jueves, 10 de octubre de 2019

El acompañante (Primera parte)

Dejo descansar por ahora a mi atareado amigo Javier y empiezo a publicar un relato con cambio de registro. Hacía tiempo que lo venía escribiendo y se me ha ido alargando. Gustará más o menos a los lectores pero, en todo caso, ahí va la primera parte…

Estaba pasando unos días en un hotel balneario de aguas termales como ‘acompañante’ de un provecto hombre de negocios. Entonces, rebasada la treintena, era yo un gordito de aspecto delicioso, según decían los que reclamaban mis servicios, que, para redondear mis siempre escasas disponibilidades económicas, me dedicaba esporádicamente a eso: visitar a solitarios hombres mayores en sus domicilios o acompañarlos en viajes y estancias de hoteles. Por supuesto con derecho a roce, en todo aquello que sus deseos y capacidades les permitieran. Se me daba bastante bien complacerlos y eran siempre muy generosos conmigo.

En aquella ocasión surgió sin embargo un imprevisto. Mi contratante fue reclamado urgentemente por su empresa para un asunto que debía resolver en persona. Como yo no podría acompañarlo, me ofreció con generosidad que aprovechara el resto de la estancia en el hotel, cuyos servicios y gastos estaban todos ya pagados. No me pareció nada mal la idea y, después de dejar que me hiciera una buena mamada, lo despedí con el mejor fingido de los pesares.

Sin desdeñar en absoluto las comodidades y lujos que iba a poder disfrutar en solitario,  también me dediqué a observar si, en el caladero de la acomodada clientela del hotel, se me ofrecía alguna pesca interesante. Pero en lo referente al elemento masculino no me pareció que fuera a tener muchas posibilidades. O bien se les veía demasiado controlados por sus orondas esposas o, si se trataba de hombres solos, su evidente interés por las camareras y asistentas hacía improbable que se fueran a fijar en mí. Por otra parte he de aclarar que mi bisexualidad es muy esporádica y oportunista, aunque nunca me había dedicado a consolar señoras. Por ello pasé por alto al personal femenino del hotel.

No obstante, en mi ocioso deambular por las distintas dependencias y las esperas en albornoz para someterme a los diversos tratamientos de hidroterapia, pude observar que una mujer, más o menos de mi edad y no muy agraciada, no me quitaba la vista de encima siempre que coincidíamos. Y me pareció que buscaba hacerlo cada vez con más descaro. Pues no se limitaba ya a una simple contemplación, sino que también trataba de atraer mi atención sobre sus discutibles encantos. Yo, de natural educado como soy, empecé a saludarla respetuosamente, aunque ella interpretó este paso mío como un indudable avance para sus pretensiones. No tardó en decidirse a abordarme para hacer las presentaciones. Recalcó su nombre y, sobre todo, sus apellidos, como si éstos tuvieran que serme conocidos y admirados. Abierta a las confidencias, reconoció que su padre la había enviado al balneario para que se recuperara de una dolorosa pérdida… Podría ser de una mascota o, lo más probable, de un novio que la hubiera plantado. Le correspondí inventándome sobre la marcha el parentesco de sobrino del hombre mayor al que había venido a acompañar, con el que sin duda me habría visto los primeros días y que, por asuntos de negocios, se había visto obligado a dejarme solo. Esta confluencia de vivencias, con el común denominador de la soledad, fue suficiente para que la dama se propusiera un alivio compartido.

Antes de darle pie para mayores intimidades, hice mis indagaciones de las que obtuve la constatación de que se trataba de la hija única de un magnate de la industria viudo y, lógicamente, futura heredera de una gran fortuna. Con tales circunstancias me dije que no perdía nada dejándome querer, aunque también elucubré con el pensamiento de que probablemente me habría resultado más gratificante ligarme al padre en lugar de la hija.

No tuve que hacer el menor esfuerzo para seducirla, pues ella, en cuando me mostré receptivo a sus pretensiones y a despecho de la exquisita educación que habría recibido, no se cortó un pelo a la hora de meterme mano en cuanto gozamos de la intimidad adecuada. Muy zalamera casi me arrastró a su habitación y, en cuanto quedamos en cueros –fácil, porque los dos íbamos en albornoz–, me hizo caer sobre la cama. Sin más preámbulos, se amorró a mi polla. Me bastó cerrar los ojos y dejarme hacer, porque una boca que trabaje bien siempre se agradece ¡Y vaya como se esmeraba la dama! Total, que me la puso dura y no tardé en soltar resoplidos. Cosa que aprovechó ella para subírseme a horcajadas y meterse bien adentro mi polla. Con un furor uterino digno de mejor causa, saltaba gritona y ella misma se manoseaba las gordas tetas, ahorrándome de paso ese trabajo. Ya casi a punto con la mamada, la obsequié con una corrida bastante decente, que ella agradeció berreando con su propio orgasmo.

Lo curioso del caso fue que la seductora se tomó ese polvo hotelero como una auténtica petición de mano. “A mi padre le vas a encantar en cuanto te conozca”, me soltó eufórica, “Ya le he pedido que venga a recogernos lo más pronto que pueda”. Tal precipitación de planes me pilló desprevenido. No es que no me resultara tentador el braguetazo que se me presentaba con tanta facilidad, en la sospecha de que el padre debía estar deseoso de que su casquivana hija sentara la cabeza de una vez. Pero ello supondría un cambio tan radical y repentino en mi forma de vida que merecía un mayor sosiego para sopesar sus pros y sus contras. Alegué que previamente debería volver con mi tío, cuyo estado de salud se había deteriorado por un exceso de trabajo y prometí que, en cuanto me fuera posible, iría a reunirme con padre e hija.

Sin embargo el padre apareció en el hotel antes de que hubiera podido escabullirme. Ni que decir tiene que la hija quiso presentarnos inmediatamente. Y ahí la cosa empezó a tomar para mí una nueva dimensión… La visión del padre, maduro y fornido, me dejó con la boca abierta y, para colmo, la mirada con que me recorrió dijo más que mil palabras. Tengo experiencia en interpretar ese tipo de miradas y esta era de las que abrasaban. Así que no me costó demasiado dejar de lado mis precauciones y embarcarme junto a ambos con rumbo a la residencia familiar.

Los lujos de los que había disfrutado en el hotel se quedaban cortos en comparación con los que me ofrecía la soberbia mansión en la que había sido introducido. Y no digamos del trato que me prodigaban: pegajoso y agobiante por parte de mi oficiosamente prometida, pero exquisito y desbordante de simpatía por parte del padre. Este, por lo demás, debía dejar que su fortuna fuera creciendo por sí misma, en manos de administradores y gestores, ya que pasaba la mayor parte del tiempo en la casa, distrayéndose con las diversas aficiones que la grandeza del lugar le permitía desplegar. La más interesante desde mi punto de vista era su gusto por hacer uso a cualquier hora de la gran piscina cubierta y climatizada, que se contemplaba a través de cristaleras desde los diversos salones. Con sucintos speedos que apenas velaban su corpulenta figura me provocaba los más lúbricos deseos.

Por su talante liberal, el padre vio como normal que la hija me instalara en su dormitorio desde el primer día. Por supuesto me veía obligado a satisfacer su desbordada sexualidad, en lo que siempre tomaba ella la iniciativa. En este sentido, tuve la valiosa ayuda de que me bastaba con pensar en el padre, nada más comenzada la mamada, para que la coyunda llegara a feliz término.

De todos modos yo no descuidaba ni mucho menos cultivar mi acercamiento al padre. No solo desplegaba para con él toda la simpatía de que era capaz, sino que también trataba de sacar partido de la mirada en la que me había envuelto nada más conocerme. Para ello me resultó muy útil remedar su entusiasmo por las actividades acuáticas, lo que no pudo menos que halagarle. Así empezó a invitarme con frecuencia a acompañarlo a la piscina. Si mis dotes natatorias no eran precisamente espectaculares, trataba de compensarlas recurriendo a speedos no menos atrevidos que los suyos, en una descarada exhibición de los encantos que habían calado en la hija y, al parecer, también en el padre. Lamentablemente, cuando más a gusto estaba con esta varonil confraternización, solía reclamarme ella para que la acompañara a algún paseo o a ir de compras a la ciudad.

No dejaba de inquietarme este papel de yerno putativo en el que me hallaba encasillado. La hija no daba señales de tener mayores planes de futuro que el de que le siguiera calmando sus furores. Y el padre no se entrometía, conformándose con que la hija tuviera a alguien con quien distraerse. Con bastante seguridad, habría que añadir que al segundo no le disgustaba ni mucho menos mi presencia en la casa.

El destino sin embargo vino en mi ayuda con generosidad. La hija empezó a mostrarse inquieta, muy probablemente en relación con las frecuentes conversaciones telefónicas que procuraba mantener en intimidad. Llegó al extremo de perder apetencia por mis prestaciones sexuales, lo que no dejó de suponer un respiro para mí. Con el ánimo resuelto que la caracterizaba, nos convocó a su padre y a mí para darnos una información importante. Con ciertos circunloquios para no herirme, vino a decir que, antes de decidirse a ligar formalmente su vida con la mía, tenía que resolver unos asuntos pendientes con su antiguo novio, la ruptura con el cual tanto la había afectado. En conclusión, había pensado viajar inmediatamente a la lejana ciudad en la que aquél residía ahora, por el tiempo necesario para aclarar sus ideas. Dicho y hecho, ya tenía el equipaje preparado y rápidamente se despidió sin demasiadas efusiones de los dos hombres que dejaba abandonados.

Esta fue la mía, porque fue tanto el desconsuelo  con que dije que entonces yo debería marcharme también, que el padre, conmovido, afirmó enseguida que no tenía por qué irme, y menos en el estado de zozobra al que me había abocado la insensata actitud de su hija. Así me ofreció su cobijo y su consuelo. No tardó en abrirme asimismo su intimidad.

Ya la misma noche de la partida de la hija, el padre me dispensó un trato especial. A diferencia de noches anteriores en que, después de la cena y una vez retirado el servicio, ella me arrastraba al dormitorio, dejando solo al padre y sabiendo yo, para más inri, que acostumbraba solazarse en la piscina antes de irse a dormir, ahora estábamos por completo a disposición el uno del otro.

Yo no había abandonado mi expresión apesadumbrada y notaba que el padre no dejaba de estar disgustado por lo acontecido, probablemente con más sinceridad que yo. En todo caso era un buen momento para las confidencias y así lo demostró mi anfitrión. Tras la cena quiso que nos tomáramos una copa de excelente cognac y, para saborearlo, me invitó a sentarme junto él en un cómodo sofá. “Esto nos irá bien a los dos”, dijo. Y yo me sentí encantado de su cercanía. Pronto empezó a desahogarse. “Definitivamente esta hija mía  nunca sentará la cabeza… Y yo que me había hecho a la idea de que contigo iba a ser distinto... Pero ese tarambana aprovechado le sigue teniendo sorbido el seso y no la iba a dejar escapar. Con la herencia de su madre que ella administra por su cuenta… Dijo que se marchaba tan solo para aclarar las ideas pero, conociéndola, su decisión estaba tomada”. Me miró con ojos compasivos. “Así que, si todavía albergas alguna esperanza, siento tener que aconsejarte que mejor te olvides de ella”. Me apretó un brazo cariñosamente y yo giré entonces la cara hacia él e hice brotar algunas lágrimas de cocodrilo. Fueron decisivas para que me pasara el brazo por detrás y dejara que reposase la cabeza en su hombro… ¡Qué bien olía aquel hombre!

En un tono menos dramático el padre continuó. “Para serte sincero, me cuesta entender que un chico tan modoso y agradable como tú se haya dejado enredar por una mujer que, por muy hija mía que sea, no la consideraría precisamente una belleza y de cuyo carácter voluble para qué te voy a hablar…”. Alguna explicación tenía que dar, por muy tonta que sonara. “Fue muy amable conmigo y enseguida se me abrió…”. El padre soltó una risa irónica. “Desde luego abrirse de piernas le cuesta bien poco”. Aunque enseguida añadió: “Disculpa que haya sido tan crudo”. “¡No, no!”, repliqué, “Agradezco tu sinceridad… ¡Perdón! Su sinceridad”. “¡Nada que perdonar! Y me gusta que me trates como a un amigo”. Nuevo achuchón cariñoso y a otra cosa…

De pronto recordó algo. “Antes de que se me olvide… He dispuesto que trasladen tus cosas a una de las habitaciones de invitados. No quería que te sintieras incómodo en la que compartías con mi hija… Es la que está más cerca de la mía. Así que, si esta noche te perturban los recuerdos, sabes dónde encontrarme”. Esto último me sonó deliciosamente ambiguo… A continuación me habló de algo que yo ya sabía. “Me sienta muy bien darme un baño en la piscina antes de acostarme. Me entona y duermo mejor… Tal vez te convendría también”. No dudé. “Con mucho gusto… Iré a ponerme el traje de baño”. “¿Para qué?”, me cortó, “Si vamos a estar solos”. Lo cual me hizo pensar que mis fantasías podrían hacerse realidad más rápido de lo que imaginaba.

Aunque ya nos habíamos visto los cuerpos apenas cubiertos por los ajustados speedos, quedarnos completamente desnudos en pleno salón tenía un morbo tremendo, al menos por lo que a mí se refería. Además, lo que faltaba por ver era merecedor de la mayor atención. La mirada baja que adopté mientras procedía me sirvió para dos cosas. La primera, para disimular el desvío de los ojos hacia lo que mi anfitrión iba mostrando: una bien provista entrepierna y un magnífico culo. La segunda, para simular un pudor que lo indujera a fijarse en mí. Lo cual logré porque se me encaró sonriente y mostrando todo su esplendor. “No me digas que también eres vergonzoso… ¡Venga hombre! Si tienes un cuerpo llenito de lo más saludable. Y no como el mío, con tantos michelines y pelos”. Rio más abiertamente y, señalándome la polla, añadió: “No me extraña que con eso hicieras las delicias de mi hija”. Me salió del alma decirle: “¡Tú sí que estás estupendo!”. Pero me callé que su polla sí que haría mis delicias.

Pasamos ya a la piscina y nos zambullimos, como ya habíamos hecho en anteriores ocasiones. Pero ahora, con la transparencia del agua iluminada por focos sumergidos, los desnudos resaltaban y las pollas se balanceaban libremente. Mi anfitrión, con una agilidad considerable dada su corpulencia, salía con frecuencia del agua y, a paso ligero por el borde de la piscina, se subía a la palanca que había en la zona más honda. Dando un salto que lo elevaba, se lanzaba en distintas posturas. Pese al embeleso con que lo contemplaba, me obligué a hacer una reflexión. Porque lo que me estaba gustando aquel pedazo de hombre y los lúbricos deseos que me hacía sentir, tal vez me estaba haciendo descuidar, después de los primeros avances, lo esencial para mi estrategia. Que no era sino conseguir que me viera como algo más que un gordito saludable. Así que, en cuanto emergió de uno de sus saltos, salí de la piscina y me dirigí hacia la palanca, aunque me paré dubitativo. “¡¿Qué? ¿No te animas?!”, me incitó. “Soy muy torpe para estas cosas”, declaré, “Me daría un planchazo”. “¡Espera, que te enseñaré!”, avisó tal como yo deseaba. Salió y corrió hacia mí balanceando la polla. Me tomó de un brazo y subimos juntos a la palanca. Se colocó a mi espalda y, a dos manos, fue moldeando mi cuerpo. “Primero lo más sencillo… Mantente erguido y con los brazos pegados”. Desenfadado me iba rozando con toda su delantera. ¿Lo hacía más de lo necesario?, me preguntaba encantado. “Las piernas estiradas y los pies en el extremo de la palanca, pero sin que vayas a caerte antes de tiempo”, bromeó. Bajó y me ilustró: “Impúlsate hacia arriba y déjate caer… Vas a entrar en el agua como un misil”. Hice lo que decía pero, en el último instante, pataleé torpemente y, con cierta deliberación caí de cualquier manera. Cuando salí a flote, oí su risa. “Podía haber estado mejor”. No se dio por vencido sin embargo y, sin moverse de donde estaba, me tendió una mano. Se la cogí y, con una fuerza increíble, tiró de mí hasta que tuve medio cuerpo sobre el borde. Me ayudó a salir de todo y propuso algo que me dejó sorprendido. “Ahora saltaremos juntos”. Me intrigaba cómo lo haríamos. Pero él lo tenía muy claro. Los dos estábamos enfrentados sobre la palanca y, con toda naturalidad, fue dando instrucciones que seguí a pies juntillas. “Agárrate con fuerza a mí”. Le puse las manos sobre los hombros. “¡Más, más!”. Levantó los brazos para que le ciñera el torso. Hizo otro tanto conmigo y quedamos firmemente abrazados. Se amoldaban los pechos y las barrigas, y por debajo de éstas entrechocaban las pollas. “Ahora déjate llevar”. Cargando conmigo llegamos al borde de la palanca y, de no ser por lo volátil de la situación, ya habría estado empalmado. Dio impulso a la palanca y ahora sí que el doble misil entró libremente en el agua, donde ya nos desligamos. Su cara de satisfacción al resurgir contrastaba con el desconcierto de la mía, que pudo atribuir al inesperado abrazo, aunque se debiera tan solo a la caída en sí. Quiso disculparse a su manera. “Tal vez te haya resultado demasiado atrevido por mi parte… Pero tenía muchas ganas de hacer algo así”. “¡Qué va!”, me apresuré a negar, “Ha sido muy emocionante… Podemos repetirlo todas las veces que quieras”. “Por lo menos se nos han quitado las caras de funeral que teníamos los dos”, concluyó. Lo que empecé a barruntar fue si el padre, una vez sin el obstáculo de la hija, se estaría lanzando a una seducción exprés.

Salimos ya de la piscina y nos secamos con las toallas que estaban dispuestas en el respaldo de dos tumbonas. Mi anfitrión propuso: “Si no tienes sueño todavía, podíamos relajarnos un poco aquí tendidos”. Así que nos estiramos y, como las tumbonas estaban juntas, casi nos rozábamos. “Te puede sonar cínico, pero no hay mal que por bien no venga”, dijo calmadamente, “Y hoy estoy disfrutando mucho contigo”. Me animé a ponerle una mano sobre un muslo, pero no quise descartar del todo mi papel de abandonado. “Gracias a ti me está siendo todo más fácil”. Llevó una mano sobre la mía y me la apretó. “Si te soy sincero, cuando os encerrabais mi hija  y tú en su habitación sentía envidia”. Como no podía ser sino de su hija, me aventuré a confesar: “También entonces me fuiste de gran ayuda…”. No necesitó aclaración y, en un gesto que parecía mecánico, arrastró mi mano más arriba hasta dejarla cerca de su pubis, cuyos pelos me cosquillearon en los dedos. Pero, cuando creía que algo iba a pasar, se irguió de repente soltándome la mano. “Será mejor que vayamos ya arriba”. Esta inesperada reacción me dejó confuso, y más después de los juegos que él mismo había propiciado. Pero no podía más que asumirla sin aparentar que me decepcionaba.

Desnudos tal como estábamos subimos a la planta donde estaban las habitaciones. Mi anfitrión quiso acompañarme a la mía para comprobar que todo era de mi gusto. Entró conmigo y, sin dar muestras de tener prisa por marcharse, se sentó en la cama. “Siento lo de antes”, dijo con una voz tenue. Dudé de si se refería a sus excesos con los juegos o al desplante posterior. Así que contesté: “No tienes que disculparte por nada”. Como  se quedó silencioso, me senté a su lado y tomé la iniciativa. “¿Por qué no me pides lo que a estas alturas sabes que puedo darte?”. Pensó unos instantes antes de responder. “¿Sabes tú lo que me frena? Imagina que mi hija vuelve decepcionada de nuevo y busca lo que considera que es suyo”. “Esa es una hipótesis que no se va a dar mañana”, insistí, “Ya tendremos tiempo de planteárnosla”. Su deseo era tan intenso que mi razonamiento pareció suficiente. Se dejó caer hacia atrás sobre la cama en disposición de reanudar lo que había cortado en la piscina. Me afiancé a su lado y llevé la mano a su polla. La acaricié y noté cómo se endurecía. Él suspiró entregado. Me decidí a tomarla con mi boca y la chupé suave y lentamente. Cambió los suspiros por gemidos hasta que apartándome me volteó con energía. Se abocó sobre mí y ansioso se puso a lamer y chupar todo mi pecho. Solo se interrumpió para exclamar perdiendo la compostura de su lenguaje: “¡Joder, qué bueno estás! Lo supe ya cuando te vi por primera vez”. Arrastró la lengua por mi barriga y tomó posesión con la boca no solo de mi polla sino de todo su entorno. Cambiaba sin parar de mamármela a sorberme los huevos, y hasta llegó a alzarme el cuerpo con energía para adentrar más la cara entre mis muslos. La desenvoltura con que me manejaba, pese a que no era precisamente un peso pluma, con una brusquedad siempre contenida, me excitaba más allá del placer que me hacía sentir. Normalmente, con mis ‘acompañados’ de lo que ya me estaba pareciendo una vida anterior, era yo quien tenía que hacer el trabajo principal. Llegué a asumir que, dado su furor, no tardaría en ponerme bocabajo para follarme. Pero en uno de esos repentinos cambios de actitud a lo que ya me iba acostumbrando, me soltó y se dejó caer estirado con la respiración acelerada. “Qué bruto soy ¿verdad?”, reconoció, “Pero te tenía tantas ganas… ¡Anda! Ahora haz lo que quieras conmigo… Y no te cortes en darme marcha. La necesito”. La oferta me movilizó enseguida y, además, era mi especialidad.

La mamada inicial que le había hecho había sido tan solo el interruptor de su excitación. Ahora la polla se alzaba magnifica con el capullo brillando por el juguillo trasparente que destilaba. La recogí con la lengua y ya gimió de placer. Una de las cosas de las que me sentía orgulloso era la de haber perfeccionado tanto la técnica de la felación, con un juego pautado de labios y lengua, que hasta al más decrépito de mis ‘acompañados’ llegaba a hacer que se corriera explosivamente en mi boca. Después del vapuleo con el que mi anfitrión se había desfogado conmigo, qué mejor que culminar esta primera rendición con un tratamiento de choque. Me funcionaba a la perfección a juzgar por las expresiones que le iba arrancando a mi anfitrión: “¡Uf, uf! ¿Cómo sabes hacer eso?”, “¡Me gusta, me gusta!”, “¡No pares, malo! ¿Me quieres castigar?”, “¡Sigue, sigue!”, “¡Oh, qué bueno!”, “¡No lo aguanto más!”, “Me está viniendo”, “¡Ya, ya!”, “¡Aj, aj, aj!”, “¡Aaahhh…!”. Me mantuve tragando con breves chupadas que lo estremecían hasta que suplicó: “¡Deja ya o me matarás!”.

Me deslicé suavemente para tenderme al lado de mi anfitrión. Tenía los ojos cerrados con la respiración agitada y me puse a acariciarlo. Las emociones habían sido muy intensas aquella noche y no tardó en quedarse dormido. Me pregunté si sería prudente que permaneciera así, pensando que el servicio estaría en acción desde primera hora de la mañana. Y además habíamos dejado toda nuestra ropa en el salón. Pero quién era yo para decidir lo que debía hacer el dueño de la casa. Así que me tendí a su lado y también me dormí.

Cuando despertamos por la mañana, mi anfitrión no le dio importancia a haber pasado la noche en la habitación que me había asignado. Sonriente comentó: “¡Vaya nochecita!”. Solo al salir de la cama pareció darse cuenta de que estaba desnudo y sin la ropa. “Tendré que ir a mi habitación para ponerme más decente”. Cogió una sábana y se la ciñó a la cintura. “Nos vemos en el desayuno”. Nada más salir, le oí saludar a la doncella que se cruzó por el pasillo con un “¡Buenos días!”. Comprendí que, para el servicio de una mansión como aquélla, la regla de oro es la discreción absoluta, vea lo que vea y oiga lo que oiga.

Pasaros unos días de paz y armonía, sin noticias del exterior ni volver a aludir al tema que había frenado a mi anfitrión – ¿o debería considerarlo ya como mi ‘protector’?–. Teníamos nuestras noches locas de piscina, que culminaban en una u otra habitación indistintamente. No habíamos pasado todavía de las mamadas, que mi ‘protector’ también me hacía bastante satisfactorias. Durante el día, él se dedicaba a sus asuntos y yo a darme la buena vida disfrutando de los lujos y caprichos que mi situación privilegiada me permitía. A mi ‘protector’ le gustaba acompañarme a veces de compras ya que, al prolongarse mi estancia, necesitaba ropa y demás complementos. Su generosidad no tenía tacha. Aunque, tras conocernos, yo había dado a entender ambiguamente que me ocupaba de algunos negocios de mi inventado tío, nunca más se habló del tema y mi tío quedó olvidado.

Cuando mi ‘protector’ recibió por fin una llamada de su hija, me puse en guardia. Hablaron un buen rato en la privacidad del despacho. Al terminar, vino a resumirme la conversación. La hija había afianzado los lazos amorosos con su exnovio y pensaba quedarse a residir junto a él, con el proyecto de instalar una galería de arte. Había un tono inicial de frustración, que pronto, como si me leyera el pensamiento, cambió por un cínico “A enemigo que huye…”.

La liberación de los problemas filiales pareció insuflar nuevas energías sexuales a mi ‘protector’. Así, una noche en la piscina, me abordó por detrás. Abrazándome con fuerza se pegó a mi espalda y noté sus movimientos de restregarme la endurecida polla, que llegaba a resbalarse por mi raja. “Desearía tanto follarte”, me susurró al oído. Aunque estaba más acostumbrado ser yo quien se cepillara a mis maduros ‘acompañados’, merecía la pena dejar que mi ‘protector’ satisficiera conmigo sus deseos. “He estado esperando que quisieras hacerlo”, dije convincente. Salimos de la piscina, pero era tal su urgencia que no llegamos más allá de la primera tumbona con que tropezamos. Hizo que me arrodillara en ella para acceder a mi culo y su vehemencia ya conocida, así como mi desentrene y el tamaño de su polla, requirieron que me armara de valor. No podía ver lo que hacía, pero noté que sus manos caían sobre mis nalgas y las separaban. Luego, el roce de la lengua por la raja se convirtió en unos chupeteos que me pusieron la piel de gallina y que me prepararon el cuerpo para resistir la enculada. Fue menos brusca de lo que me temía. La saliva que abundaba en mi raja hizo de lubricante que suavizó la entrada firme pero lenta de la endurecida polla. Una vez bien encajada, recuperé la confianza. Oí  exclamar a mi ‘protector’: “¡Que gusto estar ahí dentro!”. Ya puestos, lo animé: “¡Disfruta conmigo! Yo lo haré si tú lo haces”. La follada fue intensa y el gusto que sin duda él sentía se me contagió en cierta manera. “¡Ya me viene…!”, avisó con voz quebrada. “¡Sí, dámelo todo!”, pedí.

Convertido en amante, hice todo lo posible para que esa situación tan beneficiosa para mí se consolidara. El sexo conmigo volvía loco a mi ‘protector’ y a mí no me resultaba ni mucho menos indiferente entregarme a un hombre como él. Dejando aparte el servicio, que ya me consideraba como parte de la casa, de cara al exterior, mi ‘protector’ cada vez llevaba con más naturalidad el dejarse ver conmigo. Si recibía la visita del algún amigo o conocido, no dudaba en presentarme como su nuevo secretario. Lo que al respecto pudieran imaginar quedaba a cubierto bajo el manto de la discreción. Quien esté libre de pecado…

10 comentarios:

  1. me gustan mas este tipo de relatos, que el de tu amigo exhibicionista. Me gustan mas cosas nuevas, que alargar tanto lo mismo

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    1. Por eso procuro alternar. Hay gustos para todo. Y a mí también me da por rachas y los voy escribiendo como me vienen.

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  2. Epa epa, sexo hetero?. Eso me gusta para variar un poco. Ya quiero leer la segunda parte.

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    1. No es que haya más luego... Lo dejo para otros relatos

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  3. Joder Víctor...tendrían que hacer algunas pelis con tus relatos...

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  4. Hola querido...debería hacer algunas pelis con tus relatos ..no tienen desperdicio...besos

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  5. Enhorabuena, magnifico relato con morbo del bueno y picanton, me gustan tus relatos y como los describes. Yo tambien me apuntaria a verlo en una pelicula. Se me ocurre una pelicula con 4 historias de esas buenas que has escrito verlas juntas en un film .....Seria espectacular para calmar los momentos de furia... je je je .Un beso Victor . GFla

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