AVISO: Inicio la publicación por
entregas de un relato que se me ha ido convirtiendo casi en una novela corta.
Lo fragmento para no cansar a los que puedan leerlo.
Tuve que hacer unas gestiones en
el centro de la cuidad. Como acabé antes de lo previsto y hacía muy buen día,
decidí pasear sin rumbo durante un rato. Me adentré por unas calles que hacía
mucho tiempo no frecuentaba y me alarmó lo que se habían degradado. Llegué
incluso a sentir temor ante los tipos, y hasta grupos, de aspecto poco
recomendable con los que me cruzaba. Pensé que lo mejor era salir de aquella
zona cuanto antes. Pero, como me suele ocurrir cuando me pongo nervioso, me
entraron unas ganas imperiosas de orinar. La solución fue entrar en un bar, tan
poco atractivo como el entorno, y pedir un café, ya que no me atrevía a ir sin
más al servicio. Cosa que hice en cuanto el camarero se puso a prepararlo. No
muy limpio el lavabo, pero al menos me pude aliviar. Volví para tomarme y pagar
el café, que estaba casi hirviendo. Como no quise hacer el gesto de dejarlo, me
entretuve mientras se enfriaba. Me llamó la atención un hombre sentado solo en
una mesa. Pese a su aspecto tristón, me pareció muy atractivo. Llevaba un pantalón
corto y una camisa medio desabrochada, mostrando una robustez de hombre de muy
buena edad, que encajaba perfectamente en mis gustos. Debió percibir mi interés
porque no tardó en levantarse y ponerse a mi lado en la barra. “¿Le molestaría
que habláramos un momento?”, me dijo. Su tono y su actitud eran muy correctos,
así que no tuve inconveniente en aceptar. Para mayor discreción me indicó que
fuéramos a su mesa, a la que le seguí llevándome mi café. Sin andarse por las
ramas me espetó: “Me he dado cuenta de que se fijaba en mí”. Y ante mi
expresión a la defensiva, añadió: “No piense que me ha molestado. Al contrario,
me ha animado a hablarle”. Me contó que había perdido el trabajo y la casa, y
que su mujer se había ido al pueblo con su familia. Sin darme tiempo a
objetarle que en ese problema poco podía hacer yo, me planteó una cuestión
insólita: “Ya sé que de esto no voy a poder salir. Por eso se me había ocurrido
encontrar a alguien a quien entregarme. Y he tenido la intuición de que usted
pudiera ser esa persona”. “No sé si le he entendido bien, ¿pero me está
ofreciendo sexo por dinero?”, repliqué. Su explicación resultó aún más
extraordinaria: “Eso sería grotesco en un tipo con mi edad y mi aspecto
¿verdad? Mi ofrecimiento va mucho más allá: se trataría en convertirme en su
esclavo, tal y como existía en la antigüedad. Solo cobijo y alimento, con total
disponibilidad sobre mi... también para el sexo, claro, si fuera de su gusto”.
No me lo podía creer e ironicé: “Así que tendría que sacarle de aquí tirando de
una cuerda atada al cuello y llevármelo a mi casa”. Pero contestó muy serio:
“No hace falta publicidad. Sería solo un asunto entre los dos”. “¿Y qué le
diría a la gente que me conoce?”. Ahí buscó el halago: “Creo que usted posee la
categoría suficiente para tener servicio y ¿por qué no puede ser un hombre?”.
Llegué a estar hecho un tremendo lío. Entre lo surrealista de la propuesta, la
cuestión moral de la esclavitud, las consecuencias que podrían derivarse y lo
bueno que estaba el tío, mi cabeza estaba a punto de estallar.
Me quedé pensativo un buen rato
dándole vueltas al asunto, mientras él guardaba silencio, cabizbajo. Yo vivía
solo –en eso tuvo intuición– y me
vendría muy bien que alguien se ocupara de las tareas de la casa. El individuo,
aparte del atractivo físico, me inspiraba confianza, no sabía decir por
qué, y pese a la extravagancia de su
propuesta, no parecía estar trastornado. Claro que lo de que él se considerara
como un esclavo habría que matizarlo y ver como se llevaba a la práctica. Al
fin empecé a hacerle una serie de preguntas, tuteándolo ya en un vuelco
inconsciente. “¿Es que no tienes vínculos familiares?”. “Ya le dije que mi
mujer me abandonó y no tengo a nadie más”. “¿Y serías capaz de hacer las tareas
de una casa?”. “De lo contrario no me habría atrevido a ofrecerme... He
trabajado en el servicio hostelero y soy también cocinero, de bastante nivel
por cierto”. Desde luego parecía una bicoca. “Vamos a ver. Te has dirigido a mí
porque te has dado cuenta de que te estaba mirando... ¿Pero a ti te van los
hombres?”. La respuesta fue categórica: “Si soy esclavo, mis gustos son los del
amo”. Debía tener bastantes conocimientos históricos. Aún remachó en el tema:
“Tal como voy vestido ya puede ver bastante de mi aspecto...”. Y vaya que sí,
luciendo unos miembros recios y velludos. “Pero si quiere podemos pasar con
discreción al lavabo y le enseño el resto, por si me encuentra alguna tara”.
“Hombre, no hace falta llegar a tanto ahora”, repliqué azorado por su
espontaneidad. De todos modos, poco a poco me iba enredando en el asunto. “Al
menos tendrías que ir a recoger tus cosas”. “Estas noches he dormido en un
albergue y, en la última, me han robado la bolsa. Así que lo que ve es lo que
tengo... Ni calzoncillos me han quedado”.
Antes de marchar del bar le
pregunté si quería tomar algo, pero rehusó. Con que pagué mi café y salimos
bajo la mirada suspicaz del camarero. Me pareció conveniente comprarle alguna
ropa de emergencia. Precisamente pasamos por una de esas de ropa barata, que
vino bien para salir del paso. Escogimos –o escogí, porque él me dejaba la
elección– dos pares de pantalones, dos slips, dos camisas y unas zapatillas
deportivas. Como no estaría mal que se probara las prendas, y de paso se
cambiara ya, se metió en un cubículo que hacía de probador. Me pidió que
entrara con él y, en unos segundos, se quedó en cueros. Ahora sí que pudo
cumplir su deseo de que lo viera entero, incluso girando para que nada quedara
sustraído a mi mirada. Lo hizo con toda naturalidad y sin la menor intención
provocadora. Aunque no dejó de excitarme contemplar al completo sus atractivos,
que eran muchos. Dije para disimular mi turbación: “Cuando te des una buena
ducha estarás perfecto”. Se puso la ropa nueva y salimos de la tienda con la
bolsa del resto.
Me resultó embarazoso entrar con
él en casa. Y más todavía cuando intentó besarme una mano. “¿Debo entender que
me ha aceptado?”, dijo con voz temblorosa. Yo aún dudé: “¿No sería más sensato
pagarte un salario por tu trabajo y que vivieras tu vida?”. “¿Y dónde voy a
vivir yo?”, replicó contrito. “Bueno, puedes estar como interno. Hay una
habitación que podrías usar, pero con tu paga y tu tiempo libre”. “Señor, estoy
harto de tener cosas y perderlas. Ya no quiero disponer de voluntad propia.
Necesito un amo que me considere su posesión”. “Sinceramente no sé cómo
funcionaría. Siempre he sido muy celoso de mi intimidad”. “Por eso no ha de
preocuparse. Cuando le convenga me quedaré encerrado. Si le visitan amigos seré
invisible. Salvo que usted quiera que les sirva o incluso usarme para su
diversión”. Insistió en una dimensión más práctica: “Me dedicaré al cuidado y
la limpieza del piso, haré los recados con el dinero que usted me dé, me
ocuparé de la cocina... Todo al gusto de usted. En cuanto a mi cuerpo y mi voluntad,
ya sabe que serán suyos”.
La verdad es que me sentía
atrapado después de habérmelo traído a
casa. Así pues habría que organizarse. En el piso había una habitación de
servicio, con un pequeño baño completo, aunque más bien la había utilizado de
trastero. Lo conduje allí y le dije: “Vas a tener trabajo ordenando esto y
tirando trastos inútiles. Luego podrás abrir una cama plegable y acomodarte”.
Necesito bien poco, señor”, respondió. “Bien, vamos por partes”, empecé dando
órdenes. “Como pronto habrá que comer, veremos cómo te apañas con lo que
encuentres en la cocina. Pero antes te convendrá darte una buena ducha”. Como
su baño estaba de momento inservible, le dejé que, por esta vez usara el mío.
“Se lo agradezco, y no se preocupe que lo dejaré todo limpio”. Lo acompañé y,
al explicarle dónde encontraría toallas, ya se estaba desnudando. “Si le place,
puede mirar y tocar... Ya lo sabe”. No me resistí a la tentación de tanto
ofrecimiento y lo contemplé bien a gusto mientras se remojaba y enjabonaba desinhibidamente.
Desde luego, además de lo apetitoso del conjunto, lucía unos huevos y una polla
que atraían la vista, así como un culo magnífico cuando se giraba. Cuando iba
ya a secarse, no quise dejar incompleta su sugerencia, así que le pedí:
“Acércate”. Le tanteé los huevos y cogí la polla, que descapullé con facilidad.
Pareció avergonzado de no haberse empalmado al momento: “Todo funcionará a su
gusto, no lo dude”. “Tranquilo, que ahora no pretendía más. Hay antes otras
urgencias en la cocina”. “Si quiere, me puedo quedar desnudo”, ofreció. “Tú
mismo. No me molestará en absoluto”. Y añadí: “A ver si me sorprendes con la
comida. Yo voy a ponerme más cómodo”. No dejó de aprovechar: “Cuando me sitúe,
ya se lo tendré todo a punto y lo ayudaré”. ¡Vaya, también valet de chambre!, pensé.
Dudé si quedarme igualmente
desnudo, pero consideré más prudente no precipitar acontecimientos, pues de lo
contrario acabaría dándole un revolcón antes de comer. Tenía que mentalizarme
de que no era un simple ligue que me había traído a casa, sino algo que
resultaba mucho más complicado. Mejor mantener las distancias y que él se
sintiera situado en el nivel que a sí mismo se había asignado. De modo que me
equipé con shorts, camiseta y zapatillas, y me entretuve en mis cosas, dejándole
campar a sus anchas por la cocina.
Al cabo de un rato me avisó:
“Señor, cuando quiera”. Ahora se había puesto un pequeño delantal de peto que
casi lo ponía más erótico. Las tetas le salían por los lados y solo cubría
escasamente la barriga y el sexo. Se disculpó: “Lo he hecho por higiene, pero
si le molesta...”. “Está bien”, le corté, “espero otro tipo de lucimiento”.
Para los escasos recursos que habría encontrado, la comida parecía bastante
aceptable. Volvió a excusarse: “Al haber aquí esta mesa, he pensado que es
donde suele comer. Pero si lo prefiere cambio en un momento el servicio donde
me diga”. “Has acertado, no hay problema... Pero veo que solo hay un cubierto”.
“Naturalmente, señor. Luego comeré yo solo las sobras, si me lo permite”. Como
ya habría tiempo de ajustar todas estas cuestiones, que me estaban llegando a
abrumar, y tenía hambre, di por zanjado el asunto. Además estaba todo muy rico
y en su punto, en contraste con mis chapuceras improvisaciones. Terminó
sirviéndome café y preguntándome si me apetecía algún licor. Cosa que rechacé
porque quería conservar la mente despejada.
Me puse a ver la televisión,
tratando de distraer mi calentura. Al cabo de un rato se me presentó, ya sin
delantal. “Señor, ya he comido gracias a usted y recogido la cocina. ¿Qué
ordena ahora?”. Gran dilema: llevármelo a que me alegrara la siesta o mantener
el tipo a mi pesar y encomendarle tareas más prosaicas. Volví a inclinarme por
la contención y le planifique sus tareas: “Pon orden y acondiciona tu habitación
y tu baño. Luego recoge todo lo que sea para tirar y lo sacas a los
contenedores. De paso te daré dinero para que compres en el supermercado de la
esquina lo que estimes necesario para aprovisionar la cocina”. Con una
aquiescencia respetuosa, y no sé si aliviado o frustrado por el aplazamiento
del uso de su cuerpo, se retiró.
Hice ver que estaba muy atareado
con mis libros y papeles, pero no lograba concentrarme, pendiente de sus
actividades cuyo sonido me llegaban. Al cabo de un par de horas, reapareció ya
vestido. “He dejado en la entrada unas bolsas para tirar. ¿Querría usted ver
como ha quedado la habitación? He procurado hacerlo lo mejor posible y espero
no haberle molestado demasiado”. Desde luego, había hecho maravillas, con todo
perfectamente apilado y ordenado, y espacio suficiente para poder abrir la cama
plegable. Y en cuanto al baño, nunca lo había visto tan vaciado y limpio. “Ha
quedado muy bien. Así podrás acomodarte”. “Necesito poco, señor”. “Ahora te voy
a dar dinero para las compras que te he dicho. Ya ves que me fío de ti”. “Nunca
defraudaré su confianza, señor, de eso puede estar seguro”. Aún hice otra
observación: “Por cierto, esa ropa es solo provisional. Habrá que buscarte otra
que te quede mejor. No quiero que tengas mala pinta”. Ya que no admitía ninguna
paga, al menos cubrirle sus necesidades.
No tardó demasiado en volver y lo
primero que hizo fue devolverme religiosamente el dinero sobrante, junto con el
ticket de compra. Tras guardar lo que había traído, se atrevió a comentar: “Podré
hacerle una buena cena”. Tampoco te pases, no vaya a ser que por tu culpa
engorde más de la cuenta”. “Por eso no se preocupe, señor. Haré siempre menús
equilibrados”.
Me hizo una petición: “Si no
tiene inconveniente, debería volver a ducharme. Antes he cogido mucho polvo y
he sudado demasiado”. “Así estrenarás tu ducha”, asentí. Lo que añadió a
continuación ya me pareció exagerado: “Aprovecharé también para lavar en el
baño la ropa que llevo y la de esta mañana. La dejaré colgada de la barra de la
ducha para que se seque”. Y le repliqué: “De eso nada, que hay una lavadora”.
“¿Estaría bien mezclar mi ropa con la suya, señor?”. “Faltaría más, no eres un
apestado”. “Es usted muy generoso. No me perdonaría hacer algo que le
molestara”. “Va, va, dúchate”, zanjé. Esta vez me pareció excesivo volver a
supervisar su ducha, aunque solo la idea me ponía caliente. Para colmo regresó
oliendo a limpio y otra vez desnudo. “Me he quedado así porque me parece que a
usted le gusta”, se excusó con tono ingenuo. Ya no aguanté más y me puse en
plan amo: “Pues no estaría mal que me dejaras igual...”. Cogido por
sorpresa se me acercó dubitativo. “A ver
si lo hago bien...”. “Es fácil”, lo animé. Cogió tembloroso los lados de la
camiseta y me la sacó por la cabeza. Bajó con cuidado la cremallera del los
shorts, que cayeron por si mismos. Al ver el bulto que marcaba el slip casi
desvía la mirada, pero cumplió escrupulosamente su deber de bajármelo y
ayudarme a sacarlo por los pies.
Pese a mi erección, me resultaba
violento forzarlo a algo que no le resultara agradable. Sin embargo,
voluntarioso, me tocó la polla con precaución. Aproveché para preguntarle: “¿No
has estado nunca con un hombre?”. “La verdad es que no, pero quiero y puedo
aprender”. Sus caricias a mi polla eran ya más firmes. “¿Solo por
complacerme?”. “Me gusta que yo le atraiga y debo corresponder”. “¡Deja los
deberes a un lado!”, solté un tanto exasperado. “Tóqueme como le guste y verá
que me pongo a tono... Y no se enfade porque esta primera vez esté siendo tan torpe”.
Su docilidad me desarmaba y a la vez me excitaba. Lo atraje hacia mí e hice que
me soltara la polla. Me concentre en sobarlo y sentir el agradable tacto de su
piel velluda. Acoplaba mis manos a sus tetas y aplastaba con un dedo los
pezones. Me agradó que se le fueran endureciendo. Fui bajando hacia el vientre
y cogí su polla al tiempo que le palpaba los huevos. Le destapé el capullo y lo
cosquilleé en círculo. Para mi asombro, poco a poco fue desplegándose una polla
que alcanzó un considerable tamaño. “Ya ve que no soy de piedra”, se atrevió a
decir. Pareció animarse por la reacción de su cuerpo. “Me gustaría probar de
chupársela y que usted me diga si lo hago bien ¿Por qué no se sienta en el
sofá?”. Se arrodilló ante mis muslos separados y primero me agarró la polla
mirándola de cerca. Luego dio varias chupadas suaves a la punta y poco a poco
fue descendiendo con los labios acoplados. Se quedó parado como esperando
instrucciones. “Sube y baja absorbiendo y pasa la lengua... Pero no te vayas a
atragantar”. Al momento aprendió la lección y me hizo sentir un gran placer.
Sin embargo, no quise llegar a correrme para que, esta primera vez, no se
encontrara la boca llena de de leche y, sobre todo, porque aún quería disfrutar
más de él.
Se quedó un poco sorprendido de
que lo hiciera parar. “¿No lo hago bien?”. “No es eso, levántate que te la voy
a comer yo”. De pie ante mí, le cogí la polla que no había perdido
contundencia. Aunque no me cabía entera en la boca, puse en práctica todas mis
teorías sobre una buena mamada. Hubo respuesta: “Usted sí que lo hace bien...
Pero vaya con cuidado porque hace mucho tiempo que no me he vaciado”. No le
hice caso y seguí insistiendo. Su aviso se cumplió y la boca se me fue llenando
de un líquido pastoso y agrio que no dejé de saborear. “¡Uy, uy!”, parecía
apurado, “Mire que se lo dije”. “¿Le va a negar un esclavo su leche al amo?”,
sentencié bromeado. Cosa que él acogió con un silencio reflexivo.
Tal como estábamos le hice dar la
vuelta para recrearme con su culo, lo que enseguida reavivó mi calentura.
Manoseaba el vello que desde una mancha en la rabadilla se extendía más suave
por toda la esfera y oscurecía la raja. Lo estrujaba y él se inclinaba para
darme facilidades. Estiraba de los lados para abrirlo y pasaba un dedo tanteando
en agujero. “Eso también es para usted. Puede estrenarlo cuando le apetezca”.
Pero me pareció que sería una tarea a tomar con más calma. “Todo se andará,
pero ahora prefiero que acabes lo que habías empezado”, “Lo haré mejor, se lo
aseguro”. Volvió a arrodillarse y le pasé las piernas sobre los hombros como
variante. Así pudo darme chupetones a los huevos antes de iniciar la mamada con
la práctica adquirida. Se le notaba deseoso de conseguir lo que yo había
logrado de él. Su afán de superación se traducía en el creciente placer que me
invadía. Sujetándole la cabeza, ya no tuve reparos en correrme explosivamente
en su boca. Tragó y lamió hasta la última gota. “Espero que haya disfrutado”.
En respuesta le di un afectuoso cachete.
Para cambiar de tema, le
interpelé: “¿Y qué hay de esa cena que prometías?”. “Enseguida la tendrá lista,
señor”. Me pareció oportuno hacer otra observación: “Será mejor que por la casa
vayas vestido. Estuvo bien la presentación, pero esto no es la jungla”.
“Descuide, señor. En adelante solo me desnudaré cuando me lo ordene”. Me sirvió
la cena y mantuvimos un silencio tenso. “Cuando acabes de recoger retírate a tu
habitación. Yo saldré a dar una vuelta. Necesito despejarme”. “Gracias, señor.
Si cuando vuelva desea alguna cosa, disponga de mí”. “Así lo haré. ...Y no hace
falta que me esperes”, concluí con autoridad.
La verdad es que, tras la
increíble jornada, quería huir del sentimiento de haberme metido en una
ratonera. Aislado delante de mi copa le daba vueltas al asunto, que me parecía
de lo más enrevesado. Tenía empotrado en casa a un individuo que podía girar
como un calcetín toda mi forma de vida. Desde luego estaba buenísimo y con
posibilidades de follar cuándo y cuánto deseara. Además, dispuesto a cuidar de
mi bienestar hasta el último detalle, sin ninguna exigencia por su parte. Pero
ese rollo del esclavo no lo podía asimilar. Corría el riesgo de caer en una
especie de matrimonio atípico que tejiera una red de dependencias asfixiantes.
Deliberada o inconscientemente él había sabido jugar desde el principio la baza
del gancho sexual y yo había caído de cuatro patas con la excusa del
aleccionamiento. Por otra parte, me sentía absolutamente incapaz de expulsarlo
radicalmente de mi vida. Era consciente de su desvalimiento, que le había
llevado a renunciar a su autonomía vital. Pero esto no podía llevarme a perder
yo la mía. Si quería considerarse a sí mismo un esclavo, ese sería el trato que
había de recibir. Tendría que acostumbrarme a dosificar las distancias y los
acercamientos a mi conveniencia.
Más tranquilizado con estas
reflexiones, volví a casa dispuesto a asumir la realidad. Estaba todo en
silencio y oscuro, salvo una tenue lámpara de la entrada que sin duda había
dejado para orientar mis pasos. Mi dirigí directamente a su habitación, abrí de
golpe la puerta y encendí la luz. Yacía desnudo en la cama y de inmediato se
incorporó poniéndose de pie. No pude evitar que la mirada se me fuera a su
polla erecta. Trató de disculparse: “No podía conciliar el sueño por las emociones
del día y se me ha puesto así sin querer”. De buena gana me habría abalanzado
sobre él y por fin le habría dado por el culo. Pero me mantuve firme en mis
propósitos de mesura y me limité a contestar: “En tu habitación puedes hacer
con tu polla lo que te dé la gana... Por cierto, quería decirte que mañana me
he de levantar temprano y pasaré todo el día fuera. Por la mañana te diré en
qué has de ocuparte”. “Solo tiene que indicarme a qué hora he de llamarlo.
Conmigo no necesitará despertador. Duermo poco y no le fallaré ni un día”.
Eso... y los domingos me despiertas con una mamada”, ironicé. “Pensaba
levantarme a las ocho”, concluí. Cerré la puerta y me fui al dormitorio.
Encontré la cama cuidadosamente abierta y una botella de agua con un vaso. Como
no debió ver ningún pijama en uso, había dejado una bata sobre una silla y unas
zapatillas a un lado. ¡Qué cruz! ...¿o no? (Continuará)
Este relato promete, lástima que sea por fascículos
ResponderEliminar¿Tardará la siguiente entrega?
Todo seguido sería un rollo... En dos o tres días, nueva entrega.
ResponderEliminarMuy bueno, te deja un poco enganchado y espero las siguientes entregas, gracias
ResponderEliminarque bueno que yo no tengo que esperar por las otras entregas ya estan disponibles asi que me preparo a difrutarlas gacias amor (el venezolano)
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