(Continuación) La vuelta a la monotonía de la
reclusión hogareña no dejó de descolocarlo, como me temí. Cumplía a la
perfección sus quehaceres domésticos y, desde luego, se esmeraba al
entregárseme siempre que lo requería... ¡y vaya si había progresado en las
habilidades amatorias! De vez en cuando, incluso, se dejaba caer por casa el
amigo que estaba en el secreto, quien siempre se marchaba con el culo bien
trabajado. Pero la hipersexualidad que había desarrollado en los últimos
tiempos no dejaba de quedarle demasiado reprimida. Desde luego, él no hacía la
menor alusión, pero un día, al pasar ante la puerta de su baño, oí unos
extraños sonidos guturales. Abrí temiendo que le ocurriera algo y lo sorprendí
en cueros haciéndose una paja ante el lavabo. Paró en seco y, por el espejo, vi
su expresión de susto, como si lo hubiera pillado en una fechoría. “Por mí no
te prives. No será la primera vez que veo cómo te corres”. Aunque haberlo
pillado meneándosela me resultaba excitante. Aún sujetándose la polla replicó:
“Temí que usted lo considerara un desperdicio, esto de aliviarme por mi
cuenta”. “Si ya sé que eres un semental... Venga, acaba lo que habías empezado...
y luego me haces una mamada”. Retomó la operación con los huevos sobre el borde
del lavabo y enérgicos repasos a la verga tiesa. Para dejarlo a su aire, me
abstuve de tocarlo, pese a que la forma en que apretaba el culo para concentrar
las fuerzas me ponía cachondo. Sus resoplidos fueron subiendo de volumen hasta
que, del capullo enrojecido, le salió un chorro en aspersión que llegó a
salpicar el espejo. Con la respiración entrecortada dijo enseguida: “Permítame
limpiarme un poco antes de servirle”. Se enjuagó las manos y la polla goteante,
y, tras secarse, se arrodilló ante mí, como si aún tuviera que hacerse
perdonar. Con delicadeza, pero también con decisión, me desabrochó el pantalón
y lo hizo bajar. Yo me había excitado ya bastante con su pajeo, así que le
bastó acercar la boca a mi polla y engullirla de una sola succión. ¡Cómo sabía
chupar y usar la lengua para causarme un placer inmenso! No cesó hasta que una
corriente ardorosa hizo que me vaciara, llenando su boca de leche. Y aún
mantuvo dentro mi polla para lamer y tragar hasta la última gota. “¿Lo he hecho
bien, señor?”, preguntó cuando por fin pudo hablar. “¡Joder, eres insuperable!
No me extraña que tuvieras tanto éxito haciendo el putón”. Buena cosa se me
ocurrió recordar, porque inmediatamente percibí un brillo delator en su mirada.
Él mismo hizo por neutralizarlo: “Me gustaba serle útil entregándome a los
clientes que usted escogía, señor”.
Pero se produjo un incidente
doméstico que alteró nuestra rutina. Al volver un día, me lo encontré cojeando
sensiblemente. Al preguntarle qué le ocurría, me explicó que estaba subido a
una escalera ordenando un altillo y, al hacer un mal gesto, había caído y
aterrizado sobre una pierna. Enseguida trató de quitarle importancia
insistiendo en que no era nada y ya se le pasaría. Sin embargo, no pudo ocultar
la dificultad con la que se movía, e incluso se le escapaban expresiones de
dolor. No tuve más remedio que decirle que sería conveniente que lo mirara un
médico. El se resistía, haciéndome ver además la clandestinidad de su
situación. Pero no me quedaba tranquilo y hube de ingeniar una solución, para
la que lo convencí con un argumento decisivo para él: “¿No ves que si te quedas cojo no me vas a poder
servir como yo necesito y tendré que prescindir de ti?”.
Precisamente, uno de los amigos
que habían asistido a la orgiástica fiesta de presentación en sociedad era
traumatólogo y se me ocurrió acudir a él. Como el esclavo había sido usado y
abusado con los ojos vendados, no podría reconocerlo. La cuestión era
planteárselo al médico con discreción. Así que lo llamé: “¿Te acuerdas del
individuo con el que jugamos a la gallinita ciega?”. “¡Cómo no me voy a
acordar! Si aquel tío era un portento”. “Pues resulta que ha vuelto a mi casa
y, en una de esas cosas raras que le gusta experimentar, se ha dado un tortazo
y tiene una pierna fastidiada. ¿Te importaría que te lo mandara para que le
eches una ojeada?”. “¡Una ojeada y lo que haga falta!”. “Bueno yo hablo en plan
profesional. Lo que dé de sí la visita ya es cosa vuestra... Pero no hagas ver
que lo conoces. Es un poco rarillo y le daría corte”.
Hice que el lesionado cogiera un
taxi y se presentara en casa del galeno. Preferí no acompañarlo para no
involucrarme en lo que pudiera pasar, conociendo a los dos sujetos.
Evidentemente no iba a faltar un relato pormenorizado de lo acontecido: “Si ya
le decía yo que no era nada grave. Pero eso sí, el doctor ha sido de lo más
amable. Y mano de santo, que todo hay que decirlo... Bueno, mano y más cosas”.
“Desde luego cojeas mucho menos... y se te nota muy contento. Así que
desembucha”.
“No crea, que al principio estaba
yo muy impresionado, con tanto aparato raro y tantos cuadros de huesos. Pero el
doctor enseguida supo darme confianza, como si me conociera de toda la vida”.
No pude menos que reírme para mis adentros: de toda la vida no, pero sí de la
cabeza a los pies. “Además que estaba de muy buen ver; no me extraña que fuera
amigo de usted. Con su bata blanca que no se había cerrado demasiado. Pensé que
habría sido por las prisas. Pero que no llevaba nada debajo lo averigüé
luego... Ante todo se ocupó de mi estado: “Así que has tenido una buena
caída... Será mejor que te quites los pantalones para ver esa pierna”. Como yo
me movía un poco tambaleante, hasta me ayudó ofreciéndome su brazo, ¡tan
velludo y con qué buen tacto! “Ahora te vas a tumbar en la camilla y comprobaré
si hay algo roto”. Allí me tiene usted con un toqueteo de la pierna que casi ni
me enteraba de que me dolía. Dirá usted que no tengo remedio, pero lo que me
pasó no lo pude evitar. Tanto roce y tanto estrujón, que casi llegaban a la
ingle, me provocaron una erección, que ni los calzoncillos podían disimular. Y
vaya si se dio cuenta el doctor, porque dijo: “Roto no hay nada, tienes unos
huesos duros... y parece que no solo los huesos”. No sabe la vergüenza que me
entró, porque yo estaba allí por una cosa sería y no para provocar. Menos mal
que el doctor siguió muy profesional él: “Solo tienes una buena hinchazón... de
la rodilla –la palabra ‘hinchazón’ y la pícara pausa que hizo me volvieron a
sonrojar–. Te la voy a untar con una crema y ponerle una venda elástica...
Hablo de la rodilla, claro” – ¡y dale!–. Pues sí, la crema me iba dando un
calorcillo calmante que parecía milagrosa. Y del arte con que me la aplicaba el
doctor ni le digo. Lo malo era que, con el gustito, la polla se me ponía cada
vez más rebelde y parecía con vida propia, por los estirones que le daba a los
calzoncillos. Encima no se me ocurrió otra cosa que pensar que igual la del
doctor también estaba traviesa bajo la bata. Pero, si era así, lo estaba
disimulando muy bien. Cuando por fin me tensó la venda, me dio un cachetito
cariñoso en el muslo y dijo: “Solo falta una inyección de un calmante que te
dejará como nuevo”. Y añadió con todo el recochineo: “Ponte boca abajo, pero ve
con cuidado no se te vaya a partir otra cosa”. Desde luego no tuve más remedio
que echarme mano al paquete y sujetarme el aparato para que quedara aplastado.
No es que me cogiera por sorpresa que me bajara los calzoncillos por detrás; lo
normal para poner una inyección. Pero quedarme con el culo al aire me puso aún
más salido. Usted ya me conoce, señor. Para colmo el doctor se puso juguetón
con el algodón empapado en alcohol, que casi se escurría por la raja. Y me daba
palmaditas en un lado y en el otro, simulando el pinchazo, que ni lo noté cuando
me lo dio de verdad. “Anda, ya te puedes sentar”. Y yo ahí con las piernas
colgando de la camilla y los calzoncillos medio caídos, que solo los sujetaba
la punta de mi polla. “¿Seguro que no te golpeaste en otras partes del cuerpo?
Mejor que te quites la camisa por si hay algún hematoma”. Ya sí que me quedé
con la mínima expresión de ropaje. Fue tan minucioso en el repaso de pecho y
espalda que ya empecé a escamarme. Porque no iba a confundir los pezones con un
moretón, y bien que me los estrujaba. Como casi se había metido entre mis
muslos, ya noté algo duro que se me apretaba. ¿Y qué iba a hacer yo después de
lo bien que me había tratado? Mentiría si dijera que no le tenía a estas
alturas unas ganas tremendas, pero no me parecía apropiado tomar yo la iniciativa.
Aquí fue cuando el doctor, muy finamente, estiró con un dedo la goma de mis
calzoncillos y, claro, la polla me salió disparada. Me pareció suficiente
iniciativa, de modo que desabroché los pocos botones que aún le cerraban la
bata y me amorré a una teta para calmarme los nervios. Le debió gustar, porque
estiró para abajo la especie de pantalón de pijama que llevaba y restregó aún
con más fuerza la polla por mi muslo. Luego juntó la mía y la suya con una mano
y les daba unos frotes que para qué. Yo dale que te pego chupándole las tetas,
y bien que le gustaba. Sentado como estaba, tenía poca movilidad, pero el
doctor ya sabía lo que hacer. Fue escurriéndose y de repente se metió entera mi
polla en la boca, con tanta vehemencia que se me puso toda la piel de gallina.
La mamada era de profesional, pero no precisamente en medicina. Yo estaba ya
que me salía, pero el doctor, con las alturas muy bien calculadas, se dio la
vuelta entonces y apuntó su raja a mi polla. Apretó un poco y ya la tuve bien
adentro. Removía la popa con mucho arrebato y yo le puse más énfasis
agarrándole las tetas. “¿Le parece que me corra, doctor?”, pregunte, porque no
había que perder las formas. “¡Venga ya, que me está ardiendo el culo!”. Fue un
alivio para la calentura que había ido acumulando el chorro que solté; hasta me
dio apuro la cantidad de leche que le metía dentro. Pero el doctor, la mar de
satisfecho, seguía pegado a mi entrepierna y meneándose: “¡Así, así, hasta que
se afloje bien empapada en tu leche!”. Ya ve qué cosas... Y no crea, que como
la tenía apretada y caliente, aún tardó un rato en ponérseme morcillona. Al
fin, cuando el doctor notó que se me escurría, se separó de mí sacudiendo el
culo. Enseguida me di cuenta de que le quedaban ganas de jarana, porque al
volverse ya se le había puesto el cipote como un obús. Imaginé que ahora me iba
a tocar otra inyección y la verdad es que me apetecía un gustazo por atrás con
esa jeringuilla tan bien cargada. Tiró de mí para que bajara de la camilla. Eso
sí, con cuidado de que no forzara la pierna vendada... Todo un detalle de buen
médico, no me dirá que no. Quedé apoyado con los codos y ahí tenía ya mi culo a
su disposición. Lo que no me esperaba fue que se pusiera a darme palmadas con
mucho entusiasmo. Si lo que pretendía era estimular la circulación de la
sangre, desde luego que lo estaba consiguiendo, porque las posaderas me
empezaban a hervir. Lo que son las cosas, eso me aumentó las ganas de que el
ardor me fuera para adentro con esa verga que prometía. No me defraudó, no, el
doctor. En cuanto se le pasó el capricho de la zurra, me dio una embestida que
casi se me saltan los ojos. ¡Qué potencia, oiga! Porque se movía perforando
como un buldózer, o como se diga. Ni tiempo me daba a poner de mi parte algún
meneo. Así que tenía el culo echando humo por dentro y por fuera. “¿Te gusta
este ejercicio de rehabilitación?”, dijo encima; supongo que con recochineo. Ya
puestos, me apunté: “Doctor, ya sabe que estoy en sus manos. Todo lo que usted
haga será para bien”. Le debió hacer gracia, porque intensificó, si cabe, las
arremetidas. No entendí por qué añadió: “Este culo me trae muy buenos
recuerdos”. Desde luego, cliente no había sido, que tengo mucha memoria visual.
El caso es que cada vez estaba más salido, no solo enculándome venga y dale,
sino dándome estrujones y tortazos por todos los sitios que alcanzaba con las
manos. Pegó un berrido que casi me deja sordo y se descargó a base de bien. Como
un detalle se me ocurrió agacharme y, con la pierna vendada estirada, le lamí
los restos que le goteaban de la polla. Y hay que ver el doctor, debe ser que
abusa de las vitaminas. Porque estaba yo limpiándole a fondo el instrumental y
éste empezó a hincharse otra vez dentro de mi boca. Y él como si fuera de lo
más natural: “¡Qué bien la mamas, golfo! Sigue ahí un rato y verás como te
llevas propina”. Bueno, pues tampoco había prisa, ¿no? Así que me esmeré con
chupadas y lengüetazos, y aquello se notaba cada vez más duro. “¡Dale, dale,
que tu boca casi me pone más caliente que tu culo!”, me animaba. Estuve un rato
sin parar, que hasta me dolían las quijadas. Pero conseguí sacarle una lechada
que no sería tan abundante como la que me había entrado por detrás, pero sí me
hizo tragar varias veces. Yo, con tanto meneo, había cogido un empalme tremendo,
lo que al doctor no se le escapó en cuanto me incorporé. Muy atento me dijo:
“Anda, que necesitas descansar. Échate otra vez y te aplicaré un último
tratamiento”. Panza arriba ahora y con el palo mayor empinado. Me escamó que me
pusiera un paño sobre los ojos, pero aclaró: “Así te dará más morbo”. De todos
modos, ya sabe usted que estoy hecho a todo. Lo primero que sentí fue que me
iba rodeando los huevos y la polla con una especie de cordoncillo, aunque sin
apretar demasiado... menos mal. El paquete me quedó más resaltado todavía.
Cambió de zona y unos chorritos aceitosos me fueron cayendo sobre los
pezones... ¡y qué gusto me dieron los pellizquitos que me iba dando! Siguió
bajando con el goteo, que me entró en el ombligo y me hizo cosquillas. Pero lo más
fue cuando me cayó sobre el capullo y se escurrió por toda la polla y los
huevos. Luego empezó a darme un masaje que hizo que tensara hasta los dedos de
los pies. Con una o las dos manos resbalosas me hacía unos pases que me
llevaban al cielo. Y no quedaba ahí la cosa, porque de vez en cuando me daba
una chupada por sorpresa que, con los labios escurridizos por el aceite, aún
daba más gusto. Total, que me estaba poniendo burro del todo y ya me bajaba un
calambre desde la coronilla. Cuando ya no podía más y grité ‘¡doctor, que me
corro!’, ¿sabe lo que hizo el muy pillo? Apretó fuerte con la yema de un dedo
el agujero del capullo y tuve una sensación rarísima. Porque la leche hacía
presión para salir y no podía, lo que me daba como escalofríos. Por fin quitó
el tapón y, al mismo tiempo, soltó de un tirón el cordoncillo. Y no vea qué alivio
tuve al quedar la vía libre. El doctor mismo, muy pulcro él, enjugó la mezcla
de leche y aceite de mis bajos con el paño que me había tapado los ojos.
“Bueno, creo que ya va siendo hora de que te vistas”. Era su forma de acabar la
visita, por lo que le pregunté: “¿Qué se debe, doctor?” –Porque, aparte del
dinero para el taxi, también había calculado una reserva para la consulta–.
Pero soltó una risotada: “Darnos por culo cuando vuelvas a la revisión, ¿te
parece?”. Hay que ver, con lo fino que había empezado... “Lo que usted mande,
doctor. Aquí me tendrá”. Me fui un poco azorado... pero con todo el cuerpo la
mar de encajado. Y me alegro de que mi arreglo le haya salido gratis al señor”.
“Está visto que, vayas donde
vayas, y aunque sea con la pata coja, acabas follando”, le dije riéndome.
“Bueno, señor, usted ya debía saber a quién me mandaba... y con lo bien que se
ha portado, no me iba a hacer el estrecho”. “¿El estrecho tú? Ni aunque te
hubiera cortado la pierna... Anda, que ya estarás deseando que te haga una
revisión”. “Es que estas lesiones hay que vigilarlas, no sea que me quede una
malformación”. “¡La polla se te va a mal formar a ti!”. Y así he podido reseñar
un nuevo episodio de nuestra convivencia. (Continuará)
Mmmm, ya lo estaba echando de menos. Gracias por seguir deleitandonos con tus relatos.
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