Eres hipocondríaco y te inspiran
un gran respeto los médicos, al extremo de que, cuando has de visitar a alguno,
en lo que menos piensas es en su posible atractivo erótico. Conocía yo a un
doctor muy simpático y animado, que sabía de ti por referencias. Un día en que
me lo encontré hablamos sobre tu fobia y se nos ocurrió gastarte una broma. La
ocasión se presentó cuando cogiste un catarro y, no sin cierta mala conciencia,
exageré su mala pinta, hasta el punto de que optaste por meterte en la cama. Pero
yo lo que trataba era de convencerte de que lo mejor sería que te examinara un
médico y, para compensar tus prejuicios, me ofrecí a acompañarte a un conocido
mío, muy profesional, que me inspiraba mucha confianza. Hice que te vistieras y
aceptaste, creyéndote portador de infinidad de males... La insidiosa maniobra
empezó a funcionar.
Nos presentamos en la consulta y
el médico nos recibió cordial pero muy en su papel. La primera cuestión, que no
dejó de desconcertarte, estaba relacionada con la verdadera especialidad del
galeno: ginecología. Miraste sorprendido la parafernalia, propia de la misma,
que abundaba en el despacho: grabados del órgano sexual femenino, así como de
distintos tipos de pechos, e incluso la típica camilla de exploración con
ganchos para levantar las piernas. Evidentemente había que deshacer la
confusión y el médico pidió disculpas por tenernos que recibir en un lugar tan
impropio, debido a que en su consulta se había producido una avería eléctrica.
Para no tener que cancelar la cita, un colega le había cedido la que veíamos.
La explicación, que me forzó a contener la risa, pareció tranquilizarte. A
continuación ofrecí dejaros solos, pero el doctor dijo que no hacía falta, si a
ti te parecía bien. Como mi compañía te reconfortaba, no pusiste ninguna
objeción. Expusiste, con el corazón en un puño, tus padecimientos reales o
imaginarios y el doctor respondió con calma: “Todo eso lo vamos a ver
enseguida”. Y te dio un cariñoso apretón en el brazo. “Lo primero será
auscultarte. Si dejas el torso desnudo...”. Te quitaste chaqueta y camisa, que
me pasaste sin esperar a buscar un sitio donde dejarlas. La mirada seria, que
yo sabía ocultaba un poso libidinoso, se fijó en tu barriga, que se desbordaba
por encima del cinturón. Te pasó varias veces la palma de la mano. “Esto es
señal de buenos alimentos”. Lo que no era más que un primer y descarado sobo,
tú lo debiste entender como una amenaza de ponerte a dieta. “Siéntate en este
taburete, que voy a escuchar lo que tengas ahí dentro. ...Pero espera, así
respirarás mejor”. Y en una maniobra rápida te soltó el cinturón y el primer
botón de pantalón, con lo que éste se bajó un poco. Ya sentado, te entregaste
al rastreo del fonendo. “Lo notarás un poco frío al principio, pero ya se
calentará”, y me lanzó un guiño que tú no viste. Empezó a aplicártelo por
delante y, como en la postura en que estabas te sobresalían las tetas,
aprovecho para otra andanada. “Tendré que subirte los pechos para oír mejor”. E
iba cogiéndolos con una mano mientras con la otra manejaba el aparato. Aún más,
algo que te pilló por sorpresa. “¿Las tetillas las tienes siempre así de
sonrosadas o están un poco irritadas?”, preguntó pellizcándote suavemente los
pezones. Esto, que te excita tanto, hizo que dieras un respingo. “No te
preocupes, están muy bien... y lo oído hasta ahora también”, atajó cualquier
reacción por tu parte. “Vamos a ver por la espalda”. Aunque no cabía duda de
que la auscultación era real y profesional, él la iba adornando con una
picardía que, si no fuera por lo obcecado que estabas, habrías captado
enseguida, ...y te habrías prestado a ella muy a gusto. Pero todo se andaría...
Por detrás no faltaron los
toqueteos añadidos y dio mucho juego la prueba de las toses. Cuando hubo
escuchado tus distintos tonos de tos, todavía le puso el broche. “A ver, tose
otra vez varias veces seguidas”. Al tiempo de decir esto, y mientras tú te
concentrabas para obedecer, alargó una mano hacia delante y la dejó agarrada a
una teta. Ibas tosiendo hasta que dijo, soltándote ya: “Solo un poco cargado”.
Eso ya te tranquilizó y posibilitó que empezaras a caer de la higuera.
Cuando volviste a estar de pie,
el médico dijo: “Ya que estás aquí, me gustaría comprobar otra cosa ¿Podrías
bajarte los pantalones? O mejor te los quitas”. Dócilmente hiciste lo que te
pidió y quedaste solo con el slip. “Voy a presionarte en las ingles y quiero
que tosas”. El asunto se iba poniendo cada vez más escabroso. Pero la pose
desinhibida que adoptaste me hizo intuir que, aparcando momentáneamente tus
aprensiones, te habías olido que había gato encerrado y, cómo no, estabas
dispuesto a seguir el juego.
Efectivamente el doctor metió los
dedos a los lados de tu paquete al tiempo que tosías con exageración. Cuando
preguntaste con velada sorna: “¿He de repetir?”, respondió: “No hace falta.
Está todo perfecto”. Pero también me di cuenta de que ya se sentía pillado. No
obstante, conociéndolo como lo conocía, no me extrañó que, más que arredrarse,
se animara a proseguir con su revisión concienzuda. Os habíais juntado dos
buenos provocadores, dispuestos a entregaros al morbo de la pantomima montada.
Así que me dispuse a disfrutar del
numerito de cómo aguantabais el tipo de médico y paciente.
“Ahora vas a apoyar las manos en alto contra
la pared. A veces hay algún lunar en la espalda que conviene examinar”. Lo que,
en otras circunstancias, te habría asustado, en ese momento te lo tomaste como
parte del juego. Desde luego los toques que te dio en la espalda tenían más de caricias
que otra cosa. “La piel la tienes limpísima. Da gusto”. Por la forma en que te
cimbraste, solo te faltó decir: “Por mí, siga tocando”.
Pero el otro rizó más el rizo.
“¿Sueles tomar el sol desnudo?”. “Siempre que puedo”, respondiste. “Entonces
veremos también esa zona en que la piel, al estar menos curtida, es más
sensible”. Ni corto ni perezoso te bajó el slip. “Ves, por aquí te ha cogido
menos el sol”. Tu culo se veía realmente algo menos coloreado que el resto y él
iba siguiendo con los dedos las marcas del bañador. Con lo cachondo que te pone
que te toquen el culo, no te abstuviste de comentar: “Sí que lo tengo sensible,
sí”. “Y gordito como el resto”, apostrofó el galeno como si hiciera un diagnóstico.
Cuando al fin bajaste los brazos
me di cuenta de que te llevabas una mano a la entrepierna, seguramente para
comprobar los efectos del toqueteo. “Sigue así. Aún falta algo, ya que
estamos”, te contuvo el doctor, mientras se encajaba un dedal de goma, lo
untaba de crema y me hacía un gesto expresivo de lo bueno que te encontraba. “A
ver, separa un poco las piernas”. Estiró descaradamente de los lados para
abrirte la raja y dejar visible el agujero. “Espero que no te moleste lo que te
voy a hacer..., no debe ser la primera vez”. Empujó el dedo y hurgó por tu
interior, “Entra muy bien, eres ancho. No creo que te haya dolido”. “Más bien
no”, fue tu ambigua respuesta. “Pues ya está”, dijo sacando el dedo. “Te
limpiaré un poco”. Tomó una gasa y te la pasó varias veces por la raja. Te
debía estar poniendo a cien.
Para colmo te preguntó: “¿Te han
operado de algo?”. Tu respuesta fue inmediata: “De fimosis cuando era muy
joven”. “Es la mejor época. Así se desarrolla mejor”, entreteniéndose en la
limpieza. “¿Quiere verlo”. Mantenías el tono respetuoso, pero a la vez
directamente provocador. “Venga”, y te dio un cachete en el culo como despedida...provisional.
Te giraste con cierta parsimonia y, como era de prever, estabas empalmado. No
se inmutó: “¡Vaya! Has reaccionado al tacto rectal”.
Se acercó para mirarte
atentamente la polla: “Así se ve mejor el buen trabajo que te hicieron...
¿Puedo?”. Te la cogió con dos dedos y comprobó la elasticidad de la piel
retraída. “Estupendo, y muy buen riego sanguíneo”. “Sí, suelo tener buena
respuesta”, y tratabas de disimular lo cachondo que te estaba poniendo. La cosa siguió in crescendo. “¿Te han analizado alguna vez la calidad del semen?”.
“No, pero ya que estamos podría sacar una muestra”. Ahí sí que lo desbordaste,
pues no debía contar con hacerte una paja por las buenas. Soltándote la polla,
el doctor farfulló: “No creo que corra prisa”.
Fue entonces cuando quisiste
poner las cosas claras. En absoluto irritado, porque la encerrona no dejaba de
resultarte excitante, te plantaste retador en toda tu desnudez y, mirándonos a
los dos, dijiste: “Vamos a ver. Está claro que me habéis enredado con la excusa
de mi catarro y, tonto de mí, piqué al principio. Pero la cosa cambió con tanto
toqueteo. Por cierto, que me ha encantado y ya habéis visto que me dejaba
hacer”.
Yo me reía, pero el médico se
sintió obligado a explicar: “Efectivamente soy ginecólogo, pero sé suficiente
medicina para comprobar, al auscultarte, que tu catarro no tenía la menor
importancia. Lo demás lo habíamos tramado para que, por una vez, estuvieras a
gusto en la consulta de un médico”. Tanto aceptaste la explicación que, sacando
tu vena teatral, alzaste los brazos en plan provocador y exclamaste: “Pues aquí
tenéis a vuestro paciente engañado como un conejo, para que experimentéis”.
Cuando el doctor se te acercó
conciliador, te tomaste la revancha. Le echaste mano al paquete y,
manteniéndolo agarrado, dijiste: “También se podrá explorar ¿no?”. Ahora me
puse de tu parte y, neutralizado como lo tenías, aproveché para quitarle la
chaquetilla profesional. Ya lo soltaste y, ante lo irremisible de la situación,
él mismo acabó de desnudarse. Yo hice otro tanto, dispuesto a sacar partido de
la contienda que se avecinaba.
“¡Venga, ayúdame!”, me pediste.
Entre los dos arrastramos al bromista médico, que se debatía, aunque complacido
por pasar de verdugo a víctima. Prueba de ello era lo dura que se le había
puesto la polla. Llegamos a tenderlo en la camilla de exploraciones, muy
adecuada para lo que pretendías, y le levantamos las piernas hasta dejarlas
separadas y sujetas por las rodillas a los ganchos laterales. “¡Ayayay, malditos!”,
se lamentaba con risa nerviosa. “¿Qué te parece un tacto rectal para empezar?”,
le dijiste con sorna. Y untándote un dedo en la misma crema que él había
utilizando antes, se lo metiste por el culo. “Umm, esto no es lo primero que te
entra ¿verdad? Vaya ojete escondías en esta raja peluda”, decías mientras
girabas el dedo. Con la mano libre le sobabas los huevos y la polla, tanto unos
como la otra de muy buen tamaño por cierto. Yo, que desde atrás lo controlaba,
me calentaba por mi cuenta acariciándole las abundosas y velludas tetas.
“Pues ahora va a ser el momento
de que pruebes la calidad de mi semen”. Tu aviso le arrancó un murmullo
quejumbroso pero resignado. La posición en que se encontraba, unida a la crema
untada, facilitó que le metieras la polla a la primera. “¡Aaaah, bruto
vengativo!”, exclamó. “¿Te atreverás a decir que no te gusta?”, le desafiaste.
“Bueno, sí, pero con cuidado”. “El mismo con el que me has estado examinando,
tranquilo”. Te pusiste a bombear, primero despacio y luego a un ritmo más
acelerado. “¡Qué culo más acogedor tienes!”. “¡Ohhh, lo estás haciendo muy
bien!” te alabó, y a mí: “Pellízcame fuerte los pezones”. Su entusiasta
adaptación a las circunstancias nos sirvió de acicate tanto a ti como a mí. “A
ver qué te parece mi leche”, dijiste entre resoplidos en tu última embestida.
“Por lo que noto, abundante... Ya me tomaré el desquite cuando me soltéis de
aquí”. Pero tú estabas dispuesto a mantener la disciplina y me llamaste: “Ven
aquí y aprovecha, que te lo he dejado calentito. Yo me ocuparé de la parte de
arriba”. El doctor me protestó cómicamente: “¡Serás cabrón! Después de liarme
en este embolado me vas a dar por el culo”. “¡Para que te hagas el inocente!”,
y le di una buena embestida. Mi calentura aumentaba porque te veía, no solo
pellizcándolo como hice yo, sino volcándote sobre él para morrearlo y morderle
las tetas. Agarrado a los muslos iba tomando impulsos y, cuando te adelantaste
más y le metiste en la boca una de tus tetas, me corrí sin remisión. “¡Vaya con
la parejita, a cual más cafre! ¡Qué culo me habéis dejado!”, logró exclamar al
fin.
Lo ayudamos a zafarse de la poco
cómoda camilla y a desentumecerse. “Voy a limpiarme, que me corre vuestra leche
por los muslos”. Pero tú, después de haber descargado, tenías ya ganas de que
te metieran polla. Te apoyaste de codos en una mesa y, con voz de falsete,
soltabas moviendo obscenamente el culo: “¡Doctor, tiene usted algo para
aliviarme los picores!”. “¡Espérate, vicioso, que aún me quema el culo! Sigue
meneándote mientras pongo a punto la sonda”.
Requirió mi colaboración: “Venga,
hazme una mamadita y pónmela dura, que tu hombre se impacienta... Ya me acuerdo
de lo bien que lo haces”. Muy a gusto me hice cargo de polla tan gorda y
jugosa. Me llegó tu aviso: “Nene, no te pases, no sea que te quedes con todo y
me dejes a dos velas”. “Tranquilo, que no te libras. Me la está poniendo a
punto de ebullición”. Cariñosamente me hizo parar y se dirigió hacia ti. Te dio
varios cachetes en el culo y te abrió la raja. Primero te metió un dedo. “Ese
dedo ya me lo conozco”, protestaste. Luego te lanzó una embestida directa con
la polla recién mamada. “¿Te sigue picando el ojete?”. “¡Wob!, lo que me echa
es fuego, cacho polla!”. “No me vengas con remilgos, que no he hecho más que
empezar”. “Menos presumir y más follar, para que se me quiten los males”.
Cuando se puso a bombear en firme, fuiste tú quien sustituyó las palabras por
gruñidos inconexos. “¿Sientes la sonda bien adentro?”. “Me encanta cómo me
sondeas. Que no decaiga”. Yo contribuía a tu exaltación pellizcándote las tetas
y veía tu cara transfigurada de puro vicio. “Ya falta poco para la irrigación”,
avisó el doctor. “Que no se desperdicie ni una gota”, replicaste. “¡Voy, voy,
voy...”. Y quedó claro lo que iba. Todavía remoloneando dentro de tu culo,
preguntó: “¿Te ha gustado, enfermito?”. “No hay como ponerse en manos de un
doctor”, y con una sacudida echaste fuera la polla. Aún te encaraste a nosotros
en plan chuleta. “¿Qué, me puedo vestir ya o faltan más exploraciones?”.
Cuando finalmente nos despedimos,
te advirtió: “Auque hayas visto que acudir al médico no es tan tremendo, no te
vayas a creer que con todos harás lo mismo”.
Que bueno el medico, que cachondo me pusiste
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