Un verano alquilé una
casita en una zona apartada de una población rural. Mi intención era recluirme
para dar un empujón definitivo a un libro cuyo compromiso de entrega estaba a
punto de vencer. Con un hermoso arbolado por la parte de atrás, mi única
vecindad era una finca algo destartalada que, al principio, pensé que estaba
deshabitada. Pero esa primera impresión se desvaneció pronto cuando, a los
pocos días, oí el ruido machacón de un motor que quebraba la placidez del
lugar. Miré por la ventana de mi estudio y pude observar que un potente
vehículo segador iba cortando la hierba del prado que abarcaba gran parte de la
finca. Pero la molestia auditiva quedó compensada por la visión de su conductor.
Se trataba de un hombre próximo a los sesenta años bastante gordo. Solo vestido
con unos viejos calzones cortos, su pecho tetudo y velludo reposaba sobre la
prominente barriga. Para protegerse del sol cubría su cabeza con un tosco
sombrero de paja, que dejaba entrever una barba canosa. No me resulto
indiferente, desde luego, el inesperado vecino, aunque tal vez fuera tan solo
un operario que había venido para un trabajo puntual.
Sin embargo, no tardé
en constatar que se trataba del residente en la finca, al parecer tan solitario
como yo, pues no daba señales de vida nadie más. Me mantuve discreto y no creía
que se hubiera percatado de mi existencia, o al menos le era indiferente. Pero
a mí me entró el gusanillo de curiosear sus movimientos, sobre todo por la
generosidad con que exhibía su robusta anatomía, apenas velada. Me da vergüenza
reconocer que incluso recurrí a unos prismáticos para no perderme detalle. De
todos modos mi disimulo no debió serlo tanto porque, al cabo de unos días, me
sorprendió una llamada a la puerta. ¿Y quién podía ser sino el vecino? Yo
todavía llevaba únicamente el pantalón corto del pijama y pensé en subir para
ponerme la parte de arriba. Pero si tardaba, podría creer que no estaba en casa
o, peor, que no quería abrirle. En efecto era él y, tal vez como deferencia, había
a añadido a su escasa vestimenta una camisa completamente abierta, aunque no
dejó de captar, con una mirada que me pareció complaciente, mi sucinta indumentaria.
Se presentó muy cordial. “Ya he visto que no estoy tan solo por aquí y me ha
parecido que era hora de conocernos… Espero no importunarte”, dijo al percibir
mi inapropiado atuendo. “Por supuesto que no, si era yo el que debía haberte
saludado”. Lo invité a entrar y se mostró muy extrovertido. “La verdad es que
me temí que se tratara de una familia, con críos alborotando… Yo me paso aquí
la mayor parte del año. Me encanta esta tranquilidad y me distraigo manteniendo
la finca y haciendo arreglos en la casa, que es muy antigua”. “Desde luego es
un lugar en el que se respira paz… Y el bosque de atrás me parece magnífico,
aunque todavía no he llegado a explorarlo”, dije para animarlo a que se
explayara. “¡Uy, los paseos que me doy por él! Y mis buenas siestas. Seguro que
le coges gusto”. Titubeó como si temiera resultar indiscreto. “Por cierto, me
ha parecido verte arriba oteando el cielo con unos prismáticos. ¿Eres
aficionado a las aves? Por aquí hay mucha variedad”. Me entró sofoco porque el
único pájaro que había oteado era él y dudé si su alusión a los prismáticos era
una indirecta. Eludió mi falta de respuesta y prestó su atención al ordenador y
la cantidad de libros y papales que se amontonaban sobre la mesa del comedor,
que había convertido en mi despacho. “¡Vaya! Veo que debes ser un escritor…
Espero que aquí encuentres motivos de inspiración”. “De eso se trata”, respondí
sin dar más explicaciones. “Bueno, no te entretengo más… Para cualquier cosa,
ya sabes dónde estoy. En cualquier caso pásate por mi casa cuando quieras… Si
no me ves por ahí fuera, me buscas dentro. Sin cumplidos”.
No me atreví a
devolverle la visita demasiado pronto. De todos modos, y pese a la alusión que
había hecho al respecto, no me sustraje al curioseo de sus actividades, prismáticos
incluidos, aunque con algo más de disimulo. Porque además me pareció percibir una
mayor relajación en su forma de actuar en el exterior, tal vez al saber que su
vecindad se limitaba a un hombre solo. Alguna vez salía a tender ropa
completamente desnudo, y ver su sexo en libertad, así como su apetitoso culo,
me ponía de lo más revuelto. Pero cuando se me ocurrió vigilar si lo sorprendía
en alguno de los paseos por el bosque de los que me había hablado, tuve una morrocotuda recompensa. El corazón me dio un
vuelco cuando lo vi merodeando no muy lejos de mi casa. Iba con su pantalón
corto y una toalla grande colgada de un hombro. Buscó un espacio sombreado,
donde extendió la toalla. Se tumbó acomodándose sobre ella y, para mi pasmo, se
sacó el pantalón, lo enrolló y se lo puso a modo de reposacabeza. De este modo
quedó despatarrado con la entrepierna bien al aire. Lo que me daba que pensar
era que precisamente hubiera escogido un emplazamiento tan a la vista de mi
casa. Porque además, dormido, o simulándolo, se daba de vez en cuando unos
toques a la polla que me ponían negro. No me pude despegar del espectáculo
hasta que se levantó y, para colmo, echó una buena meada medio empalmado.
Ya no me resistí más a
aprovechar su invitación y poder conocerlo en su intimidad. Así que, al día
siguiente, no viéndolo merodear por el exterior, me dirigí a la casa. Llamé a
la puerta principal, pero no recibí respuesta. No creía sin embargo que mi
vecino estuviera ausente, ya que el coche permanecía allí al lado. Entonces,
rodeando el edificio, fui a dar a una zona que parecía estar en obras. Un
portalón se hallaba desmontado y me asomé al hueco. “¡¿Hay alguien?!”, grité.
“¡Pasa, pasa! Estoy aquí encaramado”. Efectivamente me lo encontré subido en un
tosco andamiaje desde el que alcanzaba a rebozar unas grietas del techo. “Es
que estoy acondicionando esta parte de la casa que está muy deteriorada”,
explicó al acoger mi llegada. Mi interés por observar su trabajo desde abajo
disimuló el impacto que me causó lo que también se ofrecía a mi vista. Porque,
vestido únicamente con uno de sus viejos calzones cortos con los que solía
trajinar, sus anchas y cortas perneras brindaban la indiscreta perspectiva del turbador
sexo. “En cuanto deje alisado este yeso estaré por ti”, avisó. “Me sabe mal
interrumpirte…”, dije encandilado con mi morboso curioseo. “Para una vez que
tengo buena compañía… Esto no corre prisa”. Dio sus últimos repasos con la
rasqueta y comenzó a bajar por los travesaños del andamio. “Pero mira como
estoy de pegotes de yeso… ¡Anda, que me vas a echar una mano!”. Salimos al
exterior y puso en mis manos una manguera. Abrió el grifo de la pared y me
instó: “¡Dame unos buenos manguerazos antes de que se seque esto!”. Se plantó
presentándome su robusto cuerpo en espera de que lo remojara. Me resultó de lo
más excitante verlo recibir el agua con deleite mientras se frotaba para
eliminar las salpicaduras de yeso. Para colmo, al empaparse, el liviano calzón se
pegaba a la piel y casi trasparentaba la raja y el vello aplastado del trasero.
No menos incitante resultaba la forma en que se traslucían los rotundos
atributos delanteros. Todo ello no le causaba a mi vecino más que un placentero
cosquilleo, si bien llegó a comentar jocoso: “¡Cuidado a dónde apuntas el
chorro, no me vayas a desgraciar!”. Y es que yo no sabía ya ni lo que hacía con
tan sicalíptico remojón. Una vez concluido el lavatorio, él mismo cerró el
grifo y, para mi pasmo, se sacó el calzón con toda naturalidad y, tras
exprimirlo, lo colgó de un gancho. Yo no le quitaba ojo a su espléndida
desnudez, que ahora tenía tan cerca y con la que él parecía sentirse muy a
gusto. Echó mano de una toalla con la que se dio unos rápidos frotes, para
ponérsela luego ceñida a la cintura. “Has empezado conociendo la parte más
cochambrosa de la casa… Pero no te vayas a creer que vivo como un salvaje.
Ahora verás el resto”, comentó invitándome a que siguiera sus pasos.
A través de un pasillo
ya más lustrado, una recia puerta dio entrada a la cocina. Ésta era amplia y
rústica, pero bien equipada. “¿A que va estando mejor la cosa?”, comentó
orgulloso. Todo seguido propuso: “¿Qué te parece si desayunamos? Yo todavía no
lo he hecho… Café, leche y unos bizcochos que yo mismo hago y que me salen
riquísimos”. No era cuestión de rechazar su oferta, así que se puso rápidamente
manos a la obra. Para ello empezó despojándose de la toalla, que sustituyó por
un delantal de peto que, sin embargo, le dejaba el culo al aire. “Saca los
bizcochos de ese armario, que yo haré el café y calentaré la leche. También
puedes poner tazas y platos”, me instó dándome confianza. Pero yo estaba tan
alucinado con la visión de su culo tan garboso que apenas si atinaba a cumplir
con sus indicaciones. Finalmente se sentó frente a mí y los recios pezones le
salían por los lados del peto entre el pelambre de su pecho. Mi permanente
turbación desde el manguerazo no le debió pasar desapercibida porque,
dirigiéndome una mirada incisiva, me preguntó: “¿No te hará sentir violento mi
falta de pudor moviéndome por la casa?”. No dudé en responder: “¡Por supuesto
que no! No soy tan timorato… Si me encanta tu espontaneidad”. Lo que no añadí
fue que ya había sido testigo de esa falta de pudor en sus andanzas por el
exterior. Aunque estaba muy a gusto allí con él, pensé que ya era hora de
acabar la visita. Sin embargo, acordándome de cómo lo había encontrado al
llegar, me vino una idea: “Si te va bien que te eche una mano en tus trabajos
de albañilería puedes contar conmigo. Me convendrá un poco de actividad y no
estar siempre encerrado entre papeles”. Acerté con mi ofrecimiento. “Pues mira,
será estupendo. Porque estar solo encaramado en el andamio tiene su riesgo.
Además, cada vez que necesito algo, tengo que ir bajando y subiendo. Así que tu
ayuda será muy de agradecer. Nos servirá también de distracción a los dos”.
“Entonces, mañana a primera hora me tendrás aquí”. El recuerdo de las vistas
bajo el andamio y del morbazo del juego con la manguera me tuvo alterado todo
el día.
Equipado con pantalón
corto y camiseta me presenté puntual a la cita. Me pareció más correcto probar
primero por la puerta de entrada. Tardó un poco en abrir y se mostró
sorprendido. “¡Vaya, qué madrugador has sido! ¡Adelante!”. Iba ya tan solo con
uno de sus ajados calzones. “Aún podremos tomar un café ¿no te parece?”.
Pasamos pues a la cocina y, mientras dábamos cuenta del café, comentó mirándome:
“Muy limpio has venido tú para trajinar ahí dentro”. Se dirigió a un cajón y
sacó un par de sus calzones. “Será mejor que te pongas uno de éstos. Prueba el
que mejor te vaya, aunque sean un poco grandes… De todos modos tú también estás
llenito”. Opté ya por quitarme primero la camiseta y, a continuación, echar
abajo el pantalón que, como era de deporte, llevaba la braga incluida. El
vecino no se inmutó ante mi despelote integral, pero no quitaba ojo a mis
sucesivas pruebas. “Mejor el primero ¿no?”, dictaminó. Yo no había notado mucho
la diferencia, pero no tuve inconveniente en quitarme el que llevaba y cambiar al
otro. “¿Ves como no te sobra tanto?”. Si él lo decía…, pero tuve que ceñírmelo
bien bajo la barriga.
Nos dirigimos a la
zona en rehabilitación donde se alzaba el rudimentario andamio. Mirándome
sonriente comentó: “No haces tú pinta de tener mucha experiencia en esto…”.
Hube de reconocer que no, aunque le podía servir para irle pasando cosas y
estar atento si daba algún traspié. “En cualquier caso me va bien tu compañía”.
Con estas expresiones de buenos deseos, nos pusimos en acción, o más bien se
puso mi vecino. Me gustó que usara mi hombro de apoyo para impulsar su pesada
figura hacia arriba del andamio. Me quedé abajo en disposición de atender sus
demandas. Pero de lo que más me ocupé fue otear el asomo de la polla y los
huevos que coronaban los robustos muslos bajo las anchas perneras del calzón.
Tan alelado estaba que tuvo que advertirme. “Si te quedas ahí debajo, te va a
caer encima de todo”. El vecino iba repellando las grietas hasta que dijo: “Me
viene bien que estés aquí porque así me ayudarás a correr el andamio y podré
seguir por otra zona”. Fue bajando por la escalera adosada y, en los últimos
peldaños, le vaciló un pie y me precipité a sujetarlo por el culo. Al pisar el
suelo sano y salvo, hizo un amago de descargar su peso con las manos sobre mis
hombros, y el roce de nuestras barrigas me dio escalofríos. “¿Ves? Gracias a ti
no me he dado una ostia”. Empujamos el artefacto codo con codo. “¡Cuidado, no
se nos vaya a caer encima!”, advirtió. Una vez emplazado, me retó risueño. “¿Te
atreverías a subir y repasar aquella grieta que es pequeña?”. No las tenía
todas conmigo, pero quedaría en ridículo si no lo hacía. Ahora fue él quien me
empujó por el culo mientras ascendía. Hice lo que pude con la grieta y me di
cuenta de que, a pesar de haberme llamado la atención por ponerme tan debajo,
él hacía lo mismo. Y bien que miraba, porque mi ancho calzón se abría como si
fuera una falda escocesa. “Bueno, ya has tenido tu bautizo de fuego… Será mejor
que bajes y lo dejemos por ahora. Esto ya ha quedado cambiado de sitio y habrá
tiempo de continuar”. Con precaución fui pisando los travesaños y al llegar a
su alcance me fue sujetando protectoramente por la cintura. “No te vaya a pasar
como a mí”.
“Bien, ya sabes lo que
toca ahora… Los dos estamos bien enharinados”. Así que no me iba a perder el
ritual de la manguera, pero esta vez compartido. El vecino se lo tomó en plan
jocoso, me entregó el extremo y abrió el agua. “¡Hala, enchúfame!”. Volví a
disfrutar remojando su cuerpo y haciendo que el calzón se le pegara, dejando
traslucir sus partes más íntimas. Aunque ya las tuviera bien vistas al aire, el
morbo era igual. Antes de cambiar de bando, el vecino se quitó el calzón, lo
exprimió y colgó en un gancho. Me quitó la manguera y me regó a placer.
“¡Venga, fuera eso también!”, se refirió a mi calzón prestado. Menos mal que el
agua fría me mantenía atemperada la calentura y no di la nota, como habría
pasado minutos antes. Nos secamos, pero las toallas quedaron colgadas y pasamos
a la cocina en cueros. “¡Qué bien se está así ¿verdad?!”. “¡De maravilla!”.
“Desde luego te quedas a comer… Tengo carne para hacer a la brasa y buen vino”.
Se puso su delantal con el culo al aire y yo, con la excusa de ayudarle, le
pedí otro; más que nada para prevenir indiscreciones. Porque, pese a que las
miradas con que me envolvía parecían bastante descaradas, me sorprendía que su
actitud, aunque desinhibida, se mantuviera en la sana camaradería. Cosa que a
mí me resultaba más difícil de sobrellevar. Pero el vecino iba a la suya y no
tenía más que dejarme llevar. “Luego nos vamos al bosque detrás de tu casa y
verás qué buena siesta nos vamos a pegar”. Después de recoger y lavar los
platos, puso en marcha su plan. Como se limitó a echar mano de una toalla enrollada,
le pregunté: “¿Vamos a ir así?”. “¡Pues claro! Si por aquí no hay nadie y es
una delicia vagar desnudo por el bosque. Ya verás… Además esta toalla es
bastante grande para nuestra siesta”.
Desde luego,
parecíamos dos faunos en nuestro medio natural. Y verlo bajo la luz tamizada
del follaje me exaltaba el ánimo. Paseamos un buen rato mientras me glosaba el
encanto del silencio, solo roto por los pájaros y alguna rama quebrada, así
como los olores que desprendían las plantas. Toda una égloga en contraste con
su voluptuosa estampa. “¿Qué te parece este rellano sombreado para extender la
toalla?”. No esperó respuesta y la desplegó. Sí que era grande pero, con
nuestros respectivos volúmenes, no es que fuéramos a estar muy separados. Se
dejó caer con un volteo de piernas y quedó panza arriba en impúdica exhibición.
Dio unos golpecitos a su lado invitándome a imitarlo. Por supuesto lo hice y
era tan justo el espacio que necesariamente nos rozábamos de continuo. El
encuentro de su brazo velludo con el mío, que él no hurtaba, me ponía la piel
de gallina. Pero mi vecino parecía pasar de mí y yo, descaradamente, me coloqué
de costado para mirarlo a gusto. Había cerrado los ojos, aunque yo diría que
fingía dormir. Su pulsión exhibicionista era lo más claro que tenía hasta el
momento. De pronto se giró también hacia mí y dejó caer la mano a lo tonto
llegando a rozarme la polla. No me moví pese a que se me estaba endureciendo y
él siguió con la mano muerta. Me sorprendió que abriera un ojo y me mirara a la
cara. Sin apartarse ni un milímetro, preguntó: “¿Te estás empalmando?”.
Respondí cínicamente: “Con este calor y la molicie…”. Como si tal cosa dijo: “A
mí me está pasando igual”. Desde mi quieta posición, su muslo un poco subido no
me permitía ver lo que ocurría tras él. Así que, pagándole con su misma
desfachatez, dejé que me resbalara una mano y di con el capullo que se abría
paso. Con igual tono neutral comenté: “Eso parece”. Como pasmarotes, quedamos
quietos los dos sin pasar del roce mutuo. En esa actitud me di cuenta de que,
al deseo punzante de tener de una vez un revolcón en toda regla, se le
sobreponía el morbo retardatario que, con su falsa indiferencia sexual, mi
vecino le estaba poniendo a la situación. Así que dejé que él siguiera pautando
el tempo. “Se está bien así ¿verdad?”, dijo con voz calmada. No contesté, pero
hice un casi imperceptible movimiento de aproximación. Me sorprendió al añadir
enigmático: “Probablemente no vamos por el mismo camino…”. “No te entiendo”. “Tú
no eres tan mayor como yo y, aunque lo disimules educadamente, te desconcierta
mi forma de comportarme. Presumo que, si fuera por ti, ya nos habríamos liado”.
No lo negué y pregunté: “¿Cuál es el problema contigo?”. “Es una historia un
poco larga…”. “¿No me la contarías?”.
Entonces se apartó un
poco de mí y se colocó bocarriba, con la mirada hacia los árboles y el cielo.
Estaba espléndido en su pose relajada, manteniendo sin pudor la erección que a
veces acariciaba impensadamente mientras hablaba. Ni que decir tiene que mi
excitación no era menor. “Durante varios años vivió aquí conmigo el que podría decirse
que fue el amor de mi vida. Todo nos iba de maravilla hasta que las cosas se
fueron torciendo. Mi compañero llegó a sentirse ahogado en esta existencia tan
bucólica y empezó a hacer frecuentes viajes a la cuidad. Resumiendo, llegó a
decirme que había encontrado algo mejor y desapareció de mi vida. Algo muy
vulgar ¿no? El caso es que quedé destrozado y se acentuó mi misantropía. Desde
entonces no había vuelto a estar con nadie… Pero cuando apareciste tú, que
encima eres de un tipo muy parecido al suyo, se me revolvieron todos los
recuerdos”. Se interrumpió y me miró para comprobar si lo seguía. “Así que
irrumpí como un fantasma…”, dije afectado. “¡Para nada!”, replicó y, para confirmarlo
me dio una afectuosa palmada en un muslo. “Si me puse la mar de contento… ¿No
ves las piruetas infantiloides y exhibicionistas que hago por el afán de
sentirme deseado de nuevo?”. “Y lo has conseguido”, confesé sin ambages. “Pero
hay más ¿no?”, añadí. “Después de tanto tiempo resulta que la idea de tener
otra vez sexo me aterroriza y me hace poner el freno”. Quiso quitar
trascendencia a su declaración. “O sea, que a mis años me estoy comportando
como un calientapollas… Para darme de ostias ¿no?”. “No es eso precisamente lo
que te daría…”, dije apuntándome a su tono desenfadado, aunque añadí: “Pero
respeto tu posición”. Me pilló completamente por sorpresa su rotundo “¡No lo
hagas!”. La postura entregada de su cuerpo, con las piernas ligeramente separadas,
me impulso entonces a pegarme a él y tomarle la polla con mi mano. Con los ojos
cerrados, emitió un profundo suspiro. Acaricié su dureza y fui acercando la
boca. Primero lamí el capullo, recogiendo el trasparente elixir que la
excitación le hacía destilar. Tembló todo él y, cuando me entré la polla entera
en la boca, sus piernas se tensaron. Mientras chupaba, mis manos acariciaban
los recios muslos velludos, que empezaban a temblar. Sin embargo de pronto me
detuvo, llevando las manos a mis hombros para que me alzara. “¡No sigas!”.
Quedé desconcertado ¿Lo habría dominado su tabú del sexo?
Pero lo que hizo fue
incorporarse para darse la vuelta. Arrodillado y echado hacia delante sobre los
codos, no hicieron falta palabras para saber lo que me ofrecía. En esa
posición, el culo dilatado y salpicado de vello dejaba la raja tan abierta que
era posible vislumbrar el punto oscuro del ojete, mientras los huevos colgaban
entre los muslos. Aun así pregunté: “¿Estás seguro de que es eso lo que
quieres?”. “¡Completamente!”. Primero, no resistí la tentación de plantar las
manos a cada lado y acercar la cara para lamerlo y ensalivarlo. Sus murmullos
me enardecían. Luego ya me froté la polla bien tensa y la apunté con precisión.
Fui dejándome caer lentamente y apreté para traspasar la barrera. A medida que
iba entrando, mi vecino emitía un siseo similar al de un globo que se
deshincha. Ya del todo dentro, afirmé los brazos en torno a sus anchas caderas.
Cuando inicié el bombeo, murmuró: “¡Oh sí, cómo me gusta!”. Yo no puede decir
nada de la excitación que me invadía. Quería aguantar para prolongar tanto su
placer como el mío y hacía cambios en la cadencia de mi movimiento. Pero ni por
esas logré controlar la corriente que me sacudía. “¡Voy a correrme!”, casi
grité. “¡Claro, disfruta tú también!”, replicó generoso. Y ahí me vacié
quedándome bien adentro. Fui deslizándome hasta caer a su lado y él se tendió
de costado. “¡Qué bien has estado!”, comentó satisfecho. “Con las ganas que
tenía…”, reconocí. Tras unos instantes de recuperación, mi vecino dijo con
sentido del humor: “¿No te parece que deberíamos dar por terminada esta siesta
tan idílica? Esto es un poco incómodo para ciertos meneos”. “Mi casa está más
cerca y eres bienvenido”, propuse porque el meneo merecía continuidad. “¡Uy,
qué miedo me das!…Pero vamos”, aceptó sonriente.
No tardamos en llegar
y, pese a que tenía muchas ganas de meterle mano ya sin trabas, como mi vecino
parecía tomárselo con más calma, no lo atosigué. Ofrecí tomar algo fresco, que
buena falta nos hacía. Mi escaso mobiliario solo disponía de un par de sillones
enfrentados, con una mesita baja en medio. Nos acomodamos en ellos mientras
calmábamos nuestra sed. Aunque su desinhibida desnudez ya no era novedad, el
que ahora pudiera disfrutarlo mucho más que con la vista, reavivaba mi
excitación. Por su parte, el descaro con que había desplegado su
exhibicionismo, al que también me había arrastrado, lo mantuvo con una
provocación más explícita. Mientras saboreaba su bebida, se acariciaba la
polla, llegándola a tener de nuevo en plena forma. Ante mi intento de lanzarme
sobre ella, interfirió con expresión y voz voluptuosas. “Espera un poco… Me
gusta que me mires”. “¡Serás provocador!”, exclamé atrapado. “De eso se trata
¿no?”. Se la meneaba mientras acariciaba sus tetas con una extrema lubricidad.
Yo había empezado a masturbarme a mi vez y él lo celebró. “¡Así me gusta!
¡Provócame tú también!”. Pero sabía lo que yo deseaba y añadió: “¡Tranquilo!
Cuando me falte poco te aviso para que me remates”. Me puse en guardia y me
bastó la expresión de su cara para lanzarme entre sus piernas. Apartó la mano y
cedió a mi boca la polla a punto de ebullición. Recibí su descarga con
glotonería mientras él resoplaba. Aún relamía yo cuando comentó: “¡Vaya, vaya!
Follado y mamado después de tanto tiempo…”.
Cuando me puse de pie,
no le escapó mi erección lacerante. Me atrajo hacia él y me pasó un brazo por
la cintura. “Todavía puedo con esto”. Su boca tomó posesión de mi polla y la
chupó con dulzura y constancia. “Como sigas así un ratito más me voy a volver a
correr”, avisé con la excitación in
crescendo. No me soltó, sino que me dio unas palmadas al culo, expresivas
de que era precisamente lo que pretendía. Y desde luego que lo iba a complacer,
porque la boca cálida y el juego de su lengua me tenían ya a punto de
ebullición. “¡Oooooh, que me viene!”, y afirmó los labios para recibirme.
Succionaba y tragaba lo que me iba saliendo, hasta que, con las piernas flojas
me dejé caer sobre él. Su cara de libidinosa satisfacción era patente. “¡Para
ir con recelos, vaya marcha que llevas!”, comenté encantado. “Una vez que
empiezas…”, dijo con sorna, añadiendo: “Y ve con cuidado porque, cuando menos
te lo esperes, te haré algo que todavía me falta…”. “A este paso no tardarás
mucho”. “¡Hombre, dame un respiro, que eso requiere estar en plena forma!”.
Dijo que volvería a su
casa. Me habría gustado que se quedara a pasar la noche, pero respeté su
decisión. Probablemente, aunque había superado la barrera de sexo, aún no
entraba en sus esquemas mentales una convivencia más estrecha. No obstante,
avisó al despedirse: “Espero tu visita ¿eh?”. “¡Claro! Tenemos que acabar lo de
techo ¿no?”. “Bueno, eso será lo de menos…”.
Dejé pasar un par de
días, porque yo también tenía mi trabajo, demasiado descuidado por los
encuentros con el vecino. Cuando no resistí más me presenté en su casa. Su
satisfacción al abrirme era patente. “¡Qué bien! Temía haberte decepcionado”.
“¡Tú y tus temores!”. Y para demostrarle que de eso nada, me acerqué y llevé
una mano directamente a su paquete por encima del habitual calzón. “Con la joya
que guardas aquí…”. Se rio dejándose acariciar. “¡Sí que vienes fuerte!”. “Vengo
a ponerme a tu disposición…”. “¡Uy, uy, uy! Serás provocador…”. “También me
toca serlo a mí”, dije sin dejar de sobarlo. La polla se le había puesto muy
tiesa y lo desafié. “¿No me llevarías a la piedra del sacrificio?”. “Mi cama no
es tan dura como eso, pero puede valer”. Por si tenía dudas, me bajé el
pantalón y le enseñé el culo. “Todo para ti”. Me dio una palmada y me empujó.
“¡Anda, que me pierdes!”.
Ya en el dormitorio,
me eché bocarriba sobre la cama, mostrándole mi excitación y dispuesto a
entregarme para lo que quisiera. No se privó, desde luego, de tomar mi polla con
su boca, pero no iba ser esa su dedicación preferente. Porque mientras chupaba,
hizo que subiera los pies hasta ponerlos arriba y su lengua pasó a lamerme los
huevos y de ahí a buscarme el ojete. Su inquieto recorrido me producía oleadas
de placer. Insistía ensalivándome y me metió un dedo cuidadosa pero firmemente.
Estiró de mis piernas para dejarme el culo justo al borde de la cama y las
mantuvo elevadas. Noté que su polla rastreaba la raja y, por un momento, soltó
una de mis piernas para ayudarse con la mano a apuntar en el blanco. La primera
penetración me dolió, porque hacía tiempo que no me la hacían. Pero crispé las
manos sobre las sábanas, deseando que su placer fuera también mío. Porque mi
vecino bombeaba y resoplaba bien agarrado a mis pantorrillas; su barriga me
golpeaba los huevos. “¡Uff, cómo me está gustando! ¿Y a ti?”. “¡Sí, sí, sigue
así!”. Su ardor se me trasmitía y me embargaba. “Voy a correrme fuera
¿quieres?”. “¡Claro, échala sobre mí!”. Tras las últimas y fuertes arremetidas,
su polla rebotó al exterior y la leche se dispersó por mi vientre. Me soltó las
piernas, que cayeron desplomadas. “¡Gracias, cómo he disfrutado!”, exclamó
todavía trémulo. “Y con malabarismos y todo”, dije en referencia a su forma de
salirse en el último momento. “¿No te ha gustado? ¡Espera y verás!”. Sin
dejarme mover, se inclinó sobre mí y se puso a lamer lo que acababa de
expulsar. El recorrido de su lengua me fue excitando tanto que mi polla se fue
endureciendo y él, una vez acabada la limpieza, la engulló. Se aplicó en una
morbosa mamada, aún con el sabor de su propio semen en la boca, que me puso a
cien. Con la marcha que llevaba, sabía que no pararía hasta haberme vaciado.
Así que me entregué a sus dulces pero constantes succiones y lamidas. Ni
siquiera avisé cuando sentí que me vaciaba, aunque había notado mi tensión y
apretó los labios para no perder ni una gota. Con la misión cumplida se deslizó
sobre la cama a mi lado, con la mirada brillante de satisfacción. “¡Qué
guardado te tenías que eras tan vicioso!”, afirmé. “¿No te había dado ya
bastantes pistas?”, dijo riendo.
Entre similares
efusiones amatorias trascurrieron los días que restaban de mi estancia en el
lugar. Cuando llegó el momento de mi partida, quedó claro que ni él ni yo
podíamos convertir nuestro encuentro en una relación estable. Ello no fue
obstáculo sin embargo para que yo, aprovechando cualquier ocasión que se me
presentara, le hiciera una visita. Ya no me hacía falta alquilar ninguna casa
del entorno, pues era recibido en la suya con cordialidad… y mucho más.
muchas gracias de nuevo por estas historias tan morbosas gracias de verdad sigue asi por favor que somos muchos los seguidores un beso
ResponderEliminarGracias a todos los lectores. Tengo varios relatos para seguir publicando...
EliminarMuy bueno tus relatos..te ponen a mil..soy de Barcelona y me gustan los sesentones gordos.. como puedo conocer alguno de los tuyos..papitoalakran@hotmail.es gracias
ResponderEliminarA mí también me gustaría conocer a algunos de los que me invento. Pero de esos, haberlos haylos... Es cuestión de buscar.
EliminarSi los hay yo tengo encuentros con un maduro de69
ResponderEliminarPues mi enhorabuena.
EliminarEstaría bien q escribieras sobre maduros de 52 h joven de 37 o 40 años. Son experiencias diferentes. Pero también pueda enamorarse y ser correspondido.
ResponderEliminarHay relatos en que ocurre algo de eso.
EliminarCada vez que leo uno de tus relatos, me dejas a mil y con ganas de ir a buscar a uno de estos señores. Genio!
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