Todo transcurría en una plácida convivencia
entre mi ‘protector’ y yo. Seguía siendo largamente generoso conmigo y el sexo
frecuente que manteníamos parecía revitalizarlo. Así las cosas, un día durante
el desayuno, dejó caer preparando el terreno: “Creo que vamos a tener
compromisos…”. Lo dijo con una sonrisa que me hizo sospechar. Lo cual se
confirmó cuando añadió: “Un viejo conocido, que se ha enriquecido especulando
con terrenos, es propietario de unos que me interesaría adquirir por un buen
precio. Es un tipo bastante grueso y comodón, con una sexualidad muy peculiar.
Participaba en las juergas de las que te habló tu delator, pero a su manera.
Mientras los demás retozábamos con los chicos, él se repantingaba en un sofá y
se masturbaba mirándonos”. Con estos precedentes, me costaba imaginar en qué
podría consistir su visita. Pero mi ‘protector’ fue aclarándolo. “Resulta que
el parlanchín de tu delator le contó con pelos y señales nuestra juerga en la
piscina y está deseando que repitamos algo así. Desde luego tu delator se ha
apuntado también ¡cómo no!”. “O sea que ese conocido tuyo se la quiere menear
mientras nosotros tres follamos en la piscina”, traté de sintetizar con
crudeza. “Algo así”, rio mi ‘protector’, “Pero que sea en la piscina no le hace
demasiada gracia… Es más de secano”. “Así que él escogerá el escenario”,
comenté irónico. “Lo que sea con tal de tenerlo a mi favor”, reconoció con
cinismo mi ‘protector’, “Además a mí también me excita ver cómo te follas a tu
delator y así te lo haré yo con más ganas mientras mi futuro socio se la pela.
Y quién sabe… Igual se anima y requiere algo más de ti”. Preferí no añadir nada
más. Al menos antes podía escoger a los ligues de los que sacar partido. Pero
ahora me veía abocado a plegarme a las conveniencias sociales y lucrativas de
mi ‘protector’, sutilmente convertido en mi chulo.
El gordo magnate vino acompañado de mi
delator. Su traje completo y con corbata, de tejidos de la mejor calidad, no
disimulaba demasiado la obesidad que lo desencajaba. Contrastaba además con la
ropa más informal que tanto el delator como mi ‘protector’ y yo llevábamos.
Total, acabaríamos despelotados. Fue recibido con grandes muestras de afecto
por parte de mi ‘protector’, pero el gordo enseguida puso la atención en mí.
“¿Ésta es la joya de la que me han hablado?”, preguntó con cierto tono de
decepción, “Recuerdo que los de las fiestas que montábamos eran más jóvenes…
Pero seguro que éste tiene sus virtudes. Habrá que verlo en acción”. Su descortesía
resultó patente y el delator intervino a mi favor. “Ya no estamos para chavales
y te aseguro que madurados están más al tanto de lo que hay que hacer”. Como
tampoco arreglaba demasiado, mi ‘protector’, consciente de que debía
encontrarme incómodo, cambió de tema. “Ya sabes que estás en tu casa”, dijo al
nuevo invitado, “Si quieres ponerte más cómodo…”. El gordo ya estaba quitándose
la americana y la corbata. “¡Uf sí! Que ya me ahogaba”. Al ajustarse los
pantalones se tocó ostentosamente el paquete. “A ver si me lo ponéis contento”,
dijo con una risotada dejándose caer en un sofá. Mi ‘protector’, impertérrito
ante las groserías, continuó solícito. “¿Te apetece tomar algo?”, ofreció
señalando el bien provisto mueble bar. “Un wiski con hielo me entonaría”,
contestó el gordo esponjándose en el sofá. Mi ‘protector’ me echó una mirada a
medias entre imperiosa y suplicante. Para no desairarlo serví la copa y se la
llevé. La cogió con una mano y con la otra aprovechó para palparme la
entrepierna. “Ya tengo ganas de ver lo que tienes aquí”. Hice un esfuerzo para
no apartarme. “Así me gusta… Que seas dócil”. Ya me escurrí con la excusa de
servir otras copas al delator y a mi ‘protector’. No me privé de ponerme una
también.
El delator fue quien dio salida al impase en
que estábamos, cada uno dando sorbos a su copa. “Todos sabemos para qué nos
hemos encontrado hoy”, empezó dirigiendo una mirada de complicidad a mi
‘protector’. Luego apuntó hacia mí: “Si es aquí donde nos vamos a quedar, ya
que eres tú quien está dispuesto a complacernos ¿por qué no comienzas a
mostrarnos tus encantos?”. “¡Eso, eso!”, coreó el gordo. Entonces fui yo el que
miró a mi ‘protector’, que pícaramente asintió con la cabeza. “Si es lo que
queréis…”, dije sacándome el polo por la cabeza, “Pero espero que me secundéis
los demás”. De momento no hubo reacción y ya me quité los pantalones. Cuando
iba a hacerlo también con el eslip, el gordo me reclamó: “Ya te lo hago yo”.
Resultaba que no era tan inactivo como lo había
descrito mi ‘protector’. ¡Qué iba a hacer sino ponerme ante él y dejarle
hacer! “¡Uy, uy, uy! ¿Qué tenemos aquí?”, largaba mientras me bajaba el eslip
poco a poco. Quedé así desnudo y pateé para deshacerme del eslip enredado en
los pies. “No está nada mal. Habrá que verlo en forma”, sentenció el gordo.
Para evitar que me llegara a tocar la polla, me giré y entonces alcanzó a darme
una palmada en el culo. “¡Buen pandero! ¡Cuántas folladas llevarás ya!”. Con la
excusa de exhibirme ante los otros dos me aparté del gordo. El delator se decidió
entonces a seguir mi ejemplo y allí mismo fue desnudándose. Mi ‘protector’, con
un punto de elegante pudor, optó por desplazarse a la sala contigua para
proceder a lo mismo. Volvió enseguida y la visión de los dos robustos hombres
desnudos hizo que empezara a empalmarme, a pesar de lo confuso de la situación.
El gordo dio la nota al proclamar: “Yo no voy
a ser menos, pero necesito ayuda” ¿Y quién se la iba a prestar sino yo?
Repantingado en el sofá, se limitó a soltarse el cinturón y bajarse la cremallera
de la bragueta. Tuve que estirar de los lados del pantalón para irlo sacando
mientras él levantaba levemente el orondo culo para facilitarlo. Esperé que se
desabrochara la camisa y, tirando de ella, se la saqué por arriba. Quedó tan
solo con unos calzoncillos blancos de tela que se le arrugaban sobre los
muslos. No era su grueso cuerpo lo que me molestaba, sino la zafiedad de su
comportamiento. Más de un obeso como él había sido objeto de mis ‘atenciones’.
De una piel clara suavemente velluda, las tetas le descansaban en su prominente
barriga, que casi le ocultaba la entrepierna. Quiso conservar los calzoncillos.
“De momento estoy bien así”. Y con un cierto pudor desvió mi atención de su
persona. “¡Hala! A ver lo que hacen contigo esos dos”. Seguía manteniendo sus
hábitos de voyeur.
Hubo cierta teatralidad en la forma de
entregarme a los dispuestos, por motivos crematísticos, a dar el espectáculo al
gordo. El primero en echarme mano fue el delator. Tras achucharme por todo el
cuerpo hizo que me subiera de pie sobre un puf para chupármela con más
comodidad. No me costó nada tenerla dura mientras él se la meneaba a su vez. Lo
cual dio lugar a los comentarios del gordo. “Ya no se te pone tiesa ¿eh? En
cambio la del chico está ya bien hermosa”. Cuando lo miré me di cuenta de que,
no sé cómo, tenía los calzoncillos bajados hasta los tobillos. Se iba
manoseando la entrepierna que casi tapaba la barriga. Mi ‘protector’ por su
parte se había animado a ponerse detrás de mí para sobarme el culo luciendo ya
una vistosa erección. El delator estaba deseando que me lo follara y, para
ello, fue a arrodillarse de espaldas en el sofá que hacía ángulo con el que
ocupaba el gordo. Volcado sobre el respaldo me ofreció ansioso el culo. El
gordo se entusiasmó. “¡Eso, eso! Que te dé por el culo”. Como mi ‘protector’
había quedado desplazado, el gordo dio palmadas en la parte libre del sofá y le
instó: “Siéntate aquí conmigo”. Mi ‘protector’ así lo hizo y ambos se
dispusieron a ver cómo me follaba al delator. Pude penetrarlo limpiamente y
empecé a moverme como sabía que más le gustaba. En efecto, se puso a soltar
gemidos y suspiros. Como, mientras bombeaba agarrado a sus caderas, alcanzaba a
ver a la pareja sentada en el otro sofá, lo insólito que resultaba sirvió para
excitarme. Mientras mi `protector’ se masturbaba con la polla bien crecida, el
gordo, sofocado, hacía lo que podía con la suya. Debiéndole saber a poco, en su
frenesí llevó una mano para agarrar la polla de su vecino. “¡Que dura se te
sigue poniendo todavía!”, se admiró. Mi ‘protector’ no pudo hacer más que
dejarse sobar por el gordo. Lo cual me hizo pensar con recochineo: “Todo sea
por el negocio ¿eh?”.
No tardé mucho en correrme dentro del delator.
Éste, colmado de satisfacción, se derrengó en el sofá. “Me la has dado toda
¿verdad?”. “¡Claro que sí! Me he vaciado”, afirmé complaciente. El gordo soltó
entonces la polla de mi ‘protector’ y la suya para aplaudir. “¡Qué bien lo ha
follado el chico!”. Pero no tardó en interpelar a mi ‘protector’. “Ahora te lo
cepillarás tú ¿no? Mira qué a punto te la he dejado”. Más por zafarse de los
manoseos del gordo que por urgencia en follarme, mi ‘protector’ fue a
abalanzarse sobre mí, que todavía me estaba recuperando del polvo. Pero el
gordo nos quería cerca. “Hacedlo aquí a mi lado”. Y mi ‘protector’, dispuesto a
darle gusto a toda costa, me llevó al sofá y, en el puesto que él había
ocupado, hizo que adoptara la misma postura que había tenido el delator. Su
follada fue intensa y precipitada, como si deseara zanjar pronto el asunto. Con
la peculiaridad para mí sin embargo de que el gordo, sin dejar de meneársela,
iba metiéndome la mano libre por delante y me palpaba la polla y los huevos.
“¡Cómo me lo estoy pasando!”, clamaba encantado. Mi ‘protector’ se corrió con
resoplidos y sacudidas. “¡Hala, hala!”, jaleaba el gordo.
Mi ‘protector’ se apartó sofocado y,
seguramente, algo avergonzado por el espectáculo que había tenido que ofrecer a
su invitado, por mucho que en otros tiempos hubieran sido tan desinhibidos.
Entonces el gordo tiró de mí y enseguida supe lo que pretendía. “¡Venga,
acaba!”, me instó. Tambaleante después de la doble jodienda acabé de rodillas
entre sus anchos muslos. La polla que tanto había estado sobando
presentaba pese a ello una débil
erección. “¿Por qué no complacerlo?”, me dije, “¿No es lo que quiere mi
‘protector’?”. Me la metí en la boca y chupé con ahínco mientras mis manos
palpaban las redondeadas carnes. “¡Oh, sí, qué gusto!”, exclamaba el gordo,
“¡Qué joya es este chico!”. Sus aspavientos iban en aumento mientras la polla
engordaba en mi boca, lo cual casi me enorgullecía. Sin previo aviso empezó a
soltar leche que engullí contento de haber culminado el encargo. Tras la
corrida el gordo se esponjó resoplando sobre el sofá. “¡Qué bueno ha sido!”. Me
levanté y me dejé caer en el otro sofá, recuperándome de la continua brega a la
que me había entregado. Cuando crucé la mirada con mi ‘protector’, me hizo un
guiño de aprobación.
Una vez aseados y recuperadas nuestras ropas,
el gordo, que no cabía en sí de satisfacción, le dijo a mi ‘protector’: “Mañana
te espero en mi despacho para firmar los documentos que te interesan”. “Creo
que será un buen acuerdo”, contestó mi ‘protector’ sonriente. “No lo dudes”,
replicó el gordo. El delator, que de todo aquel asunto solo le había interesado
tener la ocasión de que le volviera a dar por el culo, se me acercó para
susurrarme: “Lo que tú no consigas…”.
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Mi ‘protector’,
satisfecho con el buen negocio que había cerrado, prefirió pasar por alto el
papelón que también él había tenido que hacer con su orondo socio. Pero los
nuevos servicios que me tenía asignados iban a tener continuidad. En efecto no
pasó mucho tiempo para que me comunicara: “Esta tarde espero la visita de mi
asesor fiscal y, ni que decir tiene, le debo muchos favores”. Esto último lo
dijo con una sonrisa que me hizo pensar que en su anuncio volvía a haber algo
más. Quedó claro cuando añadió sin más: “Creo que te gustará… Más joven que yo,
tiene una recia figura y seguro que se interesa también por ti”. “¿En qué
sentido lo dices?”, pregunté, aunque ya me lo imaginaba. “Tu fama ha
trascendido, tal como llegaste a comprobar. En mi círculo de amistades siguen
preguntándome por ti y, en el caso de mi asesor fiscal, me gusta quedar bien con
él”. “Ya entiendo”, dije irónico, “Así que tengo que hacerle pasar un buen
rato”. “Es lo tuyo ¿no? Y ya has visto que no soy celoso”, replicó sarcástico,
“Pero éste no es tan desinhibido como los que ya conoces. Os habré de dejar
solos”.
Esta última advertencia dio lugar a un curioso
paripé cuando llegó el asesor fiscal. Aunque los tres teníamos claro el motivo
de la visita, mi ‘protector’ mantuvo las formas con exquisitez. De este modo me
presentó: “Éste es el secretario del que te he hablado. Es muy competente y le
tengo mucho apego”. El asesor me tendió la mano. “Sí que tenía ganas de
conocerte”. Correspondí con un protocolario “A su disposición”. Entonces mi
‘protector’ hizo de taimado alcahuete. “Espero que me disculpéis ya que debo
atender un asunto urgente en mi despacho”. Y se dirigió a mí: “¿Por qué no lo
acompañas arriba y lo distraes entretanto? …Seguro que sabrás hacerlo”. El
asesor intervino: “Con mucho gusto… Y tú no te des prisa. Me dejas en buenas
manos”. Naturalmente yo sabía la forma de distraerlo y no me pesó en absoluto.
Mi ‘protector’ había acertado al describirlo y el asesor era un hombretón
impresionante que proyectaba una vitalidad muy superior a la de mis habituales
‘acompañados’.
Al subir las escaleras ya se cogió de mi
brazo. “Muy generoso tu patrón al dejarte conmigo… ¿O puedo decir tu amante?”.
“Llámalo como quieras. Ya debes saber todo”, dije tuteándolo. “Soy un poco
torpón para estás cosas. Espero que me lo pongas fácil”, reconoció. “Contigo no
me costará trabajo”, repliqué. Aunque fui sincero en esto, él se lo tomó con
ironía. “Zalamero sí que eres y no me disgusta que me subas la moral”. Cuando
llegamos a la puerta de mi habitación le propuse: “¿Entramos?”. “Me pongo en
tus manos”, contestó. Noté que sus modos, unidos al buen aspecto que tenía, me
estaban excitando y me predisponían a darle todo el placer de que fuera capaz.
Por sus comentarios había entendido que era yo quien debía tomar la iniciativa.
Me saqué el polo que llevaba y me encaré a su mirada de deseo. “¡Quítate más…
todo!”, pidió con un hilo de voz. No tuve inconveniente en desprenderme
enseguida de pantalones y eslip. “¡Cómo me gustas así, con tus redondeces!”, me
valoró. “¿Demasiado gordo?”, pregunté. “¡Qué va! Dará gusto tocarte”, replicó.
“Hazlo entonces”, me ofrecí. Me plantó las manos sobre los hombros y fue
descendiendo suavemente a lo largo de los brazos. “¡Qué morbo tenerte así! Tan
desnudo y yo con mi traje al completo”. Desde luego el contraste era excitante,
también para mí. “¿No quieres quitártelo?”, sugerí. “Espera todavía”, replicó y
siguió recorriéndome el cuerpo con sus manos. Cuando llegó a mi vientre ya
estaba empalmado. “¡Uf, qué pronto!”, exclamó, “¿Puedo?”. Me encantaron sus
miramientos y contesté: “Toda tuya”. Me acarició suavemente la polla. “¡Qué
dura y mojada la tienes ya!”. Me extrañó que añadiera: “Nunca había tocado a
alguien tan joven”. “¡No lo soy tanto!”, exclamé divertido. Pero él insistió:
“Para mí lo eres… ¡Échate!”. Cuando estuve tendido en la cama se inclinó sobre
mí y, sin dejar de acariciarme la polla, fue acercando la cara. “Me apetece
mucho”, susurró. No tuve que animarlo porque enseguida la atrapó con los labios
y poco a poco la fue sorbiendo. No dejó de sorprenderme el buen hacer de su
mamada, pese a su declarada torpeza. Sin embargo, se contradijo en cierta
manera porque, cuando exclamé con total sinceridad “¡Cómo me estás excitando!”,
se detuvo para confesar con un deje de ironía: “Bueno, algo de esto sé”. De
haber seguido así, no me habría importado llegar hasta el final, pero aproveché
para pedirle: “Quiero hacértelo yo también”. Ya aceptó lo que había aplazado
antes. “Entonces será mejor que me desvista ¿no?”.
Mientras se iba quitando la ropa calmosamente
ante mí, que lo observaba con un punto de curiosidad, declaró lo que enseguida
intuí que iba a ser el comienzo de toda una revelación. “No soy muy distinto a
ti ¿sabes?”. Ya sin la americana me miró largamente al soltarse el cinturón.
“Lo que ahora soy se lo debo íntegramente a un tío mío que, al fallecer no hace
mucho, me dejó su despacho. Desde que acabé los estudios me tomó bajo su
protección y me hizo trabajar duro desde el principio”. Hizo una pausa para
sacarse los pantalones. “Pero en su actitud hacia mí pronto hubo más que
protección… Supongo que sabes de lo que hablo”. Me limité a asentir con la
cabeza, a la vez que el asesor, al llegar a la ropa interior, se desprendió de
ella con la misma naturalidad calmada
que el resto. Plantó ante mí su cuerpo robusto y varonil. “Todo esto fue suyo,
y solo suyo, durante mucho tiempo”. Entonces se sentó en la cama junto a mí.
“No es que me forzara, ni mucho menos, ni que se tratara de una relación a la
que no me sintiera inclinado. Supo seducirme y me enseñó todo lo que sé…
También en esto”. Le acaricié la espalda, poblada de un vello claro y suave.
“Cada vez se volvió más absorbente e incluso celoso… ¡Pobre de mí! Si no hacía
nada sin su permiso”, me miró sonriendo con ironía, “Toda mi vida dependía de
él”. Me atreví a preguntarle: “¿Y luego qué?”. “Me quedé más perdido que un
pulpo en un garaje”, se rio de su propia salida, “Se dice así ¿no?”. “Ahora
estás aquí”, dejé caer para traerlo al presente. Mientras me acariciaba la
pierna explicó: “Tu patrón-amante, que
estaba al cabo de todo, me habló de ti y me propuso que disfrutara de carnes
más frescas… Y como por lo visto no le importa compartirte, sí, aquí estoy”.
Tras su largo desahogo, se echó hacia atrás
tendiéndose junto a mí ¿Qué más podía yo decir? Así que me puse de costado y
empecé a acariciarlo. Disfruté recorriendo sus formas recias y velludas hasta
bajar al pubis, enredando en él los dedos. Su polla había ido tomando cuerpo y,
cuando cerré la mano en torno a ella, la noté dura enseguida. Ya me deslicé
para tomarla con la boca y, a medida que chupaba, suspiraba y me acariciaba la
cabeza. “¡Ah, qué delicia!”. Pero intuí que no desearía acabar así y detuve la
mamada para preguntarle: “¿Qué es lo que te gustará que hagamos?”. Y para
ilustrar mi disponibilidad se me ocurrió añadir con desenfado: “Igual ya sabes
que soy chico para todo”. Rio divertido y tiró de mí para mirarme a la cara.
“Si te soy sincero, no me disgustaría en absoluto que me penetraras… Pero de
eso he tenido tanto”. Resopló con un
gesto jocoso de hartazgo. “Hoy lo que me tienta es hacerlo yo al fin si
me ofreces ese culo tan precioso”. Encantado, no dudé en darme la vuelta y,
para que tuviera más facilidades, me alcé sobre las rodillas dobladas. Sentí
sus manos acariciar mis nalgas. “¡Qué redondito y terso!”. “¿Te gusta?”,
pregunté incitador. “¡Cómo te diría! Lo que he deseado algo así”. Ya se apostó
detrás y tanteó por la raja con la polla. “Perdona si soy algo torpe”, previno.
“¡Venga, adelante!”, lo exhorté con ganas de tenerlo dentro. Suspiró con fuerza
y apretó. Me entró hasta quedar aplastado contra mis nalgas y noté cómo me
dilataba con la dureza de la polla. “¡Oh, qué gusto!”, exclamó. “Vas muy bien.
Déjate ir”, le dije para que se lanzara. “¿Pero te gusta también?”, quiso que
le confirmara. “¡Claro que sí! ¡Zúmbame con energía!”. Ya me hizo caso, y con
creces. Bombeaba con fuertes resoplidos e intercalaba: “¡Cómo me calienta!”,
“¡Es magnífico!”. “¡Sí, sí! ¡Qué bien vas!”, lo alentaba con total sinceridad.
“¡Estoy ya al límite!”, avisaba. “¡Sigue, sigue así hasta que no aguantes
más!”, coreaba yo. “¿Quieres que te la dé?”. “¡Sí la quiero, sí!”. Con
temblores y jadeos se vació al fin bien adentro. “¡Cómo he disfrutado!”,
balbució.
El asesor se derrumbó a mi lado y se estrechó
contra mí. Me dedicó un sentido “¡Gracias!”. Solo sonreí y le besé en los labios.
Pronto se recuperó y comentó con humor: “¿Qué estará pensando tu jefe del
tiempo que llevamos aquí?”. “Que todo está yendo como pretendía”, contesté
irónico. Pero las convenciones mandan y el asesor se puso a vestirse de nuevo
al completo. Yo hice otro tanto, aunque mi ropa era más rápida de poner. Ya
listos nos dimos un beso antes de abrir la puerta. Todo cambió y volví a ser el
secretario competente que hacía pasar el rato al severo asesor fiscal. Así lo
simuló también mi ‘protector’ que, en cuanto nos oyó bajar las escaleras,
acudió obsequioso a nuestro encuentro. “Se me ha ido el santo al cielo
redactando unos documentos… Espero que mi secretario te haya atendido como
mereces. Es muy competente”. “Se me ha pasado el tiempo volando”, contestó el asesor.
Los sobreentendidos eran desde luego
para hacer reír, aunque todos los asumíamos con fingida naturalidad. El asesor,
tras recoger unos documentos de manos de mi ‘protector’, declaró que ya debía
marcharse. Así que nos despedimos afablemente estrechándonos las manos. Ya
solos, mi ‘protector’ cambió la pose circunspecta por una sonrisa pícara. “Por
la cara de satisfacción con que ha bajado mi asesor, creo que todo ha salido a
pedir de boca”. “Sabes de sobra que nunca te fallo… Y esta vez ha valido la pena”,
contesté.
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Mi ‘protector’ y yo acabamos consolidando un
acuerdo para satisfacción de todos. Yo me encontraba con el asesor fiscal en un
hotel cuando me citaba a través de mi ‘protector’. Y en cuanto a éste, seguía
disfrutando de mis prestaciones instalado en su casa. Con el añadido de las
orgías, más o menos ampliadas, y siempre discretísimas, que organizaba para
solaz de sus rijosas amistades. En ellas yo constituía el elemento aglutinador
de sus caprichos.
FIN
DeliciOso !
ResponderEliminar:-P
Vaya con el final, el acompañante resulta ser una especie de prostituto que paso de mano a mano. Me hubiera gustado que lo continuaras, pero si no ya terminaria siendo una especie del comisario. Espero con ansias otro relato tuyo.
ResponderEliminarCaliente como siempre. Y la foto es deliciosa.
ResponderEliminarGracias...
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