Ernesto, cincuentón y bastante robusto, era
gerente de una pequeña empresa. Llevaba bastantes años en ella, al igual que
los otros que integraban el grupo directivo. Además del director, Ramón, algo
mayor que él y aún más grandote, y el propio Ernesto, formaban parte otros
cuatro hombres, que ya rebasaban los cuarenta, al igual que las dos mujeres.
Reinaba entre todos ellos una gran camaradería y confianza, propiciadas ya por
el mismo director, hombre extrovertido, bromista y liberal. Por supuesto Ernesto
contribuía no menos a ese ambiente, con su cordialidad y desenfado. Ya los tenía
de sobra acostumbrados a que expresara con desinhibición sus inclinaciones y se
divertían cuando les contaba algún que otro lance picante. Conseguía darles así
una visión de las relaciones entre hombres maduros muy alejada de cualquier
tópico. Sin ir más lejos, después de las vacaciones, Ernesto contó que había
estado por primera vez en una playa nudista. Poco tuvieron que tirarle de la
lengua para que hablara de sus vivencias. “Aquí donde me veis, gordo y mayor,
tuve la mar de éxito”. Incluso sin el menor reparo llegó a enseñarles algunas
fotos que le habían sacado en cueros vivos.
Resultó que se celebraba una convención
internacional en otra ciudad, a la que asistían el director, el gerente y una
de las mujeres, Sara, experta en la materia. Además a Ramón lo acompañaba su
esposa, una matrona tan animada como él. Sin embargo, la noche en que llegaron
tuvieron un problema con las habitaciones. Habían reservado una doble y dos
individuales, pero una equivocación había hecho que solo pudieran disponer de
dos dobles. Como no era de recibo que Sara y Ernesto tuvieran que compartir
habitación, la cuestión la zanjó la esposa de Ramón. “Los dos hombres que
ocupen una y las mujeres, la otra”. Ramón llegó a bromear con la situación y
comentó a la mujer, que también conocía las inclinaciones de Ernesto: “Me metes
en la boca del lobo”. Ella replicó riendo: “Menudo corderito estás tú hecho”.
Cenaron los cuatro animadamente y Ernesto se permitió también bromear con
Ramón. “Mira que yo duermo siempre desnudo”. Ramón siguió con la chanza. “No
veré más que lo que ya he visto en tus fotos de la playa”. Se retiraron pronto
porque al día siguiente empezaba la convención a todo gas.
Ya en la habitación, Ernesto dio por avisado a
Ramón y se quedó en pelotas. No le movía a ello ningún ánimo libidinoso. Lo
suyo era el simple gesto de confirmar que a él no le cortaba lo más mínimo
mostrarse tal cual era, seguro de que a Ramón no le iba a ofender. Eran muchos
los años que se conocían y Ernesto siempre había tenido muy presente el refrán
‘donde tengas la olla, no metas la polla’. Lo que no se esperaba fue la
reacción de Ramón, divertido con su desvergüenza. Éste ya había empezado a
desvestirse y solo estaba en camiseta y calzoncillos. Se los quitó ambos y
soltó: “Aunque mayor y más gordo que tú, no me vas a dejar como timorato”. Así
que se mostró también en cueros en un jocoso desafío. Ernesto no pudo dejar de
constatar que ver de ese modo a su director, al que siempre asociaba con un
pulcro traje, le producía un cosquilleo en la entrepierna.
Todo quedó en este juego casi pueril y cada
uno ocupó su cama. Como por deficiencias del aire acondicionado, hacía bastante
calor, ninguno de ellos se tapó con la ropa de cama. Se dieron las buenas
noches sin que faltaran miradas furtivas y apagaron la luz. Ernesto se durmió
con la imagen del cuerpo maduro y velludo de Ramón, que además lucía unos
atributos de alto nivel. Por su parte, Ramón se preguntó a qué santo le había
dado por emular el exhibicionismo de Ernesto, aunque reconoció que así en
pelotas se estaba en la gloria.
A la mañana siguiente Ramón, que era
madrugador, se despertó en cuanto la luz entró por la ventana. Miró hacia la
otra cama donde Ernesto dormía aún de lado dándole la espalda, o mejor dicho,
el orondo culo. Ramón hizo una reflexión irónica: “¿Quién me iba a decir que, a
estas alturas, Ernesto y yo compartiríamos habitación, los dos en cueros
vivos?”. Decidió aprovechar para usar el baño primero y tomar una ducha. Al
terminar cogió una toalla y, mientras se secaba, volvió a la habitación.
Encontró a Ernesto, ya despierto, que remoloneaba en la cama desperezándose.
Estaba bocarriba y para nada le incomodó presentar una potente erección.
“Seguro que a Ramón también le debe pasar por las mañanas”, pensó. En cualquier
caso Ramón no pareció inmutarse, pues se acercó a la cama de Ernesto y de cara
a él, removía la generosa entrepierna al repasarla con la toalla. Como si
tuviera que justificar su persistencia en exhibirse también en pelotas,
comentó: “Desde luego sin pijamas ni estorbos se duerme de coña”. Había soltado
ya la toalla, pero siguió arrimado a la cama de Ernesto. Incluso se permitió referirse
bromista al hecho de que éste siguiera presentado armas. “A ti te ha sentado de
maravilla”. “Puede que sea por algo más”, dejó caer Ernesto mirando
directamente los atributos que lucía Ramón a escasos palmos de su cara. Éste
rio. “¡Venga, hombre! Con el tiempo que hace que nos conocemos, te voy a poner
ahora”. “Nunca nos habíamos visto así”, replicó Ernesto. Ramón entonces dio un
quiebro a la conversación. “El baño ya está a tu disposición… Aunque no hay
prisa. Seguro que las señoras tardan más”.
Ernesto se levantó con la polla penduleando y
entró en el baño sin cerrar la puerta. Ramón pudo oír cómo soltaba una larga
meada y aguardó a que pasara al lavabo para cepillarse los dientes. Entonces le
preguntó: “¿Te importará si me arreglo la barba mientras te duchas?”.
“¡Faltaría más!”, contestó Ernesto, “Serás una buena compañía”. A través del
espejo, captaba la mirada de Ramón fija en su culo y la mano con que
disimuladamente se acomodaba la entrepierna. Se preguntó ya: “¿A dónde querrá
llegar?”. Por supuesto a él no le desagradaba en absoluto este inesperado
interés de Ramón por su anatomía. Ernesto se dispuso a ducharse y Ramón se
dedicó a repasarse la barba con una maquinilla eléctrica. Aunque la ducha tenía
una mampara opaca, cuando cesó el zumbido de la afeitadora, Ernesto tuvo la
certeza de que Ramón seguía allí. Esto, unido a la revitalización del agua
caliente, hizo que volviera a empalmarse. Tal cual salió de la ducha para coger
una toalla y vio que Ramón había apoyado el culo en el borde del lavabo con las
piernas separadas aireando el lustroso paquetón. Ernesto comentó con descaro:
“Parece que le has cogido gusto… Y dicen que soy yo el exhibicionista”. Ramón
rio. “¡Ya ves! Como niño con zapatos nuevos”. “Solo falta que midamos quién la
tiene más larga”, soltó Ernesto. “Tú ganarías… Está a la vista”. Ernesto se la
cogió sin sutilezas. “Con todo lo que sabes de mí, no te pude extrañar que no
sea indiferente a lo que estoy viendo”. “Bueno, a mí me cuesta más”, dijo Ramón
como no dándole importancia. “Cosas de la novedad”, replicó Ernesto. “Si yo
supiera lo que quiero…”, dejó caer Ramón. “También llevas rato que no me quitas
los ojos de encima”, le recordó Ernesto. “¿Tú qué harías en mi lugar?”,
preguntó Ramón con la voz cada vez más pastosa. “Creo que lo sabes de sobra…
Pero trabajo contigo y eres el director”, dijo Ernesto jugando la carta de la
dignidad. “¡Joder! ¡Déjate de puñetas con lo de director! Si mandas más que
yo”, le sirvió de desahogo a Ramón. “¿Entonces…?”, insinuó Ernesto con la polla
cada vez más dura. Y también cada vez más enervado porque la situación lo
sacaba de lo que para él solía ser más cómodo: dejarse meter mano.
Ramón por fin soltó: “¡Qué leches, hazlo! Un
día es un día”. Ernesto ya se puso frente a él y, muy suavemente, le acarició
la polla. “¡Uf, qué sensación!”, exclamó Ramón. Porque en efecto la polla
respondía a las caricias. Ernesto tenía una meta final y quiso ganar tiempo. Así
que se agachó y, con decisión, se metió la polla en la boca. Ramón balbució sin
saber qué hacer con las manos: “¡Oh! Esto es más de lo que esperaba”. Pero
Ernesto no iba a conformarse con una mamada. Así que, en cuanto la polla estuvo
bien dura, se levantó y dijo: “¡Ya estamos igual!”. Ramón quedó desconcertado.
“¡Yo qué sé el tiempo que no se me pone así!”. “Ahora tienes ocasión de
aprovecharlo”, dijo poniéndose de espaldas y apoyando los codos en el lavabo,
en un indubitado ofrecimiento del culo. “¿Eso quieres?”, pregunto Ramón
desconcertado. “¡Pues claro! Nos gustará a los dos”, contestó Ernesto con un
meneo incitador. Ramón titubeo con la polla agarrada, tanteó por la raja y
empujó. “¡Uuuhhh! ¡Sí que ha sido fácil!”. Porque ya estaba bien adentro. “¡Venga,
arréame!”, lo animó Ernesto. Ramón lo hizo con las ganas que había ido
acumulando y no tardó en exclamar: “¡Sí, me viene!”. “¡No te pares y acaba!”,
pidió Ernesto. “¡Ya, ya!”, jadeó Ramón. Se detuvo y fue saliendo. “¡Uy, lo que
he hecho!”, soltó incrédulo. “Y muy bien hecho”, apostilló Ernesto. “¿Pero tú
qué?”, se interesó Ramón. “Con lo a gusto que me has dejado el culo, verás cómo
me apaño”. Ernesto se puso a meneársela concentrado, ante la mirada asombrada
de Ramón, hasta que soltó un buen chorro de leche. Tras dar un fuerte
resoplido, Ernesto declaró: “¿Ves? Listos los dos”. Como Ramón parecía estar
todavía aturdido por el cúmulo de emociones, a Ernesto le tocó poner sensatez.
“Como tardemos más en salir, se van a extrañar”. El jefe sorprendió una vez más
a Ernesto. “¡Que se extrañen! Esto no admitía ya espera”.
Las mujeres estaban ya desayunando. La esposa
de Ramón preguntó irónica: “¿Se os habían pegado las sábanas?”. Ramón dio una
respuesta sobre la marcha. “Eso de compartir el baño es un lío”. Ella entonces
les informó: “Pues vais a tener suerte, porque en recepción me han dicho que el
problema de habitaciones se ha resulto. Para las dos noches que faltan ha
quedado libre una habitación individual. Sara ya se ha instalado en ella”.
Ernesto y Ramón evitaron cruzar las miradas. Además la mujer de Ramón bromeó a
cuenta de Ernesto. “Así te queda el campo libre por si se sale algún ligue”.
Ernesto soltó entonces: “Pues ves a saber… Ya le he echado el ojo a un yanqui
rubicundo la mar de hermosote”. Todos rieron y ya se puso en marcha la
convención.
La verdad era que las mesas y reuniones fueron
agotadoras. Hubo mucho trabajo que hacer y, menos la mujer de Ramón que se
dedicó a hacer turismo, éste, Ernesto y Sara no paraban. No hubo pues ocasión
para que los dos hombres, no ya que repitieran el encuentro íntimo, sino ni
siquiera para hacer mención de ello. Incluso pareció que ambos prefirieran
actuar como si nada hubiera pasado.
Pasada la convención todo volvió a la
normalidad. La actitud de Ramón con respecto a Ernesto era la de costumbre. Lo
cual tranquilizó a Ernesto, quien llegó a pensar que el refrán ‘donde tengas la
olla, no metas la polla’ que procuraba aplicar, en el lance con el jefe carecía
de valor. No es que le supiera mal, ni mucho menos, que le hubiera dado por el
culo, pero prefería que las relaciones siguieran como estaban.
Sin embargo, al cabo de unos cuantos días,
Ramón, con los modos cordiales de siempre, le pidió: “Ernesto, podrías venir a
mi despacho”. Lo hizo pasar y cerró la puerta, cosa que no solía hacer casi
nunca. Ernesto no le dio la menor importancia y aceptó el ofrecimiento de que
se sentara. Ramón, como si hiciera un esfuerzo, dijo: “Mira, Ernesto… Hay algo
que no ha dejado de darme vueltas en la cabeza”. A Ernesto le saltó ya una
débil alarma. Ramón siguió: “Hicimos algo que me ha dejado marcado. No es que
no me gustara. Todo lo contrario. Pero me pilló por sorpresa y estuve un poco
torpón”. Ernesto aún no sabía por dónde irían los tiros y dio una de cal y otra
de arena. “No diría yo eso… Fueron unas circunstancias especiales en que, con
el juego de las desnudeces, tal vez te provoqué más de lo que hubieras
deseado”. “¡Nada de eso!, protestó Ramón, “Despertaste en mí algo que por lo
visto tenía muy profundo ¡Y cómo me llegaste a gustar! Quién lo diría después
de tantos años de conocernos”. Ernesto quedó impresionado por semejante
declaración y le recordó: “Ya viste que me excitaba tu forma de prestarme tanta
atención”. “Ya sé que para ti estas cosas deben ser más fáciles… Pero desde
entonces no hago más que pensar en ello”. Ramón hizo una pausa y continuó: “Lo
cierto es que me supo a poco, por lo rápido que fue todo ¡Cómo me gustaría
aprender más cosas de ti!”. “Y a mí me encantaría”, admitió Ernesto, a quien
esta devoción mostrada por Ramón no dejaba de excitarlo. Lo que no esperaba es
que éste tuviera ya un plan tan perfilado. “Ya sabes que uso un hotel para las
reuniones de trabajo con los que vienen de fuera… Tú mismo has venido a alguna.
Suelo reservar una habitación para descansar y, si se hace tarde, dormir
también”. Ernesto asintió intuyendo a dónde quería llegar. Y Ramón fue directo:
“¿Podríamos encontrarnos allí de vez en cuando?”. “¿Para lo que imagino?”,
repreguntó Ernesto para ganar tiempo. Ramón argumentó: “Ya sé que tú tienes tus
rollos y tal vez yo, mayor que tú y con la pinta que me viste, no te resulte
demasiado seductor. Pero creo que el otro día te gustó lo que te hice ¡Menuda
corrida echaste al final!... ¿Cómo lo ves?”. Ernesto se creció por el tono de
modestia que usó Ramón. “Reconozco que me van muchos tipos de hombre y te
aseguro que en cuanto te vi de esa forma tan distinta de la habitual deseé un
buen revolcón contigo ¿No lo notaste?”. Ramón dijo más relajado: “Bueno, iba yo
muy despistado todavía. Pero me agradó que tuviéramos que compartir
habitación”. Aún añadió: “Pero no me has contestado”. Ernesto fue muy conciso:
“Dime cuándo”. Ramón sonrió satisfecho. “Cuanto antes”. Y a continuación soltó
un suspiro. “¡Uf! Lo que me ha costado”. Ernesto hizo una broma que más
adelante recordaría. “¿Allí también serás el director?”. Esperaba un reproche
por esa mención, pero por el contrario Ramón replicó artero: “No lo dudes”.
Ernesto llegó al hotel y fue directamente a la
habitación indicada. Iba muy formal, hasta con una cartera de mano. Aunque no
eran precisamente documentos lo que contenía. Se le había ocurrido llevar
algunos juguetitos de los suyos, que mostraría si llegaba a percibir
receptividad. Nunca se sabe… Ramón le abrió sonriente en cuanto llamó a la puerta.
“Te estaba esperando”. Seguía con chaqueta y corbata, lo cual evocaba más la
imagen del director de la oficina que el despelotado de la convención. Ernesto
replicó con la frase que usaba para mostrar su disponibilidad. “¡Todo tuyo!”.
Pareció que Ramón tenía muy clara la secuencia, porque dijo: “Desnúdate tú
primero, que estás más acostumbrado”. A Ernesto le dio morbo lo que sonaba a
orden, que cumplió bien a gusto. Lo iba haciendo sin precipitación, captando la
atenta mirada de Ramón que, cuando se quitaba ya los pantalones, exclamó:
“¡Cómo me gusta esto!”. Ernesto puso toda su picardía al quedar solo con un
pequeño eslip. “¿Quieres quitármelo tú?”. Ramón titubeó unos segundos pero
enseguida plantó una mano en el abultamiento que se marcaba. “¿Ya estás así?”.
“¿No supones a qué se deberá?”, replicó Ernesto. Pero Ramón ya estaba
concentrado en liberar la polla y echar abajo el eslip. Quedó parado y comentó:
“El otro día no te llegué a tocar”. Ernesto bromeó. “Sería con las manos,
porque otra cosa me entró bien a fondo”. “¡Cómo eres!”, rio Ramón. Ya desnudo,
Ernesto le ofreció: “Aprovecha ahora”. Realmente le ponía cantidad que le
metiera mano todo un señor con chaqueta y corbata, que era como estaba
acostumbrado a verlo. Ramón aún no se decidía y soltó para coger fuerzas: “¡Qué
bueno estás! ¡Ya lo he dicho! …Y tanto tiempo sin haber caído en ello”. “Cuando
me viste en pelotas caíste de caballo”, bromeó Ernesto.
“Así que puedo ¿no?”, dijo Ramón sin saber por
dónde empezar a poner las manos. “Tengo mucha sensibilidad por todas partes”,
le dio pie Ernesto. Por fin Ramón llevó las manos a los hombros y fue
bajándolas hasta ponerlas en el pecho. “¡Uf, Qué sensación tocar tetas peludas!
Y bien gordas que las tienes”. “Si nos ponemos a comparar…”, replicó Ernesto
irónico recordando la delantera del Ramón. Pero el contacto ya le había puesto
la piel de gallina y quiso más. “Si juegas con ellas, me pierdo”. Ramón las
estrujó. “¿Así?”. “Y más también”, ofreció Ernesto. Ramón pinzó los pezones que
se habían endurecido y fue apretándolos. “¿Te gusta?”. “¡Sí, sí! Y aún más si
me los chupas”. Ramón vaciló en un primer momento pero, al lanzarse, este nuevo
paso de usar la boca sobre el cuerpo de Ernesto pareció transformarlo. No solo
chupó con ansia, sino que mordisqueó con brío las puntas arrancando gemidos a
Ernesto, que le sujetaba la cabeza y la pasaba de una a otra teta. “¡Esto me
pone a cien!”. Para demostrarlo tomó una mano con que Ramón se sujetaba y la
llevó abajo, necesitando sentirla en su polla. “¡Mira cómo estoy!”. Ramón tomó
conciencia de que esa parte del cuerpo de Ernesto también estaba a su
disposición. Se desligó ya de las tetas y, apartándose para ver además de
tocar, manoseó la polla y los huevos con tal vehemencia que hacía encogerse a
Ernesto. “¡Joder, qué caliente me pones!”, exclamó Ramón. Pero pronto le dio la
vuelta para tenerlo por detrás. Plantó las manos en las nalgas y se puso a
amasarlas. Ernesto le recordó la follada “Eso ya lo has usado”. “¡Y más que lo
haré!”, auguró Ramón.
Las maneras enérgicas que estaban apuntando en
el comportamiento de Ramón iban a convertirse pronto en lo más característico
de su relación carnal con Ernesto. Posiblemente proyectaba en ello las
fantasías que se había ido creando a partir de la inesperada, e inexpertamente
manejada por él, explosión de deseo que había experimentado en el otro hotel.
Ernesto, por su parte, encontraba morbosa y excitante esa actitud dominante que
empezaba a percibir en Ramón, tan en contraste con el traro amable e
igualitario que siempre había tenido con él. Resultó evidente cuando Ramón,
desbocado por el manoseo a que había sometido el cuerpo desnudo de Ernesto,
soltó: “¡Sácamela ahora! Verás cómo me la has puesto”. Ernesto replicó
sarcástico: “Lo que usted mande, señor director”. Ramón se picó. “¡Déjate de
gilipolleces! Pero hazlo”. Ernesto evocó el tiempo que hacía que no se dedicaba
a hurgar en braguetas. Eran épocas de contactos con halos de clandestinidad,
superados ya por relaciones más abiertas. Y no le disgustó ni mucho menos volver
a ello con Ramón. Así que se fue directo a palpar el frente del pantalón, que
en efecto, notó duro, y a bajar lentamente la cremallera. Ramón aguardaba
excitado apartándose hacia los lados la chaqueta.
Bajo el abultado vientre de Ramón, tenía
difícil Ernesto sortear con los dedos los faldones de la camisa y la cintura
del eslip. Cuando logró enganchar la tensionada polla, pudo ya asomarla al
exterior. Estaba bien gruesa y mojada. Adivinando que era lo que Ramón deseaba,
se agachó para metérsela en la boca. Ramón soltó un suspiro y, tembloroso
mientras Ernesto chupaba, se iba desprendiendo de chaqueta, corbata y camisa.
Ernesto alzó la mirada al torso robusto y velludo que se alzaba sobre su
cabeza. Paró prudentemente la mamada, pues no era cuestión de consumarla tan
pronto, y él mismo se ocupó de soltar el cinturón y bajar de golpe pantalones y
eslip. Ramón no tuvo más que descalzarse y toda la ropa quedó ya apartada. Ante
la desnudez de los dos exclamó: “¡Como la primera vez!”. Y añadió a
continuación: “Pero ahora ya no me corto”. Se abrazó a Ernesto y restregó el
cuerpo con el suyo. “¡Dios, qué gusto! ¿Cómo no habíamos hecho esto antes,
mientras tú te dedicabas a tirarte tíos a mansalva?”. Ernesto replicó dejándose
achuchar: “Eso yo no lo oculté nunca. Eras tú el que pasabas”. “Hasta que me
provocaste…”, pensó en voz alta Ramón. Ernesto lanzó sobre la marcha otra clase
de provocación: “Si crees que me tienes que castigar…”. Pero no fue
precisamente un castigo lo que se le ocurrió a Ramón. Fue empujando a Ernesto
hasta que se volcaron sobre la cama. “Para eso está ¿no?”, dijo, “Aún no la
habíamos usado”. Y lo que hizo fue soltarse de Ernesto y quedarse despatarrado.
“¡Hazme cosas! Esas que tú debes saber”. “¿Seguro que es lo que quieres?”,
preguntó Ernesto, que había pensado que más bien iba a ser Ramón el que se
cebaría con él. “¡Claro, coño! ¡Caliéntame a tope!”, respondió Ramón agitando
impaciente el voluminoso cuerpo.
“¿Me estará pidiendo, o más bien exigiendo,
que le dé marcha?”, se extrañó Ernesto ante esta deriva del talante mandón que
mostraba Ramón. Entonces se le ocurrió proponer el uso de lo que había traído
en la cartera. “Precisamente tengo unas cosas con las que podríamos jugar…”,
dejó caer. “Ya imaginaba yo que serías un depravado… A ver con lo que me
sorprendes”, soltó Ramón mostrando una inesperada disponibilidad. Así que
Ernesto echó mano del surtido de juguetes que, en principio, había creído que
tal vez le hubiese gustado a Ramón experimentar con él. Pero si la cosa se
planteaba al revés, estaba no menos encantado de hacérselos probar a Ramón.
Lo primero que escogió Ernesto fueron unas
esposas que, al verlas, no arredraron a Ramón. “¡Uy, qué morbo! Como en una
peli porno”, exclamó tendiendo las manos. Ernesto pasó las esposas por un barrote
del cabecero de la cama y sujetó las muñecas de Ramón, que quedó con los brazos
levantados sobre la cabeza. A continuación propuso: “Te dará más morbo si le
pongo un antifaz”. “¡Sí, sí! Que no vea lo que me haces”, aceptó Ramón
temblando de excitación. Una vez privado éste de la visión, Ernesto contempló
unos segundos el deseable cuerpo que así se le entregaba “¡¿Quién lo iba a
decir después de tantos años de oculta admiración?”, no dejaba de pensar. Pero
allí lo tenía ahora ofreciéndose de aquella lujuriante manera y no la iba a
desaprovechar.
A Ernesto no se le ocurrió mejor forma para
meter mano a Ramón que ponerlo a punto con un rocío de aceite de masaje. Fue
salpicando con un lento goteo pecho, barriga, pubis y muslos. Lo cual hacía
que, al sentirlo, Ramón comentara retorciéndose: “¡Uy, qué fresquito! ¿Qué me
pones?”. “¡Calla y déjate hacer, señor director!”, replicó Ernesto. “Mucho
‘señor director’… Pero parece que me vayas a meter en el horno”, bromeó Ramón
para disimular su ansiedad. Lo que hizo Ernesto fue plantar ya las manos sobre
el aceitoso cuerpo. Empezó por el pecho para recrearse con las prominentes
tetas con los dedos grasientos enredados en el vello que las ornaban. Al
estrujarlas los pezones se endurecían y Ernesto pasó a darles suaves pellizcos.
“¡Uy, cómo me pone eso!”, gimoteó Ramón. De lo cual fue dando fe el progresivo
engorde de su polla. Ernesto se animó a aumentar los pinzamientos. “¡Ay,
canalla, me quieres matar!”. “Si no he hecho más que empezar…”, avisó jocoso
Ernesto. Las manos se fueron deslizando por la oronda barriga y, sorteando la
entrepierna con la polla tiesa ya, masajearon los muslos. A medida que subía,
los roces en los huevos hacían estremecerse a Ramón quien, al ponerse los dedos
a palparlos impregnándolos del aceite, exclamó: “¡Oh, cómo sabes tocar!”. Sin
embargo, se tensó cuando Ernesto empezó a cosquillear peligrosamente por debajo
de los huevos. “¡A ver lo que haces, eh!”. Pero Ernesto no se arredró. “¿No te
han revisado nunca la próstata? A tu edad ya tocaría”. “¡Déjate de hostias!”,
protestó Ramón, “Aquí el que toma por el culo eres tú”. “Hasta hace poco no
tenías ni idea de lo que te iba a gustar darme por ahí. Las cosas si no se
prueban…”. Al decir esto, Ernesto ya estaba repasando con un dedo resbaloso el
ojete de Ramón que, para esquivarlo, encogió las piernas doblándolas por las
rodillas. Lo cual no hizo sino que la polla tiesa se le volcara sobre el
vientre arrastrando los huevos y dejando aún más expedita la zona que Ernesto
tanteaba. Al sentirse inerme, Ramón comprendió. “Vas a hacer lo que te dé la
gana ¿no?”. “Tú mismo te has puesto en mis manos ¿No querías emociones
fuertes?”, insistió Ernesto que ya centraba un dedo en el ojete. “¡Venga ya!”,
transigió al fin Ramón, “Pero con suavidad ¡eh!”. Ernesto no tuvo más que
presionar un poco y el dedo bien lubricado fue entrando. “Si se me va solo”.
“¡Uuuhhh!”, ululó Ramón, más por pánico que por dolor. “¡Que no es para
tanto!”, rio Ernesto, “Ahora un masajito y verás”. Fue moviendo el dedo hasta
que Ramón admitió: “Gustito sí que da, sí”. Pero el paroxismo le llegó cuando
Ernesto agarró con la otra mano la polla
y la frotaba acompasando el doble ritmo. “¡Oh, cómo me estás poniendo!”, gemía
Ramón. Ernesto, que no quería que se desbordara todavía, fue soltándolo y
anunció: “Los dos nos hemos ganado un premio”. Entonces se giró de forma que,
acuclillado, sus posaderas le quedaran sobre la polla erguida de Ramón. No tuvo
más que dejarse caer y se empaló limpiamente. “¡Ah, sí, tu culo tragón!”,
exclamó Ramón, más cómodo al estar en terreno conocido.
Aunque Ernesto procuraba dar saltitos, su
propia gordura y el tope de la barriga de Ramón no le permitían demasiadas
acrobacias. Así que aquella penetración era, más que una enculada en regla, un
alarde para avivar la calentura de Ramón. En ese sentido sí que disparó la
excitación de éste que, con los brazos sujetos en alto y la polla atrapada bajo
en peso de Ernesto, llegó a suplicar: “¡Deja ya que te folle a mi gusto!”.
Ernesto se desenganchó, pero le largó impasible: “¡Tranquilo, que todo llegará!
Aún no he acabado de jugar contigo”. Antes de que Ramón pudiera replicar,
Ernesto maniobró con su cuerpo para ponerlo bocabajo, cosa que la holgura de la
cadena que unía las esposas no le dificultó demasiado. La primera queja de
Ramón fue: “¡Ay, que me aplasta la polla! No ves que la tengo dura”. Ernesto
rio. “Eso es señal de que te lo estás pasando de coña ¿no?”. De todos modos
metió una mano para acomodar la polla a la nueva posición. “Así estarás mejor”.
Ramón sin embargo tomo ahora conciencia de que su vulnerabilidad era todavía
mayor. “¡¿Qué vas a hacerme por detrás?!”. “¡Sorpresa, sorpresa! Verás cómo te
gusta”, quiso intrigarlo Ernesto. “¡¿Por qué te habré dado tantas
confianzas?!”, se lamentó Ramón que pataleó impotente.
Sintió un escalofrío cuando notó nuevos
chorritos de aceite desde la espalda hacia abajo. “¿Otra vez con eso?”. “No me
digas que no es agradable”, dijo Ernesto extendiéndolo a dos manos. “Sí, pero
no me fío”, admitió Ramón que no obstante empezó a relajarse. Aunque, cuando
Ernesto se puso a manosear las espléndidas nalgas, las contrajo. “Si pudieras
ves lo dura que se me ha puesto al verte este pedazo de culo que tienes te
echarías a temblar”; se burló Ernesto. “Ya me has metido el dedo ¿No tienes
bastante?”. “Bien lubricado que te lo he dejado”. “Pues déjalo ya en paz”,
pidió Ramón. Aparentemente Ernesto le hizo caso y no hurgó demasiado en la
raja. Pero era tan solo porque preveía recurrir a un nuevo juego…
Sacó de la cartera un vibrador de forma fálica
y activó el zumbido. “¿Qué es eso?”, se alarmó Ramón, “No me irás a afeitar el
culo…”. “Peludo ya lo tienes, pero me encanta así… Lo que oyes es para otra
cosa”, aclaró Ernesto. De momento lo que hizo éste fue ir pasando el cacharro
vibrante por todo el dorso aceitado de Ramón. Le repasaba el cuello, los
hombros y las axilas. Incluso introducía el falo por debajo para rozarle los
pezones. “¡Oh, sí que me gusta, sí!”, exclamaba Ramón, “Te las sabes todas”.
Pero luego, tras un jugueteo por las nalgas, Ernesto fue adentrando el aparato
entre los muslos y, al cosquillear suavemente los huevos, Ramón resopló. “¡Uf,
qué bueno! Me la está poniendo dura otra vez”. Entonces Ernesto le instó a que
se ahuecara y Ramón, entusiasmado con el juego que le estaba dando el artefacto,
se alzó sobre las rodillas poniendo el culo en pompa. La vibración del falo
sobre la polla produjo tal calentón a Ramón que avisó: “Si sigues así llegaré a
correrme”. No era eso lo que Ernesto pretendía todavía. Así que, aprovechando
la excitación de Ramón, fue desplazando el vibrador a la raja del culo. Lo iba
pasando de arriba abajo y hasta lo apuntó al ojete. No dejó de sorprenderle que
Ramón, quien desconocía la dimensión real de aparato, soltara: “Debe dar más
gusto que el dedo ¿no?”. Con esta licencia, Ernesto fue empujando hacia dentro.
Ramón se quejó. “¡Uuuhhh, qué bruto!”. Pero el dolor quedaba compensado por la
novedad de la vibración que sentía en su interior. Hasta el punto de que, una
vez introducido del todo, llegó a pedir: “¡Déjalo ahí un poco!”.
Ernesto, que ya había soltado el vibrador bien
encajado en el culo de Ramón, tuvo al fin un gesto de misericordia. A pesar de
que le estaba resultando tremendamente morboso tener a Ramón dominado a su
capricho de ese modo, su propia excitación también le pedía ya liberarlo para
que descargara sobre él toda la calentura que le había hecho acumular. Así que
fue al cabecero de la cama y abrió las esposas. Ramón extendió los brazos para
desentumecerlos e hizo presión para ponerse bocarriba, arrancándose asimismo la
banda de los ojos. Su rápido movimiento provocó que el vibrador le saliera
disparado del culo con un sonido de descorche. Con toda su energía recuperada
se abalanzó sobre Ernesto haciéndolo quedar bocabajo. “¡Mira cómo estoy!”.
Ernesto no pudo verlo, pero notó la dureza de la polla que se le metía entre
los muslos. “¡Ahora verás todo lo que te voy a dar!”, exclamó clavándose sin
contemplaciones en el culo de Ernesto. Éste, a pesar de la brusquedad del
ataque, no deseaba otra cosa y comentó jocoso: “Te he dejado bien preparado
¿eh?”. Pero Ramón no estaba para charlas y se afanó en un bombeo desenfrenado.
Resoplaba agarrado a Ernesto para impulsarse mejor hasta llegar a declarar:
“¡Joder, qué calentura llevo!”. “Está siendo tu mejor follada”, reconoció
Ernesto. “¡Te voy a llenar!”, avisó Ramón. “¡Sí, hasta la última gota!”,
replicó Ernesto que gozó como loco con la espasmódica corrida.
Ramón se derrumbó deslizándose al lado de
Ernesto, que fue girándose para abrazarlo. “¿Qué tal?”, le preguntó. “Eres un
cafre, pero has conseguido ponerme a cien”, confesó Ramón. “Pues no veas cómo
estoy yo todavía”, hizo notar Ernesto cuya polla empezaba a recuperarse. Al
parecer las triquiñuelas que había usado con él habían hecho milagros, pues no
se esperaba la reacción que tuvo Ramón. “¡Ven, que te voy a sacar la leche!”.
Ernesto aprovechó la ocasión y se arrodilló junto a él. Aún más, Ramón tiró de
Ernesto para que quedara más cerca de su cara y, para mayor sorpresa, afirmó:
“No me asusta comerte le polla”. Dicho y hecho se la metió en la boca, dentro
de la cual fue adquiriendo firmeza. Ernesto no pudo menos que reconocer: “Si la
chupas la mar de bien…”. “¿Qué te creías?”, replicó Ramón, “Tengo un buen
maestro ¿no?”. Reemprendió la mamada con decisión y Ernesto supo que, de seguir
así, no iba a tardar en correrse. Si ni siquiera él había llegado todavía a
beber la leche de Ramón… Por ello avisó: “Me va a salir”. Ramón asintió con la
cabeza de forma inequívoca y ya Ernesto se dejó ir con un morboso placer. Ramón
tragó sin el menor reparo hasta que se sacó la polla de la boca y se relamió
los labios. Lanzó una mirada pícara a Ernesto. “¿A que pensabas que no me
atrevería?”, dijo risueño. “Sí que vas lanzado, desde luego”, admitió Ernesto.
“Tú me has querido sorprender con tus retorcidos juegos y yo no iba a dejar esta
vez que solo te hicieras una paja a mi salud”, dejó sentado Ramón.
Relajadamente tendidos uno junto a otro, a
Ramón empezó a entrarle soñarrera. Con los ojos cerrados recibía a gusto las
caricias de Ernesto. Éste no salía de su asombro ante el cambio que se había
producido de la noche a la mañana en su relación con Ramón. “Si ya es más golfo
que yo…”, se decía. Aún le hería en su amor propio que hubiera llegado más
lejos que él en hacerle una mamada completa. Claro que cuando se había quedado
a medias no era por falta de ganas, sino para que la polla de Ramón pudiera
descargarse en su culo. Pero ahora lo tenía allí, bien despatarrado y
adormilado, o fingiendo que lo estaba. Porque las caricias de Ernesto, cada vez
más incisivas, estaban causando una progresiva revitalización en la entrepierna
de Ramón. De pronto Ernesto sintió el deseo de sacarse la espina y,
desplazándose sigilosamente, alcanzó la polla con la boca. Ramón emitió tan
solo un leve gemido, aunque, al intensificar Ernesto las chupadas, soltó con
voz pastosa: “¡Copión! A ver lo que sacas”. Y vaya si sacó Ernesto la buena
reserva que aún le quedaba. Nada más se hubo vaciado, Ramón tiró de Ernesto hasta que las caras
quedaron enfrentadas y se dieron un intenso morreo. Al apartarse Ernesto
comentó: “Todavía me quedaba leche tuya en la boca”. “Y yo la he relamido”, rio
Ramón, “Todas deben saber lo mismo ¿no? Tú tendrás más experiencia”. “Pues hoy
has superado mi nivel”, replicó Ernesto”. “Para eso soy el director”, concluyó
Ramón con una risotada.
Ernesto se mostró prudente. “Será mejor que me
vaya ¿no?”. Pero Ramón contestó: “¿Qué prisa tienes? ¿Te espera alguien esta
noche?”. “Yo lo decía por ti”, aclaró Ernesto, “¿No has de ir a tu casa?”. “Ya
te dije que a veces me quedo a dormir aquí… Y eso lo arreglo con una llamada”.
Ramón cogió su móvil y marcó. “Hola, cariño… Esto se va a alargar y voy a estar
cansado para coger el coche… Sí, dormiré en hotel… Buenas noches… Un beso”.
Colgó y añadió: “Solucionado”. Ernesto no pudo menos que comentar: “Vaya morro
que tienes… El picadero que te has montado aquí”. Ramón reconoció socarrón:
“Algún asuntillo sí que me habré traído hace ya tiempo… Pero de tíos tú eres el
primero”. Ernesto dijo entonces: “De todos modos la cama ya ha quedado
desecha…”. “Aunque la habitación es individual, la cama es grande hasta para
dos gordos como nosotros… Y por el hotel no hay problema. Es de mucho trasiego
y, con las llaves electrónicas, ni se enteran de quién entra y quién sale”,
amplió Ramón la explicación para que no le quedaran dudas a Ernesto, que ya
aceptó la invitación bromeando. “Entonces, si es del gusto del señor director, tendré que
quedarme”. “Pero sin esposas ya ¿eh?”, rio Ramón.
“La verdad es que me ha entrado hambre”, dijo
Ramón, “Pero con lo bien que estamos en pelotas, da pereza salir a cenar…
Pediré algo al servicio de habitaciones”. “¿Cena para dos?”, se burló Ernesto.
“Sin entrar en detalles… Ya tengo pinta de ser tripero”, aclaró Ramón, “Cuando
suban, te metes en el baño y yo me pondré el albornoz”. Todo sucedió según lo
previsto, con el recurso adicional de las bebidas que encontraron en el minibar.
Se ducharon por separado, con los ardores temporalmente calmados después del
revolcón vespertino. Ya ambos en la cama se tomaron con sentido del humor la
situación. “Habíamos compartido habitación, pero esto de dormir en la misma
cama es nuevo”, reflexionó Ernesto. “Habrá que ver cómo nos apañamos, dos tíos gordos
como nosotros”, añadió Ramón. “Ya te haré mimos”, ofreció Ernesto. “Mientras no
intentes violarme…”, previno Ramón. “¿Te he hecho yo algo que no te haya
gustado?”, preguntó insinuante Ernesto. “¡Venga, venga! Cuando te oiga roncar
me quedaré más tranquilo”, concluyó Ramón.
Tuvieron un sueño un tanto extraño, con ronquidos acompasados y algún choque en las
vueltas que daban. Se despertaron pronto y casi simultáneamente. El primer
impulso de ambos fue echar mano a la entrepierna de otro. “¡Joder, cómo estás
de buena mañana!”, exclamó Ramón. “¡Pues anda que tú!”, replicó Ernesto. “¿Y si
desayunamos ahora?”, soltó Ramón con un evidente doble sentido. “¡Cómo no,
señor director!”. Ernesto, algo más hábil, fue adoptando una posición inversa,
de forma que las caras de ambos quedaran frente a las respectivas pollas. Coordinados,
se amorraron los dos para afanarse en sendas mamadas calmadas y dulces. No
emitían el menor sonido, ocupadas como tenían las bocas. Ni siquiera hizo falta
aviso alguno de la llegada de los orgasmos, y se fueron vaciando casi
simultáneamente. Acabada la ingestión de la leche, Ramón comentó: “Bonita forma
de empezar el día”.
Una vez aseados, Ramón adoptó precauciones. “No
quedará bien que pidamos que suban dos desayunos… Así que será mejor que
salgamos por separado y nos encontremos en la cafetería de la esquina”. Así lo
hicieron y desayunaron con apetito. Acordaron que Ernesto iría directamente a
la oficina y que Ramón pasaría antes por su casa un momento. “Tengo que darle
fe de vida a la parienta”. Más tarde coincidieron ambos en el trabajo y todo
transcurrió con la normalidad habitual.
Como si no hubiera pasado nada…
Estuvo muy bueno, me encanto, sigues asi, espero que haya una continuación por que da para mas
ResponderEliminarQue linda manera de comenzar un dia, me encanto el relato. Son estos los relatos que me gustan, con mucho para leer.
ResponderEliminarBuen relato, con el jefe y el empleado, la primera parte con un Ramon aparentemente inocente pero picaron y algo provocador me encanto, esas escenas de encontronazos con segundas son buenisimas.. Sigue escribiendo Victor eres muy bueno. Abrazote .gfla
ResponderEliminarLa foto muy buena, si me permites la publico. gfla
ResponderEliminarYa la había publicado.
EliminarSoy incapaz de leer tus relatos a la primera, y en este caso me ha costado tres intentos. Cada vez que empiezo a leerlo, me pone tan caliente que me corro antes de acabar!
ResponderEliminarMuchas gracias por estos momentos de placer
Leo y quisiera ser Ramon, que lastima que no encuentre a un Ernesto cerca de mi.
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