A mi siervo me limité a
encargarle que dejara dispuesta una buena provisión de bebidas y cosas para
picar. También le avisé de que se mantuviera a la expectativa porque su
presencia iba a ser requerida.
Los convidados llegaron muy
interesados y, cuando estuvieron bien animados comiendo y bebiendo, me ausenté
para preparar la sorpresa humana. Le ordené que se desnudara completamente y
luego se pusiera un sucinto taparrabos cuyas dos partes se enlazaban en las
caderas. Otro detalle era un antifaz que le privaba totalmente de visión.
De esta guisa lo conduje a la
sala donde esperaban expectantes los congregados. Lo presenté como un conocido
aficionado a entregarse a experiencias extremas, por lo que lo tenían a su
merced para cuanto les apeteciera. Desde luego quedaron impactados al verlo
allí en medio desorientado, y no menos excitados por su disponibilidad para el
uso y el abuso. Su cuerpo sensual de generosas formas se ofrecía a la
libidinosa vista de todos y el minúsculo taparrabos, que apenas contenía las
partes más sensibles, aún acentuaba la promesa de una ardorosa sexualidad. Loa
amigos se conocían entre ellos en todos los sentidos y compartían la
desinhibición para disfrutar de cualquier situación. Así que ninguno de ellos
se iba a abstener de aprovechar lo que se les ofrecía.
Los que se decidieron primero a
ir más allá de las miradas lo cercaron y comenzaron a tocarlo. Fue para él, que
no sabía entre cuántas personas se hallaba, una
extraña sensación, que asumió mansamente, solo emitiendo murmullos de
sobresalto casi inaudibles. Iban palpando y acariciando, cuando no estrujando, casi
en rotación. Ora las tetas, cuyos pezones se ponían duros, ora los brazos, que
levantaban para acceder a las axilas, ora espalda y rabadilla, ora muslos y,
cómo no, culo aún velado pero insinuante, al igual que el sexo precariamente
contenido. Como lo oculto es lo que más atrae, alguien ya fue bajando con
morbosidad la tela trasera y descubrió parte de la raja oscurecida por el
vello. Otro, por delante, pasaba con suavidad los dedos por las turgencias que
se marcaban y observaba con deleite cómo su endurecimiento tensaba el tejido.
Desde luego, por sentido del deber o por gusto, parecía ya dispuesto a ofrecer
lo que se esperaba de él.
Retardaban el momento,
ineludible, de deshacer los lazos de las caderas y provocar la caída del
taparrabos. Ya habría tiempo para gozar de su desnudez completa. Antes se
regodeaban haciendo salir por los lados los huevos y la polla en erección y
extendiendo con un dedo las gotitas que destilaba la punta. Al fin uno deshizo
el lazo de uno de los lados y el taparrabos se torció enganchado en la tiesa
verga. Otro desligó el lado contrario y ya la prenda cayó al suelo. Quedó pues
listo para lo que hubiera de venir.
Mientras los que se habían
adelantado se estaban entreteniendo con esas primicias, los rezagados no
perdían el tiempo. Desde luego no le quitaban ojo a las maniobras de sus
compañeros, pero se habían abierto las braguetas y sacado las pollas o bajado
los pantalones directamente. El objeto de su deseo fue empujado hacia este
grupo e hicieron que se arrodillara. Le iban rozando las vergas por los labios
y a su contacto había de lamerlas o chuparlas. Alguno incluso dirigió su cabeza
hacia sus huevos para que se los trabajara. Era curiosa la competencia que se
había establecido entre dos bandos, pues los pioneros, que habían aprovechado
para despelotarse, lo rescataron haciéndolo levantar. En su calentura parecía
que lo fueran a devorar. Y algo de ello hubo porque, repartiéndose su anatomía,
uno le comía las tetas y otro, agachado, le chupaba huevos y polla. Un tercero,
por detrás, le mordisqueaba el culo y lamía la raja. Parecía vibrar por el
cúmulo de sensaciones de las que en absoluto se retraía.
Ahora sí que hubo acuerdo entre
los dos grupos. Cogiéndolo de brazos y piernas quedó colgado y le hacían
balancear como a un fardo. Su polla inhiesta oscilaba para regocijo de los que
así jugaban con él. Uno, más acelerado y ya con poco aguante, meneándosela,
hizo puntería sobre su cara y la regó con su leche. Relamía lo que alcanzaba su
lengua y alguien tuvo el detalle de limpiarle los restos. Otro se aventuró a
masturbarlo, pero no tardaron en frenarlo
a fin de reservarlo para mejores usos.
Éstos llegaron cuando le hicieron
sentar en un taburete sin dejar de sujetarlo por los hombros y los brazos.
Quedó en la posición adecuada para que dos o tres se sentaran sobre su polla y
fueran quedando enculados. La dificultad para que él bombeara la suplían con
sus obscenos meneos de sube y baja. No tardaron en ser suplidos por quien
morbosamente quiso saborear la polla recién salida de esos culos.
Los que habían disfrutado así
relevaron a los que le sujetaban. Hicieron que se volcara de bruces sobre una
mesa y presentara el trasero. Varios se la estaban ya meneando para que su
turno les cogiera a punto. Fue un desfile de variadas folladas. Unos tardaron
más o menos en correrse dentro de su culo. Otros prefirieron salirse en el
último momento y rociarlo con su leche. Para satisfacer el capricho de los que
quedaban incólumes, hubo que darle la vuelta y ponerlo boca arriba sobre la
mesa, con la cabeza colgando hacia atrás. Le metían las pollas en la boca y él
mamabas aplicadamente. Se repitió un ceremonial similar al de culo: los que no
la sacaban hasta que hubiera tragado toda su leche y los que se vaciaban sobre
su cara.
Sin levantarlo de la mesa, lo
colocaron en una posición más confortable. Mientras dos le pellizcaban y
mordían los pezones, lo cual le provocaba estremecimientos, se inició una ronda
masturbatoria. Las manos que iban pasando por su polla imprimían distintos
ritmos de frotación, e incluso alguno añadía una mamada o un estrujamiento de
huevos. Su cuerpo se enervaba por el trasiego y la polla se tensaba cada vez
más, pero los continuos cambios retardaban la explosión. El que había sabido
esperar para ser el último tuvo el premio de provocar el paroxismo final, que
se manifestó en espasmos y borbotones. No faltó quien se apresuró a lamer su
vientre rociado.
Habían tenido un verdadero festín
de lujuria, saciados todos a costa de mi hallazgo. Cuando éste volvió a quedar
de pie, los amigos quisieron confraternizar, empezando ya por descubrirle les
ojos. Pero objeté, en base a unas confusas explicaciones cuya coherencia el
ánimo alterado de los concurrentes no les llevaría a analizar, que precisamente
el morbo que impulsaba al sujeto a entregarse de la forma en que lo había hecho
tenía como complemento indispensable desaparecer sin llegar a conocer quiénes,
ni en qué número, habían usado su cuerpo. Así que, con cierta teatralidad, le
eché una toalla por los hombros y me lo llevé. Solo al llegar a su zona le
quité la venda de los ojos. Me miró aturdido sin atreverse a pedir mi
veredicto. “Lo has hecho todo muy bien y los invitados han quedado muy
contentos. Ahora date una ducha para limpiarte el sudor y la leche que te ha
caído encima. Luego te recluyes en tu habitación y que nadie note que no te has
marchado”.
Regresé a la sala, donde reinaba
un ambiente de desmadrada orgía. Todos en cueros, comentaban y se ufanaban de
las proezas que habían llegado a realizar. Algunos se reengancharon a meterse
mano entre ellos, con una total desinhibición. Me uní a estos últimos ya que,
como para mí la novedad había sido menor, estuve más atento al buen desarrollo
del evento. Pero ahora necesitaba desfogarme.
Una vez terminó todo y marchados
los amigos a altas horas de la madrugada, casi me había olvidado de que no
estaba solo en la casa. Cuando recobré el sentido de la realidad, fui a buscar
al esclavo, que no daba señales de vida, y lo encontré sentado en su cama ya
vestido. Rápidamente se puso de pie. “¿Querrá el señor que me ocupe de limpiar
y poner orden?”. “¿A estas horas? ¿Cómo no has aprovechado para descansar
después del tute que has tenido?”. “Esperaba instrucciones del señor y estaba
disponible por si sus invitados volvían a requerir mis servicios”. “¿A ver si
te has vuelto un vicioso redomado? Anda, descansa y mañana será otro día”.
Me había quedado cierta mala
conciencia por la forma en que lo había lanzado a las fieras, sin avisarlo
previamente ni pedir su consentimiento. Aunque esto último estaba de más, dada
su concepción de la vida. Por ello y porque me picaba la curiosidad, me decidí
a interrogarle sobre cómo se había sentido el día anterior. Su respuesta me
dejó perplejo una vez más. “La verdad, señor, es que yo apenas tuve que hacer
nada. Me dejaba llevar por sus invitados”. “Pues te hicieron de todo. Y menuda
corrida te pegaste...”. “Era lo que se esperaba de mí, ¿no, señor?”. No había
forma de sacarlo de ahí.
Una tarde, al volver a casa, me
lo encontré muy apesadumbrado. Al inquirir por la causa, me dijo casi con
lágrimas en los ojos: “Señor, merecería un severo correctivo”. Intrigado le
apremié a que se explicara. Entonces me contó: “Esta mañana he ido a una
mercería para buscar una cremallera que había que cambiar a esa cazadora que a
usted le gusta tanto –el mirlo blanco también tenía dotes para arreglar
prendas–. La mercera, una mujer madura, entró en la trastienda para buscar una
caja. Oí un ruido y me asomé por si se había caído. Pero estaba subida en una
escalera y lo que había caído era una de las cajas. Me ofrecí para ayudarla y
cambié su puesto en la escalera. Cuando me volví llevando en alto la caja que
me había indicado, por sorpresa me bajó la cremallera del pantalón. Hurgó en mi
bragueta y llegó a sacarme el pene. Se puso a chupármelo y logró endurecérmelo.
Como yo no tenía dónde soltar la caja, tuve que dejarla hacer hasta que me
vacié en su boca. Al fin encontró la cremallera que se ajustaba a la medida...
y, al menos, no me cobró nada por ella”. “¿Eso es lo que te tiene tal
alterado?”, repliqué. “He sido usado sin su permiso y malgastado mis energías”.
“¡Vaya dramas que te montas! Con tal de que no te aficiones a ir a la
mercería... Pues para compensar, ahora mismo me vas a hacer una mamada”.
Su actitud íntima con respecto al
sexo seguía siendo un misterio para mí. Había experimentado con él, y visto
realizar con otros, tanto mamadas como dar y tomar por el culo, además de toda
clase de sobeos. Siempre con la mayor desinhibición y entrega. Y ahora me salía
con lo de la mercera. Así que me fue entrando el morbo de ponerlo a follar con
una mujer, por supuesto en mi presencia. Para colmar mi capricho, hube de
indagar en un mercado de profesionales que no solía frecuentar precisamente. Me
las apañé para citar a una que atendía a domicilio y acordé con ella que
seríamos dos hombres, pero que a uno solo le interesaba mirar. Avisé de la
novedad al afectado, no para pedirle su opinión, cosa que daba por inútil, sino
para que estuviera vestido con normalidad.
La elegida se presentó, pues, en
casa. Era una mujer bastante guapa, superada la treintena y algo entrada en
carnes. Daba toda la impresión de tener una gran experiencia. Parecía querer ir al grano pues, tras coger
el sobre con lo pactado, pidió pasar al baño y que, entretanto, nos
desnudáramos, cosa que fuimos haciendo. Yo, para no desentonar y él, con la
disciplina que lo caracterizaba.
Ella salió con un conjunto de
tanga y breve sujetador, de color chillón. Al verme en un plano rezagado, se
encaró directamente con él. Le cogió las manos y las llevó a sus tetas,
incitándolo a sobar y meter los dedos por el borde del sostén. Cuando le pidió
que se lo soltara por atrás, quedó abrazado a ella. Entonces le agarró la polla
que empezó a endurecerse. Yo no les quitaba ojo aparentando un cierto
distanciamiento, aunque la situación no dejaba de ponerme cachondo.
Mientras jugueteaba con su polla
y sus huevos, le hacía retroceder hasta que cayó de espaldas sobre la cama.
Entonces se agachó entre sus piernas y se puso a hacerle una mamada. De vez en
cuando alargaba los brazos para tocarle el pecho y endurecerle los pezones. Me
senté en una butaca y me tocaba sin ningún recato, interesado en el
espectáculo.
Ella pasó a otra fase y fue
subiendo, al tiempo que restregaba las tetas sobre su cuerpo, hasta que se
irguió a bocajarro sobre el vientre. Me encantó ver la polla reposada sobre la
raja del culo que el tanga no cubría. Tras sobarle de nuevo el pecho y
pellizcarle los pezones, en una hábil maniobra, se movió para sacarse la braga
y, en el giro, quedó la polla por delante. Dirigió la verga hacia su coño,
discretamente peludo, y se la fue metiendo. Iba subiendo y bajando, y al fin el
hombre resoplaba agarrado a sus caderas.
Para propiciar un cambio de
postura, la puta paró y se apartó hacia un lado, tendiéndose con las piernas
entreabiertas. Él asumió la variación y se volcó sobre ella, volviendo a
metérsela. Ahora era él quien se movía afanosamente, y me encantaba ver cómo el
culo se le tensaba y distendía con los embates. La profesional no descuidaba,
por su parte, los grititos alentadores.
Puesto en faena, se agitaba cada
vez con mayor intensidad y bufaba por el esfuerzo. Lo que había de llegar llegó
y el orgasmo se manifestó entre temblores. Fue seguido de un aflojamiento de
los brazos hasta caer sobre ella. Lo apartó con delicadeza y ayudó a que se
pusiera boca arriba. Tuvo el detalle de acariciarle levemente el miembro que se
deshinchaba.
El hombre no tardó en bajarse de
la cama y quedar de pie en actitud expectante. Entonces ella me dirigió una
mirada interrogadora, ya que yo seguía con una evidente excitación y, al fin y
al cabo, había cobrado por dos. Denegué con una sonrisa y, con un mohín de “por
mí no ha quedado”, volvió a entrar en el baño.
Aunque la mujer tardó un poco, eludí
cualquier comentario, que sin duda habría dado pie a la consabida proclama
servil. Le puta salió al fin y, con un convencional “ya sabéis cómo
encontrarme”, se marchó tan discreta como había llegado.
Ahora bien, una vez solos, lo
empujé de nuevo sobre la cama sin decir una palabra y, cayendo sobre él, le di
por el culo con ahínco.
Me resultaba ya palmario que mi
polifacético esclavo asumía con destreza cualquier rol sexual que se le
asignase. Pero es más, tampoco se abstenía de confesarme con toda franqueza si
se había visto involucrado en algún lance ajeno a mi control. Tal fue el caso
en que volvió a surgir la mercería y que, con menos dramatismo que en la vez
anterior, pero con similar afán expiatorio, se sintió en el deber de contarme.
“Estaba necesitado de comprar algún material de la mercería, pero no me atrevía
a enfrentarme de nuevo a la señora de la que le hablé. Incluso pensé en buscar
un comercio distinto, aunque ya quedan muy pocos de esa clase. Sin embargo,
esta mañana pasé por delante de la tienda y vi que quien despachaba era un
señor, así que decidí aprovechar la ocasión. Pero, mientras le explicaba lo que
buscaba, se asomó la señora y, al verme, llamó al que sin duda era su marido.
Me eché a temblar ante el temor de que pretendieran pedirme cuentas, pero
enseguida volvió el señor y muy amablemente me pidió que lo acompañara al
interior. Para mi asombro, la señora estaba ya con la falda subida y las bragas
bajadas, a la vez que el señor no tardó en sacar su miembro viril por la
bragueta, colocándose al lado de ella. En situación tan embarazosa para mí, no
tuve más opción que atender tan evidente requerimiento. Así que, poniéndome de
rodillas, con la mano y con la boca, me ocupé de coño y polla –y disculpe mi
crudo lenguaje–. Debí hacerlo a satisfacción de ambos pues, cuando apenas había
tragado el jugo que brotó de la señora, tuve que correr para engullir también
el semen del señor. Pero no acabó ahí la cosa ya que, queriendo conocer el
efecto que me había producido el acto de darles placer, y con un furor que no
podía imaginar en una pareja de edad tan madura, se abalanzaron sobre mí y,
entre los dos, me bajaron los pantalones. Como el señor bien sabe, soy de fácil
excitación, de modo que mostraba el pene completamente erecto. Ambos se disputaron
la succión y, cuando dudaba acerca de a cuál de ellos debería ofrecer mi semen,
se interrumpieron para plantearme una nueva pretensión. Los dos se volcaron de
bruces sobre una mesa presentando sus desnudos traseros. Qué podía hacer sino
volver a complacer tan explícita demanda. Hube de penetrar alternativamente,
pues, en el culo del señor y en coño y
culo de la señora, accesibles ambos. Tanta variación retardaba mi orgasmo, lo
cual, por otra parte, les estaba viniendo muy bien a los señores. Tampoco sabía
ahora dónde sería más correcto vaciarme pero, como el conducto anal de la
señora era el más estrecho, lo que aumentaba la sensación del frote, ahí
descargué finalmente. Una vez acabado el encuentro íntimo, los señores se
mostraron muy atentos conmigo”.
“¡Vaya! Que te has convertido en
la puta del barrio”, no me privé de decirle. “Le puedo jurar al señor –aunque
ya sé que el juramento de un esclavo no tiene valor– que son cosas que yo no
busco”, replicó avergonzado. “Si no fuera porque me divierten tus aventuras
extra-domiciliarias, sería cuestión de ponerte un cinturón de castidad”. “Si
usted lo estima conveniente...”. Típica
salida suya que me desarmaba. Después de todo, era la única distracción que
tenía. (Continuará)
Espectacular relato... ya espero con ansia el siguiente capitulo...x cierto buen argumento para una peli.
ResponderEliminarGracias... espero que las entregas que faltan resulten divertidas.
ResponderEliminar