Hace algún tiempo escribí un relato –‘Mi cirujano’– a cuenta
del que me había operado de una cadera. Lo describí como un hombre maduro y
grueso, de facciones carnosas en un rostro afable y un tono de voz persuasivo.
Periódicamente voy a su consulta para una revisión y siempre me resulta de lo
más apetecible. Una de estas visitas fue la que dio lugar a la licenciosa
ensoñación que contaba en el relato. Pues bien. He vuelto a ir a la consulta y
la aparición de un paciente que llegó a la sala de espera poco después que yo
me ha inspirado una nueva fantasía.
Acababa de pasar al despacho del doctor la mujer que me
precedía y, deseando que no se demorara demasiado, me resigné a esperar mi
turno. En eso que vino el individuo en cuestión. Era un tipo grandote que
enseguida se quitó el tabardo que llevaba. Se sentó en la fila de butacas que
hacía ángulo con la que ocupaba yo, por lo que lo tenía bien a la vista. Pude
además observarlo con detalle, ya que sacó el móvil y se enfrascó en lo que
parecía un juego. En un principio me había parecido algo basto, pero no tardé
en encontrarle un cierto atractivo agreste. De unos cincuenta años, con una
barba cerrada y poco rasurada, su espeso cabello se acaracolaba sobre la
frente. Vestía un jersey de lana de cuello cerrado marcándole una buena
barriga, que le hacía estar abierto de piernas con el paquetón en el borde del
asiento mientras manejaba el móvil con unas manos recias y velludas.
Al fin fui convocado al despacho, donde el doctor me acogió
con la cordialidad habitual y, por supuesto, aséptica. La visita era más bien
de trámite y duró poco, aunque no dejé de recrearme en su cercanía. Lo que más
me llamó la atención, desatando mis morbosas elucubraciones, tuvo lugar al
salir del despacho y entretenerme rellenando unos impresos con la enfermera.
Ésta ya había dado paso a la consulta al hombre que me seguía, pero de pronto
volvió a abrirse la puerta y asomó la cabeza del doctor, que se dirigió a la
enfermera. “Como ya es la última visita, puedes marcharte. Ya cerraré yo”.
Pensar que se quedaban solos aquellos dos hombres tan deseables no solo me dio
envidia, sino que me llevó a fantasear con lo que podría ocurrir ahí dentro…
El doctor está sentado sonriente tras su mesa y hace al
otro, que se mantiene de pie delante, un gesto con la mano de que espere.
Cuando se oye el golpe de la puerta que habrá cerrado la enfermera, el doctor
pregunta irónico: “¿Qué es lo que te duele hoy?”. El pretendido paciente, en un
tono de desvergonzada confianza –que por lo demás es la que se va a dar entre
los dos en el juego al que se entregan–, suelta: “Lo huevos, que están que me
revientan, doctor”. “Ya sabes que lo mío son los huesos”, replica éste. “A
usted le van las cosas duras ¿verdad? Pues de eso también tengo”. “Entonces,
como de costumbre, habré de examinarte a fondo”, dice el doctor, “Pasa ahí y
tiéndete en la camilla”. Le indica el espacio que hay tras un biombo. “¿Me
tengo que quitar algo, doctor?”. “Eso ya lo iremos viendo”, contesta el doctor.
Resulta evidente que esta apariencia de normalidad en la relación
médico-paciente, incluidas las formas falsamente respetuosas que utiliza el
segundo, no pueden ser más que ingredientes que colman de morbo la relación voluptuosa
que se va a dar entre ellos.
El hombre se sienta en la camilla y levanta las piernas
girando el cuerpo para quedar estirado. Estos movimientos han hecho que el
jersey se le haya subido ligeramente y
muestre el ombligo peludo. “¿Le gusta así, doctor?”. Éste se limita a centrarle las piernas y
empezar a palparlas por encima del pantalón. Cada vez más arriba, presiona los
recios muslos hasta llegar a las ingles. Entonces manosea el abultamiento de
paquete. “¿Es ésta la dureza de que hablabas?”, pregunta. “¿Le parece grave,
doctor?”. “Tendré que examinarla con más calma”. Lo que ahora atrae al doctor
es el jersey subido. Mete la mano por debajo y acaricia la barriga. “Has
engordado ¿eh?”. “¿No le gusta así, doctor?”. “Sabes que sí, golfo”. El doctor
llega a la tetas, pero se interrumpe. “Vamos a quitar esto”. Hace que el
paciente levante la espalda y se deje sacar el jersey por la cabeza. Aparece el
torso velludo, con unas pronunciadas tetas y la barriga subiendo y bajando por
la respiración acelerada. “¿Qué me va a hacer, doctor?”. “Sube los brazos por
encima de la cabeza. Quiero comprobar tus reacciones”. El hombre obedece y
cruza las manos tras la nuca. “Haga lo que crea necesario, doctor”. Las manos
de éste van palpando, en un intenso reconocimiento, desde el ombligo hasta las
peludas axilas. Estruja las recias carnes y se entretiene con las tetas.
Pellizca con fuerza los picudos pezones provocando estremecimientos del
paciente. “¡Doctor! Creo que la dureza que usted sabe está aumentando”.
“Entonces voy a verla ya”. Cuando el doctor empieza a soltar el cinturón, el
paciente pregunta: “¿Me va a desnudar del todo, doctor?”. “Antes voy a ponerme
más cómodo… Espera ahí y no hagas nada hasta que vuelva”, contesta el doctor.
Pasa al otro lado del biombo y, en primer lugar, se quita la
bata blanca. Sigue con la corbata y la camisa, y vuelvo a verlo como en mi
sueño anterior: El torso rollizo y velludo, con pronunciadas tetas que se
vuelcan sobre la oronda barriga. Parece titubear pero, tras descalzarse, procede
con los pantalones y el eslip. Su sexo surge esponjado entre el pelambre del
vientre y los gruesos muslos. Ya completamente desnudo, vuelve a ponerse sin
embargo la bata. Entretanto el paciente solo se ha atrevido a acariciarse el
paquete por encima del pantalón, sin duda saboreando lo que le aguarda. El
doctor, manteniendo su actitud seria, regresa junto a la camilla con la bata a
medio cerrar. El paciente no se priva de comentar: “Me gusta verlo así, doctor...
Me da más confianza”. Porque, al moverse, la bata va desvelando fragmentos de
la desnudez del doctor. “No te vayas a tomar demasiada”, le reprende éste
severo, que añade: “¡A lo que íbamos!”.
Antes de continuar
con el aflojamiento de la cintura del pantalón, el doctor saca los
zapatos del paciente, así como los calcetines. Luego ya baja la cremallera y
comenta: “¡Sí que noto una dureza, sí!”. Hace que el paciente levante el culo
para tirar de los pantalones. Un eslip negro aparece ostentosamente abultado.
Pero el doctor se lo va a dejar aún puesto porque antes maniobra con las
piernas macizas y velludas. Las va levantando, separando y flexionando. Aunque
so pretexto de tales ejercicios, las manos van sobando desde los pies hasta las
ingles. Además estrecha piernas contra su pecho con la bata abierta e incluso
se pasa las plantas de los pies por las gordas tetas. “¡Cómo noto sus pezones,
doctor!”, exclama el paciente. “Eso es señal de que estás bien de reflejos”,
dictamina el doctor. Deja al fin caer las piernas y se ocupa del eslip. Lo va
bajando poco a poco hasta que la contundente verga liberada se levanta
desafiante. “¡Oh, qué alivio!”, suspira el paciente. Aparentemente impasible, el doctor estira un
poco más y surgen los huevos peludos. Ya baja del todo el eslip y lo saca por
los pies. “¿Cómo me ve ahora, doctor?”, pregunta el paciente con tono irónico. “Parece
que todo está bien, pero tendré que examinarte mejor”. Decidido, el doctor se
pone a palpar los huevos. “¿Los notas hinchados?”. “Y cada vez más, doctor”. Éste
pasa a sujetar la polla con dos dedos. “Se mantiene la dureza”. “¿Eso es malo,
doctor?”. “¡En absoluto!”, afirma el doctor, que tira de la piel hacia abajo.
“Tienes el glande muy lubricado”. “¿Quiere decir que está mojado el capullo,
doctor?”, dice burlón el paciente. “¡Qué ordinario eres!”, le recrimina el
doctor, quien no obstante va extendiendo el líquido pegajoso con un dedo. “¿Qué
sientes?”. “¿Usted qué cree, doctor?”, resopla el paciente.
El doctor suelta la polla y va a coger un frasco. Se echa un
poco de loción en las manos y luego vierte unas gotas por la entrepierna del paciente.
Agarra la polla con una mano y la va frotando con suavidad. A la vez, con la
otra mano manosea los huevos. “¿Estás bien?”, pregunta. “¡En la gloria,
doctor!”. Éste mete los dedos por debajo de los huevos para alcanzar el perineo.
Tantea y accede al ano, en que introduce un dedo poco a poco. “¡Uuuhhh!”, ulula
el paciente, “Eso es nuevo”. “Este masaje te sentará bien”, insiste el doctor
con el dedo, pero sin dejar de manosear la polla. “Lo que me está poniendo es a
cien”, avisa el paciente. “No es lo más conveniente todavía… Tendré que
distraerte para que no te desbordes”. Entonces saca el dedo del ojete y suelta
la polla. “¡Ponte de costado!”, ordena. El paciente va girando de medio lado el
pesado cuerpo con dificultad y el doctor, empujándolo por el culo desde atrás,
lo ayuda. Le palpa las nalgas. “También lo tienes más gordo”. “Si usted lo
dice…”. El doctor no se resiste a darle unas fuertes palmadas. “Esto te
activará la circulación”, explica. “Entre el dedo que me ha metido y estos
tortazos, está que me arde todo”, alega el paciente. “Ahora te daré un calmante”.
El doctor pasa al otro lado de la camilla y, con la bata
abierta, exhibe su polla regordeta erecta, que acerca a la cara del recostado.
Éste pregunta burlón: “¿Se chupa o se traga?”. “¡No seas impertinente!”, censura
el doctor, que finge apartarse. “Disculpe usted… Son los nervios”, finge
mostrarse compungido el paciente, “Ya sabe que hago lo que usted decide”. “Entonces
abre la boca”. El doctor le mete la polla y el paciente la mama con fruición. Esto
produce un cambio en la actitud de sangre fría que hasta el momento había
mantenido el doctor. Se deshace de estorbos y deja que la bata le resbale de
los hombros hasta caer al suelo. Ahora su gordo culo se agita en un vaivén
follando la boca del paciente. Fuera ya de cualquier compostura exclama: “¡Cómo
me pones, mamón!”. Al paciente le entra la risa y se aparta de la polla. “Me
tenía ganas ¿eh, doctor?”. Pero éste le sujeta la cabeza y vuelve a meterle la
polla. “¡Calla y chupa!”. Sin embargo llega a un momento en que se separa
bruscamente. “¡Para ya! Prefiero guardármelo todo para cuando me folles”. “Como
siempre…”, replica el paciente con tono de decepción porque probablemente se
quedaba con ganas de completar la mamada. “No te quejes”, lo corta el doctor, “Con
lo que te gusta darme por el culo”. “¿Quién es el ordinario ahora, doctor?”, se
ríe el paciente. “¿Prefieres penetración anal?”, ironiza el doctor, “¡Como lo
quieras llamar, venga ya!”.
El paciente se sienta en la camilla y se gira para quedar
con las piernas colgando. Separa los muslos con la polla bien tiesa y la ofrece:
“¿No me va a estimular un poco, doctor? Se la meteré con más ganas”. “¡Cómo
eres!”, se queja el doctor, “Pero ve con cuidado, que la última vez te
adelantaste y me la echaste en la boca”. Pese a esta prevención, el doctor no
duda en ponerse a chupar la enorme polla. El paciente lo anima. “¡Eso, eso,
doctor! Así le toma medidas a lo que le va a entrar por el culo”. El doctor,
reafirmada la tiesura de la polla, ordena: “¡Venga, baja de ahí! Ahora me apoyaré
yo”.
El paciente salta de la camilla y el doctor hinca los codos
en ella. El paciente se pone a sobarlo por detrás. “¿Sabe que su culo tan gordo
y peludo me vuelve loco, doctor?”. “Es lo que me dices siempre… Pero antes
ponme un poco de aceite”. El paciente coge el frasco que antes se había usado
con él y vierte un chorrito en la raja. Lo extiende y, con un respingo, el
doctor soporta que profundice con un dedo. “¡Vale ya! ¡Métemela de una vez!”.
El paciente toma fuerzas agarrando las anchas caderas y pega una certera
clavada. “¡Bruto!”, exclama el doctor. Pero el otro ya está bombeando y hace
que doctor y camilla se zarandeen. “¡Qué culo más caliente, doctor!”, “¡Qué
buena verga la tuya!”, intercambian. Los resuellos del doctor se acompasan con
los resoplidos del paciente. “¿Así es como le gusta, doctor?”. “¡Dale, dale!”.
El paciente se recrea tanto con sus cambios de marcha que impacienta al doctor.
“¡Córrete de una vez!”. “Bien adentro que se la voy a echar… porque ya me
viene”. El paciente aumenta la energía de sus embestidas hasta que se va
parando. “¡Oh, qué gustazo!”, exclama todavía dentro del doctor. “¡Aguanta ahí!”,
pide éste, que ya baja un brazo de la camilla y se pone ansioso a meneársela.
El paciente se mantiene apretado al culo y aguarda. El doctor resopla y su
brazo se va deteniendo. “¡Aj, qué bueno!”, masculla sacudiendo la mano. Los dos
ya se enderezan apartándose.
El doctor tiene el cuidado de coger la sábana que cubría la
camilla y echarla al suelo. Con el pie desnudo la arrastra para limpiar la
leche derramada. El doctor recobra su actitud circunspecta y dice al paciente:
“Ya puedes vestirte”. Él se limita de momento a ponerse su bata y se sienta
ante su mesa en espera. Cuando el paciente, ya vestido, traspasa el biombo, dice
socarrón: “No se olvidará de mi receta ¿verdad, doctor?”. Lo que le entrega son
unos cuantos billetes. “Tan generoso como siempre, doctor”. El paciente se los
guarda enseguida en un bolsillo y añade: “¿Cuándo deberé volver a pedir hora,
doctor?”. “En unos quince días estará bien”, contesta éste. Como hace con
cualquier paciente, lo acompaña a la puerta del despacho y le da la mano. “Ya
sabes cómo se sale… Dentro de un rato cerraré yo”.
Al quedarse solo el doctor da un profundo suspiro. Vuelve a
quitarse la bata que cuelga de una percha. Se detiene un momento y mira su
figura reflejada en el cristal oscuro de un armario. A dos manos se sacude el
barrigón y luego se palpa la polla. Como la nota aún pringosa, va a buscar un
pañuelo de papel y se la limpia. Ya empieza a vestirse con parsimonia. Mientras
tanto va pensando: “Con lo atareado que voy siempre, haber dado con ese
individuo me quita de penas. Es un poco patán pero todo un macho. Disfruto
metiéndole mano y luego me pone el culo la mar de contento… Y ahora a cenar a
casa, que mi mujer me estará esperando”.
“¡Quién fuera ese patán!”, me digo yo todavía dentro de mi
fantasía. Sin embargo mi imaginación no se da por satisfecha y empieza a surgirme
una pregunta: “¿Cómo se llegaría a establecer esta relación, entre libidinosa y
mercenaria, de mi cirujano?”. Lo cual me llevó a elucubrar sobre tales
circunstancias, como si se tratara de una precuela, tan al uso en películas y
series…
Lindo relato, vaya morbo con el doctor, ojala me tocara uno asi. Espero la segunda parte, si es que la pensas hacer.
ResponderEliminarSaldrá en breve
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