Después de esperar un
rato en la parada, tomé un autobús urbano de regreso a mi casa. Nos habíamos
ido acumulando algunas personas y ya venía bastante lleno. Al subir por la
puerta de delante, me impresionó el conductor. Ya cincuentón, le resaltaba una
barriguita muy bien puesta y, como al ser verano, llevaba la camisa
reglamentaria de manga corta, lucía unos brazos vigorosos y velludos. Para
colmo, correspondió a mi educado saludo con una sonrisa tan encantadora que de
buena gana le habría dado un morreo allí mismo. Como los que subían detrás
empujaban, hube de avanzar y abrirme paso para picar el billete. Casi perdí de
vista al conductor, pero el efecto que me había causado se mantenía vivo. A
medida que el autobús avanzaba en su ruta ya iba subiendo menos gente de la que
bajaba y el personal se fue esponjando. Así que pude volver a estar más cerca y
verlo mejor. Confirmé lo bueno que estaba
y observaba por el retrovisor su rostro viril de rasgos carnosos y bien
rasurados. Tenía la mirada tan fija que me pareció que se daba cuenta. Cuando
quedó libre el asiento inmediato a la puerta, no dudé en ocuparlo. Así tenía su
visión en diagonal lo más cercana posible y cada vez que movía los brazos me
dejaba embelesado, con la pequeña mancha de sudor que destilaban sus sobacos.
Además, por los grandes retrovisores verticales de los lados, alcanzaba a verle
casi toda la delantera. Llevaba un par de botones desabrochados, asomando el
vello del pecho. Nuestras miradas se cruzaban con frecuencia y ya no me cupo
duda de que era consciente de mi interés… Y yo me iba haciendo la fantasía de
que fuera conduciendo desnudo.
El autobús se fue
vaciando y ya solo quedaban unos pocos pasajeros por el fondo. Hacía rato que
yo había dejado pasar mi parada. De pronto el conductor hizo unos gestos que me
conmocionaron. Se soltó otro par más de botones de la camisa y metió una mano
con la que se acarició el pecho. No era algo meramente mecánico, pues se notaba a las claras que se iba apretando las
tetas. Me estaba calentando cosa fina y había perdido la noción del tiempo. Ya
había oscurecido cuando, al detenerse en una parada, el conductor proclamó con
voz sonora: “¡Final de trayecto!”. Además de mí, solo había una ancianita que
descendió enseguida. Me mantuve dubitativo, sin poder creer que allí se fuera a
acabar todo. Entonces el conductor dijo mirándome por el retrovisor: “A no ser
que quieras venir a las cocheras”. Me limité a seguir sentado, pues me pareció
ridícula cualquier cosa que pudiera decir. El conductor se giró para verme en
directo, me regaló una de sus acogedoras sonrisas y reemprendió la marcha.
Yo estaba más cortado
de lo hubiese querido y sabía que seguir callado me hacía parecer un
pusilánime. A pesar de todo no me venía a la cabeza nada que fuera a sonar elocuente, así que opté por los hechos. Como
circulábamos por una carretera poco iluminada y sin tránsito, me levanté y puse
las manos sobre sus hombros. El gesto fue bien recibido porque se removió para
sentir mejor mi contacto y pude percibir su calidez a través de la camisa.
“¡Vaya miradas que me has venido echando!”, dijo risueño. “Me pareció que me
las devolvías”, repliqué en el mismo tono. “Mira que si mañana aparece en la
prensa: Autobús robado y conductor asesinado”, bromeó. “Como mucho, violado”,
corregí. “¡Uy, muy fuerte vas tú!”. “La verdad es que no sé a dónde me llevas”,
reconocí. “El que ofrece lo que puede…”, dijo él. Entonces pasé una mano hacia
delante y la metí por dentro de la camisa. Di con el recio pezón de una carnosa
y peluda teta. “¿Es esto lo que ofreces? Me gusta”. “Algo así… Pero no te pases
ahora que ya falta poco”, contestó pidiendo tregua.
Llegamos a las
cocheras donde había varios autobuses ya cerrados. El conductor me dijo:
“Espera aquí un momento, que echaré una ojeada”. Solo había otro compañero que
estaba subiendo a su coche particular para marcharse. Se saludaron y arrancó.
El conductor volvió. “Estamos de suerte. Ya no quedan moros en la costa”. Así
que bajé y me llevó hacia el fondo del hangar. Abrió una puerta y encendió una
luz. “Verás que estamos bien equipados”. Accedimos a una especie de comedor de
cantina, con nevera, microondas y máquina de café. “Antes la flota de autobuses
era más grande y aquí siempre había actividad. Ahora ya ves… Aunque mejor para
nosotros ¿no te parece?”, explicó el conductor.
Parecía tomarlo con
calma y me preguntó: “¿No tendrás prisa, verdad?”. “Aquí estoy en tus manos… Si
no me llevas tú, no sé cómo iba a poder largarme”, contesté. “Pues entonces
vamos a tomar algo fresco”. Abrió la nevera. “¿Cerveza te va?”. “Vale”. Ahora
pude verlo a plena luz y sin retrovisores de por medio. No muy alto, era macizo
y llenaba bien la ropa con sus redondeadas formas, velludas en los brazos y el
escote de la camisa que había dejado medio desabrochada. Pero lo que más me
atrajo en ese momento fue de nuevo su provocadora sonrisa. Así que, cuando
después de un trago sus labios quedaron perlados por espuma de la cerveza, no
resistí el impulso de llevar mi boca sobre la de él, que se abrió para recibir
mi lengua. La suya no quedó inactiva e intercambiamos durante un buen rato el
amargo sabor de la cerveza. Ya habíamos dejado los botellines y nuestras manos
palpaban e iban quitando las camisas. Su piel estaba caliente y algo sudada.
Pero era un sudor limpio, que desprendía una varonil fragancia. “¡Qué buenísimo
estás, oye!”, me salió del alma. Se rio. “Tú lo que quieres es aprovechar el
ticket del autobús”.
Pero cuando iba a soltarle
el cinturón, un ruido hizo que me parara en seco. “¿Qué es eso?”, pregunté
alarmado. El conductor no se alteró mucho. “¡Vaya, hombre! Ya está ahí ese”.
“¿Quién? ¿Esperabas a alguien?”, pregunté alarmado. “Es un jubilado que vive
aquí cerca y toda su vida ha sido vigilante nocturno. Aunque ahora ya ves que
no hay vigilancia, el gerente de las cocheras, que es sobrino suyo, le deja que
de vez en cuando haga una ronda por aquí, que le hace mucha ilusión… Como ya
estuvo ayer, no creía que hoy viniera también”, explicó. “Entonces nos va a
pillar…”, dije inquieto. El conductor quiso tranquilizarme. “Es inofensivo y,
además, ya me conoce… No es la primera vez que me ve con alguien y luego le doy
una propina. “¡Jo, qué corte!”, solté contrariado. “Eso sí, es un mirón”,
añadió. “Mejor me lo pones”, dije yo. Más sorprendente todavía fue que
reconociera: “La verdad es que a mí no me importa… Incluso me pone ver cómo
disfruta”. “O sea, me estás diciendo que follas aquí con el tío mirando… ¿Cómo
quieres que me lo tome?”, repuse perdiendo la paciencia. Adulador se me arrimó,
poniendo las manos en mis hombros, y como para engatusarme amplió los detalles.
“Aunque mayorcete, el tío está muy bien. Tiene una buena polla, que aún se le
pone muy dura, y hace unas mamadas increíbles”. No me aparté, pero dije:
“Entonces ¿qué pinto yo aquí?”. “¿Qué más te da, hombre? La cuestión es pasarlo
bien ¿no crees?”, insistió abrazándome más. La cabeza empezó a hervirme. Estaba
en un sitio del que no podía largarme por mis propios medios; me apetecía
muchísimo el revolcón con el conductor, y recordé que, después de todo, cuando
iba a la sauna, no me solía importar la falta de intimidad. Así que aplaqué mi
incomodidad. “No sé yo…”. El conductor, ante mi apaciguamiento, me provocó:
“¿No me ibas a quitar los pantalones?”. Me cogió las manos y las llevó a su
cinturón. Neutralizada mi reticencia, solté la hebilla y tiré hacia abajo de
pantalón y calzoncillo juntos. Lo que se descubrió no era menos de lo
imaginado. Una contundente polla a medio descapullar sobre unos compactos
huevos que se habrían hueco entre los recios y velludos muslos. Sin que llegara
a tocarle aún, él mismo se apresuró a acabar se sacarse la ropa, mientras me
decía: “Quítate también lo tuyo… Que nos pille despelotados cuando aparezca
ese”. Obedecí como un autómata, pero mi expresión de nuevo adusta le llevó a
soltar para quitar hierro: “En mi pueblo hay un refrán, aunque un poco macabro,
que dice ‘Lo que han de comer los gusanos, que lo vean los cristianos’.
Los ruidos se oían más
cerca y era evidente que la luz de donde estábamos sería un polo de atracción.
Desnudos ya nosotros dos, el conductor me abrazó con fuerza y llevó los labios
sobre los míos. Los abrí con el deseo renacido y nuestras lenguas se enredaron.
Asimismo las pollas se rozaban e iban engordando simultáneamente. De repente se
abrió la puerta y asomó el intruso. Los dos miramos hacia él, aunque el
conductor siguió abrazándome. A él se dirigió el recién llegado con la mayor
naturalidad. “¡Vaya, otra vez de caza!...Y buena pieza te has traído”. Me
miraba evaluándome. “Pero ya sabes que por mí santas pascuas… No me voy a
asustar a estas alturas”. Esto parecía ir dirigido sobre todo a mí. Por mi
parte, yo también lo examinaba. Y tuve que reconocer que tenía razón el
conductor: el hombre no estaba nada mal. Regordete, de expresión simpática y
ojos muy vivos, iba con un mono de trabajo enterizo y la cremallera bajada
hasta el ombligo revelaba un torso redondeado y velludo. Señaló una puerta que
debía ser un lavabo. “Con vuestro permiso, voy a refrescarme un poco”. Pasó
junto a nosotros y con mirada pícara dijo: “Vosotros a lo vuestro, que ya se ve
que estáis en forma”.
En cuanto desapareció,
le reproché al conductor: “Me cuesta creer que esto no lo tuvieras ya
previsto”. “¿Cómo iba a saber que ligaría contigo?”, intentó hacerme razonar. Siguió
persuasivo: “Para qué darle más vueltas. La cuestión es que lo pasemos bien… y
si hay un poco de morbo añadido por sorpresa se aprovecha y ya está”. En el
fondo estaba dispuesto a aceptarlo y no sería la primera vez que hacía un trío.
El conductor aprovechó que ya no volví a replicar y pasó ya a la acción. “Anda,
ponte ahí”. Me echó hacia atrás para que me sentara encima de la mesa. Me
separó los muslos y me sobó la polla. “Ésta se va a poner contenta otra vez”. Decidido
empezó a chupármela y lo hacía tan bien que me olvidé del que estaba en el
baño. Me había echado hacia atrás apoyado en las manos y estaba en pleno
disfrute, cuando se abrió la puerta y el hombre pasó sigiloso por detrás de mí.
No quise mirarlo y me concentré en disfrutar la mamada. Pero no pude evitar
verlo cuando se dirigió a la nevera para sacar una cerveza. Para colmo se había
quedado en calzoncillos y me di cuenta de que me estaba excitando más. Porque
su cuerpo maduro, con velludas redondeces, tenía un particular atractivo. Tuve
que pedir con voz temblona al conductor que parara para no correrme todavía.
Entonces me dejé caer
de la mesa y, en cuclillas, atrapé con la boca la polla del conductor. La chupé
con ansia, ya que la aparición del tercero había retrasado mi deseo de hacerme cuanto
antes con la magnífica verga. Cómo no, el otro se plantó a escasa distancia y,
con la botella de cerveza en una mano, con la otra se iba toqueteando por
encima de los calzoncillos primero y luego por dentro, con la mayor
desfachatez. “¡Qué buen saque tiene tu amigo, eh!”, le soltó al conductor. Éste,
que me sujetaba la cabeza, no se abstuvo de darle cuerda: “¡No veas! Igual te
gustaría chupárnoslas también”. Sin parar de meterse mano en los bajos, el
hombre replicó muy serio: “A quién le amarga un dulce… Pero ya sabes que no soy
de meterme donde no me llaman”. Al oír eso pensé: “Si lo llegas a ser…”. Y al
mismo tiempo, aun con la polla del conductor en la boca, me vino un brote de
risa, que casi me atraganta. El conductor lo notó y, soltándose de mí, comentó
jocoso: “A éste parece que no le ha sonado mal la idea”. Me puse ya de pie sin
saber cómo tomarme el curso que estaba tomando la situación, aunque
reconociendo que no dejaba de tener su gracia. Y desde luego el hombre no daba
tregua. Agarrándose la polla por encima de la tela de los calzoncillos, marcó
un volumen considerable. “No será que no me esté poniendo burro, que uno no es
de piedra”. Entonces, para no quedarme rezagado en lo que ineludiblemente
estaba por venir, me descaré. “Como no te quites eso vas a hacerle un agujero”.
¿Para qué le diría
nada? Porque inmediatamente el hombre echó para abajo los calzoncillos e hizo
que me diera un vuelco el corazón. Le colgaba una polla descomunal, sin que ni
siquiera hubiera alcanzado todavía el máximo de erección. “¡Pos aquí está!”,
dijo cogiéndosela, “Que uno no anda con vergüenzas”. El conductor se tronchaba
de risa. “No me dirás que no es un fenómeno el tío”. Pero en mí se produjo un
cruce de cables que rozaba la esquizofrenia. Si ya estaba suficientemente
caliente a cuenta del impresionante conductor, la sexualidad salvaje que
irradiaba ese hombre trastocaba todos mis esquemas. Al conductor no le escapó
mi desorientación y, divertido, echó leña al fuego. “¡Ven para acá!”, le dijo
al hombre, invitándolo a entremeterse con nosotros. Por supuesto al otro le
faltó tiempo para poner la directa y arrimársenos con toda vehemencia. Lo cual
aumentó mi desconcierto, dudando entre agarrar al conductor como tabla de
salvación o hacerlo directamente a aquella verga enorme que ya embestía en su
máxima dimensión.
El conductor dio con
una salida. Había una banqueta alargada y tiró de mí. “Vamos a subirnos aquí y
que nos meta mano… A ver si se calma”. Nos plantamos los dos con las pollas
tiesas y al hombre le brillaban los ojos de excitación al acercarse. “Calmarme
no sé, pero os voy a dejar a punto de caramelo”. A dos manos, recias y
calientes, se puso a palparnos los cuerpos. Lo hacía como un ciego que quisiera
captar nuestras formas. Pero de ciego nada, porque su mirada pícara no dejaba
de recorrernos. Me ponía a cien y estaba seguro de que al conductor también.
Cuando nos agarró las pollas, las sobaba como si las amasara amorosamente,
transmitiendo una calentura que llegó al colmo al ponerse a chuparlas pasando
de una a otra. Su irrefrenable verborrea lo llevaba a irse parando para soltar
de las suyas y, de paso hacerse publicidad. “Con la porra que tengo entre las
piernas, pocos se atreven a metérsela en la boca”. Nos estaba poniendo negros y
de pronto se apartó. “Me freno porque, si no, os voy a dejar sin salsa. Pero
así quedáis a punto para seguir con lo vuestro. Que uno no es de entrometerse…
Mi tranca y yo nos apañamos solos”. Dada la marcha que llevaba el tío era un
detalle por su parte.
El conductor y yo nos
miramos como tontos encima de la banqueta. Pero mi excitación había llegado a
tal punto que, enfebrecido, y tirando de él por sorpresa, los dos bajamos a
trompicones y, en el revuelo, lo empujé hasta hacerle quedar de bruces sobre
una mesa. Ahora sí que no se me iba a escapar… Tampoco él se resistió sino que,
por el contrario, afianzó los codos y las piernas para entregarme su espléndido
culo, al que hasta entonces no había tenido ocasión de prestarle la debida
atención. Cargado de excitación, le arreé una clavada que le hizo soltar un
bramido. Cómo no, el que se había erigido en espectador privilegiado,
despatarrado sobre una silla, dio su opinión. “¡Que no es para tanto! Ni que te
hubiera metido lo que tengo yo aquí…”. Y era que, con el pollón
escandalosamente tieso entre los muslos, se lo iba frotando a dos manos con
obsceno deleite. Aunque su imagen no dejaba de impactarme, procuré concentrarme
en la activación de mi propia polla, bien atrapada por el caliente culo del
conductor. Empecé a bombear a un ritmo acelerado y el ardor que me invadía se
incrementaba con los murmullos de aceptación del follado. “¡Uh, sí! ¡Qué gusto
me das! ¡Sigue, sigue!...”. Irremediablemente me sacó de mi abstracción la
enésima intervención del observador. “Avisa cuando te venga, que te quiero
acompañar”. Como era lo que estaba a punto de ocurrir, casi sin darme cuenta me
puse a exclamar: “¡Ya, ya”. No pude evitar, mientras me descargaba con fuerza,
mirar por el rabillo del ojo al que al mismo tiempo resoplaba con estruendo y
soltaba potentes chorros de su verga hinchada.
Tan alucinado estaba
tras mi corrida y la visión de la del hombre que quedé inmovilizado todavía
dentro del conductor. Hasta el punto de que éste llegó a preguntar no sin
ironía: “¿Has acabado?”. Me aparté ya con la polla en retracción y el conductor pudo ponerse derecho. Comentó sonriente: “¡Qué a gusto me ha quedado el culo!”.
Y mirándonos divertido añadió: “¡Anda que vosotros dos también habréis quedado
a gusto!”. Por supuesto el hombre tuvo que decir la suya. “Con esa follada me
he puesto burro total y he tenido que soltar el grifo”. Seguía abierto de
piernas sobre la silla y la verga que se iba plegando aún goteaba.
Yo había quedado
exhausto, pero el hombre mantenía intacta su lujuriante energía. Por ello,
dándome por fuera de juego, no dudó en mostrarse dispuesto a atender las
necesidades del conductor. Éste, efectivamente, tras apoyar el culo en la mesa
y empezar a manosearse la polla, manifestó: “¡Qué ganas tengo de correrme yo
también!”. Y el hombre lo cazó al vuelo. “A ti lo que te hace falta es una
mamadas de las mías… que ya las conoces”. Dicho y hecho, se fue hacia el
conductor y lo impulsó a sentarse sobre la mesa. “Veras qué contento te voy a dejar”.
Pero antes de entrar en faena, se acordó de mí. “¡Y tú a mirar! Que igual se te
vuelve a poner cachondo el nabo y tengo que darle un repaso”.
El conductor, rendido
a la vehemencia del individuo, se echó hacia atrás sobre la mesa, con las
piernas colgando desde las rodillas. Si las expertas mamadas que el hombre nos
había hecho subidos a la banqueta fueron de mero calentamiento, ahora se
disponía a dar un repaso completo a los bajos del conductor hasta llevarlo a
las últimas consecuencias. Para empezar le levantó las piernas y las puso por
encima de sus hombros. Con tal dominio del terreno, se afanó en un morboso
chupeteo por la parte interior de los muslos y en lengüetazos a los huevos y
bajo éstos. “Todavía queda leche de tu amigo”, comentó. La polla del conductor
se iba elevando mientras sus resoplidos se hacían más sonoros. La lengua del
hombre relamía el capullo y, cuando al fin engulló el miembro entero, emitía
sonidos como de gargarismo. Las manos del conductor iban pasando frenéticas de dar
palmazos en la mesa a agarrar la cabeza del hombre. “¡Cómo me estás poniendo,
cabrón!”, imprecaba.
Por mi parte, la forma
en que el buenorro del conductor era sometido a tan lascivos manejos me estaba
haciendo perder la calma consiguiente al polvazo que acababa de arrearle. Para
colmo, la voluptuosidad que irradiaba aquel hombre volcado sobre él, y que
parecía devorarlo, me infundía los más morbosos deseos. Éstos se proyectaban
sobre todo en el gordo culo, peludo y de raja tentadora, que iba meneando en su
agitada tarea. Obedeciendo a un impulso irrefrenable me fui arrimando para
plantarle las manos y sobarlo, mientras mi polla iba recuperando la rigidez. El
hombre ni se inmutó, aunque mostró su receptividad poniendo el culo aún más en
pompa. Como ya le hurgaba en la raja y hasta hundía dedos en su ojete, se
interrumpió unos instantes para invitarme. “Arréame si te han vuelto las ganas…
Así me metéis leche por partida doble”. Es lo que me faltaba para darle una
embestida en que pareció que la polla era succionada a tope. “¡Buenas
tragaderas que tengo, eh!”, declaró orgulloso. Pero ya reanudó sin hablar más
la mamada del conductor, aunque no descuidaba aplicarme unas lúbricas contracciones
que incrementaban mi excitación. El conductor gemía más fuerte mientras yo
resoplaba, y el hombre debía sentirse en la gloria con tanto protagonismo.
Llegó un momento en que los clamores del conductor y míos se unificaron y, como
en un licencioso flashmob, los tres
cuerpos pegados quedaron inmovilizados.
Empezamos a adoptar
posturas más definidas. El conductor yacía desmadejado sobre la mesa. Yo tuve
que apoyarme en el respaldo de una silla para no perder el equilibrio. Pero el
hombre nos miró con una sonrisa brillante de babas y leche mientras se sobaba
la verga morcillona. “¡Vaya pareja de la ostia! Si me la llego a perder…”. Ni
al conductor ni a mí nos quedaba capacidad de respuesta. Más aún cuando el
hombre soltó tan pancho: “Bueno, no me gusta interrumpir. Así que os dejo
tranquilos… Igual luego en casa me hago otro pajón a vuestra salud”. Se vistió
rápidamente y se despidió. “¡Hala! A aprovechar, que la noche es corta”. Me
fijé en que el conductor no hizo el menor gesto de darle una propina al hombre.
Desde luego había quedado bien pagado y desapareció tal como había llegado.
Al faltar la
contundente presencia del intruso, se palpó un vacío en el espacio solitario.
“¡Al fin solos!”, exclamó el conductor bajando de la mesa. “Y exprimidos hasta
el tuétano”, apuntillé yo. Lo que los dos teníamos claro era que ya no nos
quedaba nada más que hacer allí, después del tornado que nos había pasado por
encima. Maquinalmente nos pusimos a vestirnos y el conductor esbozó una especie
de excusa. “Es que cuando aparece ese tío se hace el amo de la situación”.
Repliqué irónico: “Esa impresión me ha dado”. El conductor se picó. “No te
quejes que nos has dado por el culo a los dos… Y bien entusiasmado que
estabas”. “Contigo sí que tenía ganas desde que me subí al autobús… Con el otro
se me ha desatado la bestia”, distinguí. El conductor rio de mi sinceridad.
“Otro día me invitas a tu casa y allí espero que no tengamos sorpresas”. “No lo
dudes. Un revolcón tú y yo solos ¡Qué maravilla!”, contesté.
Ufff... excelente relato. Y justo leyendolo en el bus. Ya quisiera que me toque uno así! Mis respetos a ti
ResponderEliminarWOW !
ResponderEliminarMagnifico !!!
:-P
Guauuuuuu....buenisimo....exelente relato..morboso y caliente al maximo. Pero mi duda es, cuando te refieres al camionero....¿quien es?....Me imagino que quieres decir el conductor....Por que uno es el conductor, el otro el pasajero, y el otro el mayor ex vigilante
ResponderEliminarErrata corregida. Gracias
Eliminarhola majo muchas gracias me ha encantado que morbo joder te has superado una vez mas sigue deleitándonos mas y mas gracias majo un besico
ResponderEliminarQue buen polvo me heche al leerlo, por favor segui escribiendo que me encanta.
ResponderEliminarla pena que no dejen conducir desnudo en verano. Porque hay cada conductor que....
ResponderEliminarMagnifico, como siempre nos sorprendes, quien pillara un viaje asi.
ResponderEliminarcuando dices de cuando esta sudado, el olor a limpio es viril, no se. El olor a macho viril sudado, es olor a guarro o cerdo. A mi me pone a mil el olor a macho sudado de tiempo. Ojala hagas un relato de guarros sudados y meados.
ResponderEliminarmuy de acuerdo contigo TD THS
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