Era yo bastante joven
y hacía poco que había empezado a ir a una sauna. Allí conocí a un hombre muy agradable. De unos
cincuenta años, cuerpo robusto y algo velludo. Nos gustaba sobre todo el sexo
oral que practicábamos con ternura y sin prisas. Era lo máximo a que llegaba
entonces. Pronto supe que era casado tardío y que tenía un hijo pequeño. Sus
relaciones conyugales eran, como suele ocurrir en estos casos, de afecto mutuo
y sexo mínimo. Se declaraba creyente practicante y yo le discutía la
contradicción de estar adherido a una iglesia que rechazaba su verdadera
condición. Pero él argüía que no toda la iglesia era así y que precisamente
tenía amistad con un cura muy comprensivo al respecto. También me contó que un
grupo de amigos, con problemática similar a la suya, mantenían reuniones
periódicas en casa de aquél. Llegó a invitarme a que asistiera alguna vez, pero
yo me mostraba reticente ante cualquier clase de proselitismo. Insistió no
obstante en que no se trataba de nada de eso y que me iba a resultar mucho más
interesante de lo que imaginaba. Por fin accedí, movido más que nada por la
curiosidad.
Quedé con él para ir a
casa del cura y, cuando llegamos, ya estaban casi todos los que formaban el
grupo. Intercambiamos besos en las presentaciones, mostrándose todos muy
cordiales conmigo. El cura, que vestía de seglar, era un hombre grueso y afable
de unos sesenta y pico de años. Otros dos maduros de muy buen ver me fueron
presentados como pareja –abierta, puntualizaron ellos–. Lo que más me
sorprendió fue encontrar allí a alguien que ya conocía. Era un dependiente de
la sección de caballeros de unos grandes almacenes, grandote y elegante, al que
yo le tenía echado el ojo. No había llegado a nada con él, salvo que una vez
entró detrás de mí en los urinarios de su planta y no se privó de colocarse
cerca y jugar provocativamente con su polla. No creí que me reconocería.
Enseguida el cura, que
se sentó en una silla junto a la mesa, se dirigió a mí muy efusivo: “Nuestro
común amigo nos había dicho que temías que aquí nos pusiéramos a rezar el
rosario. Lo que encontrarás es un reducto de libertad en el que hombres adultos
podemos sentirnos a gusto con nuestras inclinaciones sin que esto nos haya de
culpabilizar”. Como demostración, le pasó un brazo por detrás a mi amigo, que
estaba de pie a su lado, y le acarició el culo “¿No es verdad?”, le preguntó.
Mi amigo sonrió asintiendo y el cura continuó. “Ya sé que os conocéis a fondo y
que lo pasáis muy bien. Espero que los demás también te gustemos…”. Aunque un
poco cohibido tanto por la novedosa situación como porque el cura estuviera tan
al tanto de nuestras intimidades, no se me ocurrió más que decir: “Desde luego
sois todos encantadores”. El cura asimismo quiso prevenir cualquier viso de
pusilanimidad por mi parte. “En vista del lugar en que nuestro común amigo y tú
os habéis conocido, ya no te sorprenderá la forma en que, en el grupo,
ejercemos esa libertad”. Y efectivamente me faltaba poco para comprobarlo.
Porque el dependiente,
que parecía el más lanzado, interrumpió el adoctrinamiento. “Si no os importa,
voy a ponerme cómodo ya”. Entró en una habitación y a los pocos minutos
apareció completamente desnudo. Me dio un vuelco el corazón porque, si ya en la
tienda me había parecido apetitoso, visto así lo encontraba lascivamente
arrebatador. Más voluminoso de lo que parecía vestido, con tetas y barriga
contundentes y velludas, la polla le oscilaba entre sus robustos muslos al
acercarse a nosotros. No me esperaba que, cogiéndosela, me soltara con
pillería: “Ésta creo que la has visto ya alguna vez”. Me sonrojé porque
efectivamente me hubiera reconocido, y mi amigo me dijo divertido con retintín:
“¿Ah, sí?”. Absorto por la irrupción del dependiente, apenas había prestado
atención a la pareja que, sentada en el sofá, se estaba metiendo mano. Se
habían abierto las camisas y se morreaban con las manos hurgando en las
braguetas.
Mi amigo me sacó del
asombro para decirme: “¿Qué te parece si nos cambiamos también?”. Me llevó a la
habitación y era evidente que cambiarse era una forma de decir despelotarse.
Que es lo que hicimos, mientras comentaba: “Espero que no estés asustado con la
sorpresa…”. “¡Vaya tíos más buenos!”, es lo único que me salió. “A ver si voy a
desmerecer yo ahora”, replicó mi amigo burlón. “Cuando hablo de tíos buenos te
incluyo a ti”. Nos dimos un cálido beso de lengua sobándonos mutuamente los
paquetes, desnudos como estábamos ya. Antes de volver a la sala se me quedó en
la punta de la lengua preguntarle si el cura también participaba en el sarao,
lo que me daba una morbosa curiosidad.
En la sala había ya
plena actividad. La escena que encontramos consistía en que la pareja del sofá,
con la ropa ya por los suelos, se la chupaba al alimón al dependiente plantado
de pie y que se reía al alternar la polla de una boca a otra. De espaldas pude
admirarle el culazo piloso que lucía. El cura los contemplaba con sonrisa
beatífica, echado hacía atrás medio despatarrado, y se acariciaba distraído la
entrepierna. Al volver nosotros, nos reclamó. “A ver, a ver… Ya os estáis
animando también ¿eh?”. Porque estábamos medio empalmados. Me acarició un muslo
cariñosamente. “Me alegro de que te hayas ambientado tan pronto”. Pero mi
amigo, como si me hubiera leído antes el pensamiento, dijo irreverente: “El
invitado se estará preguntado si tú solo te dedicas a darnos bendiciones”. El
cura rio. “Ya sabes que estoy un poco patoso con esto de la cadera… Pero si me
lo prestas para que me ayude…”. Mi amigo me miró y entendió que no iba a tener
inconveniente.
Solo ahora percibí la
leve cojera del cura, al que acompañé a la habitación. Me explicó mientras se
quitaba la camisa. “Me ha dado la lata últimamente y ya me avisan de que tarde
o temprano me habré de operar… Pero de lo demás sigo estando muy bien ¿A ti qué
te parece?”, acabó con picardía. Casi no lo había oído, impresionado por el
magnífico busto que se me desvelaba, tetudo y barrigudo, con el vello
entreverado de canas. “Está estupendo”, contesté sincero. Rio aunque me
reprochó: “Muy viejo debes verme si me tratas de usted”. “¡Perdona! Es la
costumbre”, contesté con cierta ironía. Se estaba soltando el cinturón. “Ya ves
la familiaridad que reina aquí… Anda deja que me apoye en ti”. Tiró hacia abajo
con una mano de pantalón y calzoncillos al mismo tiempo. “Todo junto da menos
trabajo”, aclaró. Perdió un poco el equilibrio y me apresuré a agacharme y
ayudarlo a sacárselos por los pies. Al alzar la mirada recorrí los robustos y
peludos muslos, coronados por un sexo contundente bajo la barriga volcada sobre
el pubis. “¡Uf!”, solté espontáneamente. “No es para tanto”, rio él. Me puse de
pie y la erección se me disparó. Llevó una mano a mi polla y la acarició.
“Tienes sangre joven aún”.
Me temblaban las
piernas y todavía me daba respeto meterle mano. En ese momento mi amigo se
asomó a la puerta. “¿Se puede?”, preguntó jocoso. El cura no me soltó y con
toda naturalidad contestó: “¡Faltaría más!”. E ironizó sobre mi comedimiento.
“Creo que tu amigo no puede dejar de verme con sotana”. “Temerá que le des una
hostia”, dijo el otro. “¡Mira que eres irrespetuoso!”, replicó el cura, aunque
nada ofendido. Mi amigo se nos acercó y me dijo poniendo una mano en el hombro
del cura: “Verás cómo se vuelve un corderito… Chúpale una teta y yo otra”.
“¡Serás vicioso…!”, exclamó el cura dejándose hacer. Nos amorramos a los
orondos pechos y noté que el pezón se endurecía al contacto de mi lengua. “¡Uy,
uy, uy! Esto me mata”, gimoteaba en cura. Mi amigo buscó con su mano una mía y
me la llevó hasta la verga del cura, ancha y levemente endurecida. Pero éste ya
puso orden. “¡Parad, parad ahora! Y vamos fuera que los otros nos echarán el
falta”. “No es lo que me ha parecido…”, dijo mi amigo. “Aquí no hacemos ranchos
aparte”, declaró el cura.
Salimos los tres tal
como estábamos y, desde luego, no encontramos ociosos a los otros. El
dependiente era ahora el que se repantingaba en el sofá y uno daba saltitos encima
con la verga metida en el culo. Su pareja, arrodillado en el sofá, le ofrecía
la polla al dependiente, que unas veces la manoseaba y otras le daba chupetones.
Ahora pude reparar mejor en la pareja. El que saltaba sobre la verga del
dependiente era un gordito cincuentón de redondeces suaves ornadas de un vello claro
y tirando a rojizo. El otro, de edad parecida, era más recio, aunque nada
delgado, y de vello más oscuro. La gruesa polla que le ofrecía al dependiente
me hizo comprender la afición a ser enculado que habría desarrollado el
gordito. Casi me mareaba ver lo buenísimos, cada cual en su estilo, que estaban
todos y cada uno de mis anfitriones. Mi amigo una vez más se hizo cargo de mi
desorientación y me susurró: “De mí no te ocupes hoy, que ya tenemos más
ocasiones… De los demás déjate querer si te apetece. Ten por seguro que todos
ellos te tienen ganas”. No supe si aquello me tranquilizaba, aunque decidí que merecía
la pena tirarse a la piscina.
No tan solo por
deferencia, sino porque también me apetecía mucho, me pareció lo mejor
continuar con el cura. Además, de momento era el que estaba vacante, ya que mi amigo
no tardó en incorporarse al grupo. Como el cura se había vuelto a sentar en la
silla y miraba complacido a ‘sus muchachos’, lo abordé por detrás y bajé las
manos para acariciarle las tetas. “¡Como te has aprendido mi punto flaco, eh!”,
dijo mimoso. Después de dejarse sobar y pellizcar los pezones, me reclamó.
“¡Anda, ven aquí!”. Me puse a su lado y, pasando un brazo por detrás de mi culo,
me atrajo hacia él. Con la mano libre me tomó la polla, que volvía a
endurecerse. “¡Me encanta! Ya tengo muy vistas las de esos gamberros”. Se
inclinó hacia delante hasta metérsela en la boca. No dejaba de inspirarme
cierto respeto y me temblaron las piernas. Pero el cura me aferró más y chupó
con una delicadeza que me erizaba la piel.
El cura me soltó de
pronto y, apoyándose en la mesa, se puso de pie. “Si te apetece que sigamos,
mejor que nos vayamos a la habitación… Yo soy más clásico y prefiero la cama”.
Y añadió: “Pero dejemos la puerta abierta, para que no haya suspicacias”. Mientras
lo seguía pensé que los otros ya estaban suficientemente entretenidos, aunque
si eran las normas de la casa, tocaba adaptarse a ellas. El cura se sentó en el
borde de la cama y me tendió las manos. Al atraerme, no dejé que me siguiera
chupando la polla porque me había dejado casi a punto de correrme. “¿Puedo
hacértelo yo ahora?”, pedí. Sonrió, se echó hacia atrás y alzó las piernas para
quedar tumbado. La polla yacía entre sus gruesos muslos y advirtió modesto: “No
tengo gran cosa”. Ignoré su comentario y me puse a acariciársela. Me incliné a
continuación y la sorbí con los labios. Soltó un leve suspiro y mamé excitado.
Iba notando el engorde dentro de mi boca, pero el cura no me dejó seguir
apartándome suavemente. “Preferiría que me hicieras otra cosa”.
El cura fue girando el
cuerpo hasta quedar bocabajo. Quedé perplejo, pues era algo con lo que no
contaba y que además nunca había hecho todavía. “El cura notó mi indecisión y
preguntó: “¿Es que no te gusta?”. No supe si se refería al hecho en sí de penetrarlo
o al grueso y velludo culo que me ofrecía. Esto último desde luego me fascinaba
y en cuanto a lo primero solo dije: “No sé si lo haré bien”. Entonces el cura
estiró un brazo hacia atrás y tanteó para alcanzar mi polla. “Bien a punto que
la tienes… Disfrutaremos los dos”, replicó persuasivo. Ya no dudé y me volqué
sobre él. La polla se me encajó en la profunda raja y, a poco que apreté, me
sentí absorbido por una cálida presión. “¡De maravilla!”, me animó. Ya sí que
sabía cómo seguir y me moví cada vez con mayor soltura. “¡Qué dura la tienes,
chico! ¡Cuánto placer me das!”, murmuraba. “¡Sí, me gusta mucho!”, repliqué
excitado. “¡Sigue así y déjate ir cuando te venga!”, me alentó. “¡Creo que no
tardaré!”, elevé la voz al percibir el orgasmo que se precipitaba. Me vacié
como si a la vez se me fuera el alma y quedé caído sobre el ardoroso cuerpo del
cura. “¡Qué feliz me has hecho!”, oí que decía. Pero no me quedaban fuerzas
para responder… Quién me iba a decir que la primera vez que daba por el culo a
un hombre sería nada menos que a un cura.
Justo en ese momento
sonó la voz del dependiente que se asomaba a la puerta. “¡A ver qué pasa por
aquí!”, exclamó divertido. Estaba clarísimo lo que pasaba, o más bien había
pasado, y algo avergonzado, me bajé de encima del cura. El dependiente la tomó
con éste. “¡Qué golfo eres, padre! Con que pasándote por la piedra al novato”.
“Más bien me ha pasado él a mí”, replicó riendo el cura mientras se ponía de
frente. “¡Vaya! Me lo habrás dejado KO”, dijo el otro como expresión de que
también habría querido tenérselas conmigo. “Es joven… Verás qué pronto se
recupera”, respondió el cura. Halagado, mostré mi disposición al dependiente.
“También te tengo ganas yo”. En esto entró mi amigo el introductor. “Veo que la
acción se ha desplazado aquí… Aquellos dos ya no dan más de sí”, comentó. Debieron
oírlo porque la pareja asomó asimismo. “¡De eso nada!”, dijo uno de ellos. Lo
que el otro matizó: “De momento nos seguiremos alegrando la vista para variar”.
El cura rio esponjado impúdicamente sobre la cama. “Esto parece ya el camarote
de los hermanos Marx”.
Cada vez más
desinhibido, me encantaba cómo iban evolucionando los hechos. El dependiente
pasó al lado de la cama en que estaba yo y me ofreció su espléndida polla,
ahora a medio gas. De costado y apoyado en un codo la atrapé con la boca.
Pensar que acabaría de salir probablemente de más de un culo, más que darme
reparo, me excitó aún más. Chupé con ansia y el dependiente iba moviéndose como
si me follara la boca. “Ya suponía yo que te gustaría comérmela cuando te la
enseñé hace tiempo”, rio aludiendo al conocimiento previo que habíamos tenido. Asentí
con la cabeza sin soltarlo. “Igual te apetece que te la meta también por otro
sitio…”, soltó por sorpresa. Ahí quedé parado, pues estrenarme por las buenas
con aquel pedazo de verga me dio pánico. Mi amigo, que ahora se la estaba
dejando chupar por el cura, me echó un capote. “No has de hacer nada porque
éste lo diga… Es que es muy lanzado”. El interpelado no le dio más importancia.
“Solo tanteaba sus gustos… “. “Es que yo…”, empecé a decir buscando cualquier
explicación que adornara la verdadera: que era virgen en ese aspecto. Mi amigo
me la ahorró soltando al dependiente: “Si tantas ganas tienes, aquí estoy yo”.
Dicho y hecho, se tendió bocabajo al lado del cura. Si no hubiera sido porque
me acababa de estrenar con este último, muy a gusto me habría echado sobre ese
culo, que hasta entonces solo había acariciado y besuqueado. Dejé sitio y me
senté junto al cura, no queriendo perderme lo que iba a suceder. El dependiente
le entró por los pies a mi amigo y, sin demasiadas contemplaciones, se le clavó
de golpe. “¡Uh, qué bruto eres!”, se quejó mi amigo. “De buena me he librado”,
pensé. Pero pronto quedé morbosamente fascinado por el espectáculo que estaban
dando aquellos dos pedazos de hombre. Porque, una vez que el dependiente estuvo
bien empotrado en el culo de mi amigo, se lanzó a una follada de lo más
salvaje. Subía y bajaba sobre él contrayendo las velludas nalgas para tomar más
impulso. No menos excitantes resultaban las exclamaciones que iban
intercambiando. El dependiente, entre resoplidos, imprecaba: “¡Cómo te gusta
que te la meta hasta el fondo ¿eh, golfo?!”. “Me destrozas, pero no pares”,
replicaba mi amigo. Esta faceta suya, desconocida para mí, no dejaba de
sorprenderme. Entretanto el cura, al que no le escapaba la mezcla de asombro y
excitación que me dominaba, se había estrechado contra mí y, pasándome un brazo
por los hombros, me susurró socarrón: “Estás aprendiendo mucho hoy ¿eh?”. La
jodienda sin embargo no daba tregua y mi amigo llegó casi a suplicar: “¿Te vas
a correr ya o qué?”. El dependiente, sin parar de bombear, respondió mientras
miraba a la pareja que se habían incorporado como mirones: “Me había estado
aguantando con esos dos… Pero ya me he puesto negro contigo y te voy a llenar
de leche”. “¡Venga, venga!”, lo animó mi amigo. El dependiente dio las últimas
arremetidas con fuertes jadeos, que se convirtieron en bramidos avisadores de
la descarga. Debió ser de órdago por los seguidos espasmos que lo agitaban. Por
fin, con un sonoro suspiro, se echó hacia atrás y sacó la polla, todavía dura y
goteante.
El dependiente bajó de
la cama y, orgulloso del espectáculo que acababa de ofrecer, vino a donde
estábamos el cura y yo y nos abrazó por detrás. “¡Qué buen polvo ¿eh?!”, soltó
divertido. “Como todos los tuyos”, rio el cura, “A mí hoy me lo han echado con
mucha más finura”. Entonces el dependiente comentó achuchándome: “¡Vaya con el
novato! De buenas a primeras te cepillas al jefe”. Aunque yo, en ese momento,
en lo que me fijé fue en que mi amigo, tras girarse con esfuerzo y quedar
bocarriba, había empezado a sobarse la polla. “¡Qué caliente me ha dejado el
cabrón!”, exclamó. Entonces, con la calentura que había acumulado, me aparté
del cura y del dependiente y me lancé a chupársela. Mi amigo recibió mi
incursión agradecido. “¡Sí, sácamela como tú sabes!”. Esta referencia a
nuestras anteriores intimidades no dejó de suscitar la hilaridad del
dependiente: “¡Vaya cómo se las traían estos dos!”. Pero pasé de ello y me puse
a mamarle la polla a mi amigo con una renovada vehemencia. Él me sujetaba la
cabeza llevando su ritmo e iba resoplando cada vez con más intensidad. Apenas
me di cuenta de que, a nuestro lado, el dependiente había hecho que el cura se
tumbase y que también se había puesto a chupársela. Medio oí que el cura decía:
“¡Qué boca tienes, golfo!”. Aunque mi atención se fijó en el aviso de mi amigo:
“¡Me viene, me viene!”. Tragué con ansia todo lo que iba largando y, cuando
solté la polla, me fui subiendo hasta quedar con la cabeza recostada en el agitado
pecho de mi amigo. Ahora sí que miré cómo el dependiente remataba su faena con
el cura, que no tardó en exclamar: “¡Oh, sí! Lo que tú no consigas”. Una vez
que lo hubo vaciado, el dependiente buscó con gran morbo mi boca e hizo que
intercambiáramos las leches que aún saboreábamos. Así quedamos un rato sobre la
cama en un amasijo de cuerpos.
La tarde llegaba ya a
su fin y tanto el dependiente como mi amigo tenían sus obligaciones familiares.
Fue el cura quien nos sacó de la relajada molicie en que estábamos sumidos.
“¡Bueno, venga! Que luego os entran las prisas y me dejáis esto como una casa
de putas”. Los veteranos se fueron animando y, disciplinadamente, se dedicaron
a restablecer el orden alterado. Me apunté a colaborar como uno más y no dejaba
de fascinarme cómo aquella cuadrilla de tíos buenos, todavía en pelotas, se
afanaban en retirar las sábanas usadas, las llevaban a la lavadora, traían ropa
limpia y hacían de nuevo la cama. También ordenaban la sala y recogían los
vasos que habían quedado dispersos para lavarlos. El cura, tan desnudo como
todos, se había vuelto a sentar en su silla junto a la mesa y observaba con
socarrona satisfacción. Menos él, que se quedaba en su casa, los demás nos
fuimos vistiendo. Y llegó la hora de las despedidas, en la que fui objeto de
una atención especial, con expresión de deseos de volverme a ver. Nos besábamos
en los labios e, incluso, el dependiente no se privó de darme un morreo con
lengua. El cura, ya puesto de pie, también me besó declarando: “Ya sabes donde
tienes tu casa”. Mi amigo, con el que me iba a marchar, bromeó tirando de mí:
“¡Cuidado! Que igual hace de ti su monaguillo”. “No me importaría”, repliqué
sonriéndole al cura.
Cuando llegamos a la
calle mi amigo y yo, me retuvo antes de que nos separáramos. “Parece que te has
integrado muy bien”, empezó sondeándome. “Ha sido lo que menos podía haber
imaginado”, reconocí, “¡Vaya con tus amigos, empezando por el cura! Y yo que
creía que íbamos a rezar”. “Bueno, es otra forma de entenderlo”, replicó
socarrón. “Toda una orgía”, insistí, “Y qué buenos estáis todos”. Mi amigo
quiso precisar: “Confío en que, con lo de hoy, no te haya dejado de apetecer
que nos sigamos encontrando tú y yo”. “¡Por supuesto!”, afirmé, “Además he
sabido cosas de ti que no conocía… Te las tenías muy guardadas”. Mi amigo
aclaró: “Contigo, ya que soy bastante mayor que tú, había preferido seguir tu
ritmo sin forzar nada. Pero hoy ya has descubierto más cosas que puedes
hacerme… Si te apetece”. “¡Desde luego que sí!”, dije convencido, “Ya has visto
que con el cura no he quedado nada mal”. “Espero que con mi culo disfrutes al
menos igual”, replicó mi amigo sonriendo con picardía. Nos despedimos con un
par de besos… Ya quedaríamos.
no se quedara a vivir con el?
ResponderEliminaruf, como me a calentado tu relato, seria bueno seguir con la historia.
ResponderEliminarVaya con el cura, menudo elemento morboso que tenia la parroquia no? Je je. Me hubiera gustado estar en esa casa para disfrutar de los inquilinos!!! verdad?. un barebeak total. animo y a seguir leyéndote. gfla
ResponderEliminarUffff que pasada de relatos, vaya pajote leyendo.
ResponderEliminarUfff que relato más bueno, me he puesto chorreando
ResponderEliminarque tal nen, todo bien después del confinamiento, seguirás escribiendo para tus fans (me incluyo claro), un abrazo
ResponderEliminarSigo bien, pero con todos esos líos no he tenido la cabeza muy allá para escribir sobre estos temas.
ResponderEliminarQue relato tan exitantes y lleno de lujuria es muy vivido y detallado en todo aspecto me dejó muy cachondo y deseando más y las imágenes ni se digan solo falta saborear esos eróticos cuerpos gracias por compartir estos relatos y saludos desde Gómez palacio durango México,
ResponderEliminarMui buenos tus relatos,me ponen a cien,felicidades
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