El doctor, que hasta entonces había hecho esfuerzos sobrehumanos en trabajar aquel pedazo de cuerpo con profesionalidad, se liberó de repente de la represión acumulada. “Si no lo digo reviento ¡Estás de bueno que tiras de culo!”, exclamó fuera de toda mesura. “¿Como me pasó a mí con la escalera?”, bromeó el otro. Esto enervó aún más al doctor que empezó a manosearlo por todo en cuerpo sin ton ni son. Pasaba de sobarle los huevos y frotarle la polla a estrujarle las tetas. El paciente se esponjaba dejándose hacer sin cejar en incitarlo. “¡Qué morbo me da con su bata blanca, doctor!”. “Te pone ¿eh? Pues si vieras cómo estoy yo…”. Esta declaración dio pie a que el paciente se pusiera de costado y de cara al doctor. Decidido estiró un brazo y, a través de la bata, se puso a palpar la entrepierna del doctor. “¡¿Qué haces?!”, exclamó éste, que no se esperaba el atrevimiento. “Ver cómo está”, se consideró invitado el paciente a comprobar lo que acababa de confesar el doctor, “Y la tiene tiesa también”.

El doctor, fuera de sí, se abrió la bata y empezó a bajarse a trompicones pantalón y calzoncillos, liberando así una polla regordeta y dura como una piedra. “¡Ahora sí que la vas a ver!”. Como le quedaba algo más baja que el nivel en que el paciente se disponía a acceder a la polla, el doctor se subió en el reposapiés que facilitaba el acceso a la camilla. De este modo pudo poner la polla a disposición del paciente, que primero le echó mano, palpando también los huevos, lo que provocó temblores de piernas al doctor. Pero enseguida fue escurriéndose hasta que la cara estuvo enfrente. “Esto le va a gustar, doctor”. Sorbió con los labios la polla y se puso a chuparla. “¡Ooohhh!”, vociferó el doctor, con la certeza de que ya no había moros en la costa que pudieran oírlo. En su exaltación, agarró la polla no menos dura del paciente y la frotó como válvula de escape. “¡Uy, cómo me estás poniendo!”. “Y usted a mí también, doctor”, se interrumpía el paciente. “¡Qué boca tienes! ¡Qué gusto me da!”. “Pues usted no tiene la mano tonta, doctor”. “No hables tanto y no te pares”, exigió el doctor, que soltó la polla y sujetó la cabeza del paciente. Entonces éste, sin dejar de chupar, tomó el relevo del doctor y se la meneó también, probablemente con más eficiencia. Porque  cuando el doctor gritó “¡Me viene!”, la polla del paciente empezó a soltar chorros a porrillo. “¡Aaahhh, qué locura!”, exclamó el doctor sacando la polla. “Eso digo yo”, replicó el paciente con humor, “Que me han salido litros de leche”. “Con ese pedazo de polla no me extraña”, comentó el doctor ya más entonado. “La de usted me ha sabido muy rica”, declaró el paciente recordándole de paso que se la había echado en la boca por las buenas.

Una vez que el doctor estuvo con los pantalones subidos recobró la compostura. Cogió una toalla y se la dio al paciente. “Anda, límpiate con esto y baja ya de ahí”. Tras lo cual llegó el momento de recapitular con la mente más clara. “Al final lo conseguiste”, dijo el doctor con un punto de ironía. “¿Yo, doctor?”, precisó el paciente, “Si ya en las urgencias, dolorido y todo que estaba, me di cuenta de que me tenía ganas”. “No te privabas de lucirte a base de bien… Lo que me tuve que contener”, reconoció el doctor, que añadió mirando al despelotado paciente: “¡Anda, vístete de una vez y no sigas provocando!”. “Como usted diga, doctor”, replicó el paciente burlón.

Sentados el doctor ante su mesa de despacho y el paciente, ya vestido, al otro lado, el primero expuso: “Bueno, creo que ya estás curado y no necesitarás más mis cuidados…”. “¡Vaya, doctor! ¿Tendré que tirarme otra vez de la escalera para volver a verle?”, replicó irónico el paciente. El doctor, que ya no se arrepentía en absoluto de lo que había llegado ocurrir, sacó a relucir la alambicada idea que le rondó por la cabeza. “No habría que llegar a tanto… Tal vez sería conveniente comprobar si tu caída se debió a algún fallo en tus articulaciones”. “¡Usted sí que sabe, doctor!”, se admiró el paciente. “Más vale prevenir”, dijo el doctor con sorna, “Así que te habrás de hacer unas radiografías y me las traes”. “Me quiere ver también el esqueleto ¿eh, doctor?”, bromeó el paciente. “Pero ponte calzoncillos… No vayas a montar también un pollo con el radiólogo”, advirtió el doctor.

A partir del subterfugio de las radiografías, las visitas del paciente a la consulta del doctor adquirieron una periodicidad de, como mínimo, quince días. Ya se cuidaba de pedir que se le asignara la última hora, para ahorrarse largas esperas. Incluso la enfermera se habituó a ello, y el hecho de que se le permitiera marcharse antes para encontrarse con su novio diluía posibles suspicacias.

Por otra parte, el paciente se adaptó de buena gana a un capricho que, con mucho de fetichismo, fue imponiendo el doctor. No faltaba el ritual de una consulta normal, con la bata blanca y la revisión en la camilla, y en el que el paciente hacia el paripé de mantener el trato respetuoso. Al doctor lo excitaba tremendamente la operación de quitarle los pantalones al paciente tendido. E incluso le pidió que llevara calzoncillos por el morbo que le daba que la enorme polla se disparara a lo alto en cuanto quedaba liberada. No menos lascivos eran los ejercicios con las robustas piernas, que irremediablemente derivaban en pajeos y mamadas. Porque el doctor, que no se privaba de correrse en la boca del paciente, pronto superó el recelo a meterse en la suya la impresionante verga de éste y le encontró gusto a insistir hasta ir tragando la abundante leche sin atragantarse.

Pero el paciente no se resignaba a limitarse a mamadas y pajas, y empezó a cortejar el culo del doctor. Así, cuando éste aparecía solo vestido con la bata, no perdía la ocasión de levantársela por detrás y darle sobeos. “¡Qué cosa más hermosa tiene usted ahí, doctor!”. “¿Tan gordo y peludo te gusta?”, preguntaba el doctor halagado. “Si está para comérselo”. Dicho y hecho, el paciente hacía que pusiera el culo en pompa y pasaba de los manoseos a los lametones. Éstos llegaban a profundizar en la raja con lengüetazos al mismísimo ojete, que arrancaban suspiros al doctor. “¡Uy, qué gusto!”. De ahí a juguetear con los dedos fue solo un paso. “¡Oh! ¿Qué metes?”, protestaba el doctor, “¡Que soy virgen!”. “Si esto no es nada, doctor… Se le abre muy bien”. “Si tú lo dices…”. “¡Mire! Ahora dos dedos y ni se entera”. “¡Vaya que no!”. Pero el doctor se dejaba hacer. “A lo mejor otra cosa le gusta más…”. “¿Ese pollón que te gastas? ¿Es que quieres destrozarme?”. Esta porfía tenía lugar con el doctor apoyado de codos en la camilla, el culo en pompa y el vuelo de la bata levantado hasta casi cubrirle la cabeza. El paciente puso toda su persuasión alternando los chupetones a la raja del culo y las incursiones cada vez más incisivas con los dedos. “¿Ve, doctor, qué elasticidad tiene? ¿A que le gusta lo que está sintiendo?”. “Bueno, sí… Pero esa polla tuya…”. “Le entraría mejor que los dedos”. Y el paciente completó su argumentación: “¿Qué le daría más gusto, chuparme la polla o chuparme los dedos?”. El doctor nunca se había planteado tal comparación. “¿Qué tendrá que ver eso con metérmela por el culo?”. “Porque también por ahí una buena polla da mucho más gusto que un dedo”. “¡Vale, vale!”, zanjó el doctor, “Pero ahora hazme una mamada, que me he puesto muy caliente”.

No sería a la primera, pero la persistencia del paciente logró dar fruto. En una ocasión en que una eficiente comida de culo había llevado al delirio al doctor, el paciente se irguió estratégicamente tras él. Con la verga tan tiesa y dura como solía, empezó a restregarse, y lo babeada que había dejado la raja facilitó el resbaloso deslizamiento por ella. “¿Ya estás con eso?”, preguntó el doctor con voz débil, todavía dominado por la calentura. “Si se me va sola, doctor… ¿Me deja probar?”. El doctor vaciló ya. “Un poco solo ¡eh! No te me vayas a clavar a lo bestia”. “Lo trataré con la misma delicadeza que usa usted conmigo, doctor”. Era una propuesta ambigua porque, cuando el doctor se ponía a cien, devoraba literalmente al paciente. Éste, ya con licencia, apretó un poco. “¡Uh, uh, uh! Para ahí”, se estremeció el doctor. “Si ya he metido el capullo, que es lo más gordo… Su culo es muy elástico, doctor”. “Ya noto cómo me tira, ya”. Al no haber rechazo, el paciente empujó un poco más. “¡Joder, que duele!”, se quejó el doctor. “Solo al principio… Verá qué gusto le da cuando la tenga dentro entera”. Es lo que hizo el paciente. “¡Uf, uf! ¡Para ahí, que me va a estallar el culo!”. El paciente quedó quieto, pero solo para asirse a las caderas del doctor y coger fuerzas. Inició un suave balanceo. “¿A que ya va mejor?”. El doctor fue tomando confianza. “No sé yo… Muévete un poco más”. El paciente dio ya unas prudentes arremetidas. “¡Uy, sí! ¡Qué cosa más rara!”. “Pero buena ¿a que sí?”. “Bastante, bastante”, farfulló el doctor, “¡Sigue así!”. El paciente siguió, pero ya con más energía. “¡Qué a gusto estoy aquí dentro, doctor!”. “¡Calla y no pares!”, se iba entusiasmando el doctor, “¡Cómo siento tu polla!”. “Me estoy calentado mucho, doctor”, avisó el paciente. “¿Me vas a llenar con tu leche?”. “Muy pronto, doctor”. “Pues sigue moviéndote hasta el final”. El paciente aguantó todavía un poco haciendo las delicias del doctor ya converso. “¡Oh qué bueno es esto!”. “¡Ya me viene, doctor!”, exclamó el paciente crispando las manos en las rollizas carnes. “¡Sigue dentro, sigue!”, pidió el doctor queriendo disfrutar hasta el último segundo. Los espasmos del paciente al descargarse eran intensos y seguidos, como si no fuera a parar de soltar leche. Haber conseguido acceder al culo del doctor parecía que le estimulaba el vaciado. “¡Ah, cuánta le estoy dando, doctor!”. Cuando al fin cesó de largar, el paciente cayó, todavía con la polla metida, sobre el cuerpo del doctor. “¿Ya?”, preguntó éste, que se estremeció cuando la verga le fue saliendo del culo. “¡Qué buen polvo, doctor! ¿Merecía la pena o no?”. “Escocido, pero sí que me ha gustado, sí”, reconoció el doctor. Ni que decir tiene que, a partir de entonces, no hubo visita en que el paciente no le diera por el culo al doctor.

Esta consolidación de los revolcones en la consulta del doctor llegó a complementarse con una contraprestación no precisamente carnal, como tal vez puedan recordar los lectores. ¿Por qué se me ocurriría complicar más el invento? Tal vez por envidia de que esas cosas, por más imaginarias que fueran, no me ocurrieran en mis visitas al cirujano. Pese a ser altamente improbable que el tiarrón que entró en el despacho cuando salí yo tuviera semejantes encuentros lujuriosos, vengativamente quise que, en cualquier caso, al doctor no le saliera gratis total el chollo que le había caído de poder mezclar tan ricamente trabajo y placer. Por ello me pareció adecuado que atendiera también al lado humano de tan obsequioso paciente, que andaba más bien corto de recursos y se apañaba solo con algunas chapuzas. Aunque en parte también el doctor buscara así asegurarse la continuidad. De modo que, en un tácito acuerdo –muy bien recibido por el paciente por lo demás–, en lugar de extenderle recetas, innecesarias en el caso, las sustituía por unas propinillas. Así todos contentos.

lunes, 11 de febrero de 2019

A vueltas con mi cirujano (1)

Hace algún tiempo escribí un relato –‘Mi cirujano’– a cuenta del que me había operado de una cadera. Lo describí como un hombre maduro y grueso, de facciones carnosas en un rostro afable y un tono de voz persuasivo. Periódicamente voy a su consulta para una revisión y siempre me resulta de lo más apetecible. Una de estas visitas fue la que dio lugar a la licenciosa ensoñación que contaba en el relato. Pues bien. He vuelto a ir a la consulta y la aparición de un paciente que llegó a la sala de espera poco después que yo me ha inspirado una nueva fantasía.

Acababa de pasar al despacho del doctor la mujer que me precedía y, deseando que no se demorara demasiado, me resigné a esperar mi turno. En eso que vino el individuo en cuestión. Era un tipo grandote que enseguida se quitó el tabardo que llevaba. Se sentó en la fila de butacas que hacía ángulo con la que ocupaba yo, por lo que lo tenía bien a la vista. Pude además observarlo con detalle, ya que sacó el móvil y se enfrascó en lo que parecía un juego. En un principio me había parecido algo basto, pero no tardé en encontrarle un cierto atractivo agreste. De unos cincuenta años, con una barba cerrada y poco rasurada, su espeso cabello se acaracolaba sobre la frente. Vestía un jersey de lana de cuello cerrado marcándole una buena barriga, que le hacía estar abierto de piernas con el paquetón en el borde del asiento mientras manejaba el móvil con unas manos recias y velludas.

Al fin fui convocado al despacho, donde el doctor me acogió con la cordialidad habitual y, por supuesto, aséptica. La visita era más bien de trámite y duró poco, aunque no dejé de recrearme en su cercanía. Lo que más me llamó la atención, desatando mis morbosas elucubraciones, tuvo lugar al salir del despacho y entretenerme rellenando unos impresos con la enfermera. Ésta ya había dado paso a la consulta al hombre que me seguía, pero de pronto volvió a abrirse la puerta y asomó la cabeza del doctor, que se dirigió a la enfermera. “Como ya es la última visita, puedes marcharte. Ya cerraré yo”. Pensar que se quedaban solos aquellos dos hombres tan deseables no solo me dio envidia, sino que me llevó a fantasear con lo que podría ocurrir ahí dentro…

El doctor está sentado sonriente tras su mesa y hace al otro, que se mantiene de pie delante, un gesto con la mano de que espere. Cuando se oye el golpe de la puerta que habrá cerrado la enfermera, el doctor pregunta irónico: “¿Qué es lo que te duele hoy?”. El pretendido paciente, en un tono de desvergonzada confianza –que por lo demás es la que se va a dar entre los dos en el juego al que se entregan­–, suelta: “Lo huevos, que están que me revientan, doctor”. “Ya sabes que lo mío son los huesos”, replica éste. “A usted le van las cosas duras ¿verdad? Pues de eso también tengo”. “Entonces, como de costumbre, habré de examinarte a fondo”, dice el doctor, “Pasa ahí y tiéndete en la camilla”. Le indica el espacio que hay tras un biombo. “¿Me tengo que quitar algo, doctor?”. “Eso ya lo iremos viendo”, contesta el doctor. Resulta evidente que esta apariencia de normalidad en la relación médico-paciente, incluidas las formas falsamente respetuosas que utiliza el segundo, no pueden ser más que ingredientes que colman de morbo la relación voluptuosa que se va a dar entre ellos.

El hombre se sienta en la camilla y levanta las piernas girando el cuerpo para quedar estirado. Estos movimientos han hecho que el jersey  se le haya subido ligeramente y muestre el ombligo peludo. “¿Le gusta así, doctor?”.  Éste se limita a centrarle las piernas y empezar a palparlas por encima del pantalón. Cada vez más arriba, presiona los recios muslos hasta llegar a las ingles. Entonces manosea el abultamiento de paquete. “¿Es ésta la dureza de que hablabas?”, pregunta. “¿Le parece grave, doctor?”. “Tendré que examinarla con más calma”. Lo que ahora atrae al doctor es el jersey subido. Mete la mano por debajo y acaricia la barriga. “Has engordado ¿eh?”. “¿No le gusta así, doctor?”. “Sabes que sí, golfo”. El doctor llega a la tetas, pero se interrumpe. “Vamos a quitar esto”. Hace que el paciente levante la espalda y se deje sacar el jersey por la cabeza. Aparece el torso velludo, con unas pronunciadas tetas y la barriga subiendo y bajando por la respiración acelerada. “¿Qué me va a hacer, doctor?”. “Sube los brazos por encima de la cabeza. Quiero comprobar tus reacciones”. El hombre obedece y cruza las manos tras la nuca. “Haga lo que crea necesario, doctor”. Las manos de éste van palpando, en un intenso reconocimiento, desde el ombligo hasta las peludas axilas. Estruja las recias carnes y se entretiene con las tetas. Pellizca con fuerza los picudos pezones provocando estremecimientos del paciente. “¡Doctor! Creo que la dureza que usted sabe está aumentando”. “Entonces voy a verla ya”. Cuando el doctor empieza a soltar el cinturón, el paciente pregunta: “¿Me va a desnudar del todo, doctor?”. “Antes voy a ponerme más cómodo… Espera ahí y no hagas nada hasta que vuelva”, contesta el doctor.

Pasa al otro lado del biombo y, en primer lugar, se quita la bata blanca. Sigue con la corbata y la camisa, y vuelvo a verlo como en mi sueño anterior: El torso rollizo y velludo, con pronunciadas tetas que se vuelcan sobre la oronda barriga. Parece titubear pero, tras descalzarse, procede con los pantalones y el eslip. Su sexo surge esponjado entre el pelambre del vientre y los gruesos muslos. Ya completamente desnudo, vuelve a ponerse sin embargo la bata. Entretanto el paciente solo se ha atrevido a acariciarse el paquete por encima del pantalón, sin duda saboreando lo que le aguarda. El doctor, manteniendo su actitud seria, regresa junto a la camilla con la bata a medio cerrar. El paciente no se priva de comentar: “Me gusta verlo así, doctor... Me da más confianza”. Porque, al moverse, la bata va desvelando fragmentos de la desnudez del doctor. “No te vayas a tomar demasiada”, le reprende éste severo, que añade: “¡A lo que íbamos!”.

Antes de continuar  con el aflojamiento de la cintura del pantalón, el doctor saca los zapatos del paciente, así como los calcetines. Luego ya baja la cremallera y comenta: “¡Sí que noto una dureza, sí!”. Hace que el paciente levante el culo para tirar de los pantalones. Un eslip negro aparece ostentosamente abultado. Pero el doctor se lo va a dejar aún puesto porque antes maniobra con las piernas macizas y velludas. Las va levantando, separando y flexionando. Aunque so pretexto de tales ejercicios, las manos van sobando desde los pies hasta las ingles. Además estrecha piernas contra su pecho con la bata abierta e incluso se pasa las plantas de los pies por las gordas tetas. “¡Cómo noto sus pezones, doctor!”, exclama el paciente. “Eso es señal de que estás bien de reflejos”, dictamina el doctor. Deja al fin caer las piernas y se ocupa del eslip. Lo va bajando poco a poco hasta que la contundente verga liberada se levanta desafiante. “¡Oh, qué alivio!”, suspira el paciente.  Aparentemente impasible, el doctor estira un poco más y surgen los huevos peludos. Ya baja del todo el eslip y lo saca por los pies. “¿Cómo me ve ahora, doctor?”, pregunta el paciente con tono irónico. “Parece que todo está bien, pero tendré que examinarte mejor”. Decidido, el doctor se pone a palpar los huevos. “¿Los notas hinchados?”. “Y cada vez más, doctor”. Éste pasa a sujetar la polla con dos dedos. “Se mantiene la dureza”. “¿Eso es malo, doctor?”. “¡En absoluto!”, afirma el doctor, que tira de la piel hacia abajo. “Tienes el glande muy lubricado”. “¿Quiere decir que está mojado el capullo, doctor?”, dice burlón el paciente. “¡Qué ordinario eres!”, le recrimina el doctor, quien no obstante va extendiendo el líquido pegajoso con un dedo. “¿Qué sientes?”. “¿Usted qué cree, doctor?”, resopla el paciente.

El doctor suelta la polla y va a coger un frasco. Se echa un poco de loción en las manos y luego vierte unas gotas por la entrepierna del paciente. Agarra la polla con una mano y la va frotando con suavidad. A la vez, con la otra mano manosea los huevos. “¿Estás bien?”, pregunta. “¡En la gloria, doctor!”. Éste mete los dedos por debajo de los huevos para alcanzar el perineo. Tantea y accede al ano, en que introduce un dedo poco a poco. “¡Uuuhhh!”, ulula el paciente, “Eso es nuevo”. “Este masaje te sentará bien”, insiste el doctor con el dedo, pero sin dejar de manosear la polla. “Lo que me está poniendo es a cien”, avisa el paciente. “No es lo más conveniente todavía… Tendré que distraerte para que no te desbordes”. Entonces saca el dedo del ojete y suelta la polla. “¡Ponte de costado!”, ordena. El paciente va girando de medio lado el pesado cuerpo con dificultad y el doctor, empujándolo por el culo desde atrás, lo ayuda. Le palpa las nalgas. “También lo tienes más gordo”. “Si usted lo dice…”. El doctor no se resiste a darle unas fuertes palmadas. “Esto te activará la circulación”, explica. “Entre el dedo que me ha metido y estos tortazos, está que me arde todo”, alega el paciente. “Ahora te daré un calmante”.

El doctor pasa al otro lado de la camilla y, con la bata abierta, exhibe su polla regordeta erecta, que acerca a la cara del recostado. Éste pregunta burlón: “¿Se chupa o se traga?”. “¡No seas impertinente!”, censura el doctor, que finge apartarse. “Disculpe usted… Son los nervios”, finge mostrarse compungido el paciente, “Ya sabe que hago lo que usted decide”. “Entonces abre la boca”. El doctor le mete la polla y el paciente la mama con fruición. Esto produce un cambio en la actitud de sangre fría que hasta el momento había mantenido el doctor. Se deshace de estorbos y deja que la bata le resbale de los hombros hasta caer al suelo. Ahora su gordo culo se agita en un vaivén follando la boca del paciente. Fuera ya de cualquier compostura exclama: “¡Cómo me pones, mamón!”. Al paciente le entra la risa y se aparta de la polla. “Me tenía ganas ¿eh, doctor?”. Pero éste le sujeta la cabeza y vuelve a meterle la polla. “¡Calla y chupa!”. Sin embargo llega a un momento en que se separa bruscamente. “¡Para ya! Prefiero guardármelo todo para cuando me folles”. “Como siempre…”, replica el paciente con tono de decepción porque probablemente se quedaba con ganas de completar la mamada. “No te quejes”, lo corta el doctor, “Con lo que te gusta darme por el culo”. “¿Quién es el ordinario ahora, doctor?”, se ríe el paciente. “¿Prefieres penetración anal?”, ironiza el doctor, “¡Como lo quieras llamar, venga ya!”.

El paciente se sienta en la camilla y se gira para quedar con las piernas colgando. Separa los muslos con la polla bien tiesa y la ofrece: “¿No me va a estimular un poco, doctor? Se la meteré con más ganas”. “¡Cómo eres!”, se queja el doctor, “Pero ve con cuidado, que la última vez te adelantaste y me la echaste en la boca”. Pese a esta prevención, el doctor no duda en ponerse a chupar la enorme polla. El paciente lo anima. “¡Eso, eso, doctor! Así le toma medidas a lo que le va a entrar por el culo”. El doctor, reafirmada la tiesura de la polla, ordena: “¡Venga, baja de ahí! Ahora me apoyaré yo”.

El paciente salta de la camilla y el doctor hinca los codos en ella. El paciente se pone a sobarlo por detrás. “¿Sabe que su culo tan gordo y peludo me vuelve loco, doctor?”. “Es lo que me dices siempre… Pero antes ponme un poco de aceite”. El paciente coge el frasco que antes se había usado con él y vierte un chorrito en la raja. Lo extiende y, con un respingo, el doctor soporta que profundice con un dedo. “¡Vale ya! ¡Métemela de una vez!”. El paciente toma fuerzas agarrando las anchas caderas y pega una certera clavada. “¡Bruto!”, exclama el doctor. Pero el otro ya está bombeando y hace que doctor y camilla se zarandeen. “¡Qué culo más caliente, doctor!”, “¡Qué buena verga la tuya!”, intercambian. Los resuellos del doctor se acompasan con los resoplidos del paciente. “¿Así es como le gusta, doctor?”. “¡Dale, dale!”. El paciente se recrea tanto con sus cambios de marcha que impacienta al doctor. “¡Córrete de una vez!”. “Bien adentro que se la voy a echar… porque ya me viene”. El paciente aumenta la energía de sus embestidas hasta que se va parando. “¡Oh, qué gustazo!”, exclama todavía dentro del doctor. “¡Aguanta ahí!”, pide éste, que ya baja un brazo de la camilla y se pone ansioso a meneársela. El paciente se mantiene apretado al culo y aguarda. El doctor resopla y su brazo se va deteniendo. “¡Aj, qué bueno!”, masculla sacudiendo la mano. Los dos ya se enderezan apartándose.

El doctor tiene el cuidado de coger la sábana que cubría la camilla y echarla al suelo. Con el pie desnudo la arrastra para limpiar la leche derramada. El doctor recobra su actitud circunspecta y dice al paciente: “Ya puedes vestirte”. Él se limita de momento a ponerse su bata y se sienta ante su mesa en espera. Cuando el paciente, ya vestido, traspasa el biombo, dice socarrón: “No se olvidará de mi receta ¿verdad, doctor?”. Lo que le entrega son unos cuantos billetes. “Tan generoso como siempre, doctor”. El paciente se los guarda enseguida en un bolsillo y añade: “¿Cuándo deberé volver a pedir hora, doctor?”. “En unos quince días estará bien”, contesta éste. Como hace con cualquier paciente, lo acompaña a la puerta del despacho y le da la mano. “Ya sabes cómo se sale… Dentro de un rato cerraré yo”.

Al quedarse solo el doctor da un profundo suspiro. Vuelve a quitarse la bata que cuelga de una percha. Se detiene un momento y mira su figura reflejada en el cristal oscuro de un armario. A dos manos se sacude el barrigón y luego se palpa la polla. Como la nota aún pringosa, va a buscar un pañuelo de papel y se la limpia. Ya empieza a vestirse con parsimonia. Mientras tanto va pensando: “Con lo atareado que voy siempre, haber dado con ese individuo me quita de penas. Es un poco patán pero todo un macho. Disfruto metiéndole mano y luego me pone el culo la mar de contento… Y ahora a cenar a casa, que mi mujer me estará esperando”.

“¡Quién fuera ese patán!”, me digo yo todavía dentro de mi fantasía. Sin embargo mi imaginación no se da por satisfecha y empieza a surgirme una pregunta: “¿Cómo se llegaría a establecer esta relación, entre libidinosa y mercenaria, de mi cirujano?”. Lo cual me llevó a elucubrar sobre tales circunstancias, como si se tratara de una precuela, tan al uso en películas y series…

lunes, 4 de febrero de 2019

Ni buscado aposta

Javier, mi amigo gordote y cincuentón, tenía que desplazarse un par de días por negocios a una cuidad de la costa, muy concurrida en verano. Como entonces era invierno, pensó que poca animación iba a encontrar. De todos modos, las reuniones iban a tenerlo ocupado hasta última hora de la tarde. Así ocurrió ya el primer día, en que una vez libre de compromisos entró en una bar para tomar unas tapas y una buena cerveza. Por la noche se había propuesto salir de copas y conocer el ambiente. Pero antes le vendría bien pasar por el hotel para darse una ducha y ponerse otra ropa. Sin embargo, cuando iba hacia el hotel, tomó un atajo por una calle estrecha y le llamó la atención una puerta pequeña con un rótulo luminoso: SAUNA. Pensó que le vendría bien relajarse, aunque no sabía de qué tipo de sauna se trataría. Decidió preguntar previamente y entró. En la minúscula recepción había un tiarrón con camiseta imperio, más alto que él y algo menos grueso. Pareció sorprendido y miró de pies a cabeza a Javier, que iba bien trajeado y que preguntó directamente: ¿Es de ambiente gay?”. “¡Por supuesto!”, contestó el hombre, “Aunque a esta hora no queda nadie… Pero, como el cierre es a las doce de la noche, si te apetece, puedes entrar”. Javier no se lo pensó. “Ya me va bien”. Pagó y el hombre llamó a un chico para que le enseñara el vestuario y llevara las toallas y las chanclas. El chico era bastante joven y moreno, con unos shorts muy ajustados. Javier pensó que tenía un culo que le gustaría follarse. Ambidiestro como era, si se le presentaba la ocasión de dar por el culo, prefería los pequeños y prietos, que se le acoplaran mejor debajo de su abultada barriga. El chico le mostró la taquilla y dijo confianzudo: “Ve desnudándote, que ahora te traigo las toallas”. Así lo hizo Javier y terminaba de quitarse la ropa cuando volvió el chico. Sin demasiado disimulo se quedó mirándolo mientras se sacaba el eslip y aún se entretuvo con las toallas para verlo por detrás y por delante. Desde luego a Javier no le incomodó lo más mínimo. “Aquí tienes. Cualquier cosa que necesites me la puedes pedir”, dijo el chico obsequioso. En cuanto se marchó, Javier se dijo divertido: “Entre el de la puerta dejándome pasar en solitario y el chico para todo, creo que he caído en gracia”. Aunque en el lote venía el típico paño para la cintura, Javier lo desechó. “Si no hay nadie ¿para qué voy a ir con esto que se va a mojar?”. Así que se limitó a coger una toalla.

Lo que iba conociendo de la sauna, bastante pequeña, se veía nuevo y limpio. Fue en primer lugar a las duchas que estaban en un cuadrado a un extremo del espacio central, enfrentadas dos y dos y sin separación. Pulsó el mando de la que tuvo más a mano y la alcachofa lanzó potentes choros. Los primeros, fríos, lo entonaron y luego graduó el mando hasta alcanzar una temperatura más cálida. Se afanó en una minuciosa higiene, sobre todo de los bajos y la raja de culo, que enjabonó a conciencia.

Había una sala de vapor y allá se metió. Con una bancada a dos niveles, el calor no estaba excesivamente fuerte y la tenue luz era roja. Javier se quedó en pie de espaldas a la pared y echó en falta que no hubiera nadie que le metiera mano. Pese a todo, los vapores calientes le hacían efecto y empezó a sobarse las tetas y la polla, que no tardó en tener dura. Bien sudado, salió para volver a ducharse. Ahora estaba el chico secando con una fregona el suelo mojado. Javier pasó por delante todavía empalmado y el chico hasta se detuvo para mirarlo. Javier fingió no darse cuenta, pero se colocó en la ducha más próxima al acceso del cuadrado. La erección se le mantenía bajo el agua caliente y él se iba tocando la entrepierna provocativamente. Entonces el chico fue arrastrando la fregona hasta ponerse casi delante. Repasaba el suelo una y otra vez, pero siempre de cara a Javier. Éste le dio más lubricidad a sus movimientos con frotes descarados a la polla. Al terminar pasó de nuevo junto al chico sin mirarlo para volver al vapor. Javier quedó de nuevo de espaldas a la pared y no pasaron ni dos minutos para que el chico entrara. Llevaba una pequeña linterna y dio una explicación de lo más inverosímil. “Perdona, pero he de revisar si algún cliente se había dejado por aquí alguna cosa”. Javier dijo socarrón: “Ya ves que no llevo nada que pueda dejarme aquí”. El chico, sin inmutarse, se puso a recorrer el suelo con el haz de luz de la linterna, sobre todo en la cercanía de Javier, y a veces, como al descuido, se le escapaba el enfoque hacia la endurecida polla. Javier, agarrándosela, le soltó ya: “Igual por aquí encuentras algo”. El chico jugueteó ya con la linterna recorriendo a Javier, que se sobaba la polla con lascivia. “Te gusta ¿eh?… ¡Toca, toca!”. El chico le echó mano para palparla. “¡Uy, qué dura!”. De pronto se apartó para quitarse la camiseta. “¡Qué calor hace aquí!”. Volvió a sobar la polla y fue agachándose para metérsela en la boca. Mamó un rato y Javier resoplaba sujetándole la cabeza. La excitación alcanzada le llevó a decir: “No es ahí donde te voy a dar la leche”. El chico interrumpió la chupada. “¿Qué quieres hacer?”. Javier hizo que se levantara y le bajó los shorts. El chico lo entendió. “¿Me quieres follar? La tienes muy gorda”. “Seguro que la tragarás”, replicó Javier lleno de excitación. El chico dejó que Javier lo llevara hacia el banco e hiciera que se echara adelante para apoyarse. Javier se cogió la polla, la restregó por la raja de chico y fue empujando. El chico emitía unos leves quejidos y Javier, ya encajado, le dijo: “¿Ves lo bien que ha entrado?”. “¡Sí! Y me gusta sentirla”, admitió el chico. Javier se puso a bombear henchido de excitación. “¡Oh, qué bueno!”, “¡Qué culo más rico!”, iba profiriendo. El chico mostraba también su disfrute. “¡Qué pedazo de polla!”, “¡Qué bien follas”. Sin embargo, cuando Javier avisó “¡Estoy a cien!”, el chico, que no debía querer que se le corriera dentro, se apartó de pronto haciendo que Javier sacara la polla. “El jefe me debe estar buscando”. Recogió los shorts y la camiseta y salió apresurado. Javier quedo desconcertado y soltó un resoplido. “A punto me he quedado”, se dijo. Se contuvo no obstante de hacerse una paja para rematar. “No hay prisa y ha sido muy buena follada de todos modos”, reflexionó satisfecho, “¡Un culo riquísimo!”.

Al salir del vapor no se veía al chico. Fue a la ducha y acababa de empezar a remojarse cuando apareció el tipo de la recepción. Ahora llevaba tan solo el paño a la cintura y vino directo hacia las duchas. Javier tuvo la sospecha de que se había coordinado con el chico. Ahora se apreciaba mejor su sólida robustez y el vello sin exceso que la realzaba. “¿Todo bien?”, preguntó con aparente indiferencia hacia la desnudez de Javier. “¡Perfecto! Mucha tranquilidad”, contestó con cinismo Javier, que no paró de girar bajo el agua y extenderse gel por el cuerpo. El recepcionista se quitó con toda naturalidad el paño y lo colgó en un gancho. Fue a ocupar justamente la ducha al lado de la de Javier. Expuesto al completo destacaba una polla pendulante por encima de la media que, por supuesto, a Javier tampoco le pasó desapercibida. El hombre se justificó. “Como ya es seguro que no va a venir nadie más, aprovecho para entonarme… No te importa ¿verdad?”. “¡Para nada!”, contestó Javier, “Además tú eres el jefe”. “Bueno, digamos que el encargado”, rio el otro, que se mantenía ostentosamente de cara a Javier. Abrió el agua y, cuando fue a pulsar el dispensador de gel, se encontró, o simuló, que estaba vacío. “¡Vaya! El chico se ha olvidado de llenarlo”. Podía haberse pasado a otra ducha. Pero lo que hizo fue arrimarse a Javier pasándole un brazo por delante para usar su dispensador. “Con permiso”, dijo con descaro, “Aquí sí que hay gel”. “Coge lo que quieras”, replicó Javier con segundas. El encargado no se apartó demasiado y esa primera toma se la aplicó directamente a la entrepierna, que enjabonó cuidadosamente manoseándose la polla y los huevos. En un momento en que Javier le daba la espalda, o hablando claro le mostraba el culo, el otro fue a por más gel. Y esta vez el roce de su polla con las nalgas de Javier fue más directo. “¡Um!”, murmuró éste quedándose quieto. Como si tal cosa, el encargado siguió arrimado y pulsó el dispensador. “Aquí también queda poco”. Entonces Javier le soltó: “Me lo he debido poner por todo el cuerpo… ¿Si quieres?”. El otro empezó a extender gel por la espalda de Javier y fue bajando hasta culo. Javier incluso inclinó el cuerpo hacia delante facilitando la tarea. “¡Qué limpio voy a quedar hoy!”, dijo Javier. En el sobeo de las nalgas le llegó a entrar un dedo resbaloso y dio un respingo. “¡Uf!”. Pero ya se giró poniéndose de frente. Estaba empalmado y el encargado no dudo en echarle mano a la polla. Frotándola con suavidad, también le estrujaba las tetas con la otra mano, y Javier suspiraba sonoramente.

De momento no echaron en falta que sus duchas, que cortaban el flujo automáticamente cada cierto tiempo, no dispararan agua. El gel sobre los cuerpos le daba mucho juego a las manos. Las de Javier ya estaban haciendo crecer la polla del encargado, que se levantaba casi el doble de grande que la del propio Javier. “¿Qué te parece?”, alardeó el otro. “¡Uy! No quiero ni imaginar lo que podrías hacer con eso”, declaró Javier temerario. “Lo vas a saber enseguida”, dijo el encargado. Le dio al agua de la ducha que había sido solo de Javier y los dos sobándose fueron aclarando sus enjabonados cuerpos. Luego se secaron apenas con sendas toallas y el encargado tomó del brazo a Javier. “¡Vamos!”. “¿A dónde me llevas?”. El tono melifluo que ya usó Javier fue un indicio de que los modos enérgicos del encargado lo impulsaban a adoptar una actitud de entrega.

Javier se dejó conducir a un cuarto en el que destacaba una camilla plegable cubierta por una sábana. “Te voy a dar un masaje a cuenta de la casa”, dijo el encargado. Javier, que ya se veía  follado por las buenas, quedó desconcertado ante esta propuesta y solo alcanzó a preguntar: “¿Cómo me pongo?”. “Túmbate bocarriba… Es como te voy a trabajar primero”, contestó el otro. Javier se sentó en la camilla y el encargado le ayudó a subir las piernas. “Así, bien estirado”. Pilló por sorpresa a Javier que le subiera los brazos por encima de la cabeza y, más aún, que le sujetara las muñecas con unas abrazaderas que había en la cabecera de la camilla. “¡¿Para qué haces eso?!”, se alarmó Javier, aunque en el fondo le daba un morbo tremendo. “Es solo para que no manotees. Te quiero quieto”, afirmó el encargado. A continuación éste, como primera medida, tomó un frasco y se puso a rociar aceite perfumado por todo el cuerpo de Javier, que se estremecía con cada fría gota que le caía. Se echó también en las manos y, al extenderlo, recorría y moldeaba las orondas carnes de Javier, comprimiéndolas con una energía que lo hacía gemir en su indefensión. Le apretaba las tetas y enredaba los dedos en el vello, pinzando los pezones. “¡Uy, cómo me pone eso!”, lloriqueaba Javier. Al ir bajando, el encargado contorneaba las caderas y los muslos, para subir luego y meterle las manos por las ingles, orillando los huevos y la polla, pero con roces a ésta, ya bien tiesa, con el dorso de las manos. Además, al ir dando vueltas en torno a la camilla, se volcaba restregándose sobre Javier, cuya excitación se disparaba. El encargado estaba no menos empalmado y, cuando se colocaba en la cabecera de la camilla, ponía su polla al alcance de las manos sujetas de Javier. Éste la miraba de reojo pugnando por atraparla y el otro jugaba a zafarse. Tan fuera de sí estaba Javier que imploró: “¡La quiero chupar!”. El encargado accedió a acercársela a la boca y Javier la atrapó ansioso. “¿Tanto te gusta?”, se ufanaba el encargado entrando y saliendo. Javier farfullaba: “¡Sí, sí! ¡Qué grande y gorda la tienes!”. “Luego la vas a disfrutar mejor”. “¿Me vas a follar?”. “Todo a su tiempo”.

El encargado dejó a Javier con la miel en los labios y se desplazó a los pies de la camilla. Le apartó las piernas hacia los lados y, con un chorreo adicional de aceite  a la polla y los huevos, se puso ya a trabajarlos a conciencia. Frotaba la polla cambiando de manos y con distintos ritmos, mientras cosquilleaba los huevos y los apretaba. Javier, enervado, se debatía entre el intenso deseo de correrse cuanto antes y el de aguantar acumulando calentura para la follada que ya anhelaba. Pero el encargado insistía en el pajeo, con interrupciones que frenaban lo que parecía inevitable. Paró de repente cuando Javier, tratando inútilmente de librar las manos, exclamó: “¡Ya no puedo más!”.

El encargado dijo impasible: “Ahora vas a darte la vuelta”. Para Javier casi fue un alivio que le dejara tranquila la polla a punto de reventar y también que le soltara las manos. No obstante, cuando dejó caer inertes los  brazos, se quejó. “¿No he tenido ya bastante?”. “Un masaje nunca se deja a medias”, sentenció rotundo el encargado, que ya lo forzaba a girar el cuerpo. De nuevo quiso dejarlo asegurado inmovilizándole las manos con  las abrazaderas. Javier ya no tuvo ánimos para  protestar. Bien lubricado, el trabajo de manos sobre Javier pareció un masaje propiamente dicho. Al amasarle los hombros, el encargado comentó: “Estás muy tenso”. “¿Cómo quieres que no lo esté con esta paliza?”, se permitió ironizar Javier. Pese a todo iba notando un cierto alivio. En esta línea, el encargado prosiguió trabajando la espalda, con presiones de los dedos y golpecitos a lo largo de la columna. Al tener más serenado a Javier, llegó a confesarle: “¿Sabes una cosa? En cuanto te vimos, el chico y yo comentamos lo bueno que estabas y le dije que probara el primero. Pero que no te desgastara, que luego iba yo”. “Por eso no quiso el chico que me corriera”, cayó en la cuenta Javier.

La normalidad del masaje empezó a alterarse cuando traspasó la rabadilla. Tras manosear y cachetear las opulentas nalgas, el encargado vertió aceite por la raja y pasó repetidamente por ella el canto de la mano. Javier suspiraba ansioso en la esperanza de que al fin aquel masaje lo fuera acercando a lo que más deseaba en aquel momento. Ya no le sorprendió que, en la raja tan resbalosa, un dedo se escurriera sin dificultad por el ojete, aunque no dejó de tener un estremecimiento. Pero el dedo no solo frotaba sino que también hurgaba con una habilidad que hizo que a Javier se le erizara el vello. El encargado explicó profesional: “Esto te lo agradecerá la próstata”. “¡Uy, qué gustó!”, exclamó Javier que, sin embargo, añadió impaciente: “¿Me meterás ya la polla?”.

“Creo que ya estás a punto”, dijo el encargado. Javier notó de pronto una especie de conmoción. Porque aquél dobló las patas de la camilla plegable haciendo que bajara la parte inferior del cuerpo de Javier quien, de no ser porque estaba firmemente sujeto por las muñecas, habría resbalado todo él hacia el suelo. Quedó entonces con el torso horizontal  y el resto apoyado con los pies en tierra. “¡Me matarás a sustos!”, remugó Javier. “¡Anda ya! Si te pone más caliente”. “Si tú lo dices…”, se permitió ironizar Javier. El encargado pasó ahora a colocársele por delante. Se levantó la impactante polla y la puso al alcance de las manos de Javier. Éste enseguida se esforzó en atraparla. “¡Cómo presumes, eh! ¿Pero me follarás de una vez? Porque eso es lo que vas a hacer ¿no?”, desvariaba Javier que, con la cara aplastada hacia un lado, no llegaba a ver la polla sino solo palparla. El encargado, sin contestarle, se apartó y se trasladó detrás de Javier, que contuvo la respiración. Cuando notó que lo que le resbalaba por la raja del culo ya no eran dedos, sino la polla tan deseada, afianzó todo lo que pudo los pies en el suelo. La presión que tuvo que aplicar el encargado no se debía precisamente a falta de lubricación. Bastante untado de aceite había quedado el ojete de Javier. Era por la contundencia de la polla que estaba pugnado por entrarle. Javier iba soportando la dilatación que sentía crispando como podía las manos inmovilizadas sobre su cabeza. “¡Uuuhhh!”, siseaba. Al detenerse el encargado, preguntó: “¿Está toda?”. “Hasta los huevos te podrían caber ¡tragón!”, soltó el encargado totalmente pegado. “¡Qué bien! ¡Pues folla!”, urgió Javier.

Las arremetidas que empezó a dar el encargado eran de campeonato y a punto estuvieron de derribar la camilla. Javier se agarraba con fuerza al borde pese a sus manos trabadas e iba mezclando imprecaciones y alabanzas. “¡Oh, que bruto! ¡Me destrozas!”, “¡Qué grande la tienes! ¡La siento bien adentro!”, “¡Dame, dame! ¡Cómo me gusta!”. El encargado no le iba a la zaga. “¡Qué culo más bueno!”, “¡Cómo te abres, cabronazo!”, “¡Tragas que da gloria!”, “¡Me pones a cien!”. “¿Te gusta? Pues no pares”, pedía Javier. “¡Verás qué corrida te voy a meter!”. “¡Échamela toda! ¡La quiero en mi culo!”. El doble frenesí al que estaban entregados desembocó en agitados espasmos del encargado y en ansiosos jadeos de Javier. “¡Ahí la tienes!”, exclamó el primero, que quedó abrazado al cuerpo de Javier. Éste correspondió. “¡Oh, qué bien me has follado!”. El encargado tuvo que tirar de la polla, todavía tiesa y goteante, para abandonar el culo. Javier, con las manos sujetas como estaba, hubo de esperar que el otro recuperara el aliento y tuviera a bien soltarlo por fin. La contorsionada postura en que había tenido que recibir la enculada, con la camilla doblada por la mitad, lo tenía entumecido. A ello se unía el ardor que le había dejado en el culo la polla recién sacada y  que le dificultaba juntar las piernas. Así que para afirmarse sobre el suelo tenía que irse apoyando con las manos en la inestable camilla. “¡Cuidado, que aún te vas a escoñar!”, le advirtió irónico el encargado. “¡Ay, me has dejado baldado!”, se lamentó Javier. “Pero bien a gusto ¿no?”, replicó el encargado. “Eso sí”, reconoció Javier dando un resoplido.

El encargado se dirigió a las duchas y Javier lo siguió con flojera de piernas. Pero al lavarse los bajos, empezó a sobarse la polla. “¡Qué caliente me has dejado! Necesito correrme”, declaró dispuesto a desfogarse allí mismo. El encargado lo frenó sin embargo. “Sería un desperdicio… Aguarda un momento”. Entonces llamó a voz en grito: “¡¡Chico!!”. Éste acudió al instante y en cueros. “¿Quieres acabar lo que dejaste a medias?”, le preguntó el encargado. “¡Cómo no!”, replicó el chico ofreciéndose a Javier. Éste, que ya estaba completamente empalmado y con la excitación al máximo, no se lo pensó dos veces. Agarró al chico, le hizo darse la vuelta y lo empujó contra la  pared de la ducha. “Ahora quieres mi leche ¿eh?”. “¡Sí! El jefe no quería que te vaciara antes de que él te follara”, contestó el chico con descaro. Pero la clavada que le arreó Javier fue tan enérgica que se quejó. “¡Uy! En el vapor fuiste más suave”. “Ya te tengo tomadas las medidas”, replicó Javier, que le zumbó sin piedad. El chico, una vez soportado el impacto inicial, pareció sentirse más a gusto y no se privó de manifestarlo. “¡Qué bien manejas la polla! ¡Me encanta!”. Sin embargo Javier poco iba a aguantar ya, por su urgencia en correrse. “¡Me viene!”, clamó apretándose al culo. Agitándose como un flan, se fue vaciando bien adentro del chico, que al fin recibía encantado la leche.

Ahora fue Javier quien tuvo que apoyarse en la pared. “¡Uf, si no me corro reviento!”, exclamó. Solo entonces fue consciente de que el encargado seguía allí al lado y, como por lo visto el espectáculo lo había entonado, se sobaba la polla de nuevo endurecida. Una vez desocupado el chico, se le echó encima. “¡Ya que estás!”. Mientras tenía lugar esta segunda enculada, al parecer a plena satisfacción de los implicados, Javier ocupó la ducha de al lado y disfrutó de los reconfortantes chorros de agua. “Ni buscado aposta”, pensó. Como los otros tardaban en desengancharse, probablemente porque la nueva corrida del encargado se demoraba, Javier optó por irse ya al vestuario. Se secó con parsimonia y empezó a vestirse. Como deferencia, y porque la puerta debería estar cerrada, aguardó a que los otros aparecieran. No tardaron mucho, ya descargados, y despidieron a Javier muy obsequiosos. “¿Te volveremos a ver por aquí?”, preguntó el encargado. “Mañana me marcho”, contestó Javier, “Pero quién sabe… Merecerá la pena volver aunque sea para repetir en esta sauna. Es ya mi preferida”. Al salir, Javier pasó ya de ir de copas y, en el hotel, se despelotó y, agotado, se derrumbó en la cama. Durmió como un tronco. “Ni buscado aposta”, le volvió a la cabeza como último pensamiento.


viernes, 1 de febrero de 2019

El comisario cambia de plató

Para los que siguen interesados en las peripecias del comisario Jacinto, ahí van unos apuntes sobre sus enredos a cuenta de los vídeos:

Durante un tiempo no volvieron a tener noticias de los vídeos. Al menos Jacinto, que quería seguir sin saber a lo que se dedicaba Eusebio en sus ausencias. Aquél era escéptico sobre el interés que podrían tener los socios americanos de Walter, si es que existían realmente, en unos vídeos que, pensándolo bien, eran bastante chapuceros. Cierto era que él, al verlos, se había puesto cachondo cada vez. Pero que fueran a pagar por ellos era otro cantar. Probablemente Walter solo estaba jugando con ellos para tenerlos controlados.

Así las cosas, un día vino Eusebio con un portátil bajo el brazo. “Me he agenciado este chisme para que podamos ver internet”. “Si aquí no tenemos eso”, objetó Jacinto. “Ya me han enseñado a piratear el de algún vecino”. Eusebio encendió el aparato y manipuló un rato. “¿Ves? Ya estamos… Y es una conexión bastante buena. Lo indica aquí”. Jacinto no entendía y preguntó: “¿Qué es lo que tenemos que ver?”. Eusebio sacó un papel del bolsillo. “Aquí tengo lo que hay que buscar… Me lo ha apuntado Walter. También está la contraseña para poder entrar, porque nosotros no tenemos que pagar”. Jacinto ya imaginó de qué se trataba. Eusebio se reveló como un consumado internauta y en pocos minutos ya tenía en pantalla una página con un nombre del que Jacinto soló captó que acababa en ‘…Live Sex’. “¡La leche! ¡Qué cantidad de tíos en pelotas!...Pero iré a donde pone ‘Chubby Daddies’”. Más tíos en cueros, pero estos todos gordos. “Vamos aquí”. Era la sección ‘Amateur Videos’. Se mostraban muchas pantallitas que reproducían imágenes fijas de los vídeos. “A ver si salimos”, dijo Eusebio emocionado.

Tanto si el orden era cronológico como por relevancia, enseguida localizaron tres de ellos que les resultaron conocidos, porque captaban a Jacinto desnudo en distintas posturas. “¡Vaya, aquí estoy!”, comentó Jacinto incómodo. “¡Vamos a verlos!”, decidió entusiasmando Eusebio. Hizo clic en el primero y enseguida surgió una petición de contraseña. Eusebio la introdujo y el vídeo empezó a reproducirse a pantalla completa. Se trataba del de Jacinto con Walter. Habían hecho un montaje que eliminaba las partes superfluas, pero ni una humillación o actividad sexual faltaba. Daba igual que se perdiera el contexto y que los sonidos se hubieran sustituido por una musiquilla ratonera. Pero allí estaba Jacinto en toda su esencia con el dominante Walter. La follada final se había añadido sin que apenas se notaran las diferencias temporales. “¡Estás sensacional!”, exclamó Eusebio, “Me he puesto la mar de cachondo”. Jacinto obvió esta observación, aunque en su fuero interno reconocía que a él también le había pasado algo así.

Pasaron al segundo vídeo que era el de los secuaces de Walter. Jacinto llegó a sentir vergüenza, incluso de índole profesional, al ver cómo había caído en aquella patraña de hacerle desnudarse y someterse a la humillante inspección, por más que Eusebio comentara: “Parece una peli policiaca de verdad”. Más entonado se sintió Jacinto cuando visualizaba la doble mamada.

El tercero y último vídeo era esperado con interés por Eusebio. “Ahora me tocará a mí”. Aunque tenía cierto resquemor de que no fuera más que uno, cuando él había actuado dos veces. Pero en realidad no habían escamoteado nada, porque, en un hábil montaje, las dos folladas en ocasiones diferentes, una aplastando a Jacinto y otra subiéndole las piernas por delante, quedaban como si hubieran tenido lugar una detrás de otra. Lo cual mostraba a Eusebio como un  auténtico superdotado. Cosa que él asumió orgulloso. “¡Qué dos polvos seguidos más buenos!”.

Al acabarse el vídeo y volver a la pestaña de las pantallitas, se dieron cuenta de un detalle. Debajo de cada una de ellas ponía ‘Visits’ seguido de una cifra. Las de Jacinto y compañía superaban con creces las 15.000. “¡Joder! ¿Ves lo mismo que yo?”, exclamó Eusebio. “¿Qué significa eso?”, preguntó Jacinto. “Son los que nos han visto… y todos pagando. Si nuestros vídeos no llevarán puestos más de tres días…”. Jacinto se mostró escéptico. “¿Eso es bueno?”. “Un salto meteórico a la fama”, se exaltó Eusebio, “Seguro que nos pedirán más vídeos… Esto no ha hecho más que empezar”. “¡Lo que me faltaba!”, sentenció Jacinto.

No tardó Walter en convocarlos a su despacho. Besó desinhibidamente tanto a Eusebio como a Jacinto, con una sonrisa que le iba de oreja a oreja. “¿Tenía yo razón o no? Les hemos dado justo lo que les gusta: Tíos fuertotes y gordos que hacen de todo sin límites, y que además se nota que disfrutan con ello”. Jacinto no dejó de pensar que lo de disfrutar, por lo que a el le afectaba, sería solo a ratos. “Me han asegurado que, en cuanto les mandemos algunos vídeos más, abrirán una sección solo para nosotros”. Lo primero que le vino a la cabeza a Jacinto fue: “¡Yo no vuelvo a ese sitio!... Ni a la fuerza”. Remarcó esta última precisión al recordar cómo, con su rechazo de la otra vez, les había puesto en bandeja idear una falsa detención. Aunque también, objetando solo el lugar, implícitamente estaba aceptando seguir adelante con los vídeos. Walter lo tranquilizó. “Eso está ya superado… Podemos tener platós mejores”. Sin entrar en más detalles de localización, añadió: “Incluso se me ha ocurrido volver a fichar a los dos tíos que ya participaron con Jacinto e hicieron un buen papel… Entre los cinco podríamos montar números la mar de fuertes”. “Mientras no sea solo cuatro contra uno…”, pensó Jacinto resignado.

Eusebio, siempre práctico, introdujo un nuevo tema. “¿Y lo de cobrar cuándo?”. Pareció que a Walter tampoco le interesaba aclarar demasiado. “¡Hombre! Eso lleva su tiempo… Hay que hacer muchos cálculos y ver además la forma de que el dinero pueda llegar aquí… Ahora no hay que pensar en eso, sino en hacerlo todo lo mejor posible y pasárnoslo bien”. Eusebio no se atrevió más que a fruncir el ceño ante tantas evasivas. Jacinto también calló, aunque se dijo: “¿Qué otra cosa podría esperarse de este tipo?”. Pese a ello, sabía de sobra que las cartas estaban ya echadas y que, con la ayuda inestimable del buenazo de Eusebio, Walter seguiría haciendo con ellos lo que le viniera en gana. ¿Para qué sulfurarse más? Así que a la orden y a poner el culo, que era lo que siempre le acababa tocando.

Manipulaciones de Walter aparte, habían unos datos, objetivos al parecer, como era la cantidad de gente que estaba mirando los vídeos. Y esto, que habría horrorizado a Jacinto tiempo atrás, no dejaba de producirle un cierto gustillo. Imaginar que tal vez muchos de los que lo veían desearan hacerle aquellas cosas, o al menos admiraran el aguante que mostraba, le hacía sentirse extrañamente complacido. Aunque no llegaba a entenderlo, algo tendría él si suscitaba ese interés, tan mayor y gordo. No llegaba desde luego al entusiasmo de Eusebio, que había empezado a tratarlo con una admiración reverencial. Si bien éste también barría para casa y no perdía ocasión de  resaltar sus propias y briosas aportaciones.

Los tejemanejes de Walter a espaldas de Jacinto iban en aumento. Se las apañó para entrar en contacto con el dueño del famoso club, que resultó ser un viejo conocido. Le habló de Jacinto y Eusebio, y el dueño reconoció que eran unos magníficos clientes, que hasta servían de gancho para su negocio. “Ya me imagino cómo harán el golfo aquí”, comentó Walter. Éste, sabiendo que no se podría grabar cuando el club estuviera abierto, se las apañó para convencerlo, prometiendo alguna contraprestación, para que algunas mañanas se lo cediera y pudieran hacer uso de todo lo que había en él.

Satisfecho de haber llegado a este acuerdo, Walter planeaba ya lo que podían dar de sí las grabaciones en ese lugar. Sabía que no se trataba de mostrar a una serie de hombres fornidos practicando sexo más o menos gimnástico, lo cual estaba ya muy trillado. Pero contaba con la baza inestimable de Jacinto. Un hombre en apariencia anodino que, sin embargo, por su forma de reaccionar ante situaciones inesperadas, acababa dotándolas de un morbo especial. No les cabía duda de que el estoico desvalimiento con  que Jacinto convertía su cuerpo en parachoques de cualquier desmán era el original toque de calidad de los vídeos que tanta aceptación recibían. Por lo tanto no había que abandonar el factor sorpresa para seguir haciéndole dar todo de sí. Con algo de imaginación iba a ser fácil logarlo una vez más… Así que hasta el famoso club, que para Jacinto había supuesto una especie de asidero, e incluso de refugio, para su verdadera identidad, con todo lo que aprendió de la mano del dueño en aquellas mañanas en que empezó a pasar por allí, también estaba ahora bajo el control de Walter. Y Jacinto aún no lo sabía…

Llevar a Jacinto al club era sencillo. Bastaría con que Eusebio le sugiriera que ya era hora de que volvieran por allí. Pero si se trataba de que fuera por la mañana, esto le resultaría más extraño y le haría sospechar que había gato encerrado. Por ello tendría que ser más sibilina la mediación de Eusebio quien, una vez más, no iba a sentir el menor escrúpulo en hacer de Judas con su amado compañero, siempre que ello redundara en su consolidación como estrella cinematográfica. A tal fin quedó encargado de decirle a Jacinto: “Me he encontrado por la calle al dueño del club y me ha preguntado por ti”. “Ya nos vemos por allí de vez en cuando ¿no?”, replicó Jacinto. “Pero es que está interesado en hablar contigo y no en el ajetreo del club”, siguió Eusebio, “Creo que es para asesorarle en un asunto que tú conocerás por tu profesión… No me ha dado más detalles”. A Jacinto le picó la curiosidad. “¿Aunque ya no ejerza?”. “Está seguro de que sabrás de eso y, para que estéis más tranquilos prefiere que te pases por allí una mañana… Como el club estará cerrado, habrás de ir por la entrada que hay en la calle de atrás. Dice que ya la conoces”. Y tanto que la conocía Jacinto… El recuerdo de sus inicios en aquel lugar no dejó de turbarle. “¡Vale! Pues ya iré”. Pero a Eusebio le convenía concretar más. “Parece que le corre cierta prisa. Deberías ir mañana”. “De acuerdo entonces… Veré de qué se trata”, aceptó Jacinto intrigado.

Cuando se levantó al día siguiente, Eusebio ya no estaba en la casa. Jacinto tuvo presente su compromiso y, aunque con cierta desazón por los recuerdos que le venían a la mente, se dispuso a cumplirlo. No había vuelto a pasar por el callejón donde estaba la entrada a la trastienda del club y, cuando se encontró ante la puerta negra de hierro, le temblaba la mano al empujarla. Mientras bajaba las escaleras y recorría el extraño pasillo, que tan bien conocía, repitió varias veces el “¿Hola?” de su primera visita. Al llegar al espacio más amplio, con los artilugios que le traían recuerdos agridulces, seguía sin encontrar a nadie y esperó confiado. Oyó unos ruidos y pensó  que ya venía el dueño del club. Pero no fue precisamente éste quien los hacía.

Jacinto ni siquiera llegó a saber su procedencia y todo lo que se produjo fue con una gran rapidez. Por detrás le encajaron en la cabeza una banda elástica que le tapaba los ojos. A continuación, lo embutieron en una especie de saca que le llegaba hasta los pies y la ataron con unas cuerdas, de forma que cuello, brazos y tobillos le quedaron inmovilizados. En esa fracción de tiempo Jacinto no pudo menos que pensar: “¡Ya estamos!”. Pero a la vez no podía entender, no ya la enésima traición de Eusebio, sino que aquello estuviera pasando en el mismísimo club y, para colmo, sin duda con la complicidad del dueño. Si él ya había cedido a que Walter siguiera haciendo vídeos con la sola condición de no volver al antro del secuestro…. ¿A qué venían estos métodos otra vez? Sin embargo, lo que para Jacinto resultaba inexplicable y ofensivo lo tenían muy claro los conspiradores. Cuanto más confundido e irritado estuviera mayor partido se llegaría a sacar de él.

La privación de la vista y de la movilidad parecía que también afectaba a la capacidad de Jacinto para exteriorizar las imprecaciones que le venían en cascada a la mente. Toda su energía se concentraba en los meneos a los que su cuerpo estaba siendo sometido. Porque no sabía calcular cuántas manos, en un silencio que no dejaba de resultar alarmante, se ocupaban de echarlo hacia atrás y mantenerlo agarrado de pies y hombros. Así lo trasladaban y la inclinación que percibió de pronto denotaba que lo subían por una escalera. Una vez en horizontal de nuevo, fue dejado caer sobre una superficie lisa y dura, que rebasaba la cabeza y los pies. “¿A qué parte del club lo habrían llevado?”, se preguntaba Jacinto, “¿Estarían grabando ya todo esto?”. Él desde luego no le veía la gracia.

Sintió escalofríos al notar que un objeto cortante iba rasgando de abajo arriba la saca que lo envolvía y que caía hacia los lados. De poco le sirvió la liberación de brazos y piernas porque, en cuanto empezó a agitarlos se los sujetaron con unas argollas. Tampoco tuvo ocasión de protestar, ya que en cuanto abrió la boca para tomar aire se la taparon con una mordaza. Los atropellos sin embargo no habían hecho más que empezar. Perdió zapatos y calcetines, y como al estar sujeto de aquella manera no se le podía sacar la ropa de forma normal, se procedió de nuevo a cortársela sin contemplaciones. En su impotencia Jacinto percibía con espanto cómo tijeras o cúters iban despedazando todas sus prendas de vestir, que caían a los lados, incluso estirando de los trozos que le quedaban debajo. Al menos habría de agradecer que no le rozaran la piel, aunque aquel destrozo del traje que se había puesto precisamente para estar presentable le resultaba inconcebible ¿Y qué iba a ponerse cuando pudiera salir de allí? ¿Habría previsto Eusebio una muda de recambio? De este modo lo dejaron completamente en cueros sobre aquella superficie que ahora notaba metálica. Y cómo no, la primera voz que oyó Jacinto fue la de Eusebio que, rompiendo ya el probable pacto de silencio, comentó entre divertido y orgulloso: “¡Mirad! Si se está empalmando”. Jacinto hubo de reconocer muy a su pesar que estar allí tendido en pelotas con gente alrededor, sin siquiera saber si estaba vestida o desnuda, lo había excitado.

Pero tal ignorancia le duró poco porque alguien le quitó ya la banda de los ojos. En cuanto hizo la vista a la intensa luz, Jacinto trató de situarse en lo que podía abarcar con la mirada. Estaba claro que se hallaba en la zona pública del club, aunque lo que más llamó su atención fue que, en torno a él, pululaban varios tipos enfundados en chándales iguales con capuchas que les ocultaban parte de las caras. “¡Sí que tenían preparado el numerito!”, se dijo Jacinto. Aquéllos susurraban e intercambiaban algunas risas, sin duda perfilando el siguiente paso. Como Jacinto, con la mordaza todavía en la boca, no podía desahogarse con los improperios que hubiese querido lanzarles, optó por la vía gestual. “Ya que están montando el espectáculo a mi costa, se lo voy a dar”. Así que empezó a menearse en vanos intentos de liberarse de las sujeciones, con lo que su cuerpo se agitaba y la oscilación de la polla evidenciaba que su dureza se mantenía. Era consciente de que les estaba regalando la exhibición que pretendían, pero al menos así se entonaba.

Alguien dijo detrás de Jacinto: “¡Cómo le ponen cachondo estas cosas! Si lo sabré yo”. Era la voz inconfundible del dueño del club. “¿Se habrá apuntado éste también al circo?”, se preguntó Jacinto al que, callado a la fuerza, ya solo le quedaba verlas venir. Un grado más subió su cabreo sin embargo cuando alcanzó a descubrir que era precisamente el dueño, con el atuendo habitual que usaba en el club, quien, cámara en mano, estaba captando sus desesperadas agitaciones. “Ya le vale que tenga la boca tapada”, se dijo Jacinto. Pero no era solo el dueño el que lo grababa, porque ¡cómo no! también andaba por allí el dichoso Walter. Éste se debía haber excluido de participar activamente en el rodaje ya que, vestido normal, se dedicaba a manejar otra cámara. Y bien que lo enfocaba continuamente, allí amarrado y con todo al aire. Seguro que más por recochineo que otra cosa. Ya habían superado por tanto lo de una cámara fija, sino que, con mayor movilidad  y desde diversos ángulos, lo debían haber estado siguiendo desde que lo subieron metido en el saco. Lo más inesperado y que más dolía a Jacinto  era sin embargo la complicidad activa del dueño del club ¡Así le pagaba su antiguo mentor la confianza que  desde el principio había depositado en él! ¡Cómo se estaba regodeando ahora con su indefensión el muy…! A Jacinto se la agotaban los calificativos, seguro como estaba de que Walter lo habría untado a base de bien.

Pronto volvieron a poner en movimiento a Jacinto. Vinieron dos de los que iban con chándal ahora sin capucha. Pudo reconocer a los falsos policías que Walter había fichado para su secuestro en el cuartucho de infausto recuerdo, y a los que había acabado haciendo sendas mamadas. Soltaron las argollas que lo mantenían sujeto a la camilla y lo levantaron. Al adquirir la vertical, Jacinto percibió mejor en qué zona del club se hallaba. Identificó el cubo de tubos metálicos del que colgaba el sling en que tantas enculadas había recibido. Pero éste ahora había sido descolgado y el cubo quedaba vacío. Firmemente asido por los brazos, lo llevaron allí dentro y engancharon sus muñecas a unas cadenas deslizables por las barras laterales. Abierto en cruz y con los pies apenas apoyados en el suelo, Jacinto tuvo una cierta sensación de déjà vu. ¿Acaso le iba a tocar rememorar la forma en que el dueño y su colega lo iniciaron en sus juegos? Lo cual desató su indignada humillación por el hecho de que pretendieran usar aquello, que para él había constituido una indagación, temida y deseada a la vez, de sus más ocultas inclinaciones y que consideraba tan íntimo, para aprovecharlo en los dichosos vídeos. Maldijo de nuevo la deslealtad del dueño del club y, como era el único recurso que le quedaba para desahogarse, aunque consciente de que con ello no conseguiría más que darles carnaza, empezó a agitarse de nuevo tirando de las ataduras de sus muñecas y, como le ocurría cuando se entregaba a tales meneos, empalmándose sin poderlo evitar, aumentando así su bochorno.

Sin embargo las predicciones de Jacinto no se iban a corresponder exactamente con la realidad. Al volver los esbirros, ahora al que llevaban arrastrado a la fuerza, sin duda simulada, era nada menos que Eusebio. Ya no venía uniformado con el chándal, sino que vestía su ropa de calle: la gastada cazadora sobre una camiseta y unos viejos tejanos. Mostraba una expresión afligida, en parte por exigencias del guión y, en parte también, al verse encarado a su querido Jacinto. Al igual que éste, llevaba una mordaza, posiblemente por ser demasiado bocazas. Como primera medida, los portadores procedieron a subirle los brazos y ligárselos asimismo a las barras laterales del cubo frente a Jacinto. Fueron menos expeditivos en la tarea de dejarlo en cueros, ya que le quitaron la cazadora antes de atarle las muñecas. Lo que sí le desgarraron fue la camiseta, dejando al aire el robusto y velludo torso. Las zapatillas volaron y, a estirones, acabaron sacándole los pantalones. Como Eusebio no solía usar calzoncillos, pronto quedó tan desnudo como Jacinto. Éste pensó quejoso: “Han tratado con más cuidado su ropa tan gastada que mi traje de vestir”. De todos modos, al ver que Eusebio corría su misma suerte, quiso desechar tajantemente cualquier sentimiento de camaradería. “Él se lo ha buscado”.

Los esbirros de Walter se pusieron cómodos para trabajar más a gusto. Despojándose de los chándales quedaron tan solo con unos sucintos eslips negros que les daban aspecto de púgiles de peso pesado. Cada uno de ellos se encargó de Jacinto y Eusebio. Provistos de mazos de cuerdas de distintos grosores y longitudes, iban enredando con ellas los cuerpos de arriba abajo y en redondo. Las pasaban por las ingles y luego por cuello y axilas. Todo ello con nudos y lazos que dejaban los extremos colgando. Con cordeles más finos se afanaron en los huevos y las pollas, que frotaban desconsideradamente para que adquirieran cuerpo. Bien enrollados los bajos, subían el cordel por delante y por detrás varias veces para atarlo finalmente tras la nuca. Terminada esta primera fase del embalaje, los esbirros empujaron a ambos por detrás haciendo correr por las barras las poleas de las cadenas que mantenían levantados sus brazos hasta que llegaron a topar las barrigas. “¿De qué va esto?”, se preguntó Jacinto al encontrarse pegado al corpulento Eusebio. Como si le repeliera contacto tan íntimo con semejante traidor, Jacinto empezó a agitarse en un esfuerzo inútil de apartarse. Así no consiguió sino que aún se restregaran más, lo cual se reflejó en la cara de gusto que ponía Eusebio y en los golpes que la polla empalmada de éste le daba en el bajo vientre. A continuación la tarea  de los esbirros consistió primero en ir enlazando los cabos sueltos de uno y otro en una enrevesada madeja y, luego, en pasarles nuevas cuerdas en torno a los cuerpos. Estas ataduras se completaron con otras en los brazos estirados y, más apretadas, en las muñecas. Otro tanto hicieron con las piernas y los tobillos, aunque dejando cierta distancia para que no perdieran el equilibrio.

Culminados tan retorcidos preparativos, los brazos fueron soltados de las abrazaderas que los mantenían en cruz. Cayeron unidos los de ambos por su propio peso, aunque lastrados por el enredo de cuerdas. Lo único que hicieron además los esbirros fue quitarles las respectivas mordazas para que pudieran coordinar entre ellos las maniobras que habrían de realizar, que no eran otras que las necesarias para llegar a soltarse. Pero Jacinto no tenía ánimos ya para decir nada, con la cara pegada bajo la barbilla de Eusebio. Éste aprovechó para darle un besito de Judas en la frente y susurrarle: “No te preocupes, cariño. Yo te ayudaré”. No es que tampoco tuviera muy claro cómo hacerlo, pero su espíritu era siempre más positivo en estos lances. Por supuesto Jacinto no tenía ni idea de cómo se podía salir de aquella maraña, a la que ni siquiera le veía la más mínima gracia. Eusebio, voluntarioso, empezó a forcejear con la idea de poder liberar al menos una mano, pero las muñecas estaban tan firmemente atadas que necesitaría llegar a juntar los cuatro brazos para lograr maniobrar con los dedos. Pero las otras ataduras que les trababan los cuerpos se lo impedían. Entonces se le ocurrió tratar de aflojar algo por abajo y para ello habría de tirar de Jacinto para que los dos fueran agachándose de consuno y aterrizaran sobre la moqueta que cubría el suelo del cubo. Operación compleja, ya que los tirones continuos de las cuerdas les hacían desequilibrarse cada dos por tres con riesgo de caer rodando uno sobre otro. “¡Me vas a descoyuntar, coño!”, renegaba Jacinto. Además, en sus retorcimientos, las lazadas complementarias que les unían huevos y pollas daban unos estirones que les hacían encogerse de dolor. “¡Acabaremos capados!”. Solo porque Eusebio persistía en sus tentativas de llegar a desatar las primeras cuerdas, se avenía Jacinto a una necesaria colaboración en la tarea. De lo contrario, se habría quedado quieto y ya lo acabarían desatando, aunque estropeara el efectismo del vídeo que seguían grabando.

La persistencia de Eusebio hizo que consiguiera liberar, a base  de dientes, una mano, y con ella otra de Jacinto. Pero las dos se movieron en la misma dirección. El primer impulso de ambos fue tratar de aflojar los cordeles que les enlazaban pollas y huevos, martirizándolos cada vez que se movían. Se encontraban tan enredados, sin embargo, que los toqueteos que tenían que irse haciendo resultaban obscenos involuntariamente. Al menos para Jacinto, porque  a Eusebio lo ponían bastante burro. Para colmo tenían encima las cámaras tomando con recochineo primeros planos. Después de innumerables retorcimientos y revolcones, una vez liberadas las manos, fue quedando más deshecha la madeja. Sentados frente a frente con las piernas abiertas entre un amasijo de cuerdas, solo les faltó ya soltarse los pies. Tarea de la que se ocupó Eusebio, mientras Jacinto se apoyaba derrengado con las manos hacia atrás. A continuación Eusebio, muy solícito, se levantó y fue detrás de Jacinto para masajearle los hombros. Pero Jacinto lo rechazó. “¡Quita ya y ayúdame a subir!”. Eusebio contrito, aunque compensado por el protagonismo que estaba alcanzando en este vídeo, tiró de Jacinto, al que apenas le aguantaban las piernas.

Walter, presumiendo de cineasta, anunció: “¡Corten! Ha estado de puta madre”. Le resbaló la mirada de rencor que, al no salirle un improperio suficientemente contundente, le lanzó Jacinto, derrengado en una silla con ayuda de Eusebio. Éste sin embargo mostró su disconformidad. “Pero si no hemos llegado a follar…”. La mirada de resentimiento de Jacinto se volcó ahora en su compañero. De todos modos pensó que habría preferido que éste, o quienes fueran, le hubieran dado por el culo, a lo que al fin y al cabo ya se había acostumbrado, que el numerito circense que acababan de imponerle. Walter quiso calmar a Eusebio. “Todo se andará, hombre… Además, con lo bien que has estado hoy, te estás convirtiendo en el coprotagonista preferente”. “Así que aquí soy yo el pito del sereno ¿Qué tendrán planeado todavía para que todos se vayan luciendo a mi costa?”, se dijo Jacinto desesperanzado.

Por su parte el dueño del club se mostró generoso y trajo una botella de cava para celebrar el evento. Walter aprovechó para dar coba a Jacinto y propuso un brindis. “Vamos a agradecer a nuestro amigo su inestimable entrega a esta empresa en la que nos hemos embarcado y que sin él habría sido imposible”. Jacinto, al que Eusebio le había puesto una copa en la mano, miró escéptico a los que alzaban las suyas y preguntó con resignada ironía: “¿Ya tenéis pensado cómo cabrearme la próxima vez?”.