Juan era un hombre grandote que a sus cincuenta y pico de
años, seguía siendo algo simplón y débil de voluntad. Se había llegado a casar
con una compañera de trabajo que había quedado embarazada y, aunque no fuera el
padre biológico, aceptó reconocer al hijo como suyo. Formaron una familia más o
menos convencional y Juan se convirtió en un padrazo indolente que, a medida
que Manuel, el niño, crecía, le consentía todos los caprichos. Para irritación
de la madre que veía cómo Juan, con ese comportamiento, entorpecía sus intentos
de encauzar la cada vez mayor indocilidad del hijo. Así las cosas, cuando éste
tenía diez años, la mujer, que ya llevaba tiempo liada con el jefe de la
empresa, decidió separarse de Juan, pudiendo oficializar su relación con el amante
también recientemente divorciado. Que por lo demás era mucho mejor partido que
Juan y de un carácter más decidido. Precisamente las alegaciones sobre la
inepcia de Juan en la crianza del hijo facilitaron que la madre lograra
quedarse con la custodia en exclusiva del menor. Como salió a relucir también que Juan no era el padre biológico de
Manuel, éste supo desde entonces esa circunstancia.
Juan afrontó la situación con su habitual pasividad y
resignado a las esporádicas visitas que la madre permitía que le realizara
Manuel. El chico aprovechaba para sacarle a Juan regalos de cosas que su madre
no le permitía todavía. Lo cual daba lugar a que ésta amenazara continuamente
con cortar tales visitas. Parecía por lo demás que ese era el único interés del
chico para mantener las relaciones con quien sabía que no era su verdadero
padre. Sin embargo Manuel, a medida que iba creciendo, aumentaba su querencia
por no privarse de pasar algunos días con Juan. Y ya no solo era por su interés
en los regalos que conseguía, sino que incluso le mostraba un particular afecto.
Por otra parte resultó que a Manuel se le iba formando un cuerpo tirando a
robusto, hasta el punto de que, en una ocasión, su madre bromeó al respecto:
“Ni que fueras de verdad hijo de tu
padre”. La madre tomó como una tonta ocurrencia el comentario que al respecto
hizo Manuel: “Mejor para todos que no lo sea”.
A Juan, aun con cierto distanciamiento, no dejaba de
halagarle el afecto que Manuel parecía seguir sintiendo hacia él e incluso que
le reconociera que le tenía más confianza que a su madre. En este contexto,
Manuel le comentó un día: “Hay una cosa que solo me atrevo a decirte a ti”. “Lo
que sea me parecerá bien”, contestó Juan con su natural conformismo. “Creo que
soy gay”, confesó Manuel. Juan no mostró especial extrañeza. “¿Cómo lo sabes?”.
“Aún no he hecho nada con un hombre, pero estoy seguro… Y sé lo que me gusta”.
“Ya vas siendo mayor y si es eso lo que sientes, me parece bien”. A Juan no se
le ocurrió nada más que decir. Ni siquiera relacionó esta confesión de Manuel
con las muestras de un cada vez más desbordado cariño a través de abrazos y
besos efusivos, caricias en los muslos cuando se sentaba muy junto a él en el
sofá… Cosas de adolescente, se decía.
Poco tiempo después Manuel, que acababa de cumplir los
dieciocho años, le manifestó a Juan que quería celebrarlo con él. A Juan le
llegó a emocionar y, con la falta de criterio que lo caracterizaba, dijo: “Te
haré un regalo especial… Lo que más te apetezca”. “¿Sea lo que sea?”, preguntó
Manuel. “Lo que sea”, contestó Juan sin pensárselo demasiado. “¿Lo prometes?”,
insistió Manuel. “Prometido”, afirmó Juan. No sabía en lo que se metía…
El día de la celebración acordada, a Juan, abrumado por el
prolongado abrazo con el que se le colgó Manuel, solo se le ocurrió decir: “Así
que ya eres todo un hombre ¿eh?”. “¡Claro! Igual que tú”, replicó Manuel, que
soltándolo al fin lo miró sonriente para añadir: “También me alegra mucho que
tú no seas mi verdadero padre… Así puedo quererte aún más”. Juan no supo cómo
entender aquello y se salió por la tangente proponiendo: “Entonces ya me dirás
qué te apetece que hagamos hoy… ¿Quieres que vayamos de compras o a comer a
algún buen sitio?”. “Prefiero que nos quedemos en casa”, contestó Manuel,
“Estoy deseando que cumplas la promesa que me hiciste”. “Como tú quieras… Pero
entonces tendrás que decirme qué es lo que deseas que te regale”, dijo Juan
algo desconcertado. “No te preocupes. Pronto lo vas a saber”, replicó Manuel
enigmático.
Como Juan estaba vestido para salir, pensando que habrían de
ir a comprar lo que se le antojara a Manuel, éste aprovechó el cambio de
planes. “Como nos quedamos en casa ¿por qué no nos ponemos más cómodos? Hoy
hace bastante calor”. Inmediatamente predicó con el ejemplo y, en pocos
segundos, se quitó el polo y los tejanos. Solo con unos bóxers dijo sonriente:
“Mejor así ¿no?”. Hacía tiempo que Juan no lo veía de ese modo y no dejó de
fijarse en sus formas ya redondeadas y su vellosidad incipiente. “Fíjate que
pensaba que estaba saliendo a ti”, rio Manuel. Juan, algo cortado, dijo
entonces: “¡Vale! Voy a cambiarme”. Se dirigió al dormitorio y le sorprendió
que Manuel lo siguiera. “Si vuelvo enseguida…”, alegó. “Si yo lo he hecho ante
ti, lo puedes hacer tú también ahora ¿no? Somos ya hombres los dos”, se
reafirmó Manuel. “Bueno, bueno. Como quieras”, dijo Juan con su habitual
actitud consentidora. Con pachorra se quitó la chaqueta y, mientras se iba
bajando los pantalones, pensó: “¡Qué raro sigue siendo este chico!”. Cuando se
desprendió de la camisa, quedó tan solo con un eslip blanco y rehuyó la mirada
de Manuel, avergonzado de su cuerpo gordo y velludo. Además, desde hacía algún
tiempo, se había dejado crecer una poblada barba, probablemente para disimular
la debilidad de su carácter, y que no dejaba de darle un aspecto algo fiero. Al
ir a echar mano del chándal que pensaba ponerse Manuel lo retuvo. “Quédate así,
tal como estoy yo… Para empezar a cumplir la promesa que me hiciste”. Juan se
sintió confuso, sin poder relacionar el regalo especial que había prometido y
la situación en que se encontraban. “¿Qué tiene que ver eso con que estemos los
dos en calzoncillos?”, preguntó. “Puedo pedirte lo que quiera ¿no?”, recordó
Manuel. “Eso dije”, reconoció Juan, “Pero sigo sin entender qué es lo que
quieres de mí”. “Es muy fácil “, dijo Manuel, “Quiero que te quedes
completamente desnudo. Éste será tu regalo especial para mí”. Juan tragó
saliva. “¿Verme en cueros es lo que pretendes?”. El descaro de Manuel no tenía
límites. “La de pajas que me he hecho imaginando este momento y tú me
prometiste que podía tener lo que más me apeteciera. Y justo es eso”. Juan aún
se hizo el remolón. “Ya sé que eres gay. Pero eso de que te excites conmigo,
tan mayor y gordo…”. “Precisamente me di cuenta de que era gay al notar lo que
me gustabas”, declaró Manuel. Juan insistió. “Bueno, sobre gustos… Pero es que
además es algo que no está bien, porque yo soy…”. “¿Mi padre?”, le cortó
Manuel, “De eso nada. Así que esa excusa no te vale”. Juan no acababa de
creérselo. “Entonces ¿el regalo especial para tu cumpleaños es que te lo enseñe
todo?”. “¡Claro! Y prometiste que me lo harías fuera lo que fuera”.
Juan, que como mucho había temido que Manuel le pidiera un
coche, se dijo que pese a sus reservas, si ese era el capricho del chico, no
podía sino concedérselo, ya que lo había prometido. Así que resignado se echó
abajo el eslip, que le cayó a los pies. “¡Hala! Aquí lo tienes. Mira todo lo
que quieras”. Ante el arrobo con que Manuel se inclinó para contemplar lo
mostrado, la incomodidad que sentía hizo que Juan añadiera como si fuera
necesario explicarlo y usando unos términos que creía más adecuados para la
comprensión del chico: “Una polla y unos huevos como los que tienes tú”. “¡Son
magníficos!”, exclamó Manuel, “¡Y qué polla más enorme te gastas!… Mejor de lo
que había imaginado”. La verdad es que Juan, aunque poco partido le había
sacado en su vida, estaba espléndidamente dotado. Tampoco es que él hubiera
reparado demasiado en ello, ya que carecía de referencias para comparar. Ahora
el que quedaba admirado era Manuel. Al acercar éste más la cara y ponerle una
mano en el muslo, Juan advirtió: “Se mira pero no se toca ¿eh? Tú serás gay,
pero yo no”. Manuel entones se llevó una mano a la entrepierna resaltando el
bulto que le marcaba los bóxers. “Es que estoy muy excitado”. Para librarse de
tan peligrosa cercanía y, de paso, acabar cuanto antes aquello, a Juan no se le
ocurrió otra cosa que sugerir: “¿Vas a querer meneártela mirándome?”. “Ganas no
me faltan ya, pero aún quiero ver más cosas”, dijo Manuel. Y para concretar más
agregó: “¿Por qué no te tocas tú un poco?”. Juan hizo un intento de plantarse:
“¡Mira! Te dejo que veas todo lo que quieras y hasta que te corras a mi costa,
pero no pretendas que yo vaya a darme gusto también”. Manuel se puso
persuasivo. “No siempre se toca uno para darse gusto. Se puede hacer para
rascarse, mear, limpiarse el culo…”. A Juan le hizo gracia la desfachatez del
chico y hasta llegó a reírse. “Así que me tengo que rascar las pelotas”. Manuel
se agarró a este destello de humor. “Porfa, papi”. “¿En qué quedamos?”,
protestó Juan porque volviera a llamarlo ahora así. Pero ya estaba
transigiendo. Con una mano se levantaba la polla y con la otra se palpaba los
huevos. “¿Así dices?”. Aunque Juan llegó a lamentar que tuviera la polla tan grande como decía Manuel. Pero ni a
él se le podía escapar que Manuel seguiría insaciable. Agachado y con la cara
cada vez más cerca, mientras se iba tocando por abajo observó: “Te asoma casi
todo el capullo ¿Te hiciste la fimosis?”. “Hace muchísimo tiempo. Pero no me
quitaron toda la piel”, contestó paciente Juan. “No te costará sacarlo entero.
A ver…” Antes de que Manuel lo comprobara por sí mismo, Juan corrió ligeramente
la piel y mostró el capullo al completo. “Me gusta cómo te queda… ¿Crees que me
tendría que hacer los mismo?”, dijo Manuel. Juan cayó en la trampa e
involuntariamente se le fue la mirada hacia abajo. Manuel había sacado ya la
polla, tiesa y descapullada, por encima de los bóxers. “No lo parece”, zanjó Juan, indefenso ante el
tropel de ocurrencias con que lo asaetaba Manuel.
Para colmo, los nervios, lo toqueteos y la vejiga le jugaron
una mala e inoportuna pasada a Juan, que avergonzado tuvo que decir: “Perdona,
pero voy a tener que ir a orinar”. Ingenuo él, no se esperó la inmediata
reacción de Manuel: “¡Estupendo! Vamos al baño”. “¿Eso también?”, se alarmó
Juan. “Ya que no quieres que vea cómo echas otra cosa por el capullo, al menos
podré ver cómo te sale el chorro de esa polla tan grande”. Juan, ya con cierta
urgencia, solo dijo: “¡Vaya capricho!”. “¡Venga!”, se apuntó decidido Manuel
precediéndolo.
Manuel tomó posiciones a un lado del wáter y levantó la
tapa. Juan, aunque abochornado por este retorcido antojo de Manuel, se colocó
de frente dócilmente, cogida la polla con dos dedos para apuntar. “Veremos si
me sale contigo ahí delante”, advirtió. “¡Venga, que vas a poder!”, lo animó
Manuel. Juan, para estimularse, dejó todo el capullo al descubierto y sacudió
ligeramente la polla. “¡Cómo me gusta eso que haces! ¡Qué gordo lo tienes!”,
comentó Manuel. “Espera un momento. Ya va a salir”, dijo Juan para calmarlo.
Por fin débilmente al principio empezó a brotar el chorro, pero enseguida
adquirió potencia formando una curva orientada a la taza del wáter. Juan soltó
un suspiro. “¡Hala, ahí lo tienes!”. “Me encanta y me está excitando cantidad
¡Gracias!”. Pero cuando el caudal mermó, Manuel de repente agarró los muslos de
Juan y lo hizo girar hacia él. “¡Eh, que aún gotea!”, exclamó Juan
sobresaltado. Pero Manuel, rápidamente, acercó la cara y alcanzó a darle un
lametón al capullo. Juan, paralizado por el estupor, no supo reaccionar. Ni
siquiera cuando, sobrepasando los límites que había tratado de imponer, los
labios de Manuel se ciñeron al capullo. “¡¿Qué haces?¡ Te dije que de eso
nada”. Manuel se apartó ya y, relamiéndose, miró a Juan con una sonrisa cínica.
“No te he tocado con las manos. De la boca no habías dicho nada”. “Pero además
ha sido una cochinada”, lo reprendió Juan. “No es para tanto y no tiene mal
sabor”, alegó Manuel con descaro, “He visto que hasta se mean directamente en
la boca”. “¿De dónde sacarás tú eso”, solo pudo comentar Juan que, superado,
optó por pasar página. “¡Venga, va! ¿Te harás la paja de una vez?”.
Sin embargo Manuel, que ya había prescindido de los bóxers y
mantenía la polla tiesa, no iba a dar tregua tan fácilmente a su falso padre,
al que había erigido en tótem de su efervescencia sexual. Juan había cortado un
trozo de papel higiénico para limpiarse los restos de pis y babas, y en un
gesto mínimo de pudor –“A buenas horas”, ironizó para sí mismo–, le dio la
espalda al agazapado Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrarse a las
pantorrillas de Juan, a quien, por lo inesperado del gesto, se le doblaron las
corvas. “¡Vaya culazo tienes! También quiero vértelo a fondo”. “¿Qué es eso de
a fondo?”, se alarmó Juan. “Que me tienes que enseñar lo que se ve y lo que no
se ve”, exigió Manuel. “¿Tan gordo y peludo te va a gustar?”, trató Juan de
disuadirlo. “Así es como me gusta”, aseguró Manuel indomeñable, “Te voy a abrir
la raja”. “¡Quietas las manos!”, soltó Juan obstinado en mantener las líneas
rojas que había marcado, aunque cada vez más debilitadas. “Ya lo haré yo”,
transigió acogiéndose de nuevo al paliativo del mal menor. Así que inclinó el
torso con las manos en las rodillas y presentó el culo en pompa a la vista de
Manuel. A éste le temblaba la voz. “¡Oh, que pedazo de culo! ¡Más, más!
¡Ábretelo!”. Transigiendo resignado Juan llevó las manos a las nalgas y las
estiró hacia los lados. La escabrosa visión de la raja abierta, orlada de
vello, con las pelotas colgando y el ojete fruncido destacando sonrosado, llevó
al delirio a Manuel. Juan notó que acercaba la cara y pasaba la lengua por
dentro. “¡Eso no!”, protestó ya con poca convicción. “No uso las manos”, arguyó
cínicamente Manuel, que volvió a dar otro lametón. “Peor todavía”, le reprochó
Juan, “Vas a hacer que me caiga de morros”. “Sujétate al borde de la bañera… Tu
culo me ha puesto tan cachondo que me voy a correr sobre él”. “Con tal de que
acabe de una vez…”, se dijo Juan, cuya cortedad de luces le hizo ignorar la
vulnerabilidad de su postura. Nunca calibraba a tiempo hasta donde era capaz de
llegar su hijo putativo, por más inédito que le resultara el furor sexual que
estaba proyectando sobre él.
Juan apoyó la barriga en el borde de la bañera y estirando
los brazos se sujetó con las manos en el borde opuesto. Manuel se agarraba la
polla y la iba restregando por las nalgas peludas. “¡Oh, qué gusto!”. Juan lo
apremió: “¡Venga, échamela encima!”. Ni se le ocurrió que Manuel pudiera hacer
otra cosa y no le alarmó demasiado que la polla se le fuera también deslizando
por la honda raja. “¿Te va a venir ya? Me está subiendo la sangre a la cabeza”,
se quejó Juan de la postura forzada. Pero de pronto las manos de Manuel se
plantaron como garras en los costados y la polla, centrada en el ojete, se
clavó de golpe. Juan vio las estrellas. “¡Eh, para! ¡No hagas eso! ¡No
puedes!”, gritó en su indefensión. “¡Lo siento! No he podido controlarme”,
alegó Manuel, que se afianzaba más todavía. “¡Para! ¡Sal! ¡Esto duele!”,
suplicaba Juan. “¡No puedo! Es tan bueno…”, persistía Manuel empezando a dar
golpes de cadera. Ya sin palabras, Juan se limitaba a gemir y, ante la
incapacidad de resistirse, optó por aflojar la tensión para paliar el dolor. “¡Cómo
estoy disfrutando!”, se recreaba Manuel, “¿Tú no?”. Juan no respondió porque
estaba percibiendo que, sobreponiéndose al dolor, se abría paso una sensación
desconocida y extraña… ¿placentera? Por eso solo dijo: “¡Vamos, acaba!”. Lo
mismo podía entenderse como el deseo de que todo aquello terminara o de que
Manuel siguiera adelante hasta el final. “Me está gustando tanto… Pero ya me
falta poco”, declaraba Manuel arreando con entusiasmo, mientras Juan rumiaba
sus confusas sensaciones. “¡¡Ooohhh!!”, rugió al fin Manuel en una prolongada
descarga. Y entonces Juan soltó: “¡Ay, ay, ay!”. Pero no era por la corrida de
Manuel, sino por la suya propia que empezaba a chorrear por el borde exterior
de la bañera.
Manuel soltó ya a Juan y, con juvenil facilidad de recuperación,
se mostró exultante. “¡Gracias! El mejor regalo de mi vida”. Juan, con una mano
todavía apoyada en la bañera, llevó un brazo hacia atrás en muda petición de
ayuda para incorporarse. Manuel le tiró de la mano y, cuando Juan estuvo de
pie, vio asombrado la polla que penduleaba goteando leche. “¡Anda! Si tú
también te lo has pasado en grande”, exclamó divertido. “Ya ves… No me esperaba
yo esto”, dijo Juan confuso y avergonzado. “¡Estupendo! Así que hemos
compartido el regalo de cumpleaños”, rio Manuel. Y sorpresa sobre sorpresa, se
agachó ante Juan y comentó: “Así que hasta te has empalmado ¿eh? Me encanta”.
Juan, ya sin fuerza moral para nada, dejó que se la sacudiera y le lamiera el
capullo. “¡Qué rica tu leche! Lo que voy a disfrutar sacándotela de esta polla
tan gorda”. Juan se limitó a suspirar y sintió vértigo al intuir que aquello no
iba a ser cosa de un día.
-----------------------
Juan había quedado sumido en un mar de confusiones. Él, que
siempre había procurado no complicarse la vida y dejar hacer a los demás. ¿Cómo
podía haberlo enredado de esa manera el hijo de su madre? ¿Todas sus muestras
de cariño iban en esa dirección y él sin enterarse? En cuanto ha tenido
dieciocho años ¡hala! Y dejando claro que no había lazos de sangre por medio.
Bien que me dejó sin argumentos serios para negarme a sus pretensiones. Vale
que sea gay, pero esa fijación en un tipo como yo ¿quién la puede entender?
¡Cómo se excitaba a medida que le iba enseñando mis intimidades! Y yo dejando
que me hiciera cosas para no incumplir la promesa que en mala hora se me
ocurrió hacerle. Hasta que al final ¡zumba!, a darme por el culo ¡Cómo podía
imaginar algo así a estas alturas…!
Pero las elucubraciones de Juan derivaron también hacia
otros derroteros aún más sorprendentes. ¿Cómo es que le seguí el juego sin
apenas cuestionarlo? Porque mira que le iba dando facilidades para que me viera
todo lo que pedía. Que me toque los huevos, que saque el capullo, que eche una
meada, que me abra la raja del culo… Para colmo los chupetones que el muy
cochino me daba en cuanto bajaba la guardia. Y yo viendo cómo se la iba
meneando a mi costa. Pero lo que me hizo al final fue una auténtica violación.
Y bien que la aguanté, con lo que me dolía… Ahora bien ¿cómo es posible que, a
pesar de todo, llegara a tener un orgasmo como el que me estalló de pronto, el
más fuerte que he tenido en mi vida? Es que, doliendo y todo, me entró una
excitación increíble. ¡Vaya si se dio cuenta Manuel de la corrida que había
tenido! Como para reñirle porque se había pasado dándome por el culo. ¿Sería
verdad que se estrenaba conmigo? Porque el chaval se las sabía todas.
Sin embargo Juan tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de
su mente estos pensamientos, porque se dio cuenta de que le estaban provocando
una fuerte erección. Con lo poco que se había preocupado por el sexo desde
hacía mucho tiempo… Y lo del dichoso Manuel era tan extraño para él… Porque
además ahora se preguntaba en qué plan vendría el chico la próxima vez que lo
visitara ¿Habría dado la promesa por cumplida? Con lo empecinado que era cuando
quería una cosa, cabía ponerlo en duda. ¿Y él? ¿Se dejaría llevar como de
costumbre? No se atrevió a responderse.
Manuel no tardó mucho en anunciar su visita. “Ya no tengo que
pedirle permiso a mi madre”, presumió de su mayoría de edad. No por esperada la
noticia no dejó de recibirla Juan con desazón. Incapaz de plantearse
previamente cuál debía ser su actitud, optó por el británico wait and see. Al fin y al cabo Manuel
había demostrado saber el manejo de una situación tan extraña mejor de lo que
podía hacerlo él. Como suponía que los planes no consistirían en salir, se
vistió con su chándal de estar por casa y sin calzoncillos debajo. Por simple
comodidad, se dijo.
Manuel llegó rebosante de energía y, para inquietud de Juan,
descaradamente cariñoso. En lugar de los tradicionales besos en las dos
mejillas, fue directo a juntar los labios y a Juan le pareció que la lengua de
Manuel hurgaba entre sus dientes. Juan preguntó lo que solía en otras ocasiones
pero que ahora no dejaba de sonar como ingenuo: “¿Qué te apetecerá que hagamos
hoy?”. Manuel rio. “¿Tú qué crees? Nos quedaron pendientes muchas cosas”. Juan
no se apeó de la higuera. “¿Como qué?”. Manuel no se mordió la lengua. “El otro
día estabas muy estrecho. No me dejabas tocarte”. “Pero usaste otras cosas ¡y
de qué manera!...No hagas que te las recuerde”, replicó Juan queriendo dar un
tono desinhibido. Incluso se atrevió a preguntar: “¿Tú cómo sabes todas estas
cosas?”. Manuel rio. “En internet se encuentran a toneladas y para todos los
gustos. Si supieras la de hombres como tú, y más gordos y mayores, que se ven
haciendo de todo. Ahí se aprende mucho”. “Eso parece… Nunca se me habría
ocurrido”, reconoció Juan. “Pero siempre imaginaba hacer todo eso contigo”,
puntualizó Manuel. Juan tragó saliva. “Yo es que eso…”. “No lo dirás por la
corrida que largaste”, replicó Manuel, “Si te pasó algo así es porque te
gustaría”. “Todavía no lo sé”, confesó Juan. “Predispuesto sí que parecías… Ya
te ayudaré a salir de dudas”. La seguridad de Manuel iba removiendo la
indefinición de Juan. Éste, ni siquiera en su época de casado, había puesto
demasiado interés en el sexo. Y cuando su mujer fue retrayéndose, se conformó
fácilmente. Ahora Manuel aparecía avivándole la curiosidad y el corazón se le
aceleraba recordando el orgasmo que le había hecho tener.
“Me vas a dejar jugar contigo ¿verdad?”, dijo Manuel
insinuante. Juan echo mano de una ironía laxa. “¿Quieres hacer conmigo lo que
ves en internet?”. “Ya hice la prueba el otro día y parece que no fue nada
mal”, contestó Manuel incisivo. Juan se sentía abrumado por situación tan
comprometida y, en un intento de sortearla, preguntó: “¿Qué pasaría si te digo
que más cosas de esas conmigo no?”. “Que no te creería”, fue la rotunda
respuesta de Manuel. Juan aún se permitió reflexionar: “El mundo al revés. En
lugar de que sea el hombre experto y bregado quien seduzca al joven ingenuo e
inexperto, aquí es a la inversa”. Manuel rio. “No hay reglas fijas para eso”.
“Y también me conoces de sobra para saber que el ‘no’ nunca me ha funcionado
contigo”, fue la escapista conclusión de
Juan.
Manuel se le acercó. “Te voy a desnudar… Eso no te vendrá
tan de nuevo”, bromeó, “Luego me lo podrás hacer a mí”. Pero, dudando de que
Juan tomara esa iniciativa, añadió: “Si no, lo haré yo”. Esta vez Manuel iba a
tenerlo fácil. Juan dejó resignado que le bajara la cremallera y le quitara la
parte superior del chándal. Manuel se paró un momento contemplando el torso
tetudo y velludo, y luego le plantó una mano en cada teta. “Hoy ya no me vas a
prohibir que te toque ¿verdad?”. Juan eludió contestar y solo comentó:
“Entiendo que te gusten los hombres, pero con este barrigón que tengo…”. “Ese
es tu encanto y quiero disfrutarte entero”, replicó Manuel que, tras palpar las
tetas, se puso decidido a chupetear los pezones. “¡Uy, que me haces
cosquillas!”, se quejó tibiamente Juan. Manuel lo miró sonriente. “Ha sido solo
un aperitivo”.
El pantalón de chándal se ligaba con una cinta. Manuel no
tuvo más que deshacer el lazo y aflojar la cintura para que se deslizara hasta
los pies. Al ver que Juan no llevaba calzoncillos, dijo divertido: “¡Anda! Te
habías preparado para mí ¿eh?”. Juan replicó sin que sonara demasiado
convincente: “Es más cómodo para andar por casa”. “¡Claro!”, rio Manuel, “Mejor
llevar suelto ese pollón que tienes”. “No exageres”, dijo Juan azorado. Pero lo
que ahora resaltaba entre sus muslos daba fe de la apreciación de Manuel. A
éste le faltó tiempo para agarrar la polla. “¡Que ganas tenía de tenerla en mis
manos!”. “A ver lo que haces ¿eh?”, advirtió Juan sin mucha convicción. “¿Qué
es lo que me vas a prohibir hoy?”, lo desafió Manuel. “Y yo que sé”, contestó
Juan hecho un lío. No hizo ya el menor gesto cuando Manuel empezó a frotarle la
polla, convencido de que poco efecto le iba a hacer algo así. Pero se precipitó
al quitarle importancia. “Ya ves que sigo igual”. Manuel lo contradijo: “¡Si se
te ha puesto dura… y de qué manera!”. Juan, incrédulo, miró hacia abajo y pudo
ver que, más allá del abultamiento de su barriga, sobresalía su polla bien
tiesa. No obstante quiso persistir en su ingenua tozudez y dijo tontamente: “Es
que me pones nervioso”. Enseguida, antes de que Manuel insistiera en lo
evidente, se salió por la tangente. “¿Tú no te ibas a desnudar también?”.
Esto al menos le sirvió para escurrirse y, deseoso de
disimular su erección, se sentó en el sofá mientras Manuel se iba desnudando. La
visión de su cuerpo llenito y ya con algo de vello hizo pensar a Juan que él de
joven era así. Y de pronto le cruzó la mente una idea que le produjo
escalofríos: “¿Y si…?”. Pero enseguida pudo desecharla razonando para sí:
“¡Imposible! No follé con la madre hasta bastante después de que pariera a
Manuel… y tampoco es que lo hiciera demasiado más adelante”. Ya estaba Manuel
en cueros y con la polla juvenil en plena forma. Sin embargo, cosa rara en él,
se mostró algo cohibido. “En comparación contigo cualquiera se acompleja”. Juan
quiso animarlo. “Eso no tiene tanta importancia… Mira lo que me hiciste el otro
día”. Se arrepintió inmediatamente de este recordatorio y, para salvar la
situación, le dijo señalando a su lado en el sofá: “Anda, siéntate aquí”.
Manuel se arrimó tanto a Juan que éste tuvo que subir un
brazo y pasárselo por los hombros. Manuel aprovechó entonces para chuparle una
teta y darle lamidas hasta la axila. “Mira que eres”, le recriminó paciente
Juan. Pero Manuel lo que hizo a continuación fue quitarle el brazo de sus
hombros y, superado ya el momentáneo complejo de inferioridad, llevarle la mano
sobre su propia polla. Juan se sobresaltó. “¿También te tengo que tocar yo?”, preguntó
como si se tratara de un nuevo deber y sin llegar a apartar la mano. “¿Por qué
no?”, replicó Manuel con descaro, “Si ya la tuviste en tu culo… Y bien que la
disfrutaste”. “Aún no sé cómo me pudo pasar aquello”, musitó Juan. “¡Y dale con
eso!”, lo reprendió Manuel, “Ahora cógemela sin miedo, que es más sencillo”. Apretó
la mano de Juan, que seguía inerte, e hizo que cerrara los dedos en torno a la
polla. “¿Qué notas?”, le preguntó. “Que está dura”, contestó Juan como si
hiciera un descubrimiento. “No te va a morder si la frotas un poco”, insistió
Manuel. Juan dio unos tímidos pases a la polla. “¿Cómo? ¿Así?”, volvió a
preguntar para que Manuel lo guiara. “No sabes el gusto que me estás dando”, dijo
Manuel. “No pretenderás que te haga una paja”, advirtió Juan con uno de esos
límites que Manuel iba rebasando con facilidad. “Ahora no”, precisó Manuel, “Es
un toma y daca: yo te la he puesto dura a ti y tú me la pones a mí”. “¡Vale!
Pues ya está ¿no?”, intentó Juan zanjar la cuestión. Todavía se empeñaba en
considerar que, aparte de alguna reacción natural debida más que nada a los
nervios, aquello no le estaba afectando gran cosa.
No era esa la percepción de Manuel, dispuesto a profundizar
en el disfrute de Juan. Se levantó para arrodillarse delante y separarle las piernas, que Juan había
apretado para disimular la erección. ¿Le duraba todavía el efecto de los frotes
que le había dado Manuel o se le había reavivado al hacérselo él? Ni él mismo
lo sabía… El cuándo no le interesaba a Manuel que tomó la polla entre las manos
y de nuevo mostró su admiración. “Ni en las pelis porno tienen los tíos un
pollón como éste”. La frotó con deleite y Juan preguntó inquieto: “¿Ahora vas a
hacerme una paja tú a mí?”. “Nada de pajas”, contestó Manuel, “Otra cosa que te
va a gustar mucho más… y a mí no te digo”. A continuación puso los labios sobre
el capullo y fue sorbiéndolo hasta meterse casi media polla, para desconcierto
de Juan. Hasta entonces Manuel solo le había dado algún lametón o breves
chupadas al capullo, pero eso… Sin embargo solo se le ocurrió decir: “Te vas a
atragantar”. Manuel soltó la polla y lo miró sonriente: “¡Qué cosa más grande!
Casi no me cabe en la boca… Verás lo que vas a disfrutar”. Se amorró de nuevo y
combinaba mamadas de todo lo que le cabía con lamidas al capullo y al tronco de
la gruesa polla. Cuando descansaba la boca, frotaba enérgicamente. Todas estas
manipulaciones tenían abrumado a Juan, al que nunca en su vida le habían hecho
una mamada, al menos que él recordara, y un hombre, seguro que no. Pero tampoco
le habían dado por el culo hasta que Manuel lo pilló por sorpresa. Así que, inmóvil,
se debatía entre pararlo de alguna forma o dejarle hacer y ver hasta dónde era
capaz de llegar. Como esto último era lo más fácil fue por lo que optó. Pero es
que además notaba que la polla se le ponía cada vez más tensa e iba percibiendo
una sensación que no se atrevía a llamar excitación, aunque se parecía a la que
había tenido inopinadamente cuando Manuel lo enculaba.
Ya no pudo pensar más porque aquel efecto subía y subía provocándole
escalofríos por todo el cuerpo. Manuel, que percibió sus temblores, pausó la mamada
y, el muy perverso, dijo a Juan: “¿Quieres ver todo lo que te va a salir?”.
Cada vez iba dando más frotes que chupadas, tal vez porque también quería ver
la eclosión de Juan, o quizás por medir previamente lo que su boca sería capaz
de engullir, si Juan expulsaba leche en proporción a las dimensiones de la
polla. “¡Qué barbaridad!”, exclamó Juan, “¡Ya no me aguanto!”. Entonces Manuel,
sin llegar a cerrar los labios sobre el capullo, mantuvo cerca la cara mientras
seguía frotando la polla. La corrida de Juan fue pautada, en sucesivos
borbotones que iban rebosando el capullo, precedidos por fuertes
estremecimientos y resoplidos. En cuanto Manuel vio cómo iba, ya sí que se
amorró para no desperdiciar la leche. Esto sorprendió a Juan casi más que la
intensidad de su corrida y, con las pocas fuerzas que le quedaban, trató de
disuadirlo. “¿Qué haces? ¿Te la estás tragando? ¡Deja de hacer eso!”. Pero
Manuel no cejaba en su empeño y, solo cuando hubo dejado la leche bien
rebañada, soltó la polla y miró a Juan con cara de satisfacción. “¡Cómo me ha
gustado! ¡Está riquísima!”. “¡Vaya cochinada!”, le reprochó Juan. Manuel se
levantó ya y todavía entre las piernas de Juan, le preguntó con pillería: “¿Y
tú qué? ¿Serás capaz de decir que no te lo has pasado en grande?”. Juan
contestó con ambigüedad: “Con todo lo que me has hecho ¿qué otra cosa me podía
pasar?”. Pero en su mente se abría paso una constatación: “¡Qué gustazo!”.
Juan, con el cuerpo que le pesaba, hizo un esfuerzo para
levantarse del sofá. “Voy a limpiarme un poco ¿vale?”, dijo como pidiendo
permiso a Manuel. Éste, todavía regodeándose en la mamada, lo dejó hacer sin
irle detrás. Pero ya tramaba cómo seguir dándole caña a Juan. Cuando éste
volvió más entonado, Manuel se hizo el
comprensivo. “Después de la corrida tan buena que has tenido ¿no te vendría
bien descansar un rato en tu cama?”. A Juan le sonó un tanto insólita la
propuesta, que incluso le pareció que lo minusvaloraba. “¿Por qué? ¿Tan poco
aguante crees que tengo?”. “¡Para nada, hombre! Si éstas hecho un toro”, dijo
Manuel adulador. Pero enseñó sus cartas: “Yo te podría acompañar y así los dos
estaríamos más cómodos…”. Era un paso más en su acoso y derribo a Juan: meterse
en su cama. A Juan no le escapó este detalle y comentó con cierta ironía: “No
sé yo si tendría mucho descanso”. Pero si Manuel se empeñaba…
En efecto, Juan se dejó conducir hasta su dormitorio y, ya
en él, asumió que, aun en ese reducto íntimo desde hacía mucho tiempo, volvía a
quedar atrapado por los caprichos de Manuel. “Me acuesto entonces ¿no?”, dijo condescendiente
y se tendió en la cama mansamente expuesto a la insaciable incontinencia de
Manuel. Para éste, tenerlo allí en su solitaria cama, era una triunfo que no
iba a desperdiciar. Enseguida se subió para estrecharse contra Juan, que se
sintió obligado, o tal vez ya no tanto, a pasarle un brazo por los hombros. A Manuel,
que todavía conservaba incólume toda su energía, le excitó tremendamente estar
así abrazados y su erección se hizo patente. Por si Juan no se había percatado,
le tomó la mano libre y la llevó a su polla. “Mira cómo me has vuelto a poner”,
le hizo notar. Juan se la palpó ya sin reservas e, inesperadamente incluso para
él mismo, se oyó decir: “En un momento u otro vas a querer que te haga lo mismo
que me has hecho hace un rato ¿verdad?”. A Manuel le sorprendió gratamente lo
que cabía entender como una iniciativa de Juan y preguntó sonriente: “¿Cómo lo
sabes?”. “Te voy conociendo”, ironizó Juan, “No lo haré tan bien como tú”. “Todo
es empezar”, replicó Manuel entusiasmado, que ya se estaba arrodillando frente
a la cara de Juan.
Juan sujetó la polla tiesa con una mano y fue acercándole la
boca. Entreabrió los labios y cercó con ellos el capullo. Se quedó quieto como
si quisiera asimilar lo que estaba haciendo. Manuel entonces fue empujando para
que la polla se metiera más. “¡Así, así!”. Juan temía atragantarse y, al mover
la lengua como freno, dio lugar a que Manuel exclamara: “¡Qué bien lo haces!”. Entre
los vaivenes de Manuel y los manejos de Juan con labios y lengua para que la
polla no se le escapara, la mamada estaba funcionando. “¡Qué gusto me estás
dando!”, confirmó Manuel. Sin embargo Juan pensó que sus habilidades no eran
tantas como para provocarle la corrida, aunque no le repeliera recibirla en su
boca, pues a esas alturas asumía cada vez con más naturalidad todo cuanto iba
descubriendo con Manuel. De ahí que le viniera una idea que ni él mismo sabía
si era para que Manuel disfrutara mejor o por un repentino y descontrolado
deseo que sintió. El caso fue que, sacándose la polla de la boca, dijo: “¿No
preferirías ya acabar como hiciste el otro día en el baño?”. Manuel, con la
calentura a tope, no dejó de sorprenderse y preguntó a su vez: “¿Quieres que te
folle?”. “¿Por qué no ahora?”, contestó Juan resuelto, “¿Es que no pensabas
volver a hacérmelo?”. “Me alegro de que me lo pidas tú”, reconoció Manuel, “Tan
mal no te fue ¿verdad?”. A Juan se le sobrepuso el recuerdo de la corrida
espontánea que le había provocado al de la inicial sensación dolorosa. Así que
se fue girando para presentarle el culo a Manuel.
“¿Está bien así?”, preguntó Juan estirado bocabajo sobre la
cama. Pero Manuel quiso mejorar la pose. “Si subes las rodillas será más
cómodo”. Juan obedeció y con el cuerpo inclinado hacia delante quedó con el
culo en pompa. “¡Qué miedo me das!”, soltó con sentimiento. “¡Cómo me gusta tu
culo!”, exclamó Manuel sin hacerle caso. “Tan gordo no sé yo… Pero ve con
cuidado ¿eh?”, pidió Juan. Esta vez no se trataba de un ataque a traición, aunque
casi lo habría preferido para que lo que más temía pasara rápido. Manuel lo
montó y, aunque lleno de excitación, no fue tan brusco como en la primera
ocasión. A medida que iba empujando, Juan emitía un sonido como el de un globo
que se deshinchara. “¡Uhhh… uhhh… uhhh…!”. Hasta que, al llegar Manuel al tope,
suspiró con fuerza: “¡Oooh!”. “¿A que te gusta?”, dijo Manuel satisfecho. “Si
tú lo dices…”, replicó Juan, “A ver lo que haces ahora”. Era obvio que la
pretensión de Manuel era darle arremetidas cada vez más intensas, sonorizadas
por suaves quejidos de Juan. Manuel, que tenía presente lo que le pasó a éste
cuando se lo folló por sorpresa, no se privó de preguntarle: “Se te está
poniendo dura”. “Creo que sí”, susurró Juan. “Me falta poco para correrme… ¿Lo
harás tú también?”. “No lo sé… Tu ve a la tuyo”, replicó Juan agobiado. “¡Uy,
ya me viene!”, avisó por fin Manuel. Juan resistió con firmeza los últimos
embates de Manuel, cuya polla fue ya saliéndose de culo. “¡Qué gozada!”,
exclamó.
Juan, al sentirse libre, fue poniéndose lentamente bocarriba
y, en efecto, su erección era evidente. Manuel enseguida observó: “Pero no te
has corrido ¿verdad?”. Juan alegó como disculpándose: “Si lo había hecho hace
un rato con tu mamada… No iba a repetir tan pronto”. No obstante se llevó una
mano a la polla y reconoció casi avergonzado: “Pero ganas no me faltan”. “Pues
no te prives”, rio Manuel, “¿Quieres que te ayude?”. Con una envidiable
capacidad de recuperación apartó la mano de Juan y le agarró la polla. “Me
encanta lo dura que se te pone cuando te doy por el culo”, celebró. Y ofreció
generoso: “Una pajita suave a ver si te sale ¿vale?”. “Como quieras… Si no ya
lo haré yo”, dijo anhelante Juan que parecía con prisa por aliviarse. En
realidad se fueron alternando, tomándolo Manuel más bien como un morboso juego
al ver a Juan completamente entregado ya a lo que él tanto había buscado con
sus persistentes tretas. Su falso padre se había convertido en su deseado
amante. Para reafirmarlo, malévolamente dejó que fuera el propio Juan quien
acabara la paja con un ansia febril. Cuando Juan al fin se corrió, gimoteó
exhausto: “¡Cómo llegas a ponerme! ¿Qué has hecho conmigo?”. Manuel calló de
momento, porque dio prioridad a lamer la leche derramada en el pubis de Juan. Pero
luego lo miró sonriente y, con uno de esos destellos de madurez de que hacía
gala, alegó: “Igual he descubierto algo que no sabías de ti mismo”. “Será eso”,
replicó Juan con ironía. Pero el agotamiento, y también la relajación tras
haber quedado satisfecho, hicieron que los ojos se le fueran cerrando. Cuando
Juan empezó a resoplar, Manuel fue empujándolo suavemente para hacerle quedar
de costado. Lo abrazó por detrás y amoldó su cuerpo a las curvas de Juan. Así
se fue durmiendo también.
Manuel decidió irse a vivir a casa de Juan, con gran
disgusto de la madre, que no sospechaba lo más mínimo del verdadero motivo.
“¡Eso! Para que te siga dando todos tus caprichos… Así nunca madurarás”, le
recriminó. Por su parte Juan, como de costumbre no dijo ni que sí ni que no.
Sin embargo entendió que Manuel, todo y su bisoñez vital, le daba sopa con
honda en materia de sexo. Y tal constatación ya no le infundía temor.
Epa como crecio el nene. Manuel adquirio un buen gusto por los hombres, eh?. ;)
ResponderEliminarA mí también me atraían los hombres como Juan desde muy joven. Pero no pude realizar mis fantasías hasta mucho después que Manuel.
ResponderEliminarMe encanta este tipo de relatos. Me da mucho morbo esas situaciones en que descubren su potencial sexual.eres un escritor increíble. Yo soy un cazador y actualmente vivo con mi oso al que le hago de todo el muy puto se deja.
Eliminarexcelente relato me puso como un toro.
ResponderEliminarGracias por tus relatos. Como siempre, fantásticos.
ResponderEliminarMe encantó el relato, y a pesar de que apenas tengo 20 y no he podido realizar mi fantasía con alguien como juan, el simple hecho de imaginarlo todo me excita muchisimo
ResponderEliminarMe ha encantado este magnifico relato muy bien escrito y pensado- Una fantasia de la que muchos hubieramos querido vivir y experimentarla con un maduro fortachon con barba e inocente y bonachon dispuesto a cumplir su promesa del regalo dejandose admirar y penetrar. uffff a 100 %
ResponderEliminarEnhorabuena y J de Juan ....gfla
Gracias por tu comentario. Me he metido en un tema nuevo y me ha gustado también el comentario anterior al tuyo.
Eliminarmuy buen relato!! y al contrario de lo que me había pasado con el del policía de este sí quiero una saga!!! no todos tenemos la suerte de manuel, la verdad fue lo mejor que leí en este último timpo en tu blog, saludos.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Me pasa que, cuando me engancho con un personaje. me divierte seguir con él, aunque entiendo que a algunos lectores les pueda cansar. Pero me lo pasé muy bien con el comisario, como también con lo que se me va ocurriendo sobre mi amigo Javier, que con frecuencia saco a relucir. Del relato de Juan y Manuel, creo que algo más podré sacar, aunque las segundas partes no siempre funcionan tan bien.
Eliminar