El señor Onofre, que
era como todo el mundo le conocía, dueño de un restaurante mediano, pero que
gozaba de cierta fama, se había quedado sin maître
o jefe de camareros. El que desempeñaba esa función, tras algunas desavenencias
que no vienen al caso, se había despedido con una buena indemnización. Onofre
era un hombre en mitad de la cincuentena, grueso y hosco en el trato, salvo con
su cuidada clientela. Siempre había vivido pendiente de su restaurant, aunque hubiera
dejado hacía tiempo de atender personalmente la cocina. Nada escapaba a su
supervisión y control, y era muy estricto con el personal a su servicio.
A la hora de contratar
un nuevo maître, Onofre acudió a una
agencia especializada. Su idea era que se tratara de un hombre no mucho más
joven que él y que le diera prestancia al cargo. Por supuesto, aparte de
experiencia y buenas referencias. No había muchos candidatos con esas
características y Onofre solo pudo escoger entre dos o tres. Se entrevistó con
ellos y hubo uno que le pareció el más adecuado. En su fuero interno habría
debido reconocer que, además de corresponder al perfil deseado, una cierta
atracción por aquel hombre fornido, de poco más de cincuenta años y muy buena presencia,
había influido en inclinar la balanza a su favor. Pero Onofre se guiaba por su
intuición y rápidamente aparcó este aspecto en su subconsciente.
El elegido fue
Gregorio, que había trabajado durante años en un hotel de categoría, pero que,
al haber pasado éste a manos de otra propiedad, que impuso una renovación
completa, se quedó sin su empleo. Abocado al paro y con muy pocas perspectivas
de salir de él a su edad, se hallaba en una situación angustiosa. Su anterior
buena situación económica, ahora truncada, le había llevado a contraer deudas,
como una hipoteca y préstamos para los estudios de sus hijos, a las que apenas
podía hacer frente. De ahí que la oferta de Onofre llegó para él como caída del
cielo.
Acordaron un contrato
temporal a prueba, que podía convertirse en indefinido si todo resultaba como
ambos esperaban. La retribución era buena y Gregorio confiaba en que, con ella,
podría ir arreglando sus problemas. Por su parte Onofre deseaba que el
funcionamiento del restaurant se normalizara, con los camareros debidamente
coordinados. Por ello la incorporación de Gregorio sería inmediata, una vez
puesto al día de sus funciones y, aunque asunto menor pero también importante,
contara con la ropa adecuada a su talla. En este último proceso hubo que
comprobar si alguno de los smokings de sus antecesores, bien conservados y
pasados por la tintorería, se adaptaba al cuerpo de Gregorio. Onofre lo
acompañó al vestuario del personal y el ambiente de intimidad en que aquél se
iba probando las chaquetas, le provocó un punto de desasosiego, pues el robusto
torso de Gregorio, moldeado por la blanca camisa, atraía irrefrenablemente su
mirada. Una de las chaquetas pareció quedarle bastante bien y Gregorio señaló:
“Debería probarme también los pantalones”. Daba por supuesto que, para ello,
Onofre tendría la discreción de dejarlo solo. Pero éste se mostró remolón,
limitándose a decir: “Sí, a ver qué tal”. No dejó de chocarle a Gregorio haber
de quedarse en calzoncillos ante su jefe, pero no le dio mayor importancia. Sin
embargo a Onofre se le aceleró el pulso con la visión de sus recias piernas.
Los pantalones finalmente resultaron aceptables y Gregorio volvió a quitárselos
para vestirse de nuevo con su ropa. Onofre no perdió tampoco la ocasión de
recrear la vista. “Ha habido suerte y así podrá empezar mañana mismo”, dijo
satisfecho.
Gregorio se volcó en
desempeñar el trabajo con entusiasmo y profesionalidad. Le interesaba sobre
todo que cuanto antes se consolidara su empleo. Se sentía, no obstante,
observado constantemente por Onofre, aunque lo atribuía al celo y la
minuciosidad con que llevaba todo lo relacionado con el funcionamiento del
restaurant y a que, por ello, le interesaba calibrar su valía. Todo ello era
cierto en lo que respectaba a Onofre, pero en la mente de éste también se iba
asentando un sentimiento que estaba más allá de lo laboral. Gregorio le
resultaba cada vez más atractivo y un deseo carnal hacia él le punzaba
insistentemente. Este impulso y su despótica concepción de ‘el que paga manda’
lo iba a llevar a desplegar todo un acoso, gradual pero persistente, en torno a
la persona de Gregorio.
Onofre vivía en un
piso encima del restaurant y pasaba el día en éste desde primera hora de la
mañana. Aparte del personal de cocina, Gregorio llegaba siempre bastante antes
que los demás camareros para planificar las reservas y la distribución de
mesas. Onofre no perdía la oportunidad de dejarse caer por el vestuario y
entretenerse en comentar algunas cuestiones mientras Gregorio se cambiaba de
ropa. Éste, que al principio lo encontraba algo embarazoso, se llegó a
acostumbrar a mostrarse en paños menores en presencia de Onofre, aunque no le
quitara ojo de encima cada vez con mayor descaro. En cualquier caso no iba a
hacer una cuestión de eso. Y Onofre se conformaba de momento con esta intrusión
en la intimidad de Gregorio.
En una de estas
ocasiones, A Onofre se le ocurrió preguntar: “¿Usted cuida adecuadamente su
higiene? Ya sabe que, en un sitio como éste, es algo fundamental”. A Gregorio
le cogió por sorpresa y se sintió molesto porque se pusiera en duda su
pulcritud. Pero contestó con calma: “Vengo recién duchado de casa, como supongo
que hace todo el personal”. Aún más sorprendente fue la insistencia de Onofre.
“Me quedaría más tranquilo si lo hiciera aquí antes de ponerse el smoking… Para
eso tenemos duchas”. Desde luego era algo que a Gregorio le constaba que no se
exigía a los otros camareros. Sin embargo, tampoco en este caso su todavía
precaria situación laboral le permitía elevar una protesta. Por lo que se
contuvo y se plegó al a todas luces despropósito. “Si lo cree necesario…”.
“Vaya, vaya”, lo instó Onofre, quien por ahora se conformó con sentar el
caprichoso precedente.
Así, durante varios
días, Onofre se limitó a comprobar que Gregorio, una vez en ropa interior, se avenía
a seguir la costumbre impuesta. Pero no tardó mucho en poner en práctica lo que
era el verdadero objetivo de su ofensiva y arbitraria regla. Aprovechando que
había surgido un problema de proveedores y, como Gregorio tuviera prisa en
estar a punto para el servicio, Onofre, con la excusa de dejar aclarada cuanto
antes la cuestión, que por lo demás no parecía ser tan urgente, lo siguió a
donde se hallaban las duchas. Una vez entraron los dos, Gregorio, en
calzoncillos y camiseta, se detuvo algo más que extrañado y avisó: “Me tendría
que duchar ¿No es eso lo que quiere?”. Onofre lo miró como si el sorprendido
fuera él. “No se irá a andar con puñetas… Estamos entre hombres”. Gregorio
desechó lo que tenía en la punta de la lengua –“Por eso mismo no debería
mirarme tanto”– y, una vez más, se resignó a no enfrentarse a su jefe. No es
que fuera especialmente pudoroso, pero la intencionalidad cada vez más evidente
de las imposiciones de Onofre le producía una gran desazón. Se desnudó pues
ante él y fue enseguida a ponerse bajo la ducha. Pero Onofre, insensible a su
incomodidad, se asomaba manteniendo una cháchara innecesaria y repetitiva. Con
ella, en realidad, pretendía enmascarar su excitación mientras miraba aquel
cuerpo robusto y viril en completa desnudez.
A partir de este
momento quedaron clarificadas las posiciones de ambos. Onofre, cada vez más
poseído por su deseo y envalentonado por el dominio al que parecía plegarse su
subordinado, no iba a frenar en sus actos de acoso. Por su parte Gregorio, al
que ya pocas dudas le cabían sobre las pretensiones de su jefe, se debatía
entre el impulso de pararle los pies y la necesidad de consolidar el puesto de
trabajo que, dada la forma de ser tan despótica de aquél, podía poner en
peligro. Por ello procuraba infundirse calma y decirse, no sin cierta desconfianza:
“Mientras solo se trate de mirar…”.
Ya más de una vez
Onofre había repetido el seguimiento a las duchas, sin apenas molestarse en
buscarse una excusa. Contemplaba lascivo la figura bajo el agua de Gregorio,
que intentaba evadirse rehuyendo su mirada. Pero de pronto Onofre dio un paso más
en su actitud. Apenas aquél había cerrado el grifo, cogió una toalla y se fue
hacia él. “¡Deje que le seque!”, dijo con tono imperioso. Gregorio comprendió
al instante que ya Onofre no se iba a conformar con verlo desnudo e
instintivamente le arrebató la toalla. “¡Gracias! Puedo hacerlo yo”. Onofre, soberbio,
no se esperaba tal rechazo y, pasando a tutearlo, cosa que nunca había hecho
antes, le soltó: “Si no eres tonto, te habrás dado cuenta del interés que tengo
por ti. Desde luego, provocarme sí que sabes”. Tanto cinismo dejó sin palabras
a Gregorio y Onofre lo aprovechó para irse todo airado.
Gregorio acabó su aseo
y se vistió sumido en una gran confusión. Hasta pensó si debía buscar a Onofre
para disculparse. Pero ¿y si éste lo tomaba como que estuviera jugando con él?
Estaba así cayendo en la paradoja del acosado que se siente culpable y trata de
buscar una ilusoria paz. Onofre, por su parte, se lo quería poner difícil y
todo el día mantuvo una actitud huidiza. A la mañana siguiente, no lo acompañó
al vestuario, pero le dijo: “Cuando esté listo, quiero hablar con usted”.
Gregorio se desnudó y duchó en soledad, temeroso de las consecuencias de su
rechazo. Sabía además que Onofre siempre se cuidaba de que nunca hubiera
testigos de sus inapropiadas confianzas y, ante los demás, mantenía con él un
comportamiento que llegaba ser distante. Si las cosas venían mal dadas, siempre
sería la palabra de aquél frente a la suya.
Onofre adoptó una
actitud solemne. “Siento que unas muestras de confianza mías hacia usted hayan
dado lugar a un malentendido entre nosotros”. Estas formas tan educadas
cogieron a Gregorio con el pie cambado y le forzaron a ser él quien se
disculpara. “Reconozco que tuve una reacción desmedida y es natural que usted
se mostrara ofendido”. Onofre se sintió en su terreno y entró en la vía de los
sentimientos. “Ha de comprender que soy un hombre muy solitario en el fondo y
tal vez me apego en exceso si una persona me cae bien… como es su caso”. Nuevo
giro desconcertante para Gregorio, que trató de corresponderle. “No sabe cómo le
agradezco ese afecto y quisiera ser digno de él. Tal vez los problemas en que
he estado sumido me han vuelto desconfiado… Cuando precisamente voy a poder
salir de ellos gracias a usted”. Onofre ahora no hiló tan fino. “No crea que no
soy consciente de ello. Pero también por eso agradecería una mayor entrega por
su parte”, dejó caer con deliberada ambigüedad. Y qué podía hacer Gregorio sino
utilizar una frase hecha para estas ocasiones. “Por supuesto que puede contar
conmigo para lo que necesite”. Verdaderamente no tenía muy claro a qué se
estaba ofreciendo. Pero Onofre no dejó de tomar nota. “Eso espero”.
Gregorio casi
agradeció que Onofre retomara la costumbre de acompañarlo al vestuario. Ya
consideraba un mal menor sus descaradas miradas y esperaba que siguiera
limitándose a ellas después del incidente de la toalla. Incluso se mantuvo en
esa esperanza cuando Onofre se le volvió a colar en las duchas. Pero éste iba a
cambiar de táctica para dedicarse a las alusiones más o menos directas, en las
que volvió a introducir el tuteo para un mayor acercamiento. Resignado Gregorio
a mostrar su desnudez completa bajo la ducha, Onofre comentó: “Tienes un cuerpo
magnífico y muy bien conservado para tu edad”, Gregorio hizo como si no lo
hubiera oído por el ruido del agua. “Ya me he fijado en las miradas que atraes
cuando circulas por el comedor… de mujeres y de hombres”. Nuevo silencio de
Gregorio y mayor insidia de Onofre. “Me pregunto si aún te satisfarás con tu
mujer”. Esta referencia tan íntima no pudo menos que provocar una detención
momentánea en las abluciones de Gregorio. Onofre entonces reculó tácticamente: “Perdona…
Solo pensaba en voz alta”. Cuando Gregorio fue a salir de la ducha, Onofre
cogió la toalla, pero solo se la alargó con el brazo estirado, como dando a
entender: “¿Ves cómo sé contenerme?”.
Estaba claro, y
también para Gregorio, que Onofre iba consiguiendo minar su moral a base de
arrancarle pequeñas concesiones. Resultó patente al día siguiente en el ritual
de la ducha. Onofre ya no hizo
comentarios y se limitó a mirarlo con avidez. Pero esta vez su maniobra con la
toalla consistió en abrirla para acoger el cuerpo mojado. Con sonrisa cínica le
pidió: “Acepta una muestra de afecto”. Gregorio se sintió desarmado y se dejó
envolver y frotar el torso. Solo cuando Onofre iba a pasar más abajo, le quitó
suavemente la toalla y continuó él. “¡Desconfiado!”, protestó irónico aquél.
Pero a Onofre ya no le
bastaban las migajas que iba obteniendo para colmar su posesivo deseo. Así que,
volviendo al trato formal, le dijo a Gregorio: “Esta noche me gustaría que
habláramos sobre su situación en el restaurant… He pensado que, cuando
cerremos, podríamos subir a tomar una copa en mi piso. Así descansamos de este
ambiente… Espero que no tenga inconveniente”. Gregorio, una vez más, se
encontró entre la espada y la pared, consciente de lo comprometido del
encuentro, en cuya propuesta Onofre había mezclado arteramente la búsqueda de
mayor intimidad con su situación laboral. Solo pudo responder: “Le agradezco la
confianza, señor Onofre”.
Onofre estuvo
pendiente de los últimos movimientos de Gregorio para la clausura del local y,
cuando éste le sugirió que, antes de subir, dejaría colgado el smoking y se
pondría su ropa, lo apremió: “¡No perdamos el tiempo! Coja la ropa y ya se
cambiará arriba”. Onofre lo tenía todo previsto. Nada más entrar en el piso los
acogió una bocanada de aire cálido. “¡Uf!”, exclamó Onofre, “Ha quedado puesta
todo el día la calefacción y esto es un horno". Fue la excusa perfecta
para añadir: “Como usted de todos modos iba a quitarse el smoking, aproveche y
póngase más fresco”. Ante la expresión intranquila de Gregorio, dijo burlón:
“No será la primera vez que charlamos en paños menores ¿verdad? Además, ahora
lo voy a hacer yo también”. Con lo que pretendió dar por zanjada la cuestión. Predicó
con el ejemplo y enseguida se quedó en calzoncillos tipo eslip y camiseta
imperio. A Gregorio le sobrecogió la visión del cuerpo de una gordura algo fofa
y escaso vello, que desbordaba las escuetas prendas. Pero a él no le cupo más
que imitarlo, aunque ya estaba acostumbrado a mostrársele de ese modo. “¿A que
estamos mejor los dos así?”, preguntó Onofre con tono pícaro. Como había un
carrito con botellas de licor y vasos, le vino bien a Gregorio cambiar de tema.
“¿Le parece que sirva lo que a usted le apetezca?”. “¡Lo que nos apetezca a los
dos!”, lo corrigió Onofre, “Seguro que al whisky de esa botella no le haces
ascos”. Mientras Gregorio servía, aprovechó para comentar: “Te habrás dado
cuenta de que, cuando estamos en la intimidad, me sale hablarte de tú… Me
gustaría que hicieras lo mismo conmigo”. Gregorio replicó: “No sé si me
saldrá”. “¡Joder!”, reaccionó Onofre, “¿También eso te cuesta… como otras cosas?”.
Gregorio captó la puya. Onofre hizo que se sentara en un sofá a su lado. Con un
vaso en la mano y rozando como al descuido una pierna con el velludo muslo de
Gregorio, habló con un tono afable. “En primer lugar quería decirte que estoy
muy satisfecho con tu trabajo como maître.
Enseguida has tomado las riendas del comedor y sabes mantener la categoría que
nos caracteriza. Hasta le das prestancia con tu buen aspecto… Aunque eso ya lo
sabes”. Se interrumpió para darle una palmadita en el brazo. Cambió a un tono
más severo. “También sabes que tu contrato es provisional y a prueba, y que
necesitas consolidarlo de forma más estable ¿No es así?”. Gregorio asintió con
el corazón en un puño por lo que pudiera seguir, y que con seguridad Onofre no
le iba a ahorrar. “Sin embargo, hay aspectos personales que también he de tener
en cuenta. Y ahí surge el problema…”. Gregorio quiso intervenir. “Por mi
parte…”. Pero Onofre lo cortó. “Yo no te oculto que me resultas muy atractivo y
tú estás siempre a la defensiva. Eso para mí está siendo molesto y hasta
humillante, lo que me hace dudar en la conveniencia de tu continuidad”.
Gregorio sudaba. “Es que hay cosas que no pueden ser…”. “¿Ves? A eso me
refiero, a la barrera que levantas frente a mí, como si te repeliera”, insistió
Onofre. Gregorio protestó: “¡En absoluto! Si le estoy muy agradecido y haría
cualquier cosa por usted. Pero…”. “¡Siempre hay un pero! Ni siquiera aceptas la
confianza que te doy de tutearme”, iba enredándolo Onofre. “¡Perdona! Si has visto
que no me ha importado desnudarme ante ti…”, fue aflojando Gregorio. “Y si me
acerco reaccionas como un puercoespín…”, ironizó Onofre. “¿Qué más quieres? Son
cosas que no me van”, reiteró Gregorio con voz trémula. “Si falta buena
voluntad… A veces pienso en lo de muerto el perro se acabó la rabia”, sonó
amenazante Onofre. “¿Qué quieres decir?”, se espantó Gregorio. “Si me haces
sentir incómodo…”, remachó Onofre. “Eso que insinúas es injusto… Yo trabajo
bien y lo necesito”, suplicó Gregorio. “Al que algo quiere, algo le cuesta”,
volvió Onofre al refranero. Gregorio estaba desalentado al máximo hasta el
punto de ofrecer: “Si quieres, me desnudo aquí ahora…”. Onofre simuló
desinterés. “¿Para sentirte incómodo…?”. “¡No, no! ¡Mira!”. Gregorio se puso de
pie y tembloroso se despojó de camiseta y calzoncillos. Onofre, aunque tener allí
mismo, y no ya con el subterfugio de la ducha, aquel cuerpo robusto y velludo,
con un apetitoso sexo, lo excitaba tremendamente, quiso disimularlo mostrándose
distante. “No es mucha novedad…”. Pese a ello, el latigazo del deseo lo dominó
y le hizo exclamar: “Al menos deja que me desahogue”. Con un movimiento brusco,
levantó un poco el culo y se echó abajo el eslip. Su polla rechoncha apareció
mojada entre sus gruesos muslos y empezó a masturbarse ante el inerte cuerpo de
Gregorio, que optó por desviar la vista al vacío. Resoplidos seguidos de una
respiración agitada le indicaron que Onofre se había corrido. Una vez
desfogado, y en cierta manera con su orgullo herido, decidió que por ahora ya
había tenido bastante y le dijo sin ocultar su sinsabor final: “Será mejor que
te vistas y te vayas a tu casa”. Gregorio no supo qué decir e hizo todo eso en
silencio, con el corazón en un puño.
Gregorio llegó a su
casa de madrugada, mucho más tarde de lo habitual. Su mujer, a la que no había
sido infiel en sus largos años de matrimonio, dormía. Pero estaba tan alterado
e inquieto que la despertó. Ella se asustó al verlo en ese estado y Gregorio se
derrumbó y decidió contarle la encrucijada en que se encontraba. No le ahorró
las secuencias más escabrosas y a lo que se exponía si le hacía frente a
Onofre. “Si pierdo este trabajo ya no podré evitar la ruina para todos
nosotros”, declaró lloroso. La mujer quiso consolarlo y al fin le dijo: “Si te
sientes con fuerzas para hacerlo, no te juzgaré si cedes a las pretensiones de
ese hombre. Sé que de lo contrario nunca te perdonarás tu fracaso y será fatal
para todos. Al fin y al cabo no actuarás por vicio sino para el bien de tu
familia”. Tras este pragmático consejo, Gregorio comprendió que debía hacer de
tripas corazón y cambiar su actitud hacia Onofre.
nada de sexo aun de ponermela dura, pero un relato morboso ...y sobre todo interesante en el tema...Esto sucede mas veces de lo que nos creemos...
ResponderEliminarYa viene la segunda parte...
EliminarMe recuerda a experiencia vivida con 24-25años en empresa de aceituna con el jefe de personal bastante maduro
ResponderEliminarUn maduro así ando buscando yo
ResponderEliminarAndo buscando un maduro de esta cláser. Pero existen ?
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