La visita transcurrió a la
perfección. El italiano era muy simpático y ardoroso. Pasábamos el tiempo
recorriendo la ciudad y los locales de ambiente. Por la noche dormíamos juntos,
con muy satisfactorios revolcones. El esclavo cumplió el mandato de discreción
y apenas se le vio el pelo. Desde luego, se lo presenté al principio y no me
pudo extrañar que lo encontrara muy atractivo. Pero, como no le di ninguna
pista acerca de su disponibilidad, quedó asumido el distanciamiento. En
apariencia, sin embargo, porque una vez se marchó, muy satisfecho de mi
hospitalidad y con promesas de nuevos encuentros, no me ahorré el
relato-confesión del compulsivamente sincero servidor.
“¿Recuerda usted la tarde en que
tuvo que hacer una gestión y su invitado se quedó en casa descansando? Pues
ocurrió algo a lo que no me supe negar”. “Vale, desembucha, que ya me estoy imaginando
de qué va”. “Resultó que, como usted me había ordenado, permanecí recluido en
mi habitación donde, al no poder realizar ninguna actividad de la casa,
descansaba en la cama solo con un slip. De pronto llamaron a la puerta y me
levanté de un salto. No me pareció propio de un esclavo decir “un momento” y
hacer esperar mientras me vestía más adecuadamente. Así que abrí enseguida y su
invitado, tras disculparse –cosa innecesaria en mi caso–, aunque no lo entendía
muy bien, parecía interesado en saber si, cuando por la mañana había arreglado
el dormitorio, había encontrado un objeto que temía haber perdido. Tal vez,
creyendo que le pertenecía a usted, lo había guardado. Nada me había llamado la
atención, pero me ofrecí a ayudar a buscarlo. Sabía de lo inapropiado de mi
indumentaria, aunque tampoco me atreví a retrasar la búsqueda. Me fui agachando
para mirar debajo de la cama y de los muebles. En mi celo, no presté atención a
que el slip se me iba bajando por detrás. Nada más lejos de mi intención que provocar
a su invitado. Pero éste pudo entenderlo así. Se agachó también a mi lado y
sentí que su mano bajaba aún más el slip y me acariciaba la raja. ¡Qué iba a
hacer yo, señor, sino consentir! El caso es que, al hacer que me incorporara,
ya sabe usted lo sensible que soy, de manera que la delantera del slip acusaba
un descarado estiramiento. Tomándolo como ofrecimiento, su invitado lo bajó y
me tendió sobre la alfombra. Allí se cebó con lamidas y mordidas por todo mi
cuerpo. Mientras me chupaba el pene con lo que me pareció gran delectación, se
sacó el suyo. Entonces se giró y, sin desprender su boca, se introdujo en la
mía. Así los dos succionamos un rato. Dio por acabada esta actividad y volvió a
ponerme boca abajo, pero elevado sobre las rodillas. Se echó sobre mí y me
penetró. Solo dijo: “¡Qué bien entra! ¡Qué abierto estás!”. Al tiempo que
bombeaba con energía, pasando un brazo hacia delante, me masturbaba. Cuando
noté que mi interior se empapaba, me corrí también. Creo que quedó muy
satisfecho, porque yo rápidamente me llevé la alfombra para limpiar la azarosa
mancha. Sentí no haber podido encontrar el objeto que buscaba”.
Quedó a la espera de mi
veredicto. Aunque yo me había follado varias veces al italiano, llegué a tener
un punto de celos. Pero qué se le iba a hacer, si el culo del esclavo parecía
un panal de rica miel. “Bueno, así se ha ido al completo. Yo lo he trabajado
por detrás y a ti te ha tocado recibir”. “Es usted muy comprensivo, señor”.
Al fin llegaron las vacaciones de
verano, en las que yo solía alquilar un apartamento en una urbanización
nudista. De nuevo se me planteaba un problema. Podría dejarlo en casa y
marcharme tan campante. Pero ya me había acostumbrado a no tener que ocuparme
de la intendencia doméstica y me costaba volver a asumirlas precisamente en
vacaciones. Al fin y al cabo la población de la urbanización era muy cambiante
y no pasaba nada si nos tomaban por una pareja. Así que le anuncié el
desplazamiento, preparó cuidadosamente el equipaje y, como también me hacía de
chofer ocasional, nos lanzamos a la carretera. No le dije nada sobre las
características del lugar. Ya se enteraría de que teníamos que ir en pelotas.
Más compleja iba a ser la organización interna, al disponer de un único
dormitorio. Por cuestión de principios, no procedía compartir cama de forma
estable. Él mismo anticipó la solución: con una colchoneta de playa dormiría en
la cocina o en la terraza. En cuanto al único baño, me garantizó que no notaría
su paso por él. Incluso me tranquilizó para el caso de que requiriera mayor
intimidad, dispuesto como estaba a quedarse en la playa el tiempo necesario,
fuera de día o de noche. Siempre se las apañaba para dejar a salvo su status inferior.
Con lo que no había contado yo
era lo bien que encajaba en su filosofía vital, de desprendimiento total de
bienes materiales, la obligada desnudez permanente. Su desinhibida exhibición
allá donde fuera no iba a dejar indiferentes a los muchos hombres y mujeres
que, más allá de lo reconocido, se sentían atraídos por el tipo robusto que él
encarnaba a la perfección. Yo, por supuesto, me encontraba entre ellos pero, al
tenerlo constantemente a mi disposición, ya no valoraba esa atracción ajena.
Pero ahora, la facilidad con que acababa metido en cualquier embrollo sexual, y
su incapacidad para eludirlo, podían tener consecuencias. No es que sintiera el
deber de protegerlo. Al fin y al cabo ya era mayorcito y, como luego me contaba
todo con pelos y señales, me servía de diversión. Solo que, si se desmadraba en
aquel ambiente en el que se le relacionaba conmigo, al final iba a parecer yo
su chulo. ¿Y no habría ya algo de eso, aunque fuera gratis?
Morbosamente, sin embargo, me
incliné por canalizar esa faceta sui
generis. Lo llevaba conmigo a la playa, cargando él con los bártulos por descontado.
Luego lo enviaba como cebo a adentrarse en la pineda, en la cual había siempre
una gran actividad. Sin el menor recato, bien en parejas bien en grupos, tanto
homo, hetero o mixtos, se daban escenas para todos los gustos, con un gran
sentido participativo. Suelto por allí el cándido esclavo, podía pasar de todo.
Y de todo fue pasando en sucesivos días. Poco después seguía sus pasos y, como
el primer día se llevó un gran susto cuando lo sorprendí junto a dos individuos
haciendo una mamada al tiempo que era enculado, tuve que advertirle de que no
se tenía que sentir intimidado por mi presencia, pues, si me interesaba ya me
incorporaría a la actividad, y si no, me la buscaría por mi cuenta. Lo primero
ocurrió al día siguiente. Un gordito de muy buen ver se la estaba chupando en
cuclillas. Al aparecer yo ambos me hicieron señas de que me acercara.
Inmediatamente fui también objeto de la mamada, en la que el gordito se iba
alternando. Cuando las dos pollas quedaron a su gusto, se apoyó en un tronco
ofreciéndonos el culo. Como no podía ser de otra manera, mi enviado me cedió la
primicia. Me follé al gordito, aumentando mi excitación al ver cómo el que
esperaba turno se la iba meneando concienzudamente, y dando palmadas a culo tan
redondo y suculento, me corrí bien a gusto. Cedí el puesto a mi acompañante,
que estaba ya tan cachondo que se vació al poco de meterla. El doble follado
siguió su camino la mar de contento. Me apeteció volver a la playa y darme un
baño. Antes le dije al esclavo que se podía quedar por allí un rato más, cosa
que se tomó como una orden. Reapareció pasado un tiempo, apurado por si se
había retrasado demasiado. Se ofreció a servirme algo del refrigerio que había
traído. No me privé de preguntarle si había aprovechado la tardanza. “Bueno, me
encontré con dos hombres que quisieron hacerme lo mismo que antes hicimos usted
y yo”.
Como el ritual de la playa se
había hecho habitual, otro día lo sorprendí en una situación muy distinta, que
no quise perturbar y me limité a espiar. En todo caso, si había detalles que
reseñar ya me los daría. Lo que vi fue al esclavo arrodillado junto a una mujer
bastante madura y de gruesas tetas, la cual, tendida de costado sobre una
toalla se la chupaba. Él tenía una doble ocupación. Con una mano le tocaba el coño
a ella y con otra sujetaba el culo de un hombre de pie, de apariencia similar
al de la mujer, cuya polla chupaba a su vez. Los dejé en paz y no tardé mucho
en entretenerme con un tipo algo mayor y con aspecto de recio lugareño que,
vestido, era el típico mirón vergonzante. Me dio mucho morbo el deseo con
que escudriñaba mi desnudez. Me encaré
con él provocador y se abocó ávido a mi entrepierna. Primero me toqueteó los
huevos y la polla, pareciendo encantado del efecto endurecedor que me
provocaba. Luego la besaba, dudando en metérsela en la boca. Yo había alargado
una mano y bajé la cremallera de su pantalón. Profundicé en la bragueta y
agarré una verga fibrosa y tiesa. Esto pareció animarlo a lamer y después
chupar entera mi polla. Lo hacía sin embargo con torpeza, por lo que empleé mis
dos manos para dirigirle la cabeza. “¿Quieres mi leche?”. Asintió con la
cabeza. “Pues sácamela”. Entonces combinó la boca con la mano, lo que mejoró el
trabajo. “¡Así, así!”, lo animaba. “¡Me viene!”, avisé. Apretó los labios en
torno al capullo y tragó lo que iba soltando. Cuando volví a meter la mano en
su bragueta, encontré todo pringoso. “Anda, a cambiarte los pantalones”, lo
despedí.
Cuando volví a la playa, me
estaba ya esperando. “Esta vez has ido más rápido”, le dije. “Y no te pienses
que no te he visto. Estabas muy ocupado...”, añadí. “¿Con el matrimonio?”. “¿Es
que has tenido hoy más juergas?”. Ni afirmó ni negó, centrándose en explicarme
lo que yo le dije que había espiado: “Me los encontré despatarrados, ella
meneándosela a él y el sobándole el coño a ella. Pero se notaba que esperaban
que alguien se ocupara de ellos, porque al verme se pusieron muy contentos. En
cuanto me acerqué se agarraron a mis muslos y acabamos como usted nos vio. Lo
malo es que, en cuanto el hombre se corrió en mi boca, enseguida quiso que le
diera por el culo. Pero la mujer estaba tan aferrada a mi polla que no me soltó
hasta que me vacié. Entonces ya no pude esperar a recuperarme, por temor a
retrasarme demasiado y que usted se molestara. No crea que no me supo mal
dejarlos a medias”.
Hubo más incursiones playeras,
compartidas o de cada uno por su cuenta. Aunque nos dejaban bastante calmados,
en la urbanización también surgía alguna tentación. Yo encontraba algunos
amigos y él lo que llamaba tropiezos no buscados. En cuanto a lo primero, más
de una vez tuve que mandarlo fuera de casa. Por lo que a él respectaba, no
dejaban de “pasarle cosas”, de las que me informaba puntualmente. Una de ellas
fue un incidente menor al salir del supermercado: “Una señora que iba muy
cargada tropezó y se le rompió la bolsa, dispersándose la compra por el suelo.
La ayudé a recoger y, como la veía muy ofuscada, me ofrecí a acompañarla a su
casa aligerándole la carga. Llegamos a su chalet y me invitó a entrar para
dejar las cosas en la cocina. Agradecida me dio un cariñoso abrazo, pero se
apretó tanto estando los dos desnudos que mi polla empezó a crecer al roce de
la pelambre en su vientre. Entonces fue retrocediendo sin soltarme y se sentó
en la encimera con las piernas abiertas. Me cogió la polla y la dirigió a su
coño. No podía hacer otra cosa más que entrarle para darle gusto y, ya puestos,
me moví estimulado por el calorcillo húmedo. Ella gritaba: “¡Sí, sí, sí!”, y yo
contento de que disfrutara. La avisé de que me iba a correr y me sorprendió que
contestara: “¡Como no lo hagas te mato!”. Claro, lo hice y debió quedar tan
satisfecha que, al despedirme quiso darme una propina. Tuve que insistir para
rechazarla... Aunque quizá se la debía haber traído a usted”. “Si aún me
convertirás en tu chulo”, repliqué suspirando.
Otra aventura mucho más
rocambolesca le sobrevino precisamente una noche en que necesité el piso
despejado y, como el ambiente era muy caluroso, decidió dormir en la playa.
Cuando a la mañana siguiente llegó a casa muy sofocado arrastrando la
colchoneta y me dijo con la voz temblona: “He tenido problemas con la ley”, me
eché yo también a temblar, dada la irregularidad de su situación. Pero si había
venido por su propio pie y estaba tal como se había marchado, antes de
alarmarse, preferí que aclarara lo que significaban exactamente sus palabras.
“Verá usted. Había dejado la colchoneta en un escondrijo entre las rocas y,
para hacer tiempo, estuve dando vueltas por el paseo marítimo. Me adentré en una
pequeña rotonda para contemplar la puesta de sol y solo había en ella un señor
apoyado en la baranda; desnudo, claro, como todo el mundo. Me puse algo
apartado, pero no pude evitar ver que se estaba tocando la polla. Al darse
cuenta de que le miraba, intensificó los tocamientos y se le puso bien gorda.
Entonces hizo el gesto de llevarse la mano a la boca y chuparse un dedo.
Entendí lo que pretendía y, como había perturbado su intimidad al entrar en un
lugar donde tal vez hubiese preferido estar solo con sus pensamientos, no pude
negarme. Así que me agaché y le hice una mamada completa. Casi no me cabía en
la boca de lo grande que era y tuve que tragar muchísima leche. Pero cuando
buscó en el monedero que llevaba y quiso entregarme un billete, salí corriendo.
Usted sabe bien que yo estas cosas las hago para ser atento con la gente y no
quiero nada a cambio... Pero esto no tuvo nada que ver con lo que me sucedió
después”. Estaba acostumbrado a sus divagaciones relatoras, pero ahora me
crispé: “Haz el puñetero favor de ir al grano. Tus historias en que te
comportas como una puta aunque luego no quieras cobrar me las tengo
archisabidas”. “Perdóneme el señor, es que creo que debo contarle todo lo que
hago. “Muy bien, pero desembucha ya”, y traté de calmarme.
“Pues ya oscurecido recuperé la
colchoneta y busque un sitio discreto donde acostarme. La brisa era agradable y
pronto me quedé dormido. De repente me despertó una sensación extraña en la
polla. Como estaba boca arriba tenía una erección. Al abrir los ojos vi la
silueta de dos hombretones, uno de los cuales era quien me la movía con un
palito. “Mira éste, qué cochinadas estará soñando”, dijo. Agucé más la vista y
llevaban uniforme policial. “¿No sabes que está prohibido dormir en la playa?”.
Ante mi perplejidad, prosiguió: “A ver la documentación”. Hube de responder:
“Lo único que tengo es la colchoneta”. Intervino el otro: “Si ya se ve, no hace
falta registrarlo. Al menos ponte de pie”. “Pues tal como está no lo vamos a
meter en el coche y llevarlo a Comisaría para la identificación. Menudo
pitorreo se armaría”. “Y con la fama que ya tenemos...”. Este diálogo me tenía
descompuesto y naturalmente la polla se me había encogido. De pronto la cosa
cambió. “Pues sabes lo que te digo”, reflexionó el del palito. “Con lo
tranquila y agradable que está la noche, ¿por qué no nos ponemos cómodos, nos
damos un bañito y le hacemos compañía al hombre, que parece buen persona?”. Al
otro no le costó nada asentir, de modo que en un plis plas se quedaron tan en
cueros como yo. ¡Y vaya cuerpazos que lucían...! Perdone el señor el
comentario, pero eran de los que le gustan a usted. Como decía, tenían ganas de
bañarse y me pidieron: “Quédate aquí con nuestras cosas. Y no se te ocurra
hacer tonterías, que entonces sí que la habrás cagado”. Fíjese qué confianza me
demostraron, pues yo creo que hasta tenían armas, pero por supuesto no me
atreví a mirar nada. De pronto uno le dijo al otro: “Espera. En el coche hay
toallas. Voy a cogerlas en un momento. Si no, nos vamos a poner perdidos de
arena”. Así que se marchó, y su compañero se puso a corretear por la orilla,
disfrutando de la libertad del lugar y del momento. Yo me quedé sentado junto a
sus pertenencias y nada más de verlo se me volvía a poner contenta la polla. No
tardó apenas el de las toallas, que arrojó a mi lado, y se fue corriendo
también hacia la orilla. Entraron juntos en el agua y se les veía nadar y
juguetear muy compenetrados. Cuando salieron la mar de contentos extendieron
las toallas junto a mi colchoneta. Se tumbaron relajados. “¡Qué bien se está
aquí!”, dijo uno. “No me extraña que a éste se le pusiera tiesa”. Entonces
empezaron a tocarse sus pollas, primero cada uno la suya, pero luego uno al
otro. Yo, claro está, hice lo mismo con la mía. “Anda, ponte aquí en medio que
te veamos”. De pie ante ellos seguí meneándomela, feliz por la forma en que
hablaban de mí. “Tiene una buena tranca”. “Y está bastante bueno”. “Ha sido un
hallazgo”... “¿Te gustaría chupárnoslas?”. Me arrodillé entre los dos y les
daba gusto alternando la boca y las manos. Uno me tocaba la polla por debajo de
mi barriga y otro me acariciaba el culo y le daba palmadas. “¿Y si te hacemos
trabajar?”. “Lo que ustedes gusten”. Les hizo gracia mi respuesta. Pero resultó
que a uno le gustaba dar y al otro tomar, así que lo dejaron claro. “Que te
folle primero a ti y luego yo me lo cepillo”. El que deseaba que le diera por
el culo, quiso hacer preparativos. “Ven que te la chupe para que la tengas en
forma”. Me dio mucho gusto y ya estaba deseando darle satisfacción. Aún añadió:
“A falta de otra cosa, lámeme la raja y déjala ensalivada”. Todo a punto ya, se
arrodilló y, apoyado en los codos, puso el culo en pompa. “A ver cómo te
portas”. Como la autoridad me impresiona mucho, hice una entrada suave, pero
enseguida me animó: “¡Venga, que se note ese pollón!”. De manera que me clavé
más hondo y me puse a moverme. “¡Así me gusta, cabrón! ¡Tú sí que sabes!”. Lo
notaba tan satisfecho que procuré esmerarme sin dejarme ir demasiado pronto.
Mientras, el otro se la meneaba mirándonos. “¡Córrete ya, que estoy ardiendo!”.
Obedecí y me vacié bien pegado al culo. “¡Buena lechada! Me he quedado en la
gloria”. Su compañero parecía tener prisa. “Ahora me toca a mí. Quédate
tendido”. Cayó sobre mí con todo su peso. Tanteó con la polla mi agujero y la
metió apretando. Como la tenía muy gorda y lo hizo por las buenas, me dolió un
poco. Sin embargo, él dijo: “Ni saliva ha hecho falta, se nota que estás muy
usado”. Eludí su comentario y forcé movimientos de contracción de mi conducto.
“Parece que tenga una ventosa el muy puta”. Con el esmero que puse y sus
embestidas, se notaba lo bien que se lo estaba pasando. “¡Qué culo más
caliente! ¡Me pone a cien!”. Ese entusiasmo no tardó en desembocar en varios
chorros que percutían en mi interior. “¡Puaff, vaya follada, tío! Eres una
joya”. Ya sabe el señor que me desvelo para que nadie tenga queja de mí, y me
puse contento. Cuando me incorporé, me encontré con la polla del primero, que
se le había puesto dura, y bien gorda por cierto, mientras su compañero me
penetraba. No dudé de que necesitaría alivio, así que me la metí en la boca y,
estimulado por las alabanzas, traté de bordar la mamada. El hombre resoplaba y
me sujetaba la cabeza para que no lo soltara. “¡Joder, cómo la chupas..., la
práctica que debes tener!”. Con la boca tan ocupada no podía decirle que había
tenido un buen maestro. Pero ya ve usted que siempre lo tengo presente. El caso
es que se quedó patidifuso unos segundos y los borbotones de leche me dejaron
atragantado. “¡Vaya sorpresa de nochecita!”, exclamó uno. “Pues vamos a darnos
un chapuzón y largarnos antes de que claree”, replicó el otro. Lo hicieron
rápido y se secaron, encantado yo con la contemplación por última vez de
cuerpos tan hermosos a la luz de la luna. Cuando estuvieron vestidos les
pregunté: “¿Entonces no me vais a detener?”. “De buena gana te llevábamos, pero
no detenido sino para nuestro uso y disfrute”. Convertirme en el esclavo de dos
policías no me convencía. Y además, creo que usted no me habría querido traspasar,
¿verdad, señor?”. Intervine ya impaciente: “¿Y al final qué?”. “Pues se
interesaron por lo que sería de mí, pero les dije que no se preocuparan. Vivía
cerca, pero esa noche le había cedido el apartamento a un amigo para un rollete
y por eso me había venido a dormir a la playa. Bueno, dormir, tal como habían
estado las cosas, es un decir... Mentí para no comprometerle a usted”.
Aun agotado por su verborrea
insistí: “¿Eso es todo?”. “¿Hay algo que debería explicarle mejor?”. Ya
estallé: “Es para darte de bofetadas. Apareces sofocado y diciendo que habías
tenido problemas con la ley, y lo que resulta es que te has pasado la noche
jodiendo con unos policías”. “Pero ha sido un riesgo de todos modos”. “Pues
sabes lo que te digo. Igual habría sido mejor que te detuvieran...”. Se le
nubló la mirada, a punto de echarse a llorar. (Continuará)
Ja, ja, ja. Que cándida inocencia demuestra ese esclavo. Una joya... Pero ¡¡QUÉ JOYA!!!
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