Recientemente he
tenido que someterme a una operación de cadera. El cirujano que me intervino me
dejó prendado desde la primera consulta que tuve con él. Creo que hasta me
decidí a arrostrar la pesada operación con tal de ponerme en sus manos. Grueso,
de facciones carnosas en un rostro afable y un tono de voz persuasivo, portaba
elegantemente su chaquetilla blanca de médico. En el quirófano, con la aséptica
vestimenta verde, la visión de sus brazos recios y de vello suave, me
tranquilizaba mientras hacía efecto la anestesia. Durante toda una etapa pre y
post acudí periódicamente, y todavía sigo haciéndolo, a su consulta para
comprobar los progresos, llevarle radiografías y demás. Siempre se muestra muy
amable, sin prisas para atender mis dudas y darme recomendaciones para una
mejor rehabilitación. Cada vez hace que me tienda en la camilla y, aunque estoy
vestido, la forma en que me levanta la pierna para ir moviéndola, presionándola
a veces contra su pecho y su barriga me resulta de lo más agradable. Y no
digamos cuando me palpa la ingle al explicarme la funcionalidad de la
articulación que he de reforzar.
Me había llegado a
preocupar que, durante el tiempo de convalecencia y medicación, mi sexualidad hubiera
llegado al mínimo. Apenas tenía erecciones y eyacular me costaba mucho, si es
que lo conseguía. Entonces me decidí a comentárselo al doctor. Tan atento como
siempre, me comentó que no pensaba que ni la cirugía ni la medicación tomada tuvieran
influencia en mis carencias. Si acaso me recomendó consultar a un urólogo, cosa
que no llegué a hacer ya que, afortunadamente, todo ello se fue normalizando.
Pese a la irrelevancia de la consulta, el mero hecho de hablar de sexo con él
se enredó en mi mente con los deseos que aquel hombre me espoleaba. Lo cual
hizo que una noche llegara a tener un sueño de una gran nitidez y realismo, que
ahora relato.
La ensoñación comenzaba
en el momento en que, sentado el cirujano en su mesa y yo enfrente, le explicaba
mis problemas de erección y eyaculación. Pero a partir de ahí tomaba unos
derroteros muy diferentes. El médico habló: “Esas dificultades no deben tener
relación con la operación y su tratamiento… Tal vez sea una cuestión
psicológica. A veces en los matrimonios el deseo va decreciendo y, si ha habido
algún problema físico, cuesta más recuperarlo”. “Yo no estoy casado, doctor”,
le interrumpí. “¡Es verdad! Perdone”, se disculpó, “Ahora recuerdo que me lo
dijo en el hospital y que el que se interesaba por usted era un señor… ¿Es con
él con quien tiene relaciones?”. Me dio apuro contestar afirmativamente. “No
tiene por qué sentirse incómodo al admitirlo… Además me pareció un hombre muy
atractivo”. Este reconocimiento me animó a comentar: “Es de un tipo parecido al
de usted”. Rio. “¿No estoy yo algo más gordo?”. Y sin esperar mi contestación,
añadió enseguida: “¿Entonces también le resulto atractivo?”. “Mucho”, me atreví
a responder.
De pronto el cirujano
se levantó y dijo: “Vamos a la revisión en la camilla”. Cuando me senté en ella
para tenderme vestido como de costumbre, me retuvo. “Mejor que se quede solo
con la ropa interior”. Empecé a desvestirme ante él y me estiré con mis
calzoncillos de tela habituales. Se puso a hacer los movimientos de mi pierna, llevándola
de un lado para otro. Como la tenía desnuda sentía la calidez de sus manos al
recorrerla. Me había descalzado para quitarme los pantalones y él luego me sacó
los calcetines y me asía el pie por el empeine. Cuando apretaba la pierna
contra su cuerpo, notaba con más nitidez las protuberancias de sus pechos y se
me erizaba la piel. Manteniendo mis piernas abiertas procedió a palparme la
ingle. Para ello me metía la mano por dentro de las perneras de los calzoncillos.
Iba subiendo y bajando la pierna operada y sus dedos me rozaban los huevos y la
polla inerte. Mi cuerpo no respondía a la excitación que me embargaba. “Voy a
mirar eso que le preocupa… ¿Me permite?”. Introdujo la punta de los dedos por
la cintura de mis calzoncillos y fue bajándolos con suavidad. Tuve que levantar
ligeramente el culo para que pudiera quitármelos. Completamente desnudo allí
tendido, el corazón me bombeaba con fuerza. El doctor me mantuvo levantada la
polla con dos dedos y puso la otra mano en mi pecho. Confirmó lo que yo sentía.
“Efectivamente la agitación que percibo no se refleja en su pene”.
Todo se aceleró desde
ese momento. “Tal vez necesite más estímulos”, dijo quedamente como si pensara
en voz alta. Entonces se apartó de la camilla avisando: “Repetiré los
ejercicios de otra manera”. Pude ver con asombro cómo se quitaba la chaquetilla
blanca. Y no solo eso, sino que a continuación lo hizo con la corbata y la
camisa que llevaba debajo. Yo miraba embelesado lo que tantas veces había
tratado de imaginar. El torso rollizo y velludo, con pronunciadas tetas que se
volcaban sobre la oronda barriga. Como si tal cosa, se aproximó de nuevo a la
camilla y se puso a hacerme los mismos movimientos con la pierna. Pero ahora el
contacto de ésta era directo con su piel desnuda, caliente y palpitante, y sus
vellos me cosquilleaban suavemente. Más que ejercitar la pierna, la sostenía
levantada y abrazada contra su cuerpo, encajando en la depresión entre sus
tetas. Además iba deslizando la mano libre todo a lo largo hasta llegar a la ingle.
Allí trasteaba con los dedos en mi polla y la sensación que me producía era
cada vez más intensa, hasta que noté una cierta dilatación. “Parece que
reacciona”, le oí decir. Entonces soltó la pierna que aún sujetaba y se
concentró en una frotación de la polla. “A ver si se consolida”, explicó.
Experimentaba un gran placer, pero la erección no llegaba a afirmarse. “Me
soltó y dijo: “Quizás con otros estímulos…”. Volvió a apartarse y, con la misma
naturalidad con que se había desnudado de cintura para arriba, procedió con el
resto de la ropa. Primero oí el sonido de los zapatos al descalzarse. Luego se
soltó el cinturón y tuvo que apoyarse en la pared para quitarse los pantalones.
Fue a dejarlos doblados sobre una silla y pude verle ya el orondo culo ceñido
por un eslip blanco. Para mi ininterrumpida sorpresa, de nuevo frente a mí se
lo bajó también, mostrando el sexo que se esponjaba entre el pelambre del
vientre y los gruesos muslos.
Se acercó para
reemprender la frotación de mi polla. “A ver ahora”, musitó. Pero enseguida
añadió: “Puede tocarme también, si cree que le ayudará”. Mi primer impulso fue
el de extender el brazo por detrás de él para acariciarle las gruesas nalgas. Mis dedos
repasaban el suave vello y se deslizaban por la blanda raja. Sin dejar de
estimular mi polla, que a duras penas iba adquiriendo empaque, él mismo giró el
cuerpo levemente para facilitar el acceso de mi mano a su delantera. La llevé
al conjunto de huevos y polla que palpé sopesándolo. Luego subí la polla y la
envolví con mis dedos. Gruesa y carnosa, fácilmente deslicé la piel y el
capullo emergió húmedo. “Yo no voy a tener su mismo problema”, dijo sacándome
de mi embeleso. Y en efecto, al cobijo de mi mano, la polla iba engordando y
endureciéndose. Solo cuando el doctor manifestó “Parece que hay resultados”, me
di cuenta de que tenía una erección que hacía tiempo no conseguía.
El doctor me soltó y
asimismo se apartó suavemente librando su polla de mi agarre. Se frotó las
manos como recuperándolas de la persistente frotación, pero manteniéndose bien
a mi vista. Con una aparentemente involuntaria obscenidad, se me mostraba de
cuerpo entero en una imagen que casi me mareaba. Mi vista se desplazaba de las
aureolas rosadas, con los pezones más oscuros, que resaltaban entre el vello de
las pronunciadas tetas hasta el bajo vientre peludo que soportaba la curvatura
de la barriga. Separaba las piernas para que los huevos sobresalieran entre los
muslos y encima de ellos la polla se alzaba gruesa y con el capullo brillante.
El doctor hizo un gesto maquinal para recolocarse la entrepierna y se giró para
coger algo de una estantería. Ahora lucía el culo que antes había acariciado,
esférico y partido por la raja oscurecida de vello. “También tiene dificultad
para eyacular ¿no?”, dijo, “Procuraré estimularlo al máximo”. Se acercó de nuevo a la camilla y
vertió unas gotas oleosas en la punta de mi polla, que seguía tiesa. Extendió
el lubricante con los dedos, pero se colocó de forma que también pudiera
tocarlo. Al alzar yo la mano, me la retuvo para echarme también unas gotas.
“Así irá mejor”. Los dos manoseábamos la polla resbalosa del otro y me
preguntó: “¿Qué tal va ahora?”. “Siento mucho placer… pero no creo que llegue a
poder”, contesté balbuciente.
El sueño entró ya en
una dinámica extrema. Tras decir el doctor “A ver si esto le funciona”, se
inclinó sobre mí y sorbió mi polla con los labios. Chupaba tan deliciosamente
que me sentía desfallecer. Insistió un rato y se detuvo para preguntar: “¿Mejor
esto?”. “Sí, doctor, aunque sigue sin venirme”, respondí. En el fondo deseaba
que aquello durara indefinidamente. “Hay mucho de psicológico”, afirmó, “Voy a
darle ejemplo”. Entonces se desplazó hasta ponerse frente a mi cabeza, arrastró
hacia él con el pie el escabel que necesitan algunas personas para acceder a la
camilla y se subió. Se pegó al borde, que le quedaba a la mitad de los muslos.
Él mismo me ayudó a ponerme de costado y con la endurecida polla ante mi cara,
me ofreció: “Chúpeme ahora”. Apoyado en un codo me acerqué y abrí la boca. La
ceñí a la gruesa polla y mamé con ansia. Si miraba de reojo hacia arriba veía
su corpachón erguido con los brazos cruzados. Mi polla bailaba suelta al ritmo
de las succiones. No tardé mucho en sentir que la boca se me iba llenado de su
leche espesa y caliente. Solo había percibido en él un levísimo temblor.
Mientras tragaba, se bajó del escabel y me puso el cuerpo otra vez bocarriba. “Esto
es lo que tendría que hacer”, fue su único comentario. No dándose por vencido,
volvió a chuparme la polla durante un rato pero, por más que me hacía disfrutar
no pude sino hacer un gesto de impotencia con las manos. Creí que desistiría y
más cuando me pidió que bajara de la camilla. Sin embargo quedó mirándome y
comentó: “Con la erección que sigue conservando…”. Reflexionó unos segundos y
propuso: “Hagamos una cosa… Póngase detrás de mí”. Se había apoyado en los
codos sobre la camilla y me presentaba el fenomenal culo. Me dio instrucciones:
“Aplíqueme un poco del lubricante que hemos usado antes y penétreme a
continuación”. Tembloroso tomé el pequeño frasco y le eché unas gotas en el
inicio de la raja. Antes de que resbalara del todo, la recogí con un dedo y
tanteé en busca del ojete. El dedo entró fácilmente y lo removí un poco para
untar bien. Arrebatado, me sujeté la polla con una mano para dirigirla al medio
de la raja. Entró por completo y me inundó un tremendo ardor. “¡Muy bien!”, oí,
“¡Ponga toda su energía!”. Empecé a moverme con una excitación desbordante y
ahora sí que sentí un trallazo que sacudía mi entrepierna…
Me desperté sudoroso y
con la respiración agitada. Mi polla estaba dura y la sábana húmeda y pringosa.
Un poco mas corto que los demas pero igual de intenso... felicidades
ResponderEliminarLlevo desde 2013 leyendo sus relatos, y le puedo asegurar que, tanto por la calidad lingüística como por la gran imaginación, merece la pena leer todos y cada uno de ellos . Me alegro mucho de que no deje de escribir estos relatos y, por supuesto, espero que su cirujano lea ese relato para que nos pueda contar que tal le fue con el. Un saludo
ResponderEliminarComo siempre, muy sexy, parece verdad.
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