jueves, 14 de febrero de 2019

A vueltas con mi cirujano (y 2)

Al servicio de urgencias traumatológicas llegó un hombretón cojeando y apoyado en un bastón. Vestía un pantalón de chándal y una camiseta sudada. En la recepción alegó que tenía un fuerte dolor en la rodilla y no tardaron en atenderlo. Resultó que estaba de guardia el ya conocido cirujano, que hizo pasar al lesionado a su consulta. Nada más ver aquel pedazo de tío, algo muy en su interior se le removió e, incluso, hizo disipar el tedio que le producían las guardias. “¿Qué es lo que te ha pasado?”, preguntó con ese tuteo paternalista que suelen usar los médicos, mientras lo ayudaba a sentarse en una banqueta con la pierna estirada. “Pues mire usted, doctor…”, empezó el hombre buscando las palabras, “Estaba subido en una escalera arreglando una persiana al vecino y no sé cómo, pero de pronto me falló la escalera y me vine abajo con ella encima… La rodilla es lo que creo que tengo peor, pero me di varios golpes más”. Para demostrarlo se subió una manga de la camiseta y, cerca del hombro, enseñó un moratón. Añadió todo seguido: “Tal como estaba, me prestó este bastón el vecino y pillé un taxi”. “Tranquilo que te voy a examinar a fondo”, dijo atento el doctor, sin poder imaginar entonces el alcance que llegaría a tener aquella frase.

El caso es que ni él mismo sabía por qué, en lugar de delegar en la enfermera, como era lo habitual, la preparación del paciente y reservarse para hacer su diagnóstico, dijo directamente: “Será mejor que te vayas quitando la camiseta y el pantalón… Así podré ver dónde has recibido los golpes”. El hombre no tuvo dificultad para quitarse la primera, aunque el doctor, ante la visión de aquel magnífico torso viril, notó que el pulso se le aceleraba. No quedó ahí la cosa porque, aunque el hombre intentó ponerse de pie con ayuda del bastón, hubo de ser ayudado por el doctor que, generoso, le ofreció su brazo para que se sujetara. Así se acercaron a la camilla y el hombre pudo apoyar el culo en el borde. Titubeó no obstante en el momento de bajarse el pantalón y el doctor entendió el gesto por la dificultad para sacárselo por los pies. “No hace falta que te lo quites del todo. Puede quedarte de momento en los tobillos y ya te ayudaré a subir a la camilla”. Pero no era tanto esto lo que detenía al paciente como lo que aclaró. “Es que no llevo calzoncillos debajo…”. El doctor tuvo que esforzarse para hablar en un tono neutro. “No te preocupes por eso”. De modo que el hombre se echó abajo el pantalón y el doctor hizo como que no miraba el contundente sexo que mostraba. Para colmo, como la prenda se quedaba atascada al nivel de las rodillas, una de las cuales estaba lesionada, el doctor se apresuró a decir: “No la fuerces… Ya sigo yo”. Con lo cual hubo de completar la bajada con la cara a escasos centímetros del exuberante paquete. Operación que le hizo tragar saliva.

Antes de que el paciente se tumbara en la camilla, y para cambiar de perspectiva tan turbadora, el doctor preguntó: “¿Cómo fue la caída?”. “Caí de frente y frené con la rodilla. La escalera me cayó encima y me dio en el hombro. Quedé tan aturdido que, al tratar de apartarla, me llevé un golpe ahí…en las partes”. “¡Vaya, también eso!”, pensó el doctor y se obligó a mirar hacia arriba. “¿Te golpeaste en la cabeza?”. “¡No, ahí no! Esa la tengo entera”, se permitió bromear el paciente. De todos modos el doctor, tal vez para tomarse un respiro antes de la exploración mucho más delicada que le aguardaba, le tomó la cabeza y la movió en varias direcciones procurando que no se cruzaran sus miradas. Le llamó la atención un verdugón en el cuello, debajo de la barba mal afeitada. “¿Ahí también te has dado?”. “No, eso lo tenía antes”, contestó el paciente con una sonrisa pícara. El doctor cayó. “¡Seré pardillo! Si es un chupón”, se dijo. “Bueno, mejor que te tiendas ya”, decidió disimulando su azoramiento.

El doctor se armó de valor y, mientras el paciente iba echando hacia atrás la espalda, lo tomó de los tobillos para subirle las piernas y hacerlo quedar completamente estirado ¡Vaya paisaje tenía ahora a la vista! El doctor se preguntaba cómo aquel cuerpo de hombre ya maduro, más bien gordo y peludo lo podía estar alterando tanto. Pero no valía engañarse, porque así era… Cayó en que, para comprobar la movilidad de las piernas, debía quitar del todo el pantalón enrollado en los tobillos. Así que descalzó al paciente y lo sacó. Ya sí que la inquietante desnudez estaba al completo… El doctor resopló disimuladamente y se frotó las manos para calentarlas, aunque no parecía que le hiciera demasiada falta. Le fallaron las fuerzas sin embargo para iniciar el examen por las piernas y puso como excusa: “Será mejor que la rodilla te quede un poco en reposo… Antes veré ese brazo”. Asió el que tenía el cardenal cerca del hombro y empezó a moverlo con cuidado. “¿Te duele?”. “No, doctor. Tiene usted muy buenas manos”. Lo que le sonó a piropo hizo que soltara enseguida el brazo. “El hombro no se ha resentido. Así que el hematoma se irá en unos días”.

El doctor tuvo que invocar internamente el juramento hipocrático para decidirse a trabajar en las piernas del paciente. Haciendo de tripas corazón y tratando de concentrar la vista, cogió la que tenía la rodilla hinchada y la fue levantando lentamente. “¡Uy, que duele!”, se quejó el otro. “Lo siento. Pero debo comprobar si hay algo roto”. “¡Haga, haga, doctor! Me pongo en sus manos”. El doctor no podía menos que darle un sentido turbador a la frase. La rodilla, sin embargo, quedaba demasiado cerca del aparatoso paquete del paciente, y más aún cuando el doctor la iba flexionando con una mano en el empeine y otra en el velludo muslo. Era del todo punto imposible que escapara a la observación del doctor cómo la polla, impactante pese a su flacidez, se iba desplazando sobre uno otro huevo a causa de los movimientos. El dolor debía resultar poco propicio para que llegara a producirse alguna alteración visible de volumen, lo cual supuso un cierto sosiego para el doctor. Éste al fin pudo diagnosticar: “No hay ninguna fractura. Así que te pondré una banda elástica apretada y verás como ya podrás poner el pie en el suelo y andar un poco mejor”. Cuando iba a proceder al vendaje, le pilló por sorpresa que el paciente le recordara: “¿Y el golpe que me llevé en la entrepierna? ¿Se me nota algo, doctor?”. “¡Lo que me faltaba!”, pensó éste. Porque el deber profesional le imponía indagar en zona tan delicada, aunque a simple vista todo estuviera en perfecto estado. Así pues, tratando de controlar el temblor de manos, palpó bajo los huevos y los movió hacia ambos lados para examinar las ingles. El paciente soltó un “¡Uf!” levísimo, pero suficiente para que el doctor sintiera escalofríos mientras decía: “Solo hay un pequeño rasguño… Bastará con una tirita”. La petición del paciente ya sonó a provocación. “¿Me la pondrá usted, doctor?”. Pero ¿qué iba a hacer? “¡Claro, claro! Ahora mismo”. Y ahí estaba el doctor quitando el adhesivo de la tirita y tratando de acertar en la lesión. Aunque por el sitio donde estaba hubo de pedir: “¿Puedes mantener levantados los testículos?”. Todo de lo más surrealista.

Solo faltaba ya lo de la rodilla que, en realidad, era lo más importante. El doctor se esforzó en serenarse para proceder al vendaje, que logró concluir con toda precisión. “¡Hala! Vamos a bajarte y verás cómo notas mejoría enseguida”. De nuevo el doctor tuvo que abrazar el cuerpo desnudo del paciente para que abandonara la camilla y  se mantuviera de pie. “¡Vaya que sí! Mucho mejor, doctor”. “Pero deberás usar el bastón durante unos días”. Aún tuvo que ayudarlo a ponerse el pantalón y, cuando el ostentoso sexo quedó al fin oculto, el doctor pudo empezar a distenderse. “Te voy a recetar un calmante y dentro de una semana vuelve por aquí para que te revisen”. “¿Estará usted, doctor?”. Casi se sintió halagado y titubeó. “Pues no lo sé”. Pero sin apenas pensarlo añadió algo que iba a resultar decisivo: “Aunque, si lo prefieres, puedes pedir hora en mi consulta”. Y le dio una tarjeta. “Desde luego que lo haré así… Me ha tratado usted muy bien, doctor”. “Solo lo que debía hacer”, replicó adulado. Se dieron la mano y el doctor vio cómo el hombretón que, debía reconocer, se las había hecho pasar canutas, se alejaba renqueando apoyándose en el bastón.

El doctor pasó el resto de la guardia flotando en una nube. Si, en su profesión de traumatólogo y cirujano, estaba acostumbrado a ver y tocar de todo ¿a qué se debía la conmoción que aún tenía al haber tratado a aquel hombre? ¿A qué santo se había metido a realizar todas las tareas auxiliares que debía haber encargado a la enfermera? No le valía la excusa de que aquel día fueran escasos de personal. El caso era que el yo me lo guiso y yo me lo como con aquel paciente lo había sumido en una completa desazón. Para colmo, y no contento con eso, lo había inducido a una nueva visita nada menos que a su consulta privada… Que le inquietara la duda de si el hombre llegaría a presentarse allí ¿era por temor a que así ocurriera o más bien por lo contrario? El doctor no sabía aclarárselo él mismo.

Como había tomado los datos del paciente, en los siguientes días y en contra de su costumbre, cada vez que llegaba a su consulta el doctor repasaba previamente la lista de los que habían pedido visita. Al no aparecer el individuo en cuestión, pensaba que tenía un día más de respiro. Sin embargo, a la semana exacta de la atención en urgencias, al doctor se le aceleró el pulso. Tomó entonces una decisión repentina y le dijo a la enfermera: “A éste me lo pasas al final… Es un tipo muy pesado y no quiero que haga esperar demasiado a los demás”. Semejante treta ya debe sonar a los lectores aunque, en este primer caso, el doctor actuaba así, en principio, para estar menos nervioso con los otros pacientes ¿Pero solo era por eso…?

El doctor atendió las primeras visitas con la mente en blanco. Salió del paso lo mejor que pudo pero, cada vez que abría la puerta de su despacho para despedirlas, al ver en la sala de espera al hombre con la pierna estirada y distraído con su móvil, le daba un vuelco el corazón. El doctor trataba de tranquilizarse. A lo mejor esta vez no hacía falta llegar a demasiadas intimidades que lo pusieran en un brete y todo se reducía a una visita de lo más normal. Aunque en su fuero más interno no pudiera negar que, en tal caso, iba a sufrir una cierta decepción. En fin, que pasara lo que tuviera que pasar.

Ya no hubo vuelta atrás cuando el doctor despidió al penúltimo paciente. La enfermera entró en el despacho con el historial del que faltaba. El doctor aprovechó para sugerir a la enfermera que no merecía la pena que se quedara hasta que se acabara la visita y que ya cerraría él, cosa que la joven agradeció. Los lectores también captarán cierta similitud con lo que yo presencié en la vida real y que desencadenó toda esta invención. Solo que, en este caso, el doctor lo hizo discretamente, no queriendo que el paciente conociera por adelantado que se iban a quedar solos. “Puede pasar señor”, anunció la enfermera. “¡Ya era hora!”, musitó el aludido quien, al dirigirse al despacho no cojeaba ya en absoluto, aunque llevara el bastón. En esta ocasión usaba tejanos y una colorida camiseta con publicidad de un refresco.

El doctor acudió a recibir al paciente con una sonrisa de forzada cordialidad y le estrechó la mano. “Veo que cumples mi consejo de pasar para una revisión”. “¡Faltaría más, doctor! Usted me curó muy bien”. “¿Y cómo vas?”. “Ya lo ve, doctor. Estupendamente”. El paciente dio unos pasos sin problema. Aunque añadió: “Todavía llevo puesta la rodillera, para que usted vea si se puede quitar… Y también si devuelvo el bastón. Casi no lo uso ya”. “Pues tendré que darte un repaso”. Nada más decir esto, el doctor se dio cuenta de que sonaba fatal. Porque además el paciente lo pilló al vuelo, incluso anticipándosele. “¡Lo que usted diga, doctor! ¿Me examinará también en la camilla?”. Se había fijado en la que había detrás de un biombo. El doctor se empezó a sentir desbordado por el desparpajo con que se manejaba el paciente, ahora ya sin el estrés de la caída con que apareció en urgencias. “Sí, mejor echado en ella”, contestó. “Entonces me quitaré los pantalones ¿No le parece, doctor?”. Y el paciente añadió con unas risas: “Ya puedo hacerlo yo solo”. “Lo celebro”, dijo torpemente el doctor. Lo dejó anonadado la coletilla que siguió. “Lo que pasa es que tampoco llevo calzoncillos… Con la rodillera y eso me cuesta más el quita y pon. Los tejanos son resistentes…”. “No pasa nada”, farfulló el doctor, acobardado por la exhibición que le iba a dar.

Pues ya estaba el paciente, con el culo apoyado en la camilla, descalzándose y quitándose los pantalones. Con todo al aire, llamó la atención del doctor señalándose la rodillera, que estaba algo roñosa, y explicó: “Para ducharme metía la pierna en una bolsa de basura y la ataba fuerte por el muslo… Luego me lavaba el pie aparte”. “Ahora te la quitaré y ya no hará falta que sigas con eso”, se esforzó en decir el doctor con la mirada más arriba de la rodilla. Por sí mismo el paciente se estiró en la camilla aunque, como al echarse hacia atrás se le desajustó la camiseta, lo arregló sacándosela por la cabeza. “Mejor me la quito también ¿no?”. Y allí estaba ya el paciente a pelo en una actitud que el doctor percibía cada vez más como deliberada provocación ¿Cuánto iba a poder resistirla?

Por el momento el doctor se concentró en la rodilla. Hizo con ella los consabidos ejercicios de flexibilización que, por supuesto, daban lugar a que la polla del paciente, no tan flácida como el otro día, se fuera desplazando a su aire. “¿Te duele?”, preguntó  el doctor con toda la sangre fría que le fue posible. “Nada”, afirmó el paciente, “Hace usted milagros, doctor”. Éste pasó por alto la coba y concluyó: “Se mueve perfectamente y ha desaparecido la hinchazón… Te voy a quitar la rodillera”. Con unas tijeras cortó el vendaje y la rodilla apareció algo enrojecida. “Ahora pondré un poco de desinfectante y listo”. Mientras frotaba suavemente, la polla del paciente se endurecía ¡y de qué manera! a ojos vista. Por si el doctor no lo había captado, el otro soltó con descaro: “¡Fíjese, doctor! El otro día, como me dolía tanto la rodilla, no me pasó, pero ahora ya ve”. Al doctor solo se le ocurrió comentar: “Señal de que estás en forma”. Pero de repente decidió ir más allá y preguntó: “¿Y la tirita que te puse? ¿Te fue bien?”. “Compruébelo usted mismo, doctor”, le incitó el empalmado paciente. Ya no hubo deontología que lo parara y el doctor no solo levantó los huevos, sino que también agarró la polla como si le estorbara para su inspección. “No queda ni señal”, dijo, pero sin prisas por soltarse. Lo cual hizo que el paciente susurrara: “¡Uf! ¡Qué manos tiene usted, doctor”. Éste, apretando la polla, se desahogó: “¡No has hecho más que provocarme!”. El otro no lo negó. “Si a usted le está gustando, como parece, a mí también”.

Se desató ya la tormenta. El doctor, que hasta entonces había hecho esfuerzos sobrehumanos en trabajar aquel pedazo de cuerpo con profesionalidad, se liberó de repente de la represión acumulada. “Si no lo digo reviento ¡Estás de bueno que tiras de culo!”, exclamó fuera de toda mesura. “¿Como me pasó a mí con la escalera?”, bromeó el otro. Esto enervó aún más al doctor que empezó a manosearlo por todo en cuerpo sin ton ni son. Pasaba de sobarle los huevos y frotarle la polla a estrujarle las tetas. El paciente se esponjaba dejándose hacer sin cejar en incitarlo. “¡Qué morbo me da con su bata blanca, doctor!”. “Te pone ¿eh? Pues si vieras cómo estoy yo…”. Esta declaración dio pie a que el paciente se pusiera de costado y de cara al doctor. Decidido estiró un brazo y, a través de la bata, se puso a palpar la entrepierna del doctor. “¡¿Qué haces?!”, exclamó éste, que no se esperaba el atrevimiento. “Ver cómo está”, se consideró invitado el paciente a comprobar lo que acababa de confesar el doctor, “Y la tiene tiesa también”.

El doctor, fuera de sí, se abrió la bata y empezó a bajarse a trompicones pantalón y calzoncillos, liberando así una polla regordeta y dura como una piedra. “¡Ahora sí que la vas a ver!”. Como le quedaba algo más baja que el nivel en que el paciente se disponía a acceder a la polla, el doctor se subió en el reposapiés que facilitaba el acceso a la camilla. De este modo pudo poner la polla a disposición del paciente, que primero le echó mano, palpando también los huevos, lo que provocó temblores de piernas al doctor. Pero enseguida fue escurriéndose hasta que la cara estuvo enfrente. “Esto le va a gustar, doctor”. Sorbió con los labios la polla y se puso a chuparla. “¡Ooohhh!”, vociferó el doctor, con la certeza de que ya no había moros en la costa que pudieran oírlo. En su exaltación, agarró la polla no menos dura del paciente y la frotó como válvula de escape. “¡Uy, cómo me estás poniendo!”. “Y usted a mí también, doctor”, se interrumpía el paciente. “¡Qué boca tienes! ¡Qué gusto me da!”. “Pues usted no tiene la mano tonta, doctor”. “No hables tanto y no te pares”, exigió el doctor, que soltó la polla y sujetó la cabeza del paciente. Entonces éste, sin dejar de chupar, tomó el relevo del doctor y se la meneó también, probablemente con más eficiencia. Porque  cuando el doctor gritó “¡Me viene!”, la polla del paciente empezó a soltar chorros a porrillo. “¡Aaahhh, qué locura!”, exclamó el doctor sacando la polla. “Eso digo yo”, replicó el paciente con humor, “Que me han salido litros de leche”. “Con ese pedazo de polla no me extraña”, comentó el doctor ya más entonado. “La de usted me ha sabido muy rica”, declaró el paciente recordándole de paso que se la había echado en la boca por las buenas.

Una vez que el doctor estuvo con los pantalones subidos recobró la compostura. Cogió una toalla y se la dio al paciente. “Anda, límpiate con esto y baja ya de ahí”. Tras lo cual llegó el momento de recapitular con la mente más clara. “Al final lo conseguiste”, dijo el doctor con un punto de ironía. “¿Yo, doctor?”, precisó el paciente, “Si ya en las urgencias, dolorido y todo que estaba, me di cuenta de que me tenía ganas”. “No te privabas de lucirte a base de bien… Lo que me tuve que contener”, reconoció el doctor, que añadió mirando al despelotado paciente: “¡Anda, vístete de una vez y no sigas provocando!”. “Como usted diga, doctor”, replicó el paciente burlón.

Sentados el doctor ante su mesa de despacho y el paciente, ya vestido, al otro lado, el primero expuso: “Bueno, creo que ya estás curado y no necesitarás más mis cuidados…”. “¡Vaya, doctor! ¿Tendré que tirarme otra vez de la escalera para volver a verle?”, replicó irónico el paciente. El doctor, que ya no se arrepentía en absoluto de lo que había llegado ocurrir, sacó a relucir la alambicada idea que le rondó por la cabeza. “No habría que llegar a tanto… Tal vez sería conveniente comprobar si tu caída se debió a algún fallo en tus articulaciones”. “¡Usted sí que sabe, doctor!”, se admiró el paciente. “Más vale prevenir”, dijo el doctor con sorna, “Así que te habrás de hacer unas radiografías y me las traes”. “Me quiere ver también el esqueleto ¿eh, doctor?”, bromeó el paciente. “Pero ponte calzoncillos… No vayas a montar también un pollo con el radiólogo”, advirtió el doctor.

A partir del subterfugio de las radiografías, las visitas del paciente a la consulta del doctor adquirieron una periodicidad de, como mínimo, quince días. Ya se cuidaba de pedir que se le asignara la última hora, para ahorrarse largas esperas. Incluso la enfermera se habituó a ello, y el hecho de que se le permitiera marcharse antes para encontrarse con su novio diluía posibles suspicacias.

Por otra parte, el paciente se adaptó de buena gana a un capricho que, con mucho de fetichismo, fue imponiendo el doctor. No faltaba el ritual de una consulta normal, con la bata blanca y la revisión en la camilla, y en el que el paciente hacia el paripé de mantener el trato respetuoso. Al doctor lo excitaba tremendamente la operación de quitarle los pantalones al paciente tendido. E incluso le pidió que llevara calzoncillos por el morbo que le daba que la enorme polla se disparara a lo alto en cuanto quedaba liberada. No menos lascivos eran los ejercicios con las robustas piernas, que irremediablemente derivaban en pajeos y mamadas. Porque el doctor, que no se privaba de correrse en la boca del paciente, pronto superó el recelo a meterse en la suya la impresionante verga de éste y le encontró gusto a insistir hasta ir tragando la abundante leche sin atragantarse.

Pero el paciente no se resignaba a limitarse a mamadas y pajas, y empezó a cortejar el culo del doctor. Así, cuando éste aparecía solo vestido con la bata, no perdía la ocasión de levantársela por detrás y darle sobeos. “¡Qué cosa más hermosa tiene usted ahí, doctor!”. “¿Tan gordo y peludo te gusta?”, preguntaba el doctor halagado. “Si está para comérselo”. Dicho y hecho, el paciente hacía que pusiera el culo en pompa y pasaba de los manoseos a los lametones. Éstos llegaban a profundizar en la raja con lengüetazos al mismísimo ojete, que arrancaban suspiros al doctor. “¡Uy, qué gusto!”. De ahí a juguetear con los dedos fue solo un paso. “¡Oh! ¿Qué metes?”, protestaba el doctor, “¡Que soy virgen!”. “Si esto no es nada, doctor… Se le abre muy bien”. “Si tú lo dices…”. “¡Mire! Ahora dos dedos y ni se entera”. “¡Vaya que no!”. Pero el doctor se dejaba hacer. “A lo mejor otra cosa le gusta más…”. “¿Ese pollón que te gastas? ¿Es que quieres destrozarme?”. Esta porfía tenía lugar con el doctor apoyado de codos en la camilla, el culo en pompa y el vuelo de la bata levantado hasta casi cubrirle la cabeza. El paciente puso toda su persuasión alternando los chupetones a la raja del culo y las incursiones cada vez más incisivas con los dedos. “¿Ve, doctor, qué elasticidad tiene? ¿A que le gusta lo que está sintiendo?”. “Bueno, sí… Pero esa polla tuya…”. “Le entraría mejor que los dedos”. Y el paciente completó su argumentación: “¿Qué le daría más gusto, chuparme la polla o chuparme los dedos?”. El doctor nunca se había planteado tal comparación. “¿Qué tendrá que ver eso con metérmela por el culo?”. “Porque también por ahí una buena polla da mucho más gusto que un dedo”. “¡Vale, vale!”, zanjó el doctor, “Pero ahora hazme una mamada, que me he puesto muy caliente”.

No sería a la primera, pero la persistencia del paciente logró dar fruto. En una ocasión en que una eficiente comida de culo había llevado al delirio al doctor, el paciente se irguió estratégicamente tras él. Con la verga tan tiesa y dura como solía, empezó a restregarse, y lo babeada que había dejado la raja facilitó el resbaloso deslizamiento por ella. “¿Ya estás con eso?”, preguntó el doctor con voz débil, todavía dominado por la calentura. “Si se me va sola, doctor… ¿Me deja probar?”. El doctor vaciló ya. “Un poco solo ¡eh! No te me vayas a clavar a lo bestia”. “Lo trataré con la misma delicadeza que usa usted conmigo, doctor”. Era una propuesta ambigua porque, cuando el doctor se ponía a cien, devoraba literalmente al paciente. Éste, ya con licencia, apretó un poco. “¡Uh, uh, uh! Para ahí”, se estremeció el doctor. “Si ya he metido el capullo, que es lo más gordo… Su culo es muy elástico, doctor”. “Ya noto cómo me tira, ya”. Al no haber rechazo, el paciente empujó un poco más. “¡Joder, que duele!”, se quejó el doctor. “Solo al principio… Verá qué gusto le da cuando la tenga dentro entera”. Es lo que hizo el paciente. “¡Uf, uf! ¡Para ahí, que me va a estallar el culo!”. El paciente quedó quieto, pero solo para asirse a las caderas del doctor y coger fuerzas. Inició un suave balanceo. “¿A que ya va mejor?”. El doctor fue tomando confianza. “No sé yo… Muévete un poco más”. El paciente dio ya unas prudentes arremetidas. “¡Uy, sí! ¡Qué cosa más rara!”. “Pero buena ¿a que sí?”. “Bastante, bastante”, farfulló el doctor, “¡Sigue así!”. El paciente siguió, pero ya con más energía. “¡Qué a gusto estoy aquí dentro, doctor!”. “¡Calla y no pares!”, se iba entusiasmando el doctor, “¡Cómo siento tu polla!”. “Me estoy calentado mucho, doctor”, avisó el paciente. “¿Me vas a llenar con tu leche?”. “Muy pronto, doctor”. “Pues sigue moviéndote hasta el final”. El paciente aguantó todavía un poco haciendo las delicias del doctor ya converso. “¡Oh qué bueno es esto!”. “¡Ya me viene, doctor!”, exclamó el paciente crispando las manos en las rollizas carnes. “¡Sigue dentro, sigue!”, pidió el doctor queriendo disfrutar hasta el último segundo. Los espasmos del paciente al descargarse eran intensos y seguidos, como si no fuera a parar de soltar leche. Haber conseguido acceder al culo del doctor parecía que le estimulaba el vaciado. “¡Ah, cuánta le estoy dando, doctor!”. Cuando al fin cesó de largar, el paciente cayó, todavía con la polla metida, sobre el cuerpo del doctor. “¿Ya?”, preguntó éste, que se estremeció cuando la verga le fue saliendo del culo. “¡Qué buen polvo, doctor! ¿Merecía la pena o no?”. “Escocido, pero sí que me ha gustado, sí”, reconoció el doctor. Ni que decir tiene que, a partir de entonces, no hubo visita en que el paciente no le diera por el culo al doctor.

Esta consolidación de los revolcones en la consulta del doctor llegó a complementarse con una contraprestación no precisamente carnal, como tal vez puedan recordar los lectores. ¿Por qué se me ocurriría complicar más el invento? Tal vez por envidia de que esas cosas, por más imaginarias que fueran, no me ocurrieran en mis visitas al cirujano. Pese a ser altamente improbable que el tiarrón que entró en el despacho cuando salí yo tuviera semejantes encuentros lujuriosos, vengativamente quise que, en cualquier caso, al doctor no le saliera gratis total el chollo que le había caído de poder mezclar tan ricamente trabajo y placer. Por ello me pareció adecuado que atendiera también al lado humano de tan obsequioso paciente, que andaba más bien corto de recursos y se apañaba solo con algunas chapuzas. Aunque en parte también el doctor buscara así asegurarse la continuidad. De modo que, en un tácito acuerdo –muy bien recibido por el paciente por lo demás–, en lugar de extenderle recetas, innecesarias en el caso, las sustituía por unas propinillas. Así todos contentos.

5 comentarios:

  1. Ya era hora de que el cirujano se dejara cojer, muy buena continuacion.

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  2. Enhorabuena por esta continuacion, mucho morbo con el hombre de la escalera..... sin calzoncillos una y otra vez en la consulta.
    Magnificos relatos. gfla

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    1. Creo que tenemos gustos parecidos... Buenas fotos

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    2. Hola Victor pues si has acertado, por eso me gustan tus relatos, por los tipos que salen en ellos con esa magnifica morfología....me gusto mucho tb "solo una buena amistad" casi casi lo vivi pero no ocurrio lo del relato... una pena.
      Gracias por lo de las fotos.. seguiremos buscando ABRAZOTE

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    3. De momento somos cuatro gatos...

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