Tuve
necesidad de renovar el colchón de mi cama, no porque fuera demasiado viejo,
sino por la vehemencia de ciertas efusiones sobre él. Con el volumen de mi
amigo Javier y los arrebatos que le daban, el pobre colchón se había expandido
hacia los lados. Escogido el recambio, en la tienda quedaron en que me
llamarían para concretar la entrega y la recogida del antiguo. Lo hicieron justo
la mañana del día en que Javier iba a venir para hacer la comida y pasar la
tarde. Confié en que el intercambio sería a primera hora y que, cuando llegara
Javier, ya estaría colocado. Pero el tiempo corría sin novedad y al fin
apareció él, dispuesto a poner en práctica su arte culinario. Por la hora que
se había hecho, pensamos que no iban a cumplir lo acordado. Así que, con su
atuendo de cocinero, que solía ser no llevar absolutamente nada encima, Javier
se dedicó a sus menesteres. Pero de forma imprevista sonó el timbre y decidimos
dejar cerrada la puerta de la cocina. Acudí a abrir y parapetado tras el
colchón había un tiarrón impresionante, que lo llevaba como si fuera una
colchoneta hinchable. Hasta lamenté que Javier se lo fuera a perder. Lo dirigí
por el pasillo hacia el dormitorio, donde hizo el intercambio de colchones sin
más ayuda que sus poderosos brazos. Era un tipo simpático que, incluso, hizo
una broma de doble sentido sobre el estado del colchón desechado. Pero, sobre
todo, destacaban sus formas recias y lo que intuí cuando, en un gesto maquinal,
se ajustó el paquete.
Probablemente
Javier pensó que la operación duraría algo más y, necesitando algo del comedor,
salió de la cocina. Fue el momento en que el portador del colchón viejo salía
del pasillo y se encontró con su procaz figura. La sorpresa fue tal que el colchonero
perdió el equilibrio, se le descontroló el colchón y ambos cayeron desencajados
entre la estantería y la mesa. Como yo iba detrás, pude presenciar que,
acuciado por la urgencia y sin pensar en el pudor, Javier acudía raudo en ayuda
del caído.
Era todo
un espectáculo verlo en cueros vivos tratando de levantarlo. Tarea que no
resultaba fácil no solo por el peso muerto del colchonero, que superaba al suyo,
sino porque, empotrado entre el colchón doblado y la estantería, le había
quedado trabada una pierna debajo de ésta. Desde luego, a Javier no se le
pudieron pasar por alto las cualidades del accidentado, quien, a su vez, no
salía del asombro por la lúbrica aparición. Colaboré tirando del colchón para
dejarles más espacio. El colchonero intentó girarse para ponerse de rodillas y
conseguir algo de equilibrio. Pero la pernera del pantalón debía haberse
enganchado en un clavo de los bajos de la estantería, que tiró de aquél,
arrastrando también parte del calzoncillo.
El caso es
que Javier, para soltar el enganche, tenía la cara a pocos centímetros del
peludo culazo emergente. No fue de extrañar que, al enderezarse, su polla
hubiera experimentado un evidente engorde. Al fin el colchonero quedó sentado
sobre una esquina del colchón. Su mirada no dejaba de recaer en los ostentosos
atributos de Javier, que pergeñó una excusa, aunque sin el menor gesto de
cubrirse: “¡Vaya estropicio que he provocado! Si lo llego a saber no salgo de
la cocina”. “No, es que no sabía que había alguien más y me ha cogido por
sorpresa...”, disculpó el colchonero. Ambos parecían obviar que el quid de la
cuestión había estado en la desnudez integral de Javier, en cuya exhibición
persistía, luciendo de paso también el gordo culo, mientras recogía con provocador
y parsimonioso recochineo las cuerdas que habían sujetado el colchón para su
porte.
Tercié con
una mezcla de preocupación y malicia: “Tendrías que ver si hay alguna herida en
la pierna”. Con ademán acogedor, Javier le tendió la mano para ayudarlo a
levantarse. Sí que debía tener al menos un golpe porque cojeaba levemente. Pero
lo más llamativo era que, también por delante, el pantalón le había quedado
bajo al nivel del pubis, lo cual, unido a que la camiseta se le había subido,
ofrecía la perspectiva de algo más que una oronda barriga ornada de vello. Levantamos
el colchón y lo dejamos apoyado en vertical sobre una pared.
Me
regodeaba viendo cómo Javier desplegaba sus redes de seducción y aprovechaba la
turbación que le provocaba al colchonero. El examen de la pierna fue un paso
más. Sentado en una silla, fue a subirse la pernera, pero le ajustaba
demasiado. “Mejor si te los quitas ¿no?”, recomendó Javier en tono aséptico.
Pareció que al colchonero se lo fuera a tragar la tierra ante tal tesitura.
Quedó claro el motivo de su zozobra cuando no tuvo más remedio que obedecer: un
lateral aflojado del slip no había resistido la presión y dejaba fuera la polla
tiesa. La visión constante del descaro de Javier había sido más fuerte que las
penalidades sufridas. Todo iba pues desarrollándose en una sucesión lógica de
causa y efecto. Al fin y al cabo, si estaba resultando de lo más natural que Javier
se moviera en pelotas y empalmado por todo el escenario, tampoco iba a extrañar
que el colchonero lo llegara a estar también.
Por mi
parte, decidí mantenerme en un segundo plano porque, aunque el colchonero era
un ejemplar soberbio, veía que el combate se libraba en la atracción mutua que
se generaba entre ellos dos. El espectáculo valía la pena y ya tendría ocasión
de desahogar la excitación que me producía. Así que me quedé en un papel
celestinesco y, al ver que, más allá del slip estirado, efectivamente había un
rasguño en la pantorrilla, dejándolo en manos de Javier dije a éste: “Voy a
traer agua oxigenada. Tú que sabes de eso, mira si tiene alguna luxación”,
atribuyéndole unos presuntos conocimientos. Empleé pocos segundos y, al volver,
la escena era la mar de tierna: el colchonero sentado con la pierna estirada
sobre los muslos de Javier, ya que éste se había puesto en cuclillas y se la
examinaba a fondo, llegando a rozarla con la polla. La expresión del colchonero
era ya una mezcla de azoramiento y agrado. Cuando le entregué el frasco y el
algodón, Javier limpió con todo cuidado la herida. La forma en que pasaba el
algodón bien empapado era pura voluptuosidad. Para colmo iba soplando como si
el líquido fuera alcohol y hubiera de escocer, lo que erizaba el vello de la
magnífica pierna. El pobre colchonero, en plena calentura y disimulando la
pujanza en su entrepierna, se debatía entre quedarse a verlas venir o tomar
alguna clase de iniciativa.
Súbitamente,
en un arrebato de sofocación, el colchonero tiró de la ropa medio enrollada que
aún le cubría el torso y se la sacó por la cabeza. Ya no quedaba más para el
ataque, pues Javier lo secundó bajándole del todo el slip. El colchonero se
quedó quieto y dejó que ahora fueras Javier quien se explayara con la
contemplación de su entera desnudez. Desde luego, reveló un cuerpo
impresionante, con gruesas y peludas tetas. Fue de lo más excitante ver cómo la
boca de Javier tomaba ya posesión de la verga, al tiempo que alzaba las manos
para sobar y estrujar los pechos, buscándole la mirada. Dejada atrás ya toda su
contención, el colchonero resoplaba de gusto y se cogía a los brazos de Javier.
Frenó las ansiosas chupadas y tiró de éste para que se levantara. A quien le
había costado tanto arrancar, ahora le entró un verdadero furor. ¡Qué olvidada
quedaba su lesionada pierna! Como Javier había sido la causa de sus males, se
abalanzó sobre él y, manejándolo como si fuera un muñeco, se desahogó con
magreos y achuchones. Le daba fuertes palmadas al culo y Javier debía estar
deleitándose pensando en el momento en que recibiría su magnífica verga.
Ya en
plena forma, tumbó el colchón en el suelo e hizo caer panza arriba a Javier. Se
abalanzó sobre él, inmovilizándolo con su peso y volumen, que superaban a los de
Javier. Le sujetaba los brazos y le comía las tetas, arrancándole gemidos.
Luego bajó y, separándole las piernas, hundió la cara entre los muslos para
lamerle los huevos. La polla de Javier le golpeaba la frente y por fin la
engulló con boca ansiosa hasta pegar los labios contra el pubis. Javier se
estremecía de gusto y daba palmadas sobre el colchón. De pronto el colchonero
se irguió y, apretándose contra Javier, juntó las dos pollas con las manos y
las frotó. La sorpresa vino para mí porque, al verme en mi discreta posición,
me interpeló: “¿Tú qué, solo mirando? ¡Ven para acá y saca esa polla!”. Nada
más estuve a su alcance, me echó para abajo el pantalón del chándal –que
llevaba desde el principio y que precisamente me había puesto para recibirlo de
forma respetable–, me atrajo y alcanzó mi polla con la boca, mientras seguía
manoseando las otras dos. Mira por donde, no le bastaba Javier y yo tenía así
premio. Aproveché entonces para quedarme como ellos, es decir, en pelotas, y
sobarle los peludos pecho y espalda.
El
colchonero dejó la boca libre y me interpeló: “Tu cocinero tiene un buen culo
¡Menudas folladas le arrearás!”. Contesté para allanar el camino: “También le
gusta la variedad...”. “Pues ayúdame a sujetarlo, que le voy a dar una
variación... Para que vea lo que pasa cuando se sorprende a la gente como él lo
ha hecho”. Yo sabía de sobras que no hacía falta sujetarlo, porque ser poseído
por un tipo como aquél era el colmo de su voluptuosidad, pero gustoso colaboré
en dar la vuelta a Javier y, de hinojos tras su cabeza, mantenerlo cogido por
los hombros. Como mi polla quedaba frente a su cara, la buscó con la boca, como
alivio de la tensión por el ataque esperado. El macizo colchonero se preparaba
ya. Empujando con las rodillas, separaba los muslos de Javier y se la meneaba
con energía para asegurar la dureza. Escupió varias veces en su mano para
humedecer la verga y también le metió un dedo ensalivado para suavizarle el
agujero, lo que ya le provocó a Javier los primeros estremecimientos. No fue
demasiado brusco en la embestida inicial. Con la polla sujetada para atinar,
iba dando lentos golpes de cadera. Pero cuando abrió camino dilatando a Javier,
los gimoteos de éste se desataron, para
convertirse en un aullido al sentirla toda dentro. Aparté mi polla de su cara
como precaución y le apreté los hombros. “¡No te quejes, que te gusta, golfo!”,
fue la amonestación del follador. “¡Síííí...!”, la respuesta fue elocuente. Con
esta confirmación, el colchonero no necesitó más para que su verga se
convirtiera en un émbolo y, a medida que lo accionaba, las imprecaciones de
Javier se mezclaban con sus resoplidos. La posición privilegiada en que me
encontraba me ofrecía una perspectiva de lo más excitante. Javier llegó a
implorar: “¡Córrete de una vez!”. “¡Con este culo tan caliente no tardaré en
llenarte, no!”. Pronto dio el bufido final y Javier constató: “¡Joder, qué
lechada has largado! Me siento inundado”. “¡Qué bueno eres para follarte! ¡Cómo
disfrutará tu amigo contigo!”. No pude menos que darle la razón.
Los tres
caímos boca arriba sobre el maltrecho colchón. El colchonero blandiendo la
polla morcillona y goteante; Javier sobándose la tuya para alzar la lanza
después de la batalla, y yo, con un empalme punzante. Aún bromeó: “¡Vaya manera
de calentaros a mi costa, eh!”. Y se puso a manoseárnoslas. “Voy a tener que
descargaros...”, reflexionó. Se dirigió a mí: “A ti te la voy a mamar, que para
dar por culo ya tienes a tu hombre”. ¡Vaya si me la mamó! Se la metía hasta la
garganta cogido a mis huevos y sorbía como una aspiradora. Estaba yo tan
recalentado que, sin previo aviso, me vacié en su boca. Cuando hubo tragado,
protestó: “¡Coño, eso se avisa que casi me sale por la nariz!”. Pero se relamía
la leche de los labios. Javier entretanto se revolcaba esperando agitado su turno.
Como con
los meneos a su polla Javier la había puesto al rojo vivo, el colchonero lo
conminó: “Deja la manita y a ver si eres tan bueno dando como tomando”. Javier
no podía desear otra cosa en ese momento y se encaramó a su grupa. “Entra
directo, que tengo ancho el conducto”. Así, sin ni siquiera saliva, se clavó de
un solo empujón. “¡Uah, bien, bien!”, lo animó. Y Javier correspondió con
fuertes y continuados golpes de cadera. “¡Vaya culo tienes; cómo me calienta la
polla!”, farfulló. Aunque con la tensión más calmada, me coloqué detrás de
ellos para no perderme la amalgama de culos en acción, a cual más deseable. La
corrida fue anunciada con un bufido y una contracción de los glúteos, así como
celebrada por el receptor: “¡Ya estamos en paz: leche por leche y culos
contentos!”.
Lo curioso
del caso fue que, apenas recuperamos todos el equilibrio, el colchonero recogió
su ropa, se vistió rápidamente, levantó el colchón con si fuera una pluma y se
lo echó encima. “Bueno, que disfrutéis el nuevo colchón”. Se encaminó hacia la
puerta, que hube de abrirle, y tras guiñarme un ojo, se dirigió al ascensor.
Como soy
aficionado a darle vuelta a las cosas, reflexioné que, aunque el folleteo a
todos nos iguala, cada individuo tiene su misterio. Y el colchonero había sido
un ejemplo. No solo por su reacción última, sino también por el contraste entre
su pusilanimidad inicial tras el incidente de la caída y el desparpajo sexual que
mostró luego. El rompecabezas me lo guardé para mí, porque Javier ya tenía
bastante con el disfrute de la imprevista aventura y, además, se afanaba en la
cocina para recuperar el atraso en la comida.
gracias muchas gracias por estos relatos, son increibles
ResponderEliminarque bueno no sabes lo feliz que estoy de haber encontrado esta pagina de relatos tuyos ya la polla me arde de tanto manoceo quisiera me sucediera algo cono cualquiera de tus relatos muakkkkss (el venezolano)
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