Cuestión aparte era, sin embargo,
mentalizar al esclavo de en qué había de consistir su intervención. Antes que
nada le engañé con el señuelo, determinante para él, de que me embolsaría una
buena cantidad de dinero si cumplía con lo que le íbamos a requerir. En este
caso no se trataba simplemente de hacer lo que se le pidiera, como había
ocurrido en su etapa de hombre de alquiler, sino que debía poner en juego su
espontaneidad erótica y provocadora. De manera que, tras una puesta en escena
en la que sería convenientemente asesorado, habría lanzarse a poner cachondo al
personal. Se le iban abriendo los ojos como platos al hilo de mis
explicaciones, hasta que soltó: “Vamos, como Rita Hayworth y la danza de los siete velos”. “Más o menos, pero en
macho”, aclaré. Él no dejaba de subestimarse: “Es que usted sabe que yo, cuando
se trataba de atender caprichos de los clientes, no me dolían prendas. Pero si
ahora tengo que ponerme a conseguir que a los señores les den caprichos, no
creo que tenga gracia para eso y lo voy a dejar en mal lugar”. Contraataqué:
“También me consta que, en cuanto ves cualquier posibilidad de alboroto sexual,
te pones como una moto y no hay quien te pare”. “Si lo dice usted..., pero
sentiría que hiciera el ridículo por mi culpa”, contestó dubitativo. Vencí sus
temores con una arenga: “Déjate llevar por tu instinto y verás como tú mismo te
sorprendes,...y de paso nos sorprendes a todos”. Estuve plenamente convencido
de que se saldría, incluso en exceso.
Hice que fuera bien arreglado y
le exhorté a que, al llegar, se abstuviera de actitudes serviles y se
comportara con naturalidad. Le entregué una bolsa de deportes, cuyo contenido
él ignoraba, y en la que había puesto una serie de objetos necesarios para su
actuación. El anfitrión, al que pedí que guardara la bolsa en un lugar
discreto, lo presentó como un paciente al que había tratado recientemente, lo
cual no dejó de provocar algunas sonrisas malévolas. A mi esclavo le
tranquilizó la identidad de aquél y, aunque muy circunspecto, se atrevió a
integrarse al pica-pica y hasta a hacerse con alguna bebida.
Todo transcurría con una
contenida corrección, cuando le hice una discreta señal para que me siguiera a
la habitación donde aguardaba la bolsa de deportes. Se sometió dócilmente a mis
instrucciones y manipulaciones. Al cabo de un rato, y no sin tenerlo que
conminar severamente, reapareció en una transformación espectacular. Llevaba
anudado a la cintura un pareo muy transparente estampado de flores rojas, que
permitía vislumbrar un mínimo tanga también rojo. El torso estaba parcialmente
cubierto por una profusión de largos collares con bolas de distintos grosores y
colores y, a juego, lucía algunas pulseras en brazos y muñecas. Remataba el
atrezzo con un antifaz adornado con plumas. Por arte de magia, se había
convertido en un magnífico ejemplar de los más tórridos desfiles californianos.
Ante su irrupción, todos quedaron
paralizados y se hizo el silencio, lo cual volvió más audible la música de
fondo que sonaba. Yo mismo tuve un instante de duda sobre lo que había
desencadenado y llegué a temer que, sintiéndose ridículo, no se atreviera a ir
más allá de poner posturitas. Pero pronto vi que su capacidad de histrionismo y
seducción iba a desplegarse en toda su dimensión. Con un ritmo sicalíptico y
cierta torpeza que, sin embargo, suplía con ingenua picardía, siguió la música
y se fue moviendo por la sala. Los collares se desplazaban y descubrían sus
tetas, cuyos pezones toqueteaba. Mientras evolucionaba desataba risas nerviosas
y miradas de deseo. La sorpresa había estado fuera de lo imaginable por los
correctos reunidos. Por fin se dirigió al anfitrión y le concedió el honor de
soltar el nudo que sujetaba el pareo. Lo hizo con manos estremecidas y la
prenda cayó al suelo. La pequeñez del tanga quedó de manifiesto, pues el
minúsculo triángulo delantero, ya bien tensado, dejaba fuera el vello del pubis,
y los huevos casi salían por los lados. La estrecha tira trasera se perdía
dentro de la raja, dejando su orondo culo completamente al descubierto. De esta
guisa, se dedicó a quitarse collares y pulseras que iba poniendo a cada uno de
los concurrentes, a los que de paso besaba y repartía algunas caricias.
Gustosos se dejaban hacer, aunque con una pasividad debida todavía al asombro.
Cuando ya su único atavío eran el
antifaz y el tanga, cada vez más engullido por sus redondeces, con un falso
pudor recuperó el pareo y se lo anudó por encima del pecho. Por su
transparencia, sin embargo, quedaba muy poco velada su anatomía. Se desprendió
del antifaz y, con un desenfado que me asombró, se integró de nuevo al picoteo
e, incluso, a las libaciones del grupo, cuya única nota frívola la daban los
collares que tan gentilmente había repartido.
En un momento determinado, a una
disimulada indicación mía y según la instrucción que le había dado, exclamó:
“Supongo que alguien se habrá acordado de la tarta. Me ofrezco para servirla”.
Un gordito muy risueño, y que si bien era no precisamente la pareja pero sí un
amigo muy íntimo del homenajeado, se ofreció para acompañarlo a la cocina. Como
tardaron un rato, llegué a sospechar que se estuvieran metiendo mano. El
personal empezó a batir palmas jocosamente y, por fin, llegó su reaparición.
Seguido del gordito, que hacía sonar una campanilla, era el portador de la
tarta con las velas numéricas prendidas. Y daba otra vuelta de tuerca a su
descoco, pues llevaba un delantal rojo muy pequeño, casi infantil, cuyo peto
dejaba fuera los pezones y que por abajo apenas rebasaba el nivel de los
huevos. A todos les intrigaba morbosamente si había conservado el tanga, pues
el lazo del delantal por detrás podría esconder, en su caso, su fina sujeción.
Por lo demás, cuando avanzaba y se hacía visible su parte trasera, los cachetes
del culo mostraban los dos números dibujados también en rojo.
Ahora lo inmediato era el ritual
de apagar las velas. Así que depositó el pastel en la mesa ante el celebrante
que, con la vista puesta en el equívoco delantal, bromeó: “Procuraré tener
puntería, no vaya a ser que el soplido levante alguna cosa”. Pero se atenuó el
resto de la iluminación y acertó a la primera. Aplausos, albricias y besos,
olvidándonos por unos instantes de la pertinaz provocación. El gordito y él se
hicieron cargo de las particiones y el reparto de platos. Como la tarta estaba
abundantemente rodeada de nata, se cuidaba de que, por poco golosos que fueran
algunos, todos quedaran provistos de una buena porción.
Su llamativo y sucinto atuendo no
podía menos que contrastar con la indumentaria convencional del resto. Y el
ambiente estaba suficientemente caldeado para que se liberara más de una
inhibición. Cuando un pegote de nata fue a parar a uno de sus pezones y otro al
otro, se desató la tormenta. Con toda frescura agarró a los dos lanzadores y
los instó a reparar el agravio. Gentilmente, usaron sus lenguas para lamer la
nata con cierto detenimiento. Pero el doble chupeteo contribuyó a su vez que el
misterio se fuera desvelando. Por un efecto reflejo, el delantal que hasta el
momento había cubierto lo justo se fue levantando, en una evidente demostración
de que bajo él no había ninguna otra barrera de contención. El corto y fino
tejido se retrajo entonces y dejó asomar la punta del capullo. Con un falso
gesto de pudor se volvió de espaldas, pero su culo de cachetes numerados no
ofrecía precisamente una visión menos provocadora. Antes bien, el que alguien
soltara el lazo trasero de delantal, que se desprendió, pareció operar como la
señal para que, entre varios, lo arrastraran sobre la mesa poniéndolo boca
arriba. Le subieron los pies para que los apoyara y quedara con las rodillas
levantadas. Las perspectivas que ofrecía desde cualquier ángulo no podían ser
más lujuriosas, a pesar de su actitud mimosa de bebé gigante. Lo rodearon y
pegotes de nata e, incluso de tarta, fueron cayendo sobre su cuerpo. Una guinda
quedó encajada en su ombligo. Los lametones que iba recibiendo aumentaron su
estado de excitación y la polla se le erguía bamboleándose entre los muslos.
Aunque sin duda era el manjar más preciado, nadie se atrevía a poner el
cascabel al gato. Pasar de fugaces lamidas a una mamada en público era algo que
retenía hasta a los más lanzados.
Sorpresivamente, el anfitrión,
reconfortado por el abundante cava y lo señalado del día, se decidió a
compartir protagonismo con él. Con un gesto de “dejádmelo a mí”, se la cogió
con delicadeza con dos dedos por unos instantes para, a continuación darle una
chupada a la punta. Los aplausos y ovaciones superaron los del apagado de las
velas, y el esclavo estaba encantado con las consecuencias de su provocación.
Mas el celebrante, pese a la expectativa suscitada, no quiso sobrepasar ese
acto algo más que simbólico y se limitó a darle un cariñoso cachetito en el
culo. Sus invitados eran demasiado sosos para darles más carnaza. Aunque también
tuve claro que la cosa no iba a acabar ahí.
Pero el esclavo seguía allí
encima con las piernas encogidas, la polla tiesa, los huevos bien asentados e,
incluso, el ojete casi a la vista por la tensión de los glúteos, por lo que pensé
que ya lo más sensato era reconducir la situación. Así que le hice bajar de la
mesa y lo llevé al baño para que se librara de los restos de nata. La ducha no
sólo lo dejó limpio, sino que sirvió también para atenuarle la calentura. No
dejaba de estar desconcertado por que todo hubiera quedado en algún que otro
chupeteo, después de haber echado los restos con sus disfraces, que le habían
dado tanta vergüenza. “Así que a ti solo te gusta el folleteo puro y duro”, le
reconvine. “No señor, y usted perdone, que cuando hace falta le pongo
fantasía”. “Si lo has hecho muy bien, pero ya has visto que los invitados no
daban para más”. “Por respeto no digo lo que me han parecido”. “Eso, mejor te
lo callas... Además, ¿crees que el doctor que te ha tratado siempre tan bien te
va a dejar ir de rositas?”. “Bueno, si es así...”. Le alcancé una sutil bata
japonesa que le llegaba a medio muslo y que, al contacto de la piel mojada,
acentuaba la transparencia. “Venga, al ruedo. Y no desesperes”, concluí.
Con la ausencia del
exhibicionista, los ánimos se habían ido calmando y pronto empezó el desfile de
los que se marchaban. Todos se despedían agradeciéndole lo bien que se lo
habían pasado, lo cual restauró su amor propio. Por supuesto, se ofreció para
ayudar a recoger y acentuaba su amabilidad esperando recompensa. Así, finalmente
quedamos solos con el anfitrión y el gordito. Y, como no podía ser menos, se
desató la calentura acumulada. La bata del esclavo, que de por sí bien poco
tapaba, saltó por los aires y, a medida que su polla volvía a pedir guerra, los
otros tres ya nos estábamos desnudando apresuradamente.
Para empezar, el anfitrión, que
lucía ya un pollón considerable, de cuyas virtudes el esclavo había disfrutado
a fondo en las visitas médicas, se abalanzó sobre él. Como el hombre además era
fornido y se había ido quemando con las continuas provocaciones, casi lo
levanta en vilo en su deseo de desquitarse. El gordito y yo, más calmados,
reservamos nuestras energías para más adelante. Nos acomodamos en un sofá y,
mientras nos acariciábamos lánguidamente, nos dispusimos a no perdernos un
espectáculo que prometía. Pareció que el médico quería hacer retroceder la
moviola, pues impulsó a su presa a tenderse de nuevo sobre la mesa y,
levantándole las piernas, le hizo una comida de polla, con lamida de huevos
incluida, con un ansia liberada de testigos molestos –el gordito y yo éramos de
confianza–. Cuando ya lo había hecho patalear de gusto, se pasó al extremo
opuesto de la mesa, tiró de él para que la cabeza le quedara colgante y le plantó
el paquetón sobre la cara. Le chupeteaba los huevos abriéndose paso hasta que
la polla le entró en la boca. El doctor la movía como si estuviera follando y
el esclavo engullía con avidez poniendo todo su empeño. Estiró los brazos sobre
éste para alcanzarle los pezones. Se los retorcía de tal modo que le hacía dar
saltos hasta levantar el culo. Era una gozada ver cómo la polla de esclavo,
cada vez más tiesa de la excitación, oscilaba entre sus muslos. Al fin y al
cabo era lo que había estado deseando durante toda la fiesta.
Con total docilidad obedeció
cuando le ordenó bajar de la mesa y ponerse con la barriga apoyada en su
superficie. Lo forzó a separar las piernas al máximo y allí quedó exhibido el
culo con los números dibujados todavía. Se cebó con él a base de cachetadas y
estrujones. Como si esa fuera la verdadera tarta que quisiera devorar, siguió
con lamidas a la silueta de los números hasta llegar a hundir la cara en la
raja. Luego los dedos entraban y salían, haciéndolo estremecer. Se apartó un momento para coger
un buen pegote de nata de los restos de la tarta. Se lo emplastó certeramente y
lo extendió por fuera y por dentro. Ya sólo tuvo que ensartarlo con ese magnífico
pollón que iba a hacer sus delicias. El follado casi sollozaba de placer y se
removía ansioso por tenerlo todo dentro. Una vez el vientre hundido en la raja,
el bombeo fue implacable. Las embestidas hacían palmear sobre la mesa al
esclavo y los dos parecían insaciables. “Estoy montando bien la nata ¿eh?”. “¡Usted
sí que sabe, doctor!”. “¡Este culo me pone malo! ¡Qué manguerazo te voy a
soltar...”. “Está usted en su casa, doctor”. Este diálogo simbólico nos
excitaba y divertía a partes iguales a los espectadores. Pero al fin al
follador se le agotó la resistencia y, con un fuerte y sonoro espasmo, cesó en
la arremetida. Quedó de pie recuperando el equilibrio y el otro se deslizó
hasta quedar sentado en el suelo. Le cogió la polla y lamió los restos de leche
y nata.
Sin que lo hubiera soltado aún la
boca del esclavo, el anfitrión se dirigió a nosotros, viéndonos empalmados:
“¿Qué, os habéis divertido?”. Y, mostrando un desparpajo que contrastaba con la
circunspección mantenida en la fiesta, añadió: “Voy un momento a limpiarme un
poco. A ver si me lo ponéis a punto porque también quiero que su polla me
alegre el culo culo”. Así que, en cuanto salió, tiramos del que todavía se
relamía y lo tendimos en el sofá. Se entregaba mimoso a nuestro magreo, feliz
de que aún quedara juego por delante. Pero los que habíamos quedado en la
reserva también estábamos lanzados ya. Así, mientras el gordito se inclinaba
para chupársela, yo me echaba sobre éste y, abrazándolo desde la espalda, le
sobaba las tetas y le restregaba la polla por el culo. Cuando lo suplí en la
mamada, él se sentó en el suelo y me la chupó a su vez. Pero el anfitrión, en
lugar de volver a la sala, nos estaba ya llamando y los tres diligentemente
acudimos al dormitorio, donde estaba. No dejó de llamarnos la atención que,
pese a lo que había anunciado, estuviera tumbado boca arriba en la cama con las
rodillas dobladas en el borde, eso sí presentando de nuevo armas. Sin embargo,
nos sacó pronto de dudas al pedirnos al gordito y a mí: “Ayudadme a mantener
subidas las piernas. Así es como me gusta”. De modo que, con una mano de cada
uno de nosotros en la pantorrilla y otra a mitad del muslo, quedó con el culo
bien expuesto y disponible. El gordito, solícito, soltó por un momento una mano
y cogió una porción de crema de un pote que había sobre la cama. La extendió
por las partes sensibles y dejó el agujero bien lubricado. El esclavo
entretanto se daba afanoso los últimos toques a la polla, presto a satisfacer
lo que tan tentadoramente lo reclamaba. Cayó entre los muslos, con el pecho
sobre la barriga del oferente. Con un golpe de pelvis, se clavó en él y, ante los
gruñidos y la agitación de éste, tuvimos que reforzar la sujeción de las
piernas. El esclavo subía y bajaba con ritmo acelerado y, cuando estaba más
levantado, aún se podía ver la polla del follado recuperando la vertical. También
se agarraba a las piernas para hacer más fuerza y jadeaba enardecido por la
visión de los efectos de su actividad en el rostro del sometido, congestionado
por la lujuria. Cuando éste casi suplicó “¡Córrete ya!”, se tensó al máximo, soltó
al fin su descarga y, curiosamente, de forma simultánea, un chorro de leche
brotó de la polla del médico, como si se tratara de vasos comunicantes.
Soltamos las piernas y los
dejamos reponerse uno junto a otro. El doctor se había pegado por detrás al
esclavo y lo abrazaba agarrado a sus tetas. Pero había llegado nuestro momento
y, en la parte libre de la gran cama, me abalancé sobre el gordito y empecé a
besarlo y mordisquearlo por todos lados. Él reía por las cosquillas y la
excitación tratando de corresponderme. Acabamos con la polla de cada uno en la
boca del otro en unas gratificantes mamadas. Pero el chico debía tener
acumulado tal grado de calentura que pronto me llenó de leche. Como para
castigarlo por su corrida sin previo aviso, lo forcé a presentarme su redondito culo y le abrí la
raja, sobre la que eché su propio jugo retenido en mi boca. También unté mi
polla y se la clavé sin más preámbulo. No tardé en vaciarme animado por sus
quejas y arrumacos.
A pesar del alboroto, el
anfitrión se había quedado plácidamente dormido sin soltar a su presa, que no
se atrevía a moverse para no perturbarlo. El gordito y yo nos desplazamos al
salón para disfrutar de una copa en la tranquilidad de la noche. Por una vez,
al ser testigo directo, pude ahorrarme la narración de mi esclavo, aunque tal
vez él le habría puesto más prosopopeya.
Sin embargo, una vez estuvimos en
casa, caí en la tentación de tirarle de la lengua. “Y tú eras el que decía que
no ibas a tener arte para provocar al personal...”. “Una vez que usted me
disfrazó de cosa rara no me iba a esconder detrás de una cortina y a aquellos
señores se les veía muy necesitados de alegría”. “Alegría la que te diste tú
con el dueño de la casa”. “Supongo que eso entraba también en la contrata, ¿no,
señor?”. “Salme ahora con que solo fue para no dejarme en mal lugar...”. “Si un
servidor no dice nada... Pero lo de usted y el amigo del doctor ¿también
entraba en el programa?”. “¡No seas impertinente!”. (Continuará)
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