Dejo descansar por ahora a mi atareado amigo Javier y
empiezo a publicar un relato con cambio de registro. Hacía tiempo que lo venía
escribiendo y se me ha ido alargando. Gustará más o menos a los lectores pero,
en todo caso, ahí va la primera parte…
Estaba pasando unos días en un hotel balneario de aguas termales
como ‘acompañante’ de un provecto hombre de negocios. Entonces, rebasada la
treintena, era yo un gordito de aspecto delicioso, según decían los que
reclamaban mis servicios, que, para redondear mis siempre escasas
disponibilidades económicas, me dedicaba esporádicamente a eso: visitar a
solitarios hombres mayores en sus domicilios o acompañarlos en viajes y
estancias de hoteles. Por supuesto con derecho a roce, en todo aquello que sus
deseos y capacidades les permitieran. Se me daba bastante bien complacerlos y
eran siempre muy generosos conmigo.
En aquella ocasión surgió sin embargo un imprevisto. Mi
contratante fue reclamado urgentemente por su empresa para un asunto que debía
resolver en persona. Como yo no podría acompañarlo, me ofreció con generosidad
que aprovechara el resto de la estancia en el hotel, cuyos servicios y gastos
estaban todos ya pagados. No me pareció nada mal la idea y, después de dejar que
me hiciera una buena mamada, lo despedí con el mejor fingido de los pesares.
Sin desdeñar en absoluto las comodidades y lujos que iba a poder
disfrutar en solitario, también me
dediqué a observar si, en el caladero de la acomodada clientela del hotel, se
me ofrecía alguna pesca interesante. Pero en lo referente al elemento masculino
no me pareció que fuera a tener muchas posibilidades. O bien se les veía
demasiado controlados por sus orondas esposas o, si se trataba de hombres
solos, su evidente interés por las camareras y asistentas hacía improbable que
se fueran a fijar en mí. Por otra parte he de aclarar que mi bisexualidad es
muy esporádica y oportunista, aunque nunca me había dedicado a consolar
señoras. Por ello pasé por alto al personal femenino del hotel.
No obstante, en mi ocioso deambular por las distintas dependencias
y las esperas en albornoz para someterme a los diversos tratamientos de
hidroterapia, pude observar que una mujer, más o menos de mi edad y no muy
agraciada, no me quitaba la vista de encima siempre que coincidíamos. Y me
pareció que buscaba hacerlo cada vez con más descaro. Pues no se limitaba ya a
una simple contemplación, sino que también trataba de atraer mi atención sobre
sus discutibles encantos. Yo, de natural educado como soy, empecé a saludarla
respetuosamente, aunque ella interpretó este paso mío como un indudable avance
para sus pretensiones. No tardó en decidirse a abordarme para hacer las
presentaciones. Recalcó su nombre y, sobre todo, sus apellidos, como si éstos
tuvieran que serme conocidos y admirados. Abierta a las confidencias, reconoció
que su padre la había enviado al balneario para que se recuperara de una
dolorosa pérdida… Podría ser de una mascota o, lo más probable, de un novio que
la hubiera plantado. Le correspondí inventándome sobre la marcha el parentesco
de sobrino del hombre mayor al que había venido a acompañar, con el que sin
duda me habría visto los primeros días y que, por asuntos de negocios, se había
visto obligado a dejarme solo. Esta confluencia de vivencias, con el común
denominador de la soledad, fue suficiente para que la dama se propusiera un
alivio compartido.
Antes de darle pie para mayores intimidades, hice mis indagaciones
de las que obtuve la constatación de que se trataba de la hija única de un
magnate de la industria viudo y, lógicamente, futura heredera de una gran
fortuna. Con tales circunstancias me dije que no perdía nada dejándome querer,
aunque también elucubré con el pensamiento de que probablemente me habría
resultado más gratificante ligarme al padre en lugar de la hija.
No tuve que hacer el menor esfuerzo para seducirla, pues ella, en
cuando me mostré receptivo a sus pretensiones y a despecho de la exquisita
educación que habría recibido, no se cortó un pelo a la hora de meterme mano en
cuanto gozamos de la intimidad adecuada. Muy zalamera casi me arrastró a su
habitación y, en cuanto quedamos en cueros –fácil, porque los dos íbamos en
albornoz–, me hizo caer sobre la cama. Sin más preámbulos, se amorró a mi
polla. Me bastó cerrar los ojos y dejarme hacer, porque una boca que trabaje
bien siempre se agradece ¡Y vaya como se esmeraba la dama! Total, que me la
puso dura y no tardé en soltar resoplidos. Cosa que aprovechó ella para
subírseme a horcajadas y meterse bien adentro mi polla. Con un furor uterino
digno de mejor causa, saltaba gritona y ella misma se manoseaba las gordas
tetas, ahorrándome de paso ese trabajo. Ya casi a punto con la mamada, la
obsequié con una corrida bastante decente, que ella agradeció berreando con su propio
orgasmo.
Lo curioso del caso fue que la seductora se tomó ese polvo
hotelero como una auténtica petición de mano. “A mi padre le vas a encantar en
cuanto te conozca”, me soltó eufórica, “Ya le he pedido que venga a recogernos
lo más pronto que pueda”. Tal precipitación de planes me pilló desprevenido. No
es que no me resultara tentador el braguetazo que se me presentaba con tanta
facilidad, en la sospecha de que el padre debía estar deseoso de que su
casquivana hija sentara la cabeza de una vez. Pero ello supondría un cambio tan
radical y repentino en mi forma de vida que merecía un mayor sosiego para
sopesar sus pros y sus contras. Alegué que previamente debería volver con mi
tío, cuyo estado de salud se había deteriorado por un exceso de trabajo y prometí
que, en cuanto me fuera posible, iría a reunirme con padre e hija.
Sin embargo el padre apareció en el hotel antes de que hubiera
podido escabullirme. Ni que decir tiene que la hija quiso presentarnos
inmediatamente. Y ahí la cosa empezó a tomar para mí una nueva dimensión… La
visión del padre, maduro y fornido, me dejó con la boca abierta y, para colmo,
la mirada con que me recorrió dijo más que mil palabras. Tengo experiencia en
interpretar ese tipo de miradas y esta era de las que abrasaban. Así que no me
costó demasiado dejar de lado mis precauciones y embarcarme junto a ambos con
rumbo a la residencia familiar.
Los lujos de los que había disfrutado en el hotel se quedaban
cortos en comparación con los que me ofrecía la soberbia mansión en la que
había sido introducido. Y no digamos del trato que me prodigaban: pegajoso y
agobiante por parte de mi oficiosamente prometida, pero exquisito y desbordante
de simpatía por parte del padre. Este, por lo demás, debía dejar que su fortuna
fuera creciendo por sí misma, en manos de administradores y gestores, ya que
pasaba la mayor parte del tiempo en la casa, distrayéndose con las diversas
aficiones que la grandeza del lugar le permitía desplegar. La más interesante
desde mi punto de vista era su gusto por hacer uso a cualquier hora de la gran
piscina cubierta y climatizada, que se contemplaba a través de cristaleras
desde los diversos salones. Con sucintos speedos
que apenas velaban su corpulenta figura me provocaba los más lúbricos deseos.
Por su talante liberal, el padre vio como normal que la hija me
instalara en su dormitorio desde el primer día. Por supuesto me veía obligado a
satisfacer su desbordada sexualidad, en lo que siempre tomaba ella la
iniciativa. En este sentido, tuve la valiosa ayuda de que me bastaba con pensar
en el padre, nada más comenzada la mamada, para que la coyunda llegara a feliz
término.
De todos modos yo no descuidaba ni mucho menos cultivar mi
acercamiento al padre. No solo desplegaba para con él toda la simpatía de que
era capaz, sino que también trataba de sacar partido de la mirada en la que me
había envuelto nada más conocerme. Para ello me resultó muy útil remedar su
entusiasmo por las actividades acuáticas, lo que no pudo menos que halagarle.
Así empezó a invitarme con frecuencia a acompañarlo a la piscina. Si mis dotes
natatorias no eran precisamente espectaculares, trataba de compensarlas
recurriendo a speedos no menos
atrevidos que los suyos, en una descarada exhibición de los encantos que habían
calado en la hija y, al parecer, también en el padre. Lamentablemente, cuando
más a gusto estaba con esta varonil confraternización, solía reclamarme ella
para que la acompañara a algún paseo o a ir de compras a la ciudad.
No dejaba de inquietarme este papel de yerno putativo en el que me
hallaba encasillado. La hija no daba señales de tener mayores planes de futuro
que el de que le siguiera calmando sus furores. Y el padre no se entrometía,
conformándose con que la hija tuviera a alguien con quien distraerse. Con
bastante seguridad, habría que añadir que al segundo no le disgustaba ni mucho
menos mi presencia en la casa.
El destino sin embargo vino en mi ayuda con generosidad. La hija
empezó a mostrarse inquieta, muy probablemente en relación con las frecuentes
conversaciones telefónicas que procuraba mantener en intimidad. Llegó al
extremo de perder apetencia por mis prestaciones sexuales, lo que no dejó de
suponer un respiro para mí. Con el ánimo resuelto que la caracterizaba, nos
convocó a su padre y a mí para darnos una información importante. Con ciertos
circunloquios para no herirme, vino a decir que, antes de decidirse a ligar
formalmente su vida con la mía, tenía que resolver unos asuntos pendientes con
su antiguo novio, la ruptura con el cual tanto la había afectado. En
conclusión, había pensado viajar inmediatamente a la lejana ciudad en la que
aquél residía ahora, por el tiempo necesario para aclarar sus ideas. Dicho y
hecho, ya tenía el equipaje preparado y rápidamente se despidió sin demasiadas
efusiones de los dos hombres que dejaba abandonados.
Esta fue la mía, porque fue tanto el desconsuelo con que dije que entonces yo debería
marcharme también, que el padre, conmovido, afirmó enseguida que no tenía por
qué irme, y menos en el estado de zozobra al que me había abocado la insensata
actitud de su hija. Así me ofreció su cobijo y su consuelo. No tardó en abrirme
asimismo su intimidad.
Ya la misma noche de la partida de la hija, el padre me dispensó
un trato especial. A diferencia de noches anteriores en que, después de la cena
y una vez retirado el servicio, ella me arrastraba al dormitorio, dejando solo
al padre y sabiendo yo, para más inri, que acostumbraba solazarse en la piscina
antes de irse a dormir, ahora estábamos por completo a disposición el uno del
otro.
Yo no había abandonado mi expresión apesadumbrada y notaba que el
padre no dejaba de estar disgustado por lo acontecido, probablemente con más
sinceridad que yo. En todo caso era un buen momento para las confidencias y así
lo demostró mi anfitrión. Tras la cena quiso que nos tomáramos una copa de
excelente cognac y, para saborearlo,
me invitó a sentarme junto él en un cómodo sofá. “Esto nos irá bien a los dos”,
dijo. Y yo me sentí encantado de su cercanía. Pronto empezó a desahogarse.
“Definitivamente esta hija mía nunca
sentará la cabeza… Y yo que me había hecho a la idea de que contigo iba a ser
distinto... Pero ese tarambana aprovechado le sigue teniendo sorbido el seso y
no la iba a dejar escapar. Con la herencia de su madre que ella administra por
su cuenta… Dijo que se marchaba tan solo para aclarar las ideas pero,
conociéndola, su decisión estaba tomada”. Me miró con ojos compasivos. “Así
que, si todavía albergas alguna esperanza, siento tener que aconsejarte que
mejor te olvides de ella”. Me apretó un brazo cariñosamente y yo giré entonces
la cara hacia él e hice brotar algunas lágrimas de cocodrilo. Fueron decisivas
para que me pasara el brazo por detrás y dejara que reposase la cabeza en su
hombro… ¡Qué bien olía aquel hombre!
En un tono menos dramático el padre continuó. “Para serte sincero,
me cuesta entender que un chico tan modoso y agradable como tú se haya dejado
enredar por una mujer que, por muy hija mía que sea, no la consideraría
precisamente una belleza y de cuyo carácter voluble para qué te voy a hablar…”.
Alguna explicación tenía que dar, por muy tonta que sonara. “Fue muy amable
conmigo y enseguida se me abrió…”. El padre soltó una risa irónica. “Desde
luego abrirse de piernas le cuesta bien poco”. Aunque enseguida añadió:
“Disculpa que haya sido tan crudo”. “¡No, no!”, repliqué, “Agradezco tu
sinceridad… ¡Perdón! Su sinceridad”. “¡Nada que perdonar! Y me gusta que me
trates como a un amigo”. Nuevo achuchón cariñoso y a otra cosa…
De pronto recordó algo. “Antes de que se me olvide… He dispuesto
que trasladen tus cosas a una de las habitaciones de invitados. No quería que
te sintieras incómodo en la que compartías con mi hija… Es la que está más
cerca de la mía. Así que, si esta noche te perturban los recuerdos, sabes dónde
encontrarme”. Esto último me sonó deliciosamente ambiguo… A continuación me
habló de algo que yo ya sabía. “Me sienta muy bien darme un baño en la piscina
antes de acostarme. Me entona y duermo mejor… Tal vez te convendría también”.
No dudé. “Con mucho gusto… Iré a ponerme el traje de baño”. “¿Para qué?”, me
cortó, “Si vamos a estar solos”. Lo cual me hizo pensar que mis fantasías
podrían hacerse realidad más rápido de lo que imaginaba.
Aunque ya nos habíamos visto los cuerpos apenas cubiertos por los
ajustados speedos, quedarnos
completamente desnudos en pleno salón tenía un morbo tremendo, al menos por lo
que a mí se refería. Además, lo que faltaba por ver era merecedor de la mayor
atención. La mirada baja que adopté mientras procedía me sirvió para dos cosas.
La primera, para disimular el desvío de los ojos hacia lo que mi anfitrión iba
mostrando: una bien provista entrepierna y un magnífico culo. La segunda, para
simular un pudor que lo indujera a fijarse en mí. Lo cual logré porque se me
encaró sonriente y mostrando todo su esplendor. “No me digas que también eres
vergonzoso… ¡Venga hombre! Si tienes un cuerpo llenito de lo más saludable. Y
no como el mío, con tantos michelines y pelos”. Rio más abiertamente y,
señalándome la polla, añadió: “No me extraña que con eso hicieras las delicias
de mi hija”. Me salió del alma decirle: “¡Tú sí que estás estupendo!”. Pero me
callé que su polla sí que haría mis delicias.
Pasamos ya a la piscina y nos zambullimos, como ya habíamos hecho
en anteriores ocasiones. Pero ahora, con la transparencia del agua iluminada
por focos sumergidos, los desnudos resaltaban y las pollas se balanceaban
libremente. Mi anfitrión, con una agilidad considerable dada su corpulencia,
salía con frecuencia del agua y, a paso ligero por el borde de la piscina, se
subía a la palanca que había en la zona más honda. Dando un salto que lo
elevaba, se lanzaba en distintas posturas. Pese al embeleso con que lo
contemplaba, me obligué a hacer una reflexión. Porque lo que me estaba gustando
aquel pedazo de hombre y los lúbricos deseos que me hacía sentir, tal vez me
estaba haciendo descuidar, después de los primeros avances, lo esencial para mi
estrategia. Que no era sino conseguir que me viera como algo más que un gordito
saludable. Así que, en cuanto emergió de uno de sus saltos, salí de la piscina
y me dirigí hacia la palanca, aunque me paré dubitativo. “¡¿Qué? ¿No te
animas?!”, me incitó. “Soy muy torpe para estas cosas”, declaré, “Me daría un
planchazo”. “¡Espera, que te enseñaré!”, avisó tal como yo deseaba. Salió y
corrió hacia mí balanceando la polla. Me tomó de un brazo y subimos juntos a la
palanca. Se colocó a mi espalda y, a dos manos, fue moldeando mi cuerpo.
“Primero lo más sencillo… Mantente erguido y con los brazos pegados”.
Desenfadado me iba rozando con toda su delantera. ¿Lo hacía más de lo
necesario?, me preguntaba encantado. “Las piernas estiradas y los pies en el
extremo de la palanca, pero sin que vayas a caerte antes de tiempo”, bromeó.
Bajó y me ilustró: “Impúlsate hacia arriba y déjate caer… Vas a entrar en el
agua como un misil”. Hice lo que decía pero, en el último instante, pataleé
torpemente y, con cierta deliberación caí de cualquier manera. Cuando salí a
flote, oí su risa. “Podía haber estado mejor”. No se dio por vencido sin
embargo y, sin moverse de donde estaba, me tendió una mano. Se la cogí y, con
una fuerza increíble, tiró de mí hasta que tuve medio cuerpo sobre el borde. Me
ayudó a salir de todo y propuso algo que me dejó sorprendido. “Ahora saltaremos
juntos”. Me intrigaba cómo lo haríamos. Pero él lo tenía muy claro. Los dos
estábamos enfrentados sobre la palanca y, con toda naturalidad, fue dando
instrucciones que seguí a pies juntillas. “Agárrate con fuerza a mí”. Le puse
las manos sobre los hombros. “¡Más, más!”. Levantó los brazos para que le
ciñera el torso. Hizo otro tanto conmigo y quedamos firmemente abrazados. Se
amoldaban los pechos y las barrigas, y por debajo de éstas entrechocaban las
pollas. “Ahora déjate llevar”. Cargando conmigo llegamos al borde de la palanca
y, de no ser por lo volátil de la situación, ya habría estado empalmado. Dio
impulso a la palanca y ahora sí que el doble misil entró libremente en el agua,
donde ya nos desligamos. Su cara de satisfacción al resurgir contrastaba con el
desconcierto de la mía, que pudo atribuir al inesperado abrazo, aunque se
debiera tan solo a la caída en sí. Quiso disculparse a su manera. “Tal vez te
haya resultado demasiado atrevido por mi parte… Pero tenía muchas ganas de
hacer algo así”. “¡Qué va!”, me apresuré a negar, “Ha sido muy emocionante…
Podemos repetirlo todas las veces que quieras”. “Por lo menos se nos han
quitado las caras de funeral que teníamos los dos”, concluyó. Lo que empecé a
barruntar fue si el padre, una vez sin el obstáculo de la hija, se estaría lanzando
a una seducción exprés.
Salimos ya de la piscina y nos secamos con las toallas que estaban
dispuestas en el respaldo de dos tumbonas. Mi anfitrión propuso: “Si no tienes
sueño todavía, podíamos relajarnos un poco aquí tendidos”. Así que nos
estiramos y, como las tumbonas estaban juntas, casi nos rozábamos. “Te puede
sonar cínico, pero no hay mal que por bien no venga”, dijo calmadamente, “Y hoy
estoy disfrutando mucho contigo”. Me animé a ponerle una mano sobre un muslo,
pero no quise descartar del todo mi papel de abandonado. “Gracias a ti me está
siendo todo más fácil”. Llevó una mano sobre la mía y me la apretó. “Si te soy
sincero, cuando os encerrabais mi hija y
tú en su habitación sentía envidia”. Como no podía ser sino de su hija, me
aventuré a confesar: “También entonces me fuiste de gran ayuda…”. No necesitó
aclaración y, en un gesto que parecía mecánico, arrastró mi mano más arriba
hasta dejarla cerca de su pubis, cuyos pelos me cosquillearon en los dedos.
Pero, cuando creía que algo iba a pasar, se irguió de repente soltándome la
mano. “Será mejor que vayamos ya arriba”. Esta inesperada reacción me dejó
confuso, y más después de los juegos que él mismo había propiciado. Pero no
podía más que asumirla sin aparentar que me decepcionaba.
Desnudos tal como estábamos subimos a la planta donde estaban las
habitaciones. Mi anfitrión quiso acompañarme a la mía para comprobar que todo
era de mi gusto. Entró conmigo y, sin dar muestras de tener prisa por
marcharse, se sentó en la cama. “Siento lo de antes”, dijo con una voz tenue.
Dudé de si se refería a sus excesos con los juegos o al desplante posterior.
Así que contesté: “No tienes que disculparte por nada”. Como se quedó silencioso, me senté a su lado y
tomé la iniciativa. “¿Por qué no me pides lo que a estas alturas sabes que
puedo darte?”. Pensó unos instantes antes de responder. “¿Sabes tú lo que me
frena? Imagina que mi hija vuelve decepcionada de nuevo y busca lo que
considera que es suyo”. “Esa es una hipótesis que no se va a dar mañana”, insistí,
“Ya tendremos tiempo de planteárnosla”. Su deseo era tan intenso que mi
razonamiento pareció suficiente. Se dejó caer hacia atrás sobre la cama en
disposición de reanudar lo que había cortado en la piscina. Me afiancé a su
lado y llevé la mano a su polla. La acaricié y noté cómo se endurecía. Él
suspiró entregado. Me decidí a tomarla con mi boca y la chupé suave y
lentamente. Cambió los suspiros por gemidos hasta que apartándome me volteó con
energía. Se abocó sobre mí y ansioso se puso a lamer y chupar todo mi pecho.
Solo se interrumpió para exclamar perdiendo la compostura de su lenguaje:
“¡Joder, qué bueno estás! Lo supe ya cuando te vi por primera vez”. Arrastró la
lengua por mi barriga y tomó posesión con la boca no solo de mi polla sino de
todo su entorno. Cambiaba sin parar de mamármela a sorberme los huevos, y hasta
llegó a alzarme el cuerpo con energía para adentrar más la cara entre mis
muslos. La desenvoltura con que me manejaba, pese a que no era precisamente un
peso pluma, con una brusquedad siempre contenida, me excitaba más allá del
placer que me hacía sentir. Normalmente, con mis ‘acompañados’ de lo que ya me
estaba pareciendo una vida anterior, era yo quien tenía que hacer el trabajo
principal. Llegué a asumir que, dado su furor, no tardaría en ponerme bocabajo
para follarme. Pero en uno de esos repentinos cambios de actitud a lo que ya me
iba acostumbrando, me soltó y se dejó caer estirado con la respiración
acelerada. “Qué bruto soy ¿verdad?”, reconoció, “Pero te tenía tantas ganas…
¡Anda! Ahora haz lo que quieras conmigo… Y no te cortes en darme marcha. La
necesito”. La oferta me movilizó enseguida y, además, era mi especialidad.
La mamada inicial que le había hecho había sido tan solo el
interruptor de su excitación. Ahora la polla se alzaba magnifica con el capullo
brillando por el juguillo trasparente que destilaba. La recogí con la lengua y
ya gimió de placer. Una de las cosas de las que me sentía orgulloso era la de
haber perfeccionado tanto la técnica de la felación, con un juego pautado de
labios y lengua, que hasta al más decrépito de mis ‘acompañados’ llegaba a
hacer que se corriera explosivamente en mi boca. Después del vapuleo con el que
mi anfitrión se había desfogado conmigo, qué mejor que culminar esta primera
rendición con un tratamiento de choque. Me funcionaba a la perfección a juzgar
por las expresiones que le iba arrancando a mi anfitrión: “¡Uf, uf! ¿Cómo sabes
hacer eso?”, “¡Me gusta, me gusta!”, “¡No pares, malo! ¿Me quieres castigar?”,
“¡Sigue, sigue!”, “¡Oh, qué bueno!”, “¡No lo aguanto más!”, “Me está viniendo”,
“¡Ya, ya!”, “¡Aj, aj, aj!”, “¡Aaahhh…!”. Me mantuve tragando con breves
chupadas que lo estremecían hasta que suplicó: “¡Deja ya o me matarás!”.
Me deslicé suavemente para tenderme al lado de mi anfitrión. Tenía
los ojos cerrados con la respiración agitada y me puse a acariciarlo. Las
emociones habían sido muy intensas aquella noche y no tardó en quedarse
dormido. Me pregunté si sería prudente que permaneciera así, pensando que el
servicio estaría en acción desde primera hora de la mañana. Y además habíamos
dejado toda nuestra ropa en el salón. Pero quién era yo para decidir lo que
debía hacer el dueño de la casa. Así que me tendí a su lado y también me dormí.
Cuando despertamos por la mañana, mi anfitrión no le dio
importancia a haber pasado la noche en la habitación que me había asignado.
Sonriente comentó: “¡Vaya nochecita!”. Solo al salir de la cama pareció darse
cuenta de que estaba desnudo y sin la ropa. “Tendré que ir a mi habitación para
ponerme más decente”. Cogió una sábana y se la ciñó a la cintura. “Nos vemos en
el desayuno”. Nada más salir, le oí saludar a la doncella que se cruzó por el
pasillo con un “¡Buenos días!”. Comprendí que, para el servicio de una mansión
como aquélla, la regla de oro es la discreción absoluta, vea lo que vea y oiga
lo que oiga.
Pasaros unos días de paz y armonía, sin noticias del exterior ni
volver a aludir al tema que había frenado a mi anfitrión – ¿o debería
considerarlo ya como mi ‘protector’?–. Teníamos nuestras noches locas de
piscina, que culminaban en una u otra habitación indistintamente. No habíamos
pasado todavía de las mamadas, que mi ‘protector’ también me hacía bastante
satisfactorias. Durante el día, él se dedicaba a sus asuntos y yo a darme la
buena vida disfrutando de los lujos y caprichos que mi situación privilegiada
me permitía. A mi ‘protector’ le gustaba acompañarme a veces de compras ya que,
al prolongarse mi estancia, necesitaba ropa y demás complementos. Su
generosidad no tenía tacha. Aunque, tras conocernos, yo había dado a entender
ambiguamente que me ocupaba de algunos negocios de mi inventado tío, nunca más
se habló del tema y mi tío quedó olvidado.
Cuando mi ‘protector’ recibió por fin una llamada de su hija, me
puse en guardia. Hablaron un buen rato en la privacidad del despacho. Al
terminar, vino a resumirme la conversación. La hija había afianzado los lazos
amorosos con su exnovio y pensaba quedarse a residir junto a él, con el
proyecto de instalar una galería de arte. Había un tono inicial de frustración,
que pronto, como si me leyera el pensamiento, cambió por un cínico “A enemigo
que huye…”.
La liberación de los problemas filiales pareció insuflar nuevas
energías sexuales a mi ‘protector’. Así, una noche en la piscina, me abordó por
detrás. Abrazándome con fuerza se pegó a mi espalda y noté sus movimientos de
restregarme la endurecida polla, que llegaba a resbalarse por mi raja.
“Desearía tanto follarte”, me susurró al oído. Aunque estaba más acostumbrado
ser yo quien se cepillara a mis maduros ‘acompañados’, merecía la pena dejar que
mi ‘protector’ satisficiera conmigo sus deseos. “He estado esperando que
quisieras hacerlo”, dije convincente. Salimos de la piscina, pero era tal su
urgencia que no llegamos más allá de la primera tumbona con que tropezamos.
Hizo que me arrodillara en ella para acceder a mi culo y su vehemencia ya
conocida, así como mi desentrene y el tamaño de su polla, requirieron que me
armara de valor. No podía ver lo que hacía, pero noté que sus manos caían sobre
mis nalgas y las separaban. Luego, el roce de la lengua por la raja se
convirtió en unos chupeteos que me pusieron la piel de gallina y que me
prepararon el cuerpo para resistir la enculada. Fue menos brusca de lo que me
temía. La saliva que abundaba en mi raja hizo de lubricante que suavizó la
entrada firme pero lenta de la endurecida polla. Una vez bien encajada, recuperé
la confianza. Oí exclamar a mi
‘protector’: “¡Que gusto estar ahí dentro!”. Ya puestos, lo animé: “¡Disfruta
conmigo! Yo lo haré si tú lo haces”. La follada fue intensa y el gusto que sin
duda él sentía se me contagió en cierta manera. “¡Ya me viene…!”, avisó con voz
quebrada. “¡Sí, dámelo todo!”, pedí.
Convertido en amante, hice todo lo posible para que esa situación
tan beneficiosa para mí se consolidara. El sexo conmigo volvía loco a mi
‘protector’ y a mí no me resultaba ni mucho menos indiferente entregarme a un
hombre como él. Dejando aparte el servicio, que ya me consideraba como parte de
la casa, de cara al exterior, mi ‘protector’ cada vez llevaba con más
naturalidad el dejarse ver conmigo. Si recibía la visita del algún amigo o
conocido, no dudaba en presentarme como su nuevo secretario. Lo que al respecto
pudieran imaginar quedaba a cubierto bajo el manto de la discreción. Quien esté
libre de pecado…
me gustan mas este tipo de relatos, que el de tu amigo exhibicionista. Me gustan mas cosas nuevas, que alargar tanto lo mismo
ResponderEliminarPor eso procuro alternar. Hay gustos para todo. Y a mí también me da por rachas y los voy escribiendo como me vienen.
EliminarEpa epa, sexo hetero?. Eso me gusta para variar un poco. Ya quiero leer la segunda parte.
ResponderEliminarNo es que haya más luego... Lo dejo para otros relatos
EliminarEXPECTACULAR !!!
ResponderEliminar:-)
me encanto
ResponderEliminarJoder Víctor...tendrían que hacer algunas pelis con tus relatos...
ResponderEliminarHola querido...debería hacer algunas pelis con tus relatos ..no tienen desperdicio...besos
ResponderEliminarSi encontrara los protagonistas adecuados...
EliminarEnhorabuena, magnifico relato con morbo del bueno y picanton, me gustan tus relatos y como los describes. Yo tambien me apuntaria a verlo en una pelicula. Se me ocurre una pelicula con 4 historias de esas buenas que has escrito verlas juntas en un film .....Seria espectacular para calmar los momentos de furia... je je je .Un beso Victor . GFla
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