En el supermercado
donde solía proveerme para el día a día tenían una sección de charcutería muy
bien surtida. No hacía mucho que a los dependientes que la servían se incorporó
uno nuevo, cuya especialidad parecía ser el corte de jamón. De unos cincuenta
años, no muy alto, regordete y aspecto muy viril. Daba gusto verlo con su
chaquetilla roja y un gorrito a juego, aunque a veces éste se lo quitaba,
blandiendo el impresionante cuchillo. Incluso en días de más concurrencia de
clientes, para promocionar alguna marca, montaba una paradita delante del
mostrador, donde ufano exhibía su maestría, cortando pequeñas lonchas que
ofrecía para degustación. Los recios brazos velludos en movimiento y el pelo
que le asomaba por el escote le daban un atractivo especial. Además presentaba
la característica peculiar de poner mucha atención a su apariencia, con
frecuentes cambios de aspecto. A veces se dejaba crecer la barba con distintos
tipos de arreglo, pero siempre muy cuidada. Otras, iba completamente rasurado.
También su cabeza, algo calva, experimentaba cambios en el cabello, que llegaba
a tener casi rapado.
Todo ello provocó que
nunca antes hubiera consumido tanto embutido y queso, para desgracia de mi
dieta. Porque se mostraba muy amable y, en cuanto me veía, se apresuraba a
servirme. Le llegué a tomar confianza y un día le comenté: “Hay veces que me
cuesta reconocerte con tanto cambio de look”.
Se rio y replicó: “Caprichos que tiene uno”. Aún me atreví a añadir: “Pero hay
cosas que nunca te cambian…”. Pilló la indirecta y sonrió picarón: “¡Cómo
eres…!”. En otra ocasión en que estaba en su parada distribuyendo lonchitas de
jamón, en lugar de tomarla con la mano abrí la boca. No dudó en depositármela
en ella, con un risueño gesto de reconvención.
Yo tenía por costumbre
llevarme directamente solo los productos frescos, como era el caso de los de
charcutería, y el resto dejarlo para el reparto domiciliario por algún
empleado, que solía recibir a última hora de la tarde. Una vez, además del
jamón y los embutidos cortados, quise comprar un queso entero, que encontraba
muy bueno, para hacer un regalo. Por eso le dije al charcutero: “El queso lo
pones aparte para que me lo lleven en el reparto”. “Tomo nota”, dijo.
Esa tarde, cuando
llamaron a la puerta de casa, me llevé la gran sorpresa de que quien traía el
pedido era ni más ni menos que el jamonero. “¿Qué haces tú aquí?”, pregunté
incrédulo. “Nada. Que al llevar el queso para añadirlo al reparto, los chicos
estaban muy atareados y decidí echarles una mano. No me costaba nada”. Su
sonrisa era traviesa. “Pues pasa, pasa a la cocina”. Diligente arrastró el
carrito tras de mí. “Ya que estoy aquí, como no tengo prisa, en lugar de
dejarte todo esto aquí amontonado te puedo ayudar a guardar las cosas”.
“¡Cuánta amabilidad!”, exclamé encandilado. “¿Tú crees?”, replicó socarrón. Ya
no llevaba el equipo de trabajo, sino una camiseta que le quedaba algo ceñida y
marcaba sus formas. O sea, que estaba más bueno si cabía. No faltaron los roces
al trajinar los dos entre el frigorífico y las alacenas. De pronto soltó: “¿A
qué te referías cuando dijiste que,
aunque cambie tanto de look,
había cosas que nunca me cambiaban?”. Me hizo gracia que recordara tan bien mi
frase, pero sobretodo lo percibí como una provocación en toda regla. “¿Tú qué
crees?”, repregunté para ganar tiempo. “Yo he preguntado primero”. No me
escapaba y declaré: “Me refería a lo que tienes de la cabeza para abajo”.
“¿Piensas que eso también lo debería cambiar?”, siguió provocando. “Yo diría
que está perfecto”. “Pero si has visto muy poco…”. “Entre lo que se ve y lo que
se adivina…”. “Podrías dejar de adivinar”, cortó y se puso a subirse
provocadoramente la camiseta., mientras añadía: “¿Te dije antes que no tengo
prisa? ¿Y tú?”. “Sería un idiota si la tuviera”. Llevé una mano sobre su pecho,
cálido y ligeramente sudado. Mis dedos se enredaban en el abundante vello.
“¿Demasiado peludo?”, preguntó. “Ni te sobra ni te falta”. Apreté la mano sobre
una teta de generosa carnosidad y un dedo dio con el pezón picudo y maleable.
“Sabes lo que me gusta ¿eh?”, dijo. “Otra intuición”, respondí.
Hacía poco que me había duchado y, como no pensaba salir, llevaba tan solo un pijama ligero. Así que no le costó nada agarrarme el paquete entero. “Seguro que dentro de poco ya no me cabrá en la mano”, dijo ejerciendo una presión moderada. Pero no insistió, porque dijo: “¡Oye! Llevo todo el día trabajando y no me gusta oler a jamón. Me sentiré más cómodo si dejas que me dé una ducha”. “Yo lo acabo de hacer”. “Puedes hacerme compañía… Y hasta echarme una mano”, ofreció provocador. Ya sin camisa, se puso a soltarse el cinturón y a bajarse la cremallera con parsimonia. Cayó el pantalón y quedó con un eslip bastante pequeño, que le marcaba bien el paquete. Se apoyó en mi brazo para descalzarse y sacarse el pantalón. Al erguirse no pude menos que exclamar al contemplar sus formas redondeadas y velludas: “¡Joder, qué bueno estás!”. Se rio. “¡Esos modales! Yo creía que eras todo un señor”. Se volvió de espaldas con picardía para bajarse a medias el eslip y surgió un culo grueso pero firme, también tapizado de vello. Emitía un musical “Tariro, tariro…”. En los segundos en que lo exhibió, aprovechó con coquetería para colocarse bien el paquete. “Se le queda a uno todo pegado”, explicó. Ya sacó sin recato la polla y los huevos que mostró, enmarcados por el pelambre del pubis. Desde luego no desmerecían del conjunto, sino que eran la joya de la corona. Ante mi alelamiento, preguntó: “¿Te sigo pareciendo tan bueno?”. “¡Cómo te diría…!”, repliqué.
Antes de adentrarse en la ducha, me interpeló: “¿Te
piensas quedar así con todo tapado mientras yo enseño mis vergüenzas?…Mira que
te lo quito yo, eh”. “No me resistiría”, lo reté. Mirándome a los ojos me fue
desbrochando entonces la chaqueta del pijama, que se deslizó por mis hombros, y
estiró hacia abajo el pantalón. “A ver lo que encuentro por aquí”. Ya me ojeó
al completo. “Lo que me temía… No soporto que me hagan la competencia”. No
entendí de momento la broma. “Que estás jamón tío…Y yo de eso entiendo”. El
vello más fino de mi cuerpo y mi anatomía también llena pero más moderada
contrastaba con su exuberancia. “No será para tanto”, dije algo ruborizado. “Te
lo contaré cuando me haya duchado”. Ahora sí que entró en la ducha y abrió el
grifo. Advirtió: “No mires mucho, que voy a orinar mientras sale el agua
caliente, si no te importa”. Claro que no me importaba porque yo también suelo
hacerlo. De todos modos lo hizo sin ostentación. Ya bajo los chorros exclamó:
“¡Uy, qué bien me viene!”. El agua le resbalaba por el cuerpo y formaba
canalillos entre el vello. Como si estuviera solo, se llevaba las manos a la
polla y los huevos para remojarlos bien. Se daba la vuelta y resaltaba el culo
haciendo correr el agua por la raja. Ya empapado todo él cortó el agua. “Me
acercas el gel, por favor”. Estaba perfectamente a su alcance, pero así
iniciaba el juego. Juntó las manos en forma de cuenco y le vertí un poco.
Empezó a frotarse desde los hombros hacia abajo. Yo entré en la ducha y también
me eché gel en las manos. “¡Abusón!”, exclamó. Me ocupé de la espalda y jugué
con los dedos por el vello, no tan denso como el del pecho. Él separaba los
brazos, dándome opción a acceder a las axilas y, aún más, a rodearlo con mis
brazos y repasarle las tetas. Los pezones duros se me resbalaban por el jabón. Se
puso de frente y sus manos se deslizaban por la barriga. No me resistí a
ocuparme del bajo vientre y él se dejaba hacer. Llené de jabón los huevos, que
se escurrían entre mis dedos y, cuando repasé la polla frotando el capullo, la
tenía ya bien tiesa. “¡Coño, cómo te pones!”, comenté. “¡Mira quién habló!”.
Porque yo tenía tres cuartos de lo mismo. Rehuyó mis excesos de fricción y me
dio la espalda. El culo se me ofrecía tentador, con los pelillos mojados y la
raja oscurecida. Enjaboné haciendo círculos y me atreví con la raja. “¡Umm,
cuidado con eso!”, advirtió. “¡Lástima que no tenga una pastilla de jabón que
se caiga al suelo!”, bromeé. “Para que yo la recoja ¡eh, golfo!”. Pero completó
la provocación. “Tendría que hacerlo así ¿no?”. E hizo el gesto de agacharse
como si hubiera un jabón real. Entonces
me eché sobre él y mi polla resbalaba por la raja. Hice algunos remedos de
follada pero, en uno de ellos, la espuma ayudó a que se me colara. “¡Tú,
violador!”, me increpó, pero sin cambiar de postura. Ahora sí que le di varias
arremetidas auténticas, aunque me frenó. “¡Para, para! Que si no luego me voy a
aburrir contigo”. Ya erguidos, el agua volvió a correr sobre los dos,
eliminando los rastros de gel. El jamonero comentó: “¡Anda, que has tenido
doble remojón!”. “Con un tiburón como tú, lo que haga falta”, repliqué.
Hacía poco que me había duchado y, como no pensaba salir, llevaba tan solo un pijama ligero. Así que no le costó nada agarrarme el paquete entero. “Seguro que dentro de poco ya no me cabrá en la mano”, dijo ejerciendo una presión moderada. Pero no insistió, porque dijo: “¡Oye! Llevo todo el día trabajando y no me gusta oler a jamón. Me sentiré más cómodo si dejas que me dé una ducha”. “Yo lo acabo de hacer”. “Puedes hacerme compañía… Y hasta echarme una mano”, ofreció provocador. Ya sin camisa, se puso a soltarse el cinturón y a bajarse la cremallera con parsimonia. Cayó el pantalón y quedó con un eslip bastante pequeño, que le marcaba bien el paquete. Se apoyó en mi brazo para descalzarse y sacarse el pantalón. Al erguirse no pude menos que exclamar al contemplar sus formas redondeadas y velludas: “¡Joder, qué bueno estás!”. Se rio. “¡Esos modales! Yo creía que eras todo un señor”. Se volvió de espaldas con picardía para bajarse a medias el eslip y surgió un culo grueso pero firme, también tapizado de vello. Emitía un musical “Tariro, tariro…”. En los segundos en que lo exhibió, aprovechó con coquetería para colocarse bien el paquete. “Se le queda a uno todo pegado”, explicó. Ya sacó sin recato la polla y los huevos que mostró, enmarcados por el pelambre del pubis. Desde luego no desmerecían del conjunto, sino que eran la joya de la corona. Ante mi alelamiento, preguntó: “¿Te sigo pareciendo tan bueno?”. “¡Cómo te diría…!”, repliqué.
Secados, la ruta
natural iba ser la del dormitorio. El jamonero se sentó en el borde de la cama
y me atrajo entre sus piernas. “Tú ya te has aprovechado bastante de mí. Ahora
me toca el desquite”. Se fue directo a sobar y chuparme la polla. Le ponía
tanto entusiasmo que me llevaba al séptimo cielo. Se la sacó de la boca y me
estrechó contra él, poniéndomela entre sus tetas, al tiempo que me agarraba el
culo. Me dio un buen tute de sobeos, hasta que lo empujé por los hombros e hice
que quedara tumbado. El recorrido completo por su cuerpo lo hacía patalear y
tratar de defenderse falsamente. Le mordisqueaba las
tetas y me encantaba tener que abrir paso a la lengua entre el poblado vello.
La metía en el ombligo y le hacía cosquilla. Le sujeté hacia arriba la polla
tiesa y me dedique a chuparle y meterme en la boca los huevos. Al fin me puse a
hacer una mamada a esa verga gruesa y dura, con un capullo que le desbordaba la
piel. El juguillo que destilaba se mezclaba con mi saliva. Quise insistir, pero
me frenó. “¡Para, para, que siempre vas por la brava! ¿No tenemos la noche por
delante?”. “¿Te piensas quedar?”, pregunté sorprendido. “Si me dejas… Así por
la mañana llevo directamente el carro al super”. Su autoinvitación, con la
promesa de disfrutar de su cuerpo cálido y confortable, me encantó y acepté su
propuesta de tomarnos un respiro.
Nos recostamos
cómodamente entre caricias más calmadas. Entonces se me ocurrió: “¿Te cuento un
sueño que tuve la otra noche a tu costa?”. “¡Qué importante soy, hasta sueñas
conmigo! ¡Cuenta, cuenta!”. “Estabas en el super, con tu chaquetilla roja y el
gorrito, como te pones algunas veces en medio del público cortando jamón y
ofreciendo lonchitas de degustación. Yo me acercaba y sacaba la lengua para que
me dieras una de ellas. Pero te sorbía también un dedo, que me parecía más
sabroso que él jamón. Tú te reías e hiciste un gesto para que me agachara. Entonces
quedé de rodillas ante ti y de un tirón te eché abajo los pantalones. Apareció tu
polla pidiendo guerra y te la chupé mientras tú seguías como si tal cosa repartiendo
jamón a la gente, que miraban mis maniobras
curiosos o indiferentes”. “¿Y cómo acabó?”, preguntó el jamonero
divertido. “No lo sé… Como pasa con los sueños, que me desperté. Pero estaba
tan empalmado que me hice un pajón a tu salud”. “Pues si quieres, un día te
monto el numerito aquí, con jamón y todo”. “Así tendría menos gracia…”. “¡Serás
pervertido! A ti lo que te ponía era que la gente mirara”. “Como te ha puesto a
ti que te lo contara…”, repliqué echándole mano a su polla tiesa. “¡Quieres
dejarla en paz!”, me reconvino marrullero. “¡Joder, tío, ni que fuera de
cristal! En el sueño eras más generoso…”, protesté. “Es que antes igual
prefieres esto otro…”, y se giró para quedar bocabajo.
La exhibición de su
culo gordo y velludo era una incitación irresistible. “Ya en la ducha me di
cuenta de por dónde me ibas a llevar…”, dije dándole un repaso manual. “Soy así
de sacrificado”, replicó meneándose lúbricamente. Hice que subiera las rodillas
y le abrí la raja. Hundí la cara en ella y la lamí ansioso, enredando la lengua
en el vello. “¿Estarás en forma?”, preguntó provocador. Le golpeé con la polla
que desde luego tenía ya bien tiesa. “¿Tú qué crees?”. “¡Pues ataca!”. Directamente
apunté la polla y se la fui clavando. “¡Así, así, qué buena polla!”, me incitó.
El culo lo tenía caliente y resbaladizo, y él le daba unas contracciones que me
ponían a cien. Para colmo se removía para aprovechar mejor las embestidas.
“¡Dale, dale! ¡Cómo me gusta!”. Lo dejaba imprecar porque estaba concentrado en
aguantar las oleadas de placer que me iban dominando. Avisé: “¡Me voy a
correr!”. “¡Sí, sí, lléname de leche!”. Al tiempo que expulsaba resoplando el
aire de los pulmones, me descargué con un gusto tremendo. “¡Joder, cómo me has
calentado!”, exclamé cuando recuperé el resuello. “Y a mí me ha quedado el culo
aplaudiéndome por dentro”, replicó con un giro de lo más expresivo.
Una vez bocarriba, en
tanto yo me recuperaba, se puso a sobarse la polla. “Ahora el que se ha puesto
cachondo soy yo”, declaró. “Espera, que te la trabajo”, ofrecí yo. “Prefiero
que me comas las tetas mientras me hago un buen pajón… Así me dará más morbo”.
No me desagradó la perspectiva y me lancé a lamidas y chupadas por todo el
apetitoso pecho, enredando la lengua por el vello y endureciendo los picudos
pezones, que pronto mordisqueé con deleite. Él se iba masturbando con
voluptuosidad, gimiendo tanto por el placer que se iba dando como por los
ataques de mi boca y mis manos sobre su torso. Pese a ocupación tan grata, no
dejaba yo de echar ojeadas a ese capullo cada vez más encabritado que surgía de
su puño. “¡Ajjj, qué gusto me estás dando! ¡Muerde sin miedo, que aguanto!”.
Mis dientes rechinaban entonces sobre los pezones y él se retorcía de un placentero
dolor. “¡Verás el chorro que voy a soltar!”. No fue uno, sino varios chorros
que se dispersaron en varias direcciones, dándome algunos en la cara que aún le
trabajaba el pecho. “¡Joder, si pareces una vaca!”, protesté. “¡Trae, que te la
lameré!”, replicó soltando la polla goteante y echándose sobre mí. Con su
lengua recogió lo que me había salpicado y me hacía tantas cosquillas que hube
de apartarlo. “¡Lo que dije, talmente una vaca!”.
Procedía una nueva
ducha que, aunque también conjunta, fue mucho más pacífica y refrescante.
Secados lo indispensable, pusimos rumbo a la cocina. “¡Cómo se me ha abierto el
apetito con la jodienda!”, exclamó el jamonero. “Con todo lo que has traído nos
podremos apañar… ¡Lástima que el jamón ya lo tenga cortado!”, comenté. “¡Tú y
tu obsesión de verme cortar jamón en pelotas!”, replicó. “Es que con tu pinta
de ogro y esgrimiendo un cuchillo jamonero quedarías gore total”. “¡Ya tendrás gore
cuando haya repuesto fuerzas…!”, amenazó. Dejé que preparara un piscolabis frío,
en el que demostró su maña, y abrí una botella de vino. Zampamos de buen grado,
despelotados y recreándonos en las promesas de nuevos revolcones. “Este vinillo
se sube… ¡Qué lanzado me voy a poner!”, avisó el jamonero. “¿Más todavía? Una
“habitación del pánico” me va a hacer falta”. “Tú no te resistas, que será
peor”. Entre lindezas provocadoras de este género quedamos bien saciados de
comida y bebida. No me sorprendió ya a estas alturas que la verga engordada
empezara a oscilar por su entrepierna. Claro que yo también me estaba poniendo
burro, pero no era esto lo que le interesaba ahora. Me rodeó y plantó las dos
manos sobre mi culo. “¿No me ofrecerás tu virginidad?”, preguntó con lascivia.
“¡Oye, que ya soy mayorcito!”, me defendí. “Mayorcito pero tembloroso cual
doncella”. La verdad es que aquella verga gruesa y nervuda me daba pánico. Pero
ya me estaba arrinconando hacia la encimera entre arrumacos. “¿Después del
zambombazo que me has arreado te vas a hacer el tiquismiquis? Si acabarás
dándome las gracias,…como hacen todos”, presumió. Así que quedé echado hacia
delante con el culo en pompa. “¡Mira qué suavecito te voy a poner!”. Echó mano
a la aceitera y me vertió unas gotas al inicio de la raja. Con la mano me untó
y un dedo se deslizó por el ojete. “¡Y tú dándotelas de estrecho! Si te entra
hasta un obús…”, exclamó dejándome bien engrasado. “¡No hables tanto y fóllame!
No me vaya a arrepentir”, lo conminé para no retardar más lo inevitable. Algo
más grueso que un dedo resbaló entonces por mi raja y dio en el blanco con una
clavada que me hizo saltar las lágrimas. “¡Bestia!”, me salió del alma. Bien
encajado empezó a menearse. “Ya sabía yo que este culito merecía la pena”, mascullaba.
“No te entusiasmes y ve poco a poco, que me quema”, pedía yo. “¡Calla, llorica!
Pronto pedirás que no pare”. La polla era muy gorda y me dolía, hasta que
llegué a adaptarme. Ya me fue mejor y empecé a cogerle el gusto, aunque no
quise animarle para que no se pusiera cafre. “El que calla otorga ¿eh,
tragón?”, pareció leerme el pensamiento. “¡Calla tú y folla!”, exclamé al fin.
Y vaya si le puso empeño, calentándome por dentro y por fuera. “Te voy a hacer
un regalo ¿vale?”, avisó. “¡Vale, picha floja!”, lo provoqué. No tuvo tiempo de
devolvérmela, porque le dieron unas
sacudidas que sentí en lo más adentro. “¡Ay qué a gusto me he quedado!”,
proclamó dejándose caer sobre mi espalda. Noté que la polla le resbalaba hacia
fuera, aunque el culo aún me latía. “No ha estado mal…”, dije con tono de
burlona suficiencia. “¡Anda y que te den!”, respondió dándome una palmada.
“¡Eso, eso!”, me reí, pero estaba agotado.
Las horas habían ido
pasando y el jamonero dijo: “Yo no sé tú, pero a mí me toca madrugar para ir al
trabajo. Y aún habré de devolver el carro… ¿Por qué no nos encamamos y así por
la mañana nos da tiempo para alguna cochinada más?”. Le provoqué: “¿Podré
fiarme mientras duermo contigo al lado? Deberé hacerlo con un ojo abierto…”.
“El ojo abierto ya lo tienes y no está en la cara… Ya verás que soy mimoso y me
gusta dormir bien arrimadito”. “Eso me temo”, sentencié. Efectivamente nos
echamos en la cama y me cayó encima uno de sus brazos como una zarpa. No me
desagradaba desde luego, pero me iba a ser difícil conciliar el sueño. Porque
su respiración paso de resoplidos a ronquidos, que me vibraban en el cogote.
Pero el cansancio me pudo y, con algún cambio de postura más relajado, caí
roque.
Al despertarme, tuve
que hacerme a la idea de que compartía la cama con el jamonero. Aunque eso
debió influir en que estuviera empalmado. De pronto noté que su mano buscaba mi
polla. “¡Joder, cómo estás!”. Se me ocurrió explicar: “¡Claro! Anoche me quedé
sin segunda corrida… No como tú, que me dejaste follado”. “Pues me estás
contagiando”, y se agarró también la suya. “¡Ahora lo arreglo!”. Se puso a
cuatro patas en dirección contraria a la mía y me dio un sorbido a la polla que
me electrificó. Mamaba dulce pero persistente y yo tiré de una de sus piernas
para que la pasara por encima de mí. Tenía así ante mi cara el culo peludo, los
huevos colgantes y la polla a medio cargar. Usé labios y lengua para chupar y
lamer todo lo que alcanzaba, hasta atrapar la polla que se endureció en mi
boca. Acompasé mi ritmo de mamada al suyo y, como no podíamos hablar, los
temblores en nuestros cuerpos indicaban el progreso del a doble excitación.
Cuando noté que me iba, simultáneamente se me llenó la boca de leche. Quedamos
tragando quietos unos instantes, hasta que el jamonero se derrumbó a mi lado.
“¡La tercera!”, exclamó ufano. “Siempre me tienes que ganar tú ¿no?”, repliqué
como si se tratara de una competición.
Me quedé remoloneando
en la cama mientras veía al jamonero asearse en el baño y vestirse para
marchar. Fue a coger el carro vacío y se asomó ya a punto. Me dijo irónico:
“Siento que no me dé tiempo a traerte el desayuno a la cama”. Me levanté
entonces y nos dimos un buen morreo de despedida.
cada dia te superas , muchas gracias por tan esplendidos relatos
ResponderEliminarGracias, espero ir poniéndolos para todos los gustos.
Eliminarmuy bueno.... me encantan tus relatos. cada vez que hay uno nuevo me hago unas pajas que flipas.... sigue asi
ResponderEliminarmenos mal que dejo pasar una semana como mínimo entre uno y otro...
Eliminarja ja ja ja
EliminarPor mi no te preocupes, y sigue publicando relatos asi de buenos.
Gracias por tus relatos y los buenos momentos
Que los sigas disfrutando...
EliminarHay segunda parte? Volvería el jamonero ? Se cumplirá el sueño?
ResponderEliminarDemasiado jamón se puede indigestar. Mejor ir cambiando de menú.
EliminarJopee que rico el jamonero y tu abriendote de piernas es culico mas bien puesto! A mi no me importaría que ni tu y el jamonero me pusierais a mirar a la meca
ResponderEliminarCon la imaginación se puede hacer de todo...
EliminarQue buenos relatos, me hacen pasar momentos muy agradables.
ResponderEliminarsigue asi que lo haces muy bien.
saludos
Gracias. De eso se trata...
Eliminar¡Que morbo tío!
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