Pero utilizar la palabra
“andanzas” al referirme a él se me iba quedando corto. Su capacidad para
enredarse en los encuentros más rocambolescos seguía resultando ilimitada, y lo
más curioso era que salía de ellos con el ingenuo convencimiento de ser cosas
del destino. Tal es el caso de una tarde en que salió a primera hora para hacer
unos recados. Me extrañó que se demorara tanto en regresar, pues no creía que
lo que había de hacer requiriera demasiado tiempo. Sin embargo, mi extrañeza se
fue convirtiendo en alarma a medida que pasaban las horas y avanzaba la noche. Era
totalmente inusual en él que hubiera dejado pasar la hora de mi cena sin
ninguna previsión al respecto. Se comprenderá que, dada la singularidad de
nuestro vínculo, a la preocupación natural por que le hubiera ocurrido algo, se
sumaban las complicaciones que podrían surgir.
Cuando por fin oí que se abría la
puerta, respiré y me dispuse a que me diera cumplida cuenta de su tardanza.
Apareció muy alterado y con la ropa desajustada y sucia. Antes de que me diera
tiempo a hablar, ya empezó él atropellando las palabras por su sofoco: “¡Ay,
señor, qué mal me sabe haberlo dejado abandonado! ¿Habrá podido apañarse con la
cena o en un momento le preparo algo?”. Lo atajé cabreado: “¡Déjate de cenas
ahora, y a ver si me explicas tu vuelta a estas horas y con esa pinta!”. Buena
cosa le dije, porque ya fue un no parar:
“Es que el mundo es un pañuelo y
yo siempre me doy encontronazos... ¿Se acuerda usted de aquel día en que
volvíamos de las vacaciones y, después de la parada para comer, me vio bajar de
un camión?”. “Sí, y limpiándote la boca de la mamada que le habías hecho al
camionero”. “Pues lo que son las cosas... Estaba yo en un almacén de bricolaje buscando
las cintas para las persianas que hay que cambiar, cuando me pusieron una mano
en el hombro. Me volví y era un hombretón impresionante. “¿No te acuerdas de
mí?”. Lo miré extrañado, porque era difícil que no recordara una pieza como
aquella. Pero cuando se echó mano al paquete en plan descaro, enseguida me vino
la luz: “¡Claro! Pasé un ratito en tu camión, ¿a que sí?”. “Y no veas el buen
recuerdo que me dejaste”. También me vino la imagen del pollón que me comí
aquel día y se me escapó una sonrisa pícara. “Pues el camión lo tengo ahí
fuera...”, dijo insinuante. Me hice a la idea de que no iba a poder negarme a
repetir la faena, después de la simpatía del hombre. La cosa, sin embargo, se
puso más complicada. “Precisamente ahora he quedado con dos amigos que estarían
encantados de conocerte”. “Conocerme ¿cómo?”, quise precisar. Ya ve que soy
precavido... Me engatusó un poco: “Seguro que a ti también te gustan... ¡Déjame
darles una sorpresa y presumir del ligue que les llevo!”. Tonto de mí, ya me
empecé a interesar. Porque si eran tipos como él... “¿Y a dónde habría que
ir?”, volví a preguntar. “Si está aquí al lado. Es un local que uno de ellos
está acondicionando para poner un gimnasio. Ni siquiera hace falta que cojamos
el camión,...aunque luego te puedo llevar a donde quieras”. Se le notaba tanto
interés que cómo iba a negarme. Ya me conoce... Además sería un ratito y, si me
traía en el camión, ganaba tiempo. Así que pagué las cintas que había cogido y
salimos rumbo a lo desconocido... para mí, claro. Él no dejaba desde luego de
animarme: “Verás que amigos más majos y abiertos tengo. Te van a acoger de coña”.
Se me escapó: “¿Pero son como tú...?”. Soltó una risotada: “Así que te gusto...
Pues ya verás a los otros dos””.
“Llegamos ante una puerta
metálica bajada y con una más pequeña en medio. “Tengo una llave”, dijo. “Es
que la entrada es lo más atrasado”. Pero por donde íbamos pasando no es que
estuviera mucho mejor. Al pasar por delante de una puerta abierta sí que vi una
habitación bastante grande con muchos trastos de gimnasia, aunque un poco
apilados y que no parecían muy nuevos. El camionero empezó a llamar: “¡Eulogio!
¡Artemio! ¿Estáis ahí?”. Vaya nombrecitos, si ellos son igual..., pensé. Una
potente voz contestó: “¡Aquí, nos estamos duchando!”. Al fondo había una
especie de cuarto de baño y en un rincón, sobre un sumidero, un brazo de ducha
soltaba un buen chorro. ¡Y qué barbaridad lo que había debajo! Dos tiarros
descomunales en cueros y bien remojados, que el camionero quedaba pequeño a su
lado... y ya es decir. Además debían haber estado dándose gusto, porque lucían
unas vergas tiesas que quitaban el hipo. Mi acompañante, sin inmutarse, me
señaló y les dijo: “Os traigo carne fresca”. ¡Vaya forma de presentar a uno!,
pensé. Aunque luego siguió más elogioso: “Yo solo le he probado la boca, pero
la mama que te cagas. Y todo lo demás promete...”. Me dio una palmada en el
culo que casi tropiezo. “Pues que empiece por ahí ¿verdad?”, le dijo un coloso
a al otro. Dicho y hecho. Chorreando agua y cimbreando los pollones se me
abalanzaron. Empujándome de los hombros me hicieron caer de rodillas. Y mire
que yo de alfeñique no tengo nada. Lo malo fue que se me empaparon los
pantalones en el suelo mojado. Ya esa falta de cuidado me debió haber molestado
lo suficiente como para levantarme y dejarlos plantados. Pero cuando tuve ante
mis ojos aquellas dos maravillas pidiendo “cómeme” se me fue el oremus. Sé que
me dirá que no tengo remedio y que me pierdo en cuanto veo una polla. Pero es
que aquéllas eran las columnas de Hércules, oiga. Así que, con la sesera
derretida, me amorré a una o a otra según el manejo que a cuatro manos le iban
dando a mi cabeza. Oí que el camionero decía: “¡Eh, que yo quiero mi
recordatorio!”. Y, con el manubrio asomando por la bragueta, se abrió paso
entre los otros dos y se puso también a mi disposición. “¿Qué os decía? Es un
mamón de cojones... Pero, como no lo paremos va a coger un empacho de leche”.
Fui yo el que aflojó entonces, que uno, aunque no lo parezca, sabe controlarse”.
““Pues ahora hay que comprobar el
resto del material”. Como si fuera un muñeco de trapo, los dos de la ducha me
agarraron y, sin ningún miramiento, me fueron dejando a pelo. Encima iban
tirando la ropa al suelo y aún se enguarraba más. Me distraje porque el
camionero aprovechó para acabar de despelotarse también y me dio gusto ver lo
que lucía. “¡Mirad cómo se le ha puesto con el chupeteo!”, dijo uno. ¡Y cómo no
se me iba a poner, que uno no es de piedra! La verdad es que, vistas las cuatro
en perspectiva, la mía no es que desmereciera. Pero ellos, con sus achuchones
comentados: “¡Qué buen pajón tiene el tío!”, “¡Este culo debe ser un
coladero!”, “¡Tiene unas tetas para comérselas a mordiscos!”. Parecía que se me
fueran a repartir por cachos. Bueno, siempre sube la moral que te alaben las
prendas aunque, con tanto furor a mí alrededor, no las tenía todas conmigo. Yo
miraba al camionero, que era el que me resultaba de más confianza. A éste se le
ocurrió: “¿Por qué no le enseñamos el gimnasio?”. Las risotadas que provocó me
dejaron con la mosca detrás de la oreja. La habitación a la que me llevaron
desde luego tenía poco de gimnasio en funcionamiento. Como le dije, había
muchos aparatos amontonados en plan almacén. “Vamos a jugar contigo un poquito
¿A que te apetece?”, me persuadió el camionero. A ver, quién se iba a hacer el
estrecho con esos tres monumentos. Había pegada a la pared una tira de barras
horizontales de madera. Me pusieron de espaldas a ellas y el culo me quedó
encajado entre dos. ¡Ay, qué susto cuando me subieron los brazos y me ataron
las manos a una barra de arriba! “Tranquilo, que esto es para ordeñarte y
calmarte los ardores de esa polla que se te ha puesto loca”. La verdad es que
la tenía de lo más estirada y me latía como si estuviera allí el corazón.
“¡Ahora sí que voy a comerle las tetas!”, dijo el que se había encaprichado con
esa parte de mi anatomía. ¡Y vaya si comía, que creí que me iba a dejar sin
pezones! Pero, con escalofríos y todo, me fui entonando. Como me tapaba con su
cabeza, no pude ver cuando, por abajo, me estiraron de los huevos y engulleron
mi polla como si tuvieran una ventosa. Todo y la sorpresa, me empezó a dar un
gusto tremendo. Y no era uno sino dos los que se turnaban en la mamancia; lo
notaba en el cambio de estilo. Cuando mis resoplidos se fueron acelerando –ya
sabe que soy un poco escandaloso en este trance–, una mano enérgica me dio la
puntilla. No sé cómo pude echar tanto; creía que no iba a parar. También ellos
se admiraron, por el regocijo que mostraban. “¡Joder, qué semental!”, fue lo
más suave que dijeron”.
“Pero claro, no se iban a
conformar con mi espectáculo de surtidor. “Con toda la leche que has soltado,
te habrás quedado seco. Te conviene repostar”. A buen entendedor... Me soltaron
las muñecas de la barra y, mientras yo me desentumecía y sacudía las últimas
gotas de leche, acercaron un potro, de esos que se usan para saltar; por cierto
con bastante polvo. Viéndolos allí arrastrándolo y graduando la altura de las
patas, con las buenas plantas que lucían y las pollas oscilando de un lado para
otro, me entraron unas ganas enormes de que se aliviaran conmigo. Sentimental
que es uno... No tuvieron que explicarme mucho para entender que me tocaba
echarme barriga abajo sobre el potro, de modo que la cara, por un lado, y el
culo, por el otro, me quedaban a la misma altura. La ronda que montaron parecía
la danza del sable. Los pollones hacían un pase por mi boca, para que los
pusiera contentos, y otro por mi culo. Y nada de cremas ni aceites; se apañaban
con salivazos a la raja. Pues mire que la variación me llegó a gustar. Después
de la primera arremetida, que me cortó el resuello –yo creo que empezó el que
la tenía más gorda–, todo fue como una seda. Aunque un poco brutos, le ponían
tanto entusiasmo que me lo contagiaban. Parecía que me pulieran por dentro y el
calorcillo iba en aumento. Pese al impacto, yo tampoco desatendía las tareas de
boca. Hasta el punto que uno de ellos, cuando le tocó el turno, me echó una
descarga que por poco me atraganto. Los otros dos no; éstos me atizaron por
detrás a conciencia. El primero en correrse me dio una embestida que casi salto
el potro y me metió tanta salsa en varias convulsiones que pensé que ya no me
iba a caber más. Pero el siguiente no se anduvo con chiquitas y se abrió paso
por el agujero pringoso. Un último empellón y sí que me cupo, sí, aunque esta
vez fue un chorro continuado, que bien que lo noté. Claro que el batido de
leche se me escurría por los muslos”.
“Después de una cosa así se crea
como una camaradería, no me diga usted que no ¡Uy, perdón! ...al menos es lo
que yo siento. Además, no crea que me dejaran tirado después de usarme. Antes
de que me hubiera dado tiempo a bajarme del potro, el camionero tuvo la
pillería de asomarse por debajo. Como el borde me quedaba justo por encima del
paquete, avisó a los otros: “¡Mirad qué bien le ha sentado al tío la follada!”.
Era que, como soy de recuperación rápida, y más dadas las circunstancias, me
había puesto burro total otra vez. Me dio corte incorporarme, pero tampoco era
tan raro después de lo que había pasado ¿no? “Pues mira, me da el capricho de
aprovecharte, ¿no te importa, verdad?”. No entendí de primeras a qué se refería
pero, en cuanto se tumbó sobre el potro y me ofreció el culo, lo tuve claro. A
pesar de las burlas de sus colegas, me dispuse a complacerlo. Porque me pareció
todo un detalle por su parte; con razón era mi favorito, fuera de comparaciones,
que los tres tenían su encanto. Como al fin y al cabo parte era suya, recogí un
poco de leche aún fresca en mi entrepierna y se la estampé en la raja. Me dio
mucho gusto entrarle y me animé con el mete y saca, sobre todo cuando exclamó:
“¡Follas tan bien como mamas, cabrón!”. Tan entusiasmado estaba yo que acabó
protestando: “¡A ver si te corres, que es para hoy y ya me quema el culo!”. Es
que esta vez, claro, me costaba más. Pero hice un esfuerzo de concentración y
al fin nos quedamos los dos apañados”.
“El disgusto me lo llevé cuando
fui a recuperar mi ropa. Con tanto ajetreo ni había caído en recogerla. Y
estaba allí en el suelo hecha un guiñapo y mojada. Pero, claro, no tuve más
remedio que ponérmela tal cual. Encima, se me había ido el santo al cielo y no
sabía ni qué hora sería. Miré al camionero, que también se estaba vistiendo,
por si se acordaba de su promesa de acercarme a casa. Sí que cumplió el hombre,
y así no tuve que ir por ahí con esta pinta. Incluso se disculpó por haber
exagerado lo del gimnasio a punto de inaugurar. En realidad, de eso nada; no
era más que un local abandonado que aprovechaban para montarse sus juergas y,
como había algunos cacharos para dar el pego, se inventó el cuento. Todo para
que fuera confiado. Qué considerado, ¿no?”.
Desde luego, su táctica de hablar
sin parar conseguía calmarme por agotamiento. No niego que también me ponía
cachondo con tanto detalle. Pero tenía que mantener el principio de autoridad.
“No me importa que te dé por el culo media ciudad. Pero deberías ser más
considerado y no quedarte por ahí sin avisar”. “No sabe cuanto lo siento,
señor. Si creía que sería una mamadita de cinco minutos. Me dejé enredar y no
pude negarme, aunque arrepentido lo estoy y mucho”. “¿Arrepentido tú de haberte
comido tres pollas, que además te han dejado el culo como después de un
bombardeo? Vamos, anda...”. “Le aseguro, señor, que no se repetirá”. Lo miré
con todo el escepticismo del mundo, que resultó justificado en cuanto cambió de
tercio. “¡Ay, ay, ay! ¡Qué cabeza la mía! Pues no me he dejado olvidadas en el
local las cintas de las persianas... Voy a tener que volver un día de estos.
Total, a ellos no les van a hacer ningún avío y sería una lástima perder lo que
costaron. ¿No le parece, señor?”. “Ya, ya...”. (Continuará)
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