Lo llamé y le dije: “Tengo que
hablar contigo muy seriamente”. Con toda inocencia se dispuso a escucharme.
“Hasta ahora no me puedo quejar de lo lucrativo que me has resultado cada vez
que te he alquilado para que atendieras a otras personas...”. “He tratado de
hacerlo lo mejor que he podido, señor. Ya sabe que todo lo que le
beneficie...”. “No me interrumpas, que no se trata de eso ahora... Tú quisiste que
yo te tomara como esclavo, con todo lo que eso significa ¿no es así?”. “Sí,
señor, es lo que soy”. “Pero sabes muy bien que a un esclavo se le compra y se
le vende...”. “En mi caso, usted no me tuvo que comprar... Pero ¿qué me quiere
decir, señor?”. “Que, si me conviene, podría venderte”. “Claro, señor...”. Su
expresión de recelo se iba acentuando. “Pues, como me consta que hay varios
interesados, quiero ver si me hacen una buena oferta”. El recelo se convirtió
en pánico. “¿Tiene alguna queja de mí, señor? ¿Ya no le soy útil?”. “Al
contrario. Precisamente porque me has dado un buen rendimiento he pensado que
podría conseguir un precio elevado”. Le salió la vena historicista. “Pues no se
me ocurre en qué mercado me iba usted a exponer...”. “Por supuesto que será en
plan privado. Los que concurran podrán comprobar tus cualidades y luego
pujarán. Si el resultado fuera interesante, podría entregarte al mejor postor”.
“Qué quiere que le diga, señor”. “No tienes nada que decir. Tu condición la decidiste
tú mismo... Y no te preocupes; si pagan una buena cantidad por ti, te tratarán
bien”. Se me encogió el corazón al ver cómo se retiraba compungido, pero no me
retraje de seguir con el juego.
Fiché a cinco amigos de
confianza, que no indagaron demasiado acerca de las referencias que les di
sobre él y que venían con la idea de participar en una pantomima erótica. El
rasgo común a todos era el de ser unos salidos y aficionados al tipo de hombre
que encarnaba mi esclavo. Así que avisé a éste del día señalado. “Vendrán cinco
señores que querrán catar tus aptitudes. Deja además preparada la habitación de
invitados por si alguno desea una inspección más a fondo”. Con la voz temblona
que le había quedado desde que supo lo incierto de su suerte preguntó: “¿Cómo
querrá el señor que me presente: vestido o desnudo?”. “Vestido correctamente,
por supuesto; no es un circo. Ya se te irá ordenando lo que hayas de hacer”.
Le mandé que permaneciera oculto
y recibí a los convocados como si se tratara de hombres de negocios. Me
siguieron el juego, aunque a duras penas podían disimular sus ganas de pasar un
buen rato, en todos los sentidos, a costa del pobre esclavo. Hice salir al
interfecto, que quedó cabizbajo en un rincón, e inicié un parlamento: “Como
todos sabéis, por circunstancias que no vienen al caso, he decidido sacar a la
venta a este individuo que, desde hace tiempo, me ha venido prestando servicios
inestimables. Puesto que habéis mostrado interés en él, podéis examinarlo
libremente para iros haciendo una idea de su valía, así como, en su caso,
calcular lo que estaríais dispuestos a ofrecer por él”. Dicho esto, insté al
esclavo a colocarse en el centro de la sala y someterse al escrutinio. Yo mismo
me admiré de la seria teatralidad con la que los presuntos compradores se
comportaban, disimulando y retardando sus sin duda aviesas intenciones. De
momento se limitaban a rodearlo y observarlo como si tasaran una obra de arte.
Por fin, uno de ellos rompió el silencio: “Desde luego tiene muy buena pinta.
Claro que tan vestido...”. Otro lo secundó: “No estaría mal un poco menos de
ropa”. Así que ordené: “¡Ya has oído: la camisa fuera!”. Obedeció algo
titubeante, y su torso desnudo no pudo menos que causar una buena impresión:
“Rellenito y con buenas tetas”, “Brazos fornidos”, “Algo velludo, pero muy bien
distribuido”... Un punto de complacencia pude notar en la mirada del aludido. Un
paso más lo dio el que demandó: “Supongo que se podrá tocar la mercancía”. “A
vuestro gusto, mientras no la deterioréis...”, repliqué con ironía. Ahora
fueron ya más osados y los toqueteos, por no decir sobos, proliferaron. Quién
comprobaba los músculos de los brazos, quién la curva del estómago, quién la
turgencia de los pechos y la consistencia de los pezones... El que, por un
falso descuido, llegó a rozarle la bragueta comentó: “Parece que reacciona...”.
Ni en las más adversas circunstancias su cuerpo dejaba de responder. “También
habremos de examinar las piernas ¿no?”, fue otro paso adelante. El esclavo me
miró en petición de permiso y asentí. Con cierta parsimonia, como si quisiera
ponerle emoción, se descalzó, soltó el cinturón y fue quitándose los
pantalones. El escueto slip en que se quedó no podía ocultar ya la
protuberancia que lo marcaba. La morbosa recreación que caracterizaba la actuación
de los examinadores hizo que pasaran por alto de momento este detalle y se
concentraran en la vista y el tacto de las piernas descubiertas: “Piernas
fuertes y peludas”, “Recios muslos”..., iban disertando. “Pero no podemos dejar
de lado lo más importante, por las utilidades que puede reportarnos”, avanzó
uno. Pese a lo rebuscado del lenguaje, él mismo entendió fácilmente que se le
demandaba quedarse ya en cueros. Sacó fuera el slip y, con tantas miradas y
toques, la polla apareció con una soberbia erección. “¡Hum! parece que funciona
a la perfección”, fue la apreciación provocada. “Bien descapullada que la
tiene”, “Unos hermosos huevos”, Bonita pelambrera”...; todo ello acompañado de
los correspondientes manoseos. Alguno ya se había pasado atrás y llamaba la
atención sobre el culo: “Este trasero tiene muy buena pinta”. “¡A ver, a ver!”,
reclamó el resto. Ante la expectativa creada, le di la orden de que se volcara
de bruces sobre una mesa y con las piernas separadas. Ahora que él no podía
verlos, los cruces de miradas socarronas se combinaban con una inspección de lo
más detallada: “Sí que es un culo espléndido”, “Muy buen tacto esta pelusa tan
suave”, “Una señora raja”, “Valdrá la pena abrírsela para ver el agujero”. Con
una activa camaradería, se iban turnado en mantener separados los glúteos y en
sondear el ojete; operaciones que el esclavo encajaba dócilmente. “Lo tiene muy
elástico” –tras meter un dedo–, “Pues dos entran la mar de bien”, “Promete unas
enculadas satisfactorias”, “Por delante sigue excitado”, concluyó el que había
optado por meter mano entre los muslos y sobarle huevos y polla. Esta primera
fase, soportada por el esclavo con humildad y cierta perplejidad, por la
extraña mezcla de la asepsia del lenguaje y la contundencia de las catas, había
de darse ya por agotada. De modo que, erguido de nuevo, había de seguir
sometiéndose a las demandas que se le formularan.
Quedó pues disponible, y pude
percibir algo de brillo en sus ojos, probablemente porque el gusto de los
contactos sobre su cuerpo atemperaba la incertidumbre de su destino. Los
concurrentes, por su parte, a duras penas podían ya disimular su excitación.
Uno de ellos entonces tomó la iniciativa: “Creo que todos estaremos de acuerdo
en que el hombre presenta muy buenas cualidades físicas. Pero a mí, en
particular, me interesaría conocer otras habilidades. Por ejemplo: supongamos
que requiero sus cuidados en desvestirme y darme placer”. Intervine con una
oferta, aunque imaginaba que no sería necesaria: “Si quieres, puedes llevártelo
a una habitación para mayor intimidad”. Pero replicó: “Por mi parte, no tengo
inconveniente en que proceda aquí mismo. No quiero hacer esperar a los demás y,
a ellos, también les puede interesar la experiencia. Luego yo espero compartir
las suyas”. Así que le dije al esclavo: “Ya sabes, demuestra lo que vales”. El
solicitante era un maduro fornido que, ciertamente, le había de resultar muy
apetecible. Concentrado en su deber y exhibiendo la polla que no le había
bajado ni un momento, se le colocó detrás y, rodeándolo con sus brazos, fue
desabrochándole lentamente la camisa. Metía la mano para acariciarle el pecho
y, cuando estuvo abierta del todo, tiró suavemente de la camisa para sacarla
del pantalón. Pasó adelante, le lamió los pezones y fue bajando hasta caer de
rodillas. Con cuidado, le soltó el cinturón y abrió la bragueta. El pantalón
resbaló y quedó un slip bajo la prominente barriga peluda. La tela estaba ya
tensa y mostraba un punto húmedo. El esclavo empezó a chupetear y, como no era
frenado en su avance, bajó el slip y surgió una
magnífica polla –de las que a él le gustan, vamos–. La engulló y se
notaba que hacía las delicias del interfecto. En éstas, otro de los presentes,
ya ansioso, se la había sacado por sí mismo y reclamaba: “¡No abuses, que yo
también quiero probarlo!”, “¡Y yo!”, “¡Y yo”, como si hubiese eco. El esclavo
se encontró, pues, rodeado por cinco vergas de variadas características y dio
lo mejor de sí mismo con sus mamadas. Seguro que pensaría que nunca habría
imaginado que una venta diera lugar a tanta agitación, aunque en el fondo
estuviera en su salsa. Y la cosa aún estaba lejos de acabar...
El desmadre imperaba y los antes
circunspectos hombres de negocios lucían y manipulaban sus vergüenzas con la
mayor desinhibición. Los que no se habían despelotado del todo se movían como
zombis con los pantalones caídos. Alguno había que se sobaba el gordo culo como
muestra de su ansia de que se lo alegrara el esclavo. Tuve que poner un poco de
orden para que todos pudieran satisfacer sus deseos y, de paso, sacar del
desconcierto en que se hallaba sumido el que era tan diversamente reclamado:
“Señores, todos van a tener la oportunidad de una última prueba de las
aptitudes del siervo, de acuerdo con las aficiones de cada cual”. El de la
polla gorda, que ahora también tomó la iniciativa, pidió: “Si el culo le
responde tan bien como la boca, me gustaría darle un tiento”. Dicho y hecho,
llevó al esclavo de los hombros y lo hizo volcarse de nuevo sobre la mesa. El
orondo y apetitoso culo fue inmediatamente ensartado por la potente verga. El
así follado reprimió cualquier expresión de dolor o placer que pudiera
desentonar con el papel que le correspondía. El sensual espectáculo que a su
vez ofrecía la culata abundosa y peluda del follador, contrayéndose y
expandiéndose en sus arremetidas, desbordó la capacidad de aguante de uno de
los que esperaban su turno. Éste, regordete y bajito, con una sorprendente
agilidad, se sentó a la oriental bajo la mesa y, en tan estratégica posición,
se dedicó a chupar la polla del esclavo, a la vez que sobaba los dos pares de
huevos que, bamboleantes, quedaban a su alcance. El que ejercía el dominio
sobre el esclavo me preguntó: “¿Tengo permiso del amo para embutirlo de
leche?”. Asentí riendo y, al poco, soltó un largo “¡¡Huahhh!!” como expresión
inequívoca de su satisfacción. El que se había puesto las botas bajo la mesa
resurgió disponible para el reemplazo. Empujó hacia abajo las caderas del
esclavo para ajustarlo a su altura y su actuación fue menos espectacular, dada su
inferior envergadura y que, con el trajín previo que había desplegado, el
clímax le llegó pronto. Sin embargo, la serie de espasmos continuados, que
daban la impresión de que su vaciado no iba a tener fin, pusieron su nota
exótica. Cuando le tocó intervenir a un tercero, éste hubo de declinar la
ocasión y, avergonzado, mostró la mano pringosa de su propia leche, lo que daba
a entender que se había excedido en la estimulación previa. El cuarto,
totalmente dispuesto, pidió autorización no obstante para cambiar de postura:
“Es que a mí me gusta de frente y mirando la delantera”. Fue más complicado
entonces pasar al esclavo de la mesa al sofá, donde quedó empotrado boca
arriba. El innovador le subió las piernas en vertical y las sujetó por las
pantorrillas. El agujero bien expuesto de esta guisa fue fácilmente ocupado por
la polla larga y tiesa. A medida que ésta entraba y salía con vehemencia, se
podía ver el rostro congestionado del esclavo y sus tetas temblando como flanes.
Asimismo, su polla, que no languidecía, oscilaba cayendo sobre sus propios
huevos, presionados por el vientre del actuante. Éste, llegado el momento, se
salió sorpresivamente y roció la barriga del esclavo. El que se había reservado
para el final manifestó, con cierta timidez, su diferente preferencia y trató
de adornarla: “Como aún no se han probado sus dotes activas, me gustaría que lo
hiciera conmigo”. Dadas las circunstancias, esta última demostración ponía en
un aprieto al esclavo, que no sabía si sería correcto manifestar un excesivo
entusiasmo en la tarea. Pero el solicitante se lo puso fácil al ocupar su
puesto apoyado sobre la mesa. Solícito el esclavo se arrodilló detrás y, en
primer lugar, le dio unas lamidas a fondo en la raja, dejándola bien
ensalivada. Luego, sin demasiada ostentación, enfiló su polla por el relajado
orificio, provocando un resoplido de placer. Se movía con una cadencia que
atraía las miradas de los presentes y que se acompasaba a las reacciones del
que lo estaba probando. Éste al fin exclamó: “¡Si me llenas de leche te
compro!”, lo cual debió poner en un dilema al esclavo, porque puestos a
escoger... Pero no era cuestión de dar marcha atrás, por lo que, llegado el
momento, satisfizo con creces lo solicitado. Eso sí, disimulando por esta vez sus
habituales expansiones vocales. Su buen hacer quedó patente cuando, para no
dejar ningún cabo suelto, cayó al suelo y atrapó con la boca la excitada verga,
que no soltó hasta extraerle todo el jugo.
Qué más pruebas cabían ya, una
vez que los concurrentes habían experimentado al máximo las virtudes del que se
les ofrecía. Así que envié al esclavo a su rincón y puse punto final: “Señores:
han tenido ocasión de comprobar las utilidades de este esclavo que he puesto a
la venta. Espero que hayan podido sacar sus conclusiones. De modo que les pido
que escriban en un papel –que les repartí– lo que cada cual estaría dispuesto,
en su caso, a pagar por él. Pueden marcharse tranquilos de que, en breve, me
pondré en contacto con el mejor postor para formalizar la transacción. Muchas gracias”.
Queriendo mantenerse dentro del juego hasta el final, pero sin disimular ya el
gustazo que se habían dado, recompusieron su vestimenta y se despidieron
cordialmente. Los comentarios y chanzas se aplazaban para otro momento.
Cuando quedamos solos, el esclavo
permaneció pensativo en su rincón. Debía estar sumido en una total confusión,
ya que los excesos cometidos sobre su persona, y de los que, en otro contexto,
habría disfrutado plenamente, no casaban demasiado con una operación comercial
seria. Por otra parte, estaría ansioso de que le desvelara el resultado de la
puja, del que pendía su futuro. Pero yo, que había experimentado un
considerable calentamiento en la farsa vivida, tenía urgencias mayores. “Anda,
hazme una mamada de las tuyas, que la necesito. Luego veremos lo que han puesto
en los papeles”. Solícito como siempre, se afanó sobre mí con lamidas y
chupadas que me hacían poner los ojos en blanco y la piel de gallina. Le di una
descarga que sorbió con fruición, como si hubiera de ser la última leche mía
que bebiera. Cuando me recuperé, hice que se sentara a mis pies y le dije que
sería él quien fuera leyendo los papeles. Esto aún lo desconcertó más y tomó
con mano temblorosa la caja que le tendí. Se iba poniendo lívido a medida que
fijaba la vista en los contenidos y apenas le salía al voz. Estos eran los
mensajes recibidos: “¡Qué polvazo tiene el tío! Gracias por el buen rato que he
pasado”, “¡Qué polla más rica le he comido y qué culazo he trincado! Ha sido un
completo maravilloso”, “¡Lástima que se me haya ido la mano! Me he quedado con
la ganas de cepillármelo... ¿Habrá otra ocasión?”, “¡Qué tragaderas tiene el
tipo! Hacía tiempo que no me corría tan a gusto”, “He visto el cielo con su
follada ¡Vaya joya!”. Entre halagado y decepcionado comentó: “Mucho piropo pero
no hacen ni una oferta ¿Tan poco valgo?”. Aquí tuve ya que quitarle la venda de
los ojos: “¿Será posible que todavía no te des cuenta de que todo ha sido una
tomadura de pelo?”. Y dejé que se desahogara: “¿Para eso he estado yo varios
días que no me llegaba la camisa al cuerpo? Así que de venta nada; puro
cachondeo a mi costa. ¡Ande, que también usted, señor...! Pero, perdón. Si le
daba el gusto, yo chitón. Y mejor así, claro; que esta noche por fin dormiré
tranquilo sabiendo que no estaba en su ánimo de verdad deshacerse de un
servidor”. “A pesar de todo, no me negarás que te han dejado con el cuerpo bien
entonado”. “Eso no lo puedo negar, ni que los señores estuvieran para mojar
pan. Pero con el gusanillo por dentro y guardando la compostura, dentro de lo
que cabía”. “Anda, aséate un poco y prepara la cena, que se me ha abierto el
apetito. Ya pensaré con calma si busco compradores más serios...”. “¡Ay, señor,
no me dará ni un respiro...!”, y desapareció como un alma en pena. (Continuará)
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