Una noche, después de haber
disfrutado de una típica cena navideña, me acosté cargado de cuerpo y de mente.
No tardé en caer en un sueño pesado e inquieto. De pronto creí despertarme por
un extraño ruido lejano. A la luz de la luna que se filtraba por una gran
ventana, pude ver que estaba en una habitación desconocida con muebles muy
antiguos. Yo mismo estaba muy arropado en una gran cama de hierro forjado.
Aunque desnudo, me daba un calor muy agradable un abultado edredón de plumas.
En lugar de sorprenderme por el ruido, pensé alborozado que sería el producido
por Papá Noel al descender por la chimenea para dejar su regalo. Sin embargo,
persistía y se volvía cada vez más apremiante. Incluso me pareció que se
mezclaba con el sonido de una voz profunda. Ya me alarmé y salté de la cama.
Como si fuera un gesto habitual, tanteé por la mesilla de noche, abrí una caja
de mixtos de madera y encendí la vela de
una palmatoria. Sentí mucho frío y me puse una bata de terciopelo que había
sobre una silla, así como unas pantuflas. Los rumores no cesaban y, al abrir la
pesada puerta de madera con la vela en una mano, se hicieron más nítidos: golpes
e imprecaciones que no comprendía. Avancé por un lúgubre pasillo hasta llegar a
una ancha escalera de madera que descendía. Fui bajando por ella lentamente y
me encontré en una gran sala de aspecto rústico. La presidía una enorme
chimenea de piedra, de esas cuyo interior abarca casi una cocina. Las ascuas
estaban completamente apagadas y de ahí el frío reinante. Los ruidos parecían
provenir de allí y me acerqué con mucha precaución. Pude ver entonces que, por
donde se abría el tiro de la chimenea,
dos gruesas botas pataleaban furiosas. Su poseedor, engullido en la
oscuridad, farfullaba irritadas palabras ininteligibles para mí. Estaba claro
que alguien estaba completamente atascado allí dentro. ¿Sería el esperado Papá
Noel? ¿Quién podía ser si no? Pero un incidente de esa naturaleza resultaba del
todo inverosímil en un personaje como aquel. En cualquier caso, debía ayudarlo.
Con la mía, prendí algunas velas más y me coloqué debajo de las botas. Traté de
agarrarlas y, al percibir el contacto, el pataleo se calmó, pero no la voz
cavernosa. Tiré hacia abajo con todas mis fuerzas y descendió algo. Ahora veía
unos fragmentos de grueso tejido rojo remetidos en las botas. Me abracé a ellos
y tiré de nuevo. Pero, para mi sorpresa, los que bajaron fueron unos grandes
pantalones que, por su propio peso, cayeron colgando del revés, sujetados sus
extremos por la caña las botas. Unas robustas pantorrillas, cubiertas de vello
rubio, quedaron al descubierto. Me planteé qué hacer, porque volvía a agitarlas
y, de ese modo, los pantalones colgantes aventaban la gran cantidad de ceniza
acumulada en el fondo, lo que dificultaba mis movimientos. Forcejeé entonces
con las botas y logré sacarlas, arrastrando consigo los blancos calcetines. Se
deslizaron ya del todo los pantalones, que recogí al vuelo para que no cayeran
en las cenizas. Quedaron así desnudos también unos pies de estimable tamaño. El
problema era ahora cómo continuar para que el cuerpo pudiera seguir
descendiendo. Me decidí a meter las manos todo lo que permitiera el escaso
espacio y seguir estirando hacia abajo. Conseguí que aparecieran unas macizas
rodillas. Con el trasiego, la bata se me había abierto y el sofoco neutralizaba
el frío. Abarqué con decisión las rodillas y tiré con fuerza. Surgieron unos
gruesos muslos también generosamente velludos.
Por primera vez en mi agitación,
me percaté de que, fuera quien fuera el atascado en la chimenea, los fragmentos
que surgían tras mis esfuerzos iban formando un conjunto turbador. ¿Qué
encontrarían mis manos cuando prosiguieran hurgando en el angosto tubo? Tanteé
con cuidado porque la parte de la anatomía que lógicamente había de seguir
sería muy delicada. En efecto, rocé un
conjunto abultado y densamente peludo. Me paralizó el recrudecimiento de las
imprecaciones. Pero si me desplazaba a la zona opuesta el canto de mi mano
quedaba enterrado en una mullida raja. Evidentemente, había de descartar
cualquier estiramiento hacia abajo. Hice un esfuerzo para abrirme paso y por
fin di con un reborde de tejido festoneado de lo que parecía piel animal.
Estiré de él, pero no logré avance alguno. Conseguí subir un poco más y me pareció
dar con lo podía ser, si no la única, sí una de las causas del atasco. Un ancho
cinturón de cuero, cuya repujada hebilla estaba enganchada en un saliente del
conducto. Antes de manipular para tratar de soltarla, tuve la precaución de
colocar una banqueta bajo los pies colgantes para atenuar una posible caída
brusca. Con mucho esfuerzo, la hebilla cedió, se soltó el cinturón y cayó a
plomo. Simultáneamente, el cuerpo bajó hasta quedar los pies reposando sobre la
banqueta. Quedó libre ahora de cintura para abajo y pude contemplarlo a placer.
El reborde orlado de piel que debía pertenecer al chaquetón había quedado enrollado en el interior de la
chimenea. Una oronda barriga se había esponjado y el abundante vello rubio casi
ocultaba un profundo ombligo. No eran menos sobresalientes los grandes glúteos, no tan poblados pero que
marcaban la raja con una línea rojiza. De un rojo vivo era asimismo la pelambre
que poblaba el vientre, enmarcando unos huevos contundentes sobre los que
reposaba una polla ancha y sonrosada. La voz había callado momentáneamente. De
pronto me sobrevino una sugestiva idea. ¿No sería precisamente ese mi regalo de
Navidad? Desde luego era más apetecible que cualquier otro, por muy
rocambolesca que hubiera sido la forma de presentarse. Me atreví a contornear
suavemente con un dedo los huevos y la polla. Los gruñidos recomenzaron, pero
no irritados en exceso... o eso me parecía a mí. Fui algo más osado en mis
caricias a la polla, que empezó a agrandarse ¡Y vaya tamaño que alcanzó! Pero inició
una pataleta que a punto estuvo de volcar la banqueta. Para ver si se calmaba,
cambié de tercio y me puse a acariciarle el culo. El tacto suave y la profunda raja me excitaron. Pero cuando
un dedo hurgó más de la cuenta, estuvo a punto de ocurrir una hecatombe. Dio
tal respingo que finalmente la banqueta salió disparada y el cuerpo, de
repente, bajó en una buena porción. El chaquetón rojo festoneado de piel
blanca, abierto y desencajado, dejaba descubierto un pecho voluminoso con
abundante vello dorado entreverado de canas; las generosas tetas se remataban
con anchos pezones rosados. Extrañamente seguían permaneciendo ocultos la
cabeza, que no paraba de bramar, y un brazo en alto.
La única explicación era que
estuviese agarrado a algún objeto, que sería la causa principal del atasco. ¿Estaba
atado a él o es que se obstinaba en no soltarlo? Decidí averiguarlo, de modo
que volví a poner un banco bajo sus pies, más resistente y amplio que la
banqueta anterior, y me subí yo también. El caso era que, para poder acceder al
origen del embrollo, había de mantener mi cuerpo pegado al suyo y, como me
había desembarazado de mi bata para evitar liarme con ella, el apretujón me
puso de lo más cachondo. Mi polla erecta parecía batirse con la suya, que persistía
contundente. Mi cara quedó enfrentada a un rostro enmarcado por una poblada
barba blanca y, a pesar de la penumbra del reducto, sus ojos parecían chispear
de arrebato. Levanté un brazo paralelo al suyo todo lo que pude y encontré su
puño cerrado firmemente en torno a lo que parecía el remate fruncido de un
saco. El tamaño, que intuía enorme, de éste y la obstinación de su portador por
no dejarlo varado en la chimenea, eran pues los motivos de la extraña
situación. Porfié con él, ya que no había forma de razonar inteligiblemente, y
logré separar su mano. En un movimiento rápido, aflojé la cuerda que cerraba el
saco. En previsión de lo que iba a ocurrir, abracé con firmeza al terco Papá
Noel y nos apartamos, cayendo revueltos sobre el manto de cenizas, que
amortiguó el golpe. Sin solución de continuidad, una avalancha se precipitó por
el tiro de la chimenea. Una inmensa cantidad de paquetes de los más variados
tamaños se fueron dispersando por toda la sala en una inacabable catarata.
¿Qué ocurriría en el rinconcito
donde quedamos resguardados? ¿Cómo me recompensaría Papá Noel por su
liberación? Lo malo de los sueños es que a veces te despiertas antes de que
llegue lo bueno, o bien llega pero es lo primero que olvidas. Desde luego,
cuando tomé conciencia de la realidad estaba aún con palpitaciones y
completamente empalmado. Lo cual me permite imaginar que debió pasar lo mejor.
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