Por asuntos del trabajo tuve que
pasar una temporada en otra cuidad, así que alquilé un apartamento en una calle
céntrica. Preferí que fuera interior para evitar el ruido urbano, de manera que
desde mis ventanas solo se veían las del piso de enfrente, bastante cercanas
aunque a un nivel un poco inferior. Como pasaba la mayor parte del día fuera y
volvía tarde, no presté mucha atención a quién o quiénes podrían vivir allí.
Pero una noche, cuando ya había apagado la luz y me disponía a dormir, me
extrañó la inesperada iluminación exterior. Me picó la curiosidad y miré por la
ventana, desde donde podía obtener una vista completa de un cuarto de baño y un
dormitorio. Lo que hizo que me quedara clavado mirando fue que, en este último,
un hombre muy robusto se estaba desnudando, de espaldas aunque reflejado en el
armario de espejo. Colgaba la americana en una percha y se desabotonaba la
camisa sacándola por fuera del pantalón. Se sentó en la cama para quitarse los
zapatos y, a continuación se sacó los pantalones y la camisa. De nuevo de pie,
ya solo con un slip y girado para recoger las prendas que había dejado sobre la
cama, pude apreciar la magnífica catadura del individuo: grandote y bastante
velludo, con prominentes tetas y barriga. Completó el íntimo striptease, quitándose también el slip y
mostrando un culo que no desmerecía del resto. Desde luego, la exhibición se
estaba volviendo de lo más excitante, y aún más cuando se puso a examinar su
propio cuerpo ante el espejo. Se sobaba con voluptuosidad su delantera y se
cogía los huevos y la polla, por lo que podía ver, de buenas dimensiones. Daba
la impresión de que se estaba gustando.
Me he aficionado a escribir unos relatos que plasman fantasías sexuales en el ámbito de hombres maduros y robustos. Solo pretendo irlos sacando de mi PC y ofrecerlos a quienes les puedan interesar y disfruten con ellos, como yo lo he hecho escribiéndolos...Los ilustro con alguna imagen de referencia, de las muchas que me han ido atrayendo a lo largo del tiempo.
sábado, 24 de marzo de 2012
Las ventanas indiscretas
domingo, 18 de marzo de 2012
Un ligue con trampa
Una mañana, salí un momento de
casa para recoger la prensa en el quiosco de enfrente. Como estoy suscrito no
llevaba dinero encima. Al esperar en el semáforo, se me acercó un hombre con
una petición curiosa: “Me puede dar algo para el metro. Se me ha acabado la
tarjeta”. No pude hacer más que la típica negativa con la cabeza, en este caso
justificada, al no tener nada. Pero el individuo me llamó la atención. De unos
cuarenta años cuerpo ancho y redondo, no mal parecido, con tejanos y sudadera,
asomando algo de vello por el cuello. Cruzó antes que yo y pude ver que repetía
la petición con otros transeúntes, igualmente sin éxito. Resultó, por otra
parte, que, más allá del quiosco, se había instalado una especie de mercadillo
y tuve la curiosidad de pasarme para ver lo que había. Por allí andaba él y
pude observarlo con más detenimiento. Llegó a verme y me reconoció con una
triste medio sonrisa. Me decidí a abordarlo: “Antes no te he podido ayudar
porque, de verdad, he bajado sin dinero”. “No pasa nada. No ha sido usted el
único”, respondió. Tuve una ocurrencia: “Si estás un rato por aquí, vuelo y
traigo algo”. Vino la sorpresa: “Vale, pero si me da un poco más puedo hacerle
una mamada”. Me quedé pasmado y aprovechó para añadir: “Por la forma en que me
miraba, pensé que le gustaría”. Ahora repliqué: “No es mi costumbre pagar por
esas cosas”. “Si no estuviera necesitado, yo tampoco lo ofrecería”, aclaró.
Estaba hecho un mar de dudas, porque encontraba al hombre muy atractivo, aunque
una relación así me parecía demasiado fría. “Mira: me gustaría ayudarte”, le
dije, “pero eso de sacarme la polla en cualquier rincón y que me la chupes no
me hace mucha gracia”. “He dicho eso porque es lo más fácil. Lo que me gustaría
es despelotarnos, meternos mano y, si quiere, que me diera por el culo”. “¿Te
gustaría, dices...?”. “Claro, me va el rollo. Pero si puedo sacarle algún
provecho...”. Me iba calentando e imaginaba lo que habría más allá de esos
pelos que asomaban por el cuello, pero llevarlo a mi casa y luego pagarle me
seguía dando reparos. Pareció leer mis pensamientos: “Entiendo que no se fíe de
meterme en su casa, ni que le jure que soy una persona honrada, y menos después
de haberle pedido dinero. Tal vez será mejor dejarlo estar... No soy muy hábil
para estas cosas”. Este desenlace no me convencía, así que hice una propuesta
algo hipócrita: “Podemos hacer una cosa: nos olvidamos por ahora del dinero;
hacemos como que hemos ligado y que te invito a casa; luego me cuentas tus
problemas y haré por ayudarte”. Rió ante la retorcida ocurrencia: “Si me tengo
que fiar de usted, usted también se fiará de mí”.
En la cama nos revolcamos sin dar
tregua a manos y bocas. Su furor y osadía eran contagiosos y no dejábamos parte
alguna del cuerpo sin palpar ni saborear. Rodábamos unos sobre otro, o bien
contraponíamos cabezas y pies. Con mi cara entre sus muslos, chupaba y lamía
los huevos y el ojete, sintiendo que él hacía lo mismo conmigo. La mutua comida
de pollas estuvo a punto de hacernos estallar, aunque él pareció tenerlo todo
planificado: “Me puedes sacar la leche como más te guste, pero a ti te pondré
bien excitado para mi culo... Y que sepas que me recupero con rapidez”. Se
tendió con provocadora indolencia y, con las piernas abiertas, se tocaba los
huevos haciendo oscilar su polla tiesa. “Todo tuyo. Toma lo que quieras”, me
retó. Aquella joya gorda y jugosa me invitaba a extraerle toda su sustancia. La
lamía cubriéndola de saliva y la torneaba con mis manos. Cuando la engullía le
apretaba a la vez los huevos y sentía su contracción en mi paladar. Me debatía
entre prolongar el saboreo o acelerar la corrida. De nuevo intervino: “Me has
puesto burro total, así que aprovecha”. No paré ya de chupar y, cuando todo su
cuerpo se estremeció, la leche inundó mi boca. “No te la quedes toda y
compártela conmigo”, tiró de mi hasta que mi cara estuvo frente a la suya y me
metió la lengua para relamer su propio jugo. Desde luego, estaba desplegando un
erotismo envolvente y ya ardía en deseos de poseerlo. Una vez más adivinó mi
pensamiento: “Ya sé que estás que te sales, pero voy a prepararte bien. Te
comeré el culo, como te dije, que es mi especialidad”. Me hizo doblar las
rodillas y se colocó detrás de mí. Su lengua empezó a cosquillearme de una
forma deliciosa y cuando la aplicó a mi raja pareció que, misteriosamente, se
hubiera alargado y afinado, por la intensidad con que me la repasaba. Los
toques que le daba al ojete, húmedos y calientes, me electrizaban y la
corriente me llegaba hasta la polla, que se tensaba al máximo. Paró a tiempo
porque, si hubiera insistido más, habría llegado a correrme.
martes, 13 de marzo de 2012
Intercambio de colchones
Tuve
necesidad de renovar el colchón de mi cama, no porque fuera demasiado viejo,
sino por la vehemencia de ciertas efusiones sobre él. Con el volumen de mi
amigo Javier y los arrebatos que le daban, el pobre colchón se había expandido
hacia los lados. Escogido el recambio, en la tienda quedaron en que me
llamarían para concretar la entrega y la recogida del antiguo. Lo hicieron justo
la mañana del día en que Javier iba a venir para hacer la comida y pasar la
tarde. Confié en que el intercambio sería a primera hora y que, cuando llegara
Javier, ya estaría colocado. Pero el tiempo corría sin novedad y al fin
apareció él, dispuesto a poner en práctica su arte culinario. Por la hora que
se había hecho, pensamos que no iban a cumplir lo acordado. Así que, con su
atuendo de cocinero, que solía ser no llevar absolutamente nada encima, Javier
se dedicó a sus menesteres. Pero de forma imprevista sonó el timbre y decidimos
dejar cerrada la puerta de la cocina. Acudí a abrir y parapetado tras el
colchón había un tiarrón impresionante, que lo llevaba como si fuera una
colchoneta hinchable. Hasta lamenté que Javier se lo fuera a perder. Lo dirigí
por el pasillo hacia el dormitorio, donde hizo el intercambio de colchones sin
más ayuda que sus poderosos brazos. Era un tipo simpático que, incluso, hizo
una broma de doble sentido sobre el estado del colchón desechado. Pero, sobre
todo, destacaban sus formas recias y lo que intuí cuando, en un gesto maquinal,
se ajustó el paquete.
Probablemente
Javier pensó que la operación duraría algo más y, necesitando algo del comedor,
salió de la cocina. Fue el momento en que el portador del colchón viejo salía
del pasillo y se encontró con su procaz figura. La sorpresa fue tal que el colchonero
perdió el equilibrio, se le descontroló el colchón y ambos cayeron desencajados
entre la estantería y la mesa. Como yo iba detrás, pude presenciar que,
acuciado por la urgencia y sin pensar en el pudor, Javier acudía raudo en ayuda
del caído.
Era todo
un espectáculo verlo en cueros vivos tratando de levantarlo. Tarea que no
resultaba fácil no solo por el peso muerto del colchonero, que superaba al suyo,
sino porque, empotrado entre el colchón doblado y la estantería, le había
quedado trabada una pierna debajo de ésta. Desde luego, a Javier no se le
pudieron pasar por alto las cualidades del accidentado, quien, a su vez, no
salía del asombro por la lúbrica aparición. Colaboré tirando del colchón para
dejarles más espacio. El colchonero intentó girarse para ponerse de rodillas y
conseguir algo de equilibrio. Pero la pernera del pantalón debía haberse
enganchado en un clavo de los bajos de la estantería, que tiró de aquél,
arrastrando también parte del calzoncillo.
El caso es
que Javier, para soltar el enganche, tenía la cara a pocos centímetros del
peludo culazo emergente. No fue de extrañar que, al enderezarse, su polla
hubiera experimentado un evidente engorde. Al fin el colchonero quedó sentado
sobre una esquina del colchón. Su mirada no dejaba de recaer en los ostentosos
atributos de Javier, que pergeñó una excusa, aunque sin el menor gesto de
cubrirse: “¡Vaya estropicio que he provocado! Si lo llego a saber no salgo de
la cocina”. “No, es que no sabía que había alguien más y me ha cogido por
sorpresa...”, disculpó el colchonero. Ambos parecían obviar que el quid de la
cuestión había estado en la desnudez integral de Javier, en cuya exhibición
persistía, luciendo de paso también el gordo culo, mientras recogía con provocador
y parsimonioso recochineo las cuerdas que habían sujetado el colchón para su
porte.
Tercié con
una mezcla de preocupación y malicia: “Tendrías que ver si hay alguna herida en
la pierna”. Con ademán acogedor, Javier le tendió la mano para ayudarlo a
levantarse. Sí que debía tener al menos un golpe porque cojeaba levemente. Pero
lo más llamativo era que, también por delante, el pantalón le había quedado
bajo al nivel del pubis, lo cual, unido a que la camiseta se le había subido,
ofrecía la perspectiva de algo más que una oronda barriga ornada de vello. Levantamos
el colchón y lo dejamos apoyado en vertical sobre una pared.
Me
regodeaba viendo cómo Javier desplegaba sus redes de seducción y aprovechaba la
turbación que le provocaba al colchonero. El examen de la pierna fue un paso
más. Sentado en una silla, fue a subirse la pernera, pero le ajustaba
demasiado. “Mejor si te los quitas ¿no?”, recomendó Javier en tono aséptico.
Pareció que al colchonero se lo fuera a tragar la tierra ante tal tesitura.
Quedó claro el motivo de su zozobra cuando no tuvo más remedio que obedecer: un
lateral aflojado del slip no había resistido la presión y dejaba fuera la polla
tiesa. La visión constante del descaro de Javier había sido más fuerte que las
penalidades sufridas. Todo iba pues desarrollándose en una sucesión lógica de
causa y efecto. Al fin y al cabo, si estaba resultando de lo más natural que Javier
se moviera en pelotas y empalmado por todo el escenario, tampoco iba a extrañar
que el colchonero lo llegara a estar también.
Por mi
parte, decidí mantenerme en un segundo plano porque, aunque el colchonero era
un ejemplar soberbio, veía que el combate se libraba en la atracción mutua que
se generaba entre ellos dos. El espectáculo valía la pena y ya tendría ocasión
de desahogar la excitación que me producía. Así que me quedé en un papel
celestinesco y, al ver que, más allá del slip estirado, efectivamente había un
rasguño en la pantorrilla, dejándolo en manos de Javier dije a éste: “Voy a
traer agua oxigenada. Tú que sabes de eso, mira si tiene alguna luxación”,
atribuyéndole unos presuntos conocimientos. Empleé pocos segundos y, al volver,
la escena era la mar de tierna: el colchonero sentado con la pierna estirada
sobre los muslos de Javier, ya que éste se había puesto en cuclillas y se la
examinaba a fondo, llegando a rozarla con la polla. La expresión del colchonero
era ya una mezcla de azoramiento y agrado. Cuando le entregué el frasco y el
algodón, Javier limpió con todo cuidado la herida. La forma en que pasaba el
algodón bien empapado era pura voluptuosidad. Para colmo iba soplando como si
el líquido fuera alcohol y hubiera de escocer, lo que erizaba el vello de la
magnífica pierna. El pobre colchonero, en plena calentura y disimulando la
pujanza en su entrepierna, se debatía entre quedarse a verlas venir o tomar
alguna clase de iniciativa.
Súbitamente,
en un arrebato de sofocación, el colchonero tiró de la ropa medio enrollada que
aún le cubría el torso y se la sacó por la cabeza. Ya no quedaba más para el
ataque, pues Javier lo secundó bajándole del todo el slip. El colchonero se
quedó quieto y dejó que ahora fueras Javier quien se explayara con la
contemplación de su entera desnudez. Desde luego, reveló un cuerpo
impresionante, con gruesas y peludas tetas. Fue de lo más excitante ver cómo la
boca de Javier tomaba ya posesión de la verga, al tiempo que alzaba las manos
para sobar y estrujar los pechos, buscándole la mirada. Dejada atrás ya toda su
contención, el colchonero resoplaba de gusto y se cogía a los brazos de Javier.
Frenó las ansiosas chupadas y tiró de éste para que se levantara. A quien le
había costado tanto arrancar, ahora le entró un verdadero furor. ¡Qué olvidada
quedaba su lesionada pierna! Como Javier había sido la causa de sus males, se
abalanzó sobre él y, manejándolo como si fuera un muñeco, se desahogó con
magreos y achuchones. Le daba fuertes palmadas al culo y Javier debía estar
deleitándose pensando en el momento en que recibiría su magnífica verga.
Ya en
plena forma, tumbó el colchón en el suelo e hizo caer panza arriba a Javier. Se
abalanzó sobre él, inmovilizándolo con su peso y volumen, que superaban a los de
Javier. Le sujetaba los brazos y le comía las tetas, arrancándole gemidos.
Luego bajó y, separándole las piernas, hundió la cara entre los muslos para
lamerle los huevos. La polla de Javier le golpeaba la frente y por fin la
engulló con boca ansiosa hasta pegar los labios contra el pubis. Javier se
estremecía de gusto y daba palmadas sobre el colchón. De pronto el colchonero
se irguió y, apretándose contra Javier, juntó las dos pollas con las manos y
las frotó. La sorpresa vino para mí porque, al verme en mi discreta posición,
me interpeló: “¿Tú qué, solo mirando? ¡Ven para acá y saca esa polla!”. Nada
más estuve a su alcance, me echó para abajo el pantalón del chándal –que
llevaba desde el principio y que precisamente me había puesto para recibirlo de
forma respetable–, me atrajo y alcanzó mi polla con la boca, mientras seguía
manoseando las otras dos. Mira por donde, no le bastaba Javier y yo tenía así
premio. Aproveché entonces para quedarme como ellos, es decir, en pelotas, y
sobarle los peludos pecho y espalda.
El
colchonero dejó la boca libre y me interpeló: “Tu cocinero tiene un buen culo
¡Menudas folladas le arrearás!”. Contesté para allanar el camino: “También le
gusta la variedad...”. “Pues ayúdame a sujetarlo, que le voy a dar una
variación... Para que vea lo que pasa cuando se sorprende a la gente como él lo
ha hecho”. Yo sabía de sobras que no hacía falta sujetarlo, porque ser poseído
por un tipo como aquél era el colmo de su voluptuosidad, pero gustoso colaboré
en dar la vuelta a Javier y, de hinojos tras su cabeza, mantenerlo cogido por
los hombros. Como mi polla quedaba frente a su cara, la buscó con la boca, como
alivio de la tensión por el ataque esperado. El macizo colchonero se preparaba
ya. Empujando con las rodillas, separaba los muslos de Javier y se la meneaba
con energía para asegurar la dureza. Escupió varias veces en su mano para
humedecer la verga y también le metió un dedo ensalivado para suavizarle el
agujero, lo que ya le provocó a Javier los primeros estremecimientos. No fue
demasiado brusco en la embestida inicial. Con la polla sujetada para atinar,
iba dando lentos golpes de cadera. Pero cuando abrió camino dilatando a Javier,
los gimoteos de éste se desataron, para
convertirse en un aullido al sentirla toda dentro. Aparté mi polla de su cara
como precaución y le apreté los hombros. “¡No te quejes, que te gusta, golfo!”,
fue la amonestación del follador. “¡Síííí...!”, la respuesta fue elocuente. Con
esta confirmación, el colchonero no necesitó más para que su verga se
convirtiera en un émbolo y, a medida que lo accionaba, las imprecaciones de
Javier se mezclaban con sus resoplidos. La posición privilegiada en que me
encontraba me ofrecía una perspectiva de lo más excitante. Javier llegó a
implorar: “¡Córrete de una vez!”. “¡Con este culo tan caliente no tardaré en
llenarte, no!”. Pronto dio el bufido final y Javier constató: “¡Joder, qué
lechada has largado! Me siento inundado”. “¡Qué bueno eres para follarte! ¡Cómo
disfrutará tu amigo contigo!”. No pude menos que darle la razón.
Los tres
caímos boca arriba sobre el maltrecho colchón. El colchonero blandiendo la
polla morcillona y goteante; Javier sobándose la tuya para alzar la lanza
después de la batalla, y yo, con un empalme punzante. Aún bromeó: “¡Vaya manera
de calentaros a mi costa, eh!”. Y se puso a manoseárnoslas. “Voy a tener que
descargaros...”, reflexionó. Se dirigió a mí: “A ti te la voy a mamar, que para
dar por culo ya tienes a tu hombre”. ¡Vaya si me la mamó! Se la metía hasta la
garganta cogido a mis huevos y sorbía como una aspiradora. Estaba yo tan
recalentado que, sin previo aviso, me vacié en su boca. Cuando hubo tragado,
protestó: “¡Coño, eso se avisa que casi me sale por la nariz!”. Pero se relamía
la leche de los labios. Javier entretanto se revolcaba esperando agitado su turno.
Como con
los meneos a su polla Javier la había puesto al rojo vivo, el colchonero lo
conminó: “Deja la manita y a ver si eres tan bueno dando como tomando”. Javier
no podía desear otra cosa en ese momento y se encaramó a su grupa. “Entra
directo, que tengo ancho el conducto”. Así, sin ni siquiera saliva, se clavó de
un solo empujón. “¡Uah, bien, bien!”, lo animó. Y Javier correspondió con
fuertes y continuados golpes de cadera. “¡Vaya culo tienes; cómo me calienta la
polla!”, farfulló. Aunque con la tensión más calmada, me coloqué detrás de
ellos para no perderme la amalgama de culos en acción, a cual más deseable. La
corrida fue anunciada con un bufido y una contracción de los glúteos, así como
celebrada por el receptor: “¡Ya estamos en paz: leche por leche y culos
contentos!”.
Lo curioso
del caso fue que, apenas recuperamos todos el equilibrio, el colchonero recogió
su ropa, se vistió rápidamente, levantó el colchón con si fuera una pluma y se
lo echó encima. “Bueno, que disfrutéis el nuevo colchón”. Se encaminó hacia la
puerta, que hube de abrirle, y tras guiñarme un ojo, se dirigió al ascensor.
Como soy
aficionado a darle vuelta a las cosas, reflexioné que, aunque el folleteo a
todos nos iguala, cada individuo tiene su misterio. Y el colchonero había sido
un ejemplo. No solo por su reacción última, sino también por el contraste entre
su pusilanimidad inicial tras el incidente de la caída y el desparpajo sexual que
mostró luego. El rompecabezas me lo guardé para mí, porque Javier ya tenía
bastante con el disfrute de la imprevista aventura y, además, se afanaba en la
cocina para recuperar el atraso en la comida.
lunes, 5 de marzo de 2012
Un helicóptero muy peculiar
Hay cosas que uno supone que solo
pasan en las películas americanas donde, en rascacielos acristalados, se
cuelgan esforzados limpiadores, dando lugar a escenas de espionaje y, cómo no,
eróticas. Pues bien, resultó que recibí una comunicación de la administración
de mi finca avisando de que se iba a proceder
a una revisión de la fachada y los huecos interiores. Efectivamente, a
los pocos días, pude ver que unas cuerdas con sus correspondientes anclajes se
deslizaban por delante de mi balcón, y en ellas iba desplazándose algún que
otro operario. Apenas les presté atención por parecerme excesivamente jóvenes y
delgados para mi gusto. Sin embargo, cuando llegó el momento de ocuparse del
hueco al que daban las ventanas de una habitación y del baño de mi piso,
observé que el método era distinto. En lugar del descuelgue por cuerdas, se
usaba una especie de plataforma que podía subir y bajar mediante un mecanismo
de poleas. El descubrimiento de esto último, por lo demás, fue acompañado de
una grata sorpresa. Al entrar en la habitación interior, me encontré con que,
enmarcada por la ventana, aparecía una oronda y peluda barriga, sin duda
descubierta por la elevación de brazos de su poseedor. Asimismo, en los
pantalones algo bajados se marcaba un paquete de lo más estimulante. Para
colmo, cuando se giró, agachándose para coger algo, mostró parte de la raja del
culo, con un piloso sombreo.
No pude resistir la tentación de darme a conocer
de alguna manera. Pero temí que, si abría de golpe la ventana, podría darle un
susto en su peligrosa situación. Así que, con unos golpecitos en el cristal,
traté de llamar su atención. Enseguida, al inclinarse para mirar, llegué a ver
el resto del cuerpo: un madurote rellenito con un rostro agradable y barbita
con alguna cana, que sonreía con cordialidad bajo el casco protector. Fue
entonces cuando abrí y, tontamente, le pregunté: “¿Qué tal va?”. Contestó con
simpatía: “Pues ya puedes ver: aquí subido al helicóptero”. “Al menos no tienes
que colgarte como tus colegas”. “Como yo no soy tan atlético, me montan aquí para
una zona menos comprometida”. Me estaba gustando el hombre y me sabía mal dejar
la cosa ahí. De manera que añadí: “Pues ya sabes: si te hace falta algo no
tienes más que llamar al cristal”. “Muy amable, hombre. Y tranquilo, que no me
colaré por ninguna ventana”. “Bueno, tampoco tengo nada que ocultar...”
¿Sonaría a insinuación?
jueves, 1 de marzo de 2012
Andanzas de un esclavo de nuestros días FINAL
(Continuación) La broma de la venta ficticia del
esclavo no dejaba de responder a una inquietud más profunda por mi parte. La
prolongada convivencia, todo y las comodidades que comportaba, y no digamos las
placenteras expansiones, no dejaba de resultarme un tanto agobiante. Mi natural
sentido de la independencia se veía lastrado por su presencia continua y, quieras
que no, me sentía implicado en sus irreflexivas ocurrencias. Por supuesto, no
se trataba de sacarlo a la venta ni de ponerlo de patitas en la calle. Me
consideraba lo suficientemente responsable de su destino para que solo fuera
imaginable una salida que no me creara mala conciencia y no fuera traumática
para él.
Vi algo de luz a raíz de su
vuelta de una visita, para una revisión absolutamente innecesaria ya, al amigo
traumatólogo. Sabía de sobras en qué habría consistido el repaso pero, al
margen de sus escabrosas crónicas, hizo unos comentarios que me parecieron muy
significativos: “¡Hay que ver qué encanto de doctor! Y el tiempo que me dedica;
hasta parece que le sepa mal que me vaya. Además, en esa consulta tan
acogedora, en la que se apaña él solo, se está la mar de bien. No sé si me
explico...”. Reí para mis adentros, pues bien conocía que esa recoleta consulta
la usaba el amigo para atender a “pacientes especiales”.
Me decidí a sondear discretamente
al médico y lo llamé para que mi recibiera. “En mi consulta privada,
supongo...”. “Por supuesto”. Era el lugar más idóneo. Me acogió con afecto... y
algo más. Llevaba su bata de las grandes ocasiones, es decir, sin nada debajo.
“Hacía tiempo que no nos veíamos tú y yo...”. Y, mientras nos besábamos, me
echó mano al paquete. No me extrañaba que el esclavo le tuviera tanta
querencia, porque era un volcán sexual. Aunque no fuera el principal motivo de
mi vista, a nadie le amarga un dulce y éste era de los que te dejan a gusto. Así
que, adelante; ya habría tiempo para las cosas serias. “Enseguida sabes el
miembro que necesita tratamiento ¿eh?”. “Y tú también sabes dónde me lo voy a
meter para una resonancia magnética”. A mi vez, hurgué por dentro de la bata y
enseguida di con el pollón que tanto había alborotado el culo del esclavo.
“Anda, desnúdate que te daré un repaso”, ordenó el doctor. Obedecí gustoso y,
sobándome y lamiéndome por donde pillaba, me arrinconó contra la mesa. “Te voy
a poner a punto, que el culo se me pone carnívoro”. “¡Y cuándo no en ti! Aunque
igual echas de menos la de nuestro común amigo”. Así lo nombré por primera vez.
“Una polla en el culo es una polla en el culo; no hago comparaciones”. A todo
esto me iba dando unas lamidas a los huevos y una chupadas a la polla que me
estaban poniendo a cien. De pronto me entraron unas ganas irreprimibles de
comérsela a él. “Ven para acá, que primero voy a dejarte amansado y lubricado
con tu propia leche”. Lo forcé a cambiar de posición y me volví loco
disponiendo de su espléndida verga. Me atragantaba jugando a meterla entera en
mi boca y hacía lo mismo con los huevos. Luego me centré en una chupada
enérgica y continua, agarrándolo por el culo. “¡Joder, me vas a dejar seco!”.
No estaba yo para respuestas y era precisamente eso lo que pretendía. “¡Lo
conseguiste, mamonazo!”. Y la boca se me llenó de leche. Sin permitirse un
respiro, él mismo tomó posiciones y me presentó el culo. “¡Venga, que me hace
chup, chup!”. Le abrí la raja y vacié en ella mi boca. Cargado como iba, lo
penetré con todas mis fuerzas. “¡Coño, vaya entradas te gastas!”. “El permiso
estaba dado ¿no?”. “Menos chulería y ahora a zumbar... ¡Como te corras
enseguida te mato!”. “No te preocupes, que para eso tardo”. “Mejor así, y no
pares”. Creo que cumplí sus deseos bombeando con vehemencia, lo que sazonaba
dándole palmadas a sus peludas redondeces y agarrándole las tetas. Él rezongaba
encantado, pero todo tiene un límite, así que avisé: “Lo quieras o no, ahí va
mi leche”. “Ya la estaba esperando; casi no aguantaba más el fuego”. Y vaya si me
corrí bien a gusto, cayendo derrengado encima de él a continuación.
“Por cierto, ¿tú venias por algo
en concreto?”, me soltó como si hasta el momento no hubiéramos hecho más que
intercambiar saludos. “Bueno, sí”, repliqué con cierto recochineo, “He
observado que nuestro amigo tiene que visitarte con frecuencia y me alarma que
sea por un problema de salud”. “¿Ese? Si está más sano que una manzana. En
confianza, soy yo el que le recomienda revisiones periódicas... Ya puedes
imaginar por qué”. “Así que os habéis cogido afición...”. “No estarás
celoso...”. “Para nada. Si parece que haya nacido para pasarse la vida dando y
tomando”. “Desde luego está más bueno que el pan. Y no creas que no me intriga
cuál es su relación contigo. Pero no soy curioso, y me basta con poder follar
con los dos, juntos o separados”. “Pues te cuento, y vas a caer de culo”. “Con
lo arregladito que me lo has dejado...”.
Y le conté de pe a pa la
increíble historia. Su cara iba reflejando el asombro, aunque se relajó con
carcajadas cuando llegué al remedo de venta con que lo había puteado. “¡Ja, ja,
lo de la venta ha sido muy bueno! ¿Cómo no contaste conmigo?”. “Ya lo pensé,
ya. Pero era más impactante con desconocidos para él”. “Pues igual te lo habría
comprado...”. La conversación iba entrando en el terreno que me interesaba.
“Con la querencia que te tiene sería lo menos traumático”. “¡Uy, uy, uy! Todo
esto me lo has contado por algo, y me huelo que estás buscando una salida
indolora ¿Me equivoco?”. “Dicho así, me da no sé qué, pero algo de eso hay”. “A
ver que piense... Como sabes, esta consulta es casi clandestina. ¿Qué tal si me
lo instalo aquí, y hasta me podía hacer de ayudante con los pacientes
especiales?”. “¡Vaya orgías que os ibais a montar!”. “A él no parece que le
disgusten... También podía hacerme otros servicios, como a ti”. “Lo malo es que
no concibe otra forma de cambiar de amo que no sea la venta... Entiéndeme, que
no te lo voy a cobrar. Es que habría que darle una cobertura que le resulte
creíble”. “En todo caso, te lo pagaré a polvos. Y con él, me lo traes aquí, que
ya montaremos algo. De paso, celebraremos los tres la transferencia”.
Me fui con el ánimo más calmado y
dejé pasar unos días. Por fin llamé al esclavo y le dije: “He hablado con el
médico que te cuida tanto y quiere que vayamos los dos a su consulta”. Se
sorprendió: “A ver si es que tengo algo malo...”. “Tranquilo, que ya me ha
dicho que estás como una rosa”. “Tanto como eso... Pero como usted mande”.
“Esta misma tarde vamos a ir y sabremos de qué se trata”.
Que el doctor nos recibiera con
su insinuante bata dejó algo descolocado al esclavo, pues debía creer que la
cita era más formal. Pero el médico tenía ya su estrategia y no le iba a dejar
que pensara demasiado. “Nos conocemos todos y quiero que tu amo vea la
confianza que nos hemos cogido tú y yo”. Que me nombrara como su amo aumentó su
desconcierto, ya que él suponía que el médico ignoraba su condición. “Y ahora
haz lo mismo que haces nada más llegar cuando vienes solo”. Cortado, empezó a
desnudarse y, en un santiamén, se quedó en cueros. “Así me gusta ¿Y ahora
qué?”. Como un autómata se arrodilló y metió la cabeza por debajo de la bata.
El doctor aprovechó para mirarme con una gran picardía y, mientras con una mano
manejaba la cabeza del que de le mamaba, con la otra hizo un gesto para que me
acercara. Hábilmente me bajó la cremallera del pantalón y rebuscó hasta sacarme
la polla. Haciendo resurgir la cabeza del esclavo le dijo: “Ya me has puesto
bien cachondo. Ocúpate ahora de la polla de tu amo, no se vaya a enfadar”. El
otro, con un giro, me la engulló y, para trabajar mejor, fue bajándome los
pantalones. Aproveché para quitarme la camisa y el médico hizo otro tanto con
su bata, dejando a la vista el esplendor de su verga. Aquél siguió dando
órdenes: “Úntanos las pollas de aceite, que vamos a montar un sándwich”. Llegué
a preguntarme qué tenía que ver todo este folleteo con el objeto de la visita.
“Pon la barriga sobre la camilla y el culo a mi alcance. Tu amo me entrará por
detrás”. Cayó con todo su peso sobre el esclavo, que tan solo rumoreó, ya
acostumbrado a estos ataques. No se olvidó de mí y me facilitó el acceso con su
posición bien encajada en el de abajo. Mira por donde me lo iba a cepillar por
segunda vez en pocos días. La jodienda simultánea fue de lo más coordinada: él bombeaba
y sus movimientos le daban frotación a mi polla dentro de su culo; cuando se
ralentizaba, era yo quien metía caña. El caso es que el montaje me puso muy
caliente y acabé medio gritando: “¡Joder, que me corro”. A lo que siguió:
“¡Pues yo también!”. Nos fuimos despegando y dejamos libre al esclavo, que
parecía embelesado. Pero el médico no daba por acabada la que yo suponía que
debía ser la primera parte de su estrategia envolvente. Cogió al esclavo de los
hombros y lo empujó para que quedara boca arriba en la camilla. La polla la
tenía tiesa a reventar. “Lo que entra tiene que salir. Así que te voy a sacar
esa leche que tanto me gusta”. Se puso a mamársela con tal vehemencia que el
esclavo tenía que hacer esfuerzos para no patalear. Cuando, para ocupar las
manos, se puso a estrujarse las tetas, el deseo que nunca deja de aflorarme
cuando lo veo tan entregado al placer me impulsó a volcarme sobre él y sustituir
sus manos por mi boca, chupándolo y mordiéndolo. “¡Doctor, me corro!”, tan
respetuoso él. Y el doctor no paró de sorber y relamer hasta que la polla se
aflojó.
De pronto el médico cambió el
chip e hizo como que lo ignoraba. Me apartó tomándome del brazo y me habló
bajando la voz, pero no tanto como para que fuera inaudible por el esclavo. “Necesitaría
a alguien que me ayudara en esta consulta, y ya supondrás que debe ser de
confianza”. Las antenas del esclavo funcionaban con disimulo mientras se
afanaba en recoger la ropa desperdigada. “¡Oye! ¿Es cierto que quisiste ponerlo
en venta?”, e hizo un gesto con la cabeza señalando al interfecto. “Bueno,
aquello fue solo un broma que le gasté”. “Me habría gustado participar...”. “La
verdad es que resultó muy divertido”. “Pues yo lo habría comprado, y además en
serio”. Puse cara de perplejidad. “No sé qué decirte; así por sorpresa... “.
Garabateó sobre un papel y me lo enseñó. “¿Qué te parecería esta cifra?”.
“Desde luego es muy generosa... Pero para decidirme a venderlo habría de estar
seguro de que lo dejo en buenas manos”. “Esas son las mías ¿no te parece?”.
“Desde luego tenéis muy buen feeling...”.
“Además, tú y yo somos buenos amigos; podrías visitarnos cuanto quisieras. ¿No
te ha gustado lo de hoy?”. “Por supuesto, ¡menudo trío!”. “Pues no te lo
pienses más y comunícaselo”.
Llamé al esclavo y acudió
expectante. Viéndolo así, desnudo y con el erotismo natural que lo
caracterizaba, se me encogió el corazón. Pero me mantuve firme y le hablé:
“Como no tienes nada de sordo, no se te habrá escapado lo que hemos estado
tratando. Estoy en mi derecho de venderte y tú mismo reconoces que no puedes
objetar nada. Pero no creas que me deshago de ti así como así. Te he buscado un
amo que no te resulta ni mucho menos extraño, como tengo comprobado. Así que,
en cuanto hagamos la transacción, pasarás a ser propiedad del doctor”. Éste,
entretanto, había ido rellenando, un cheque –de valor 0, y que rompí tan pronto
me quedé solo–, que me entregó con solemnidad (la que permitía el estar todos
en pelotas). Luego, ya en calidad de amo, le habló: “Vas a vivir en esta
consulta, que cuidarás y en la que me asistirás en todo lo que estime
necesario. Habrá algunos pacientes para cuyo tratamiento requeriré tu
colaboración. Lo que sí tienes absolutamente prohibido, dados los antecedentes
que conozco de ti, es traerte aquí a gente por tu cuenta y sin mi permiso.
Cuando me convenga vendrás a mi casa para hacerme algún servicio y, por
supuesto, podrás visitar a tu antiguo amo cuando éste me lo pida”. Mirar el
rostro del esclavo mientras soltábamos nuestros discursos era todo un ejercicio
de deducción. En su mente debía estar entremezclándose la pena porque lo
hubiera al fin vendido y el consuelo de ir a parar a las manos de su admirado
doctor. Por lo demás, la voracidad sexual de éste casaba a la perfección con
las cualidades del esclavo. Como para corroborarlo, el doctor añadió: “En
muestra de sumisión, ahora me vas a hacer una buena mamada, que me he vuelto a
poner cachondo”. Dicho esto, se despatarró en la butaca luciendo su polla gorda
y dura. Nada mejor para el esclavo en su primera tarea. Se arrodilló ante su
amo e hizo una exhibición de buenas prácticas. “¡Chupa, chupa y beberás la
leche de tu amo! Te voy a tener muy bien alimentado”, exclamaba el médico en su
excitación. Y vaya si bebió: hasta la última gota. No le escapó al doctor que,
con el espectáculo, yo también me había calentado, por lo que tuvo un detalle:
“No estará mal que, como despedida de tu antiguo amo, le dejes bien servido”.
Sin dilación, se abocó sobre mi polla y, aunque eras muchas las mamadas con las
que me había deleitado, ésta me resultó especialmente deliciosa.
Volví a casa con mi recuperada
libertad plena, aunque no dejé de experimentar un cierto vacío. Sin embargo, la
vida siguió adelante y la decisión adoptada llegó a ser muy satisfactoria para
todos. Médico y esclavo estaban de lo más compenetrados, demostrando además el
último una gran habilidad para captar nuevos “pacientes” para la consulta. Me
visitaba con cierta frecuencia y, además de sus ardorosos servicios, se apañaba
para dejarme el piso como los chorros del oro. Tampoco olvidó su costumbre de
contarme, con su desinhibición y gracejo habituales, algunas de sus grandes o
pequeñas aventuras. Tal vez merezca la pena ponerlas por escrito.
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