(Continuación) Como el mundo es un pañuelo, y
más en éste del sexo homo en que nos movemos, sin querer puse a mi pobre
esclavo en un compromiso, del que supo sin embargo salir airoso: “Me mandó
usted a casa de un señor que, nada más verme, y sobre todo cuando me desnudé para
que comprobara la mercancía, me dijo: “Ya me parecía a mí... ¿Tú no eres el
que, en una fiesta en casa de un amigo, éste te presentó para que jugáramos...
y vaya si lo hicimos”. Me quedé sin saber qué decir, pues no quería que me
relacionaran con usted, pero mi silencio me delató. Así que el señor prosiguió:
“Sin embargo él nos explicó que eras un conocido suyo que se entregaba a esas
experiencias con los ojos vendados”. Traté de buscar una salida: “¿Ah, sí? Le
daría vergüenza decir que me había contratado, pero sus buenos cuartos le costé
a ese señor. Lo de los ojos vendados fue cosa suya”. ¿Verdad que hice bien,
señor? “Pues tengo muy buenos recuerdos... Te importa que avise a otro amigo
que vive en esta misma finca. Estuvo también en aquella fiesta y se alegrará
mucho”. “Es que yo he venido para servirle solo a usted”, repliqué pensando en
la tarifa. “Por eso no te preocupes. Con el juego que das, serás recompensado
con creces... y lo pasaremos muy bien”. Serán ustedes, me dije para mis
adentros, pero consentí: “Si es así...”. Me dejó solo en cueros y supongo que
fue a llamar por teléfono. Como aquel día no veía nada, no podía recordar qué
uso hicieron de mí estos señores. Por la pinta del de la casa, maduro
regordete, supuse que no serían de los más brutos. No tardó en volver y me
dijo; “Mientras sube mi amigo, voy a adornarte un poco. Esta vez no te taparé
los ojos, solo algún detallito para que estés más sexy”. A ver de lo que me va
a disfrazar ahora, pensé, pero bueno... Trajo una especie de chal rojo, de gasa
muy transparente, que se veía todo lo de detrás. Se esmeró en anudármelo a la
cintura con muchos cálculos, como si estuviera vistiendo a una novia. Eso sí,
no perdía ocasión de tocarme el culo y palparme la entrepierna. Como al menor
roce ya me empalmo, se puso muy contento. “Sigues siendo una fiera”. Luego me
pasó por el cuello varios collares con bolas de distintos tamaños y colores.
Añadió unas pulseras con cascabelitos en las muñecas y los tobillos. Como
remate me pellizcó fuerte los pezones, para endurecerlos, y los cogió con unas
pinzas de las que colgaban unas borlitas. Eso me dolió un poco, pero me
acostumbré. Total, que parecía yo el monigote ese de la baraja de cartas que
tiene usted. Llegó el otro señor, más o menos como el anfitrión pero más alto,
y al verme soltó una carcajada. “¡Lo has dejado monísimo!”. Eso mismo pensaba
yo... Pero fue más al grano y me cogió la polla por encima de la gasa. “De ésta
sí que me acuerdo”. El señor de la casa puso una música marchosa y los dos se
bajaron los pantalones. Ya podían haber requerido mi colaboración, que le
habría echado más gracia... Los dos se sentaron en sendas butacas tipo relax y
con la mano se alegraban las pollas. “Anda, báilanos un poquito para ponernos
cachondos”. ¡Ay madre! Con lo negado que he sido yo siempre para el baile. Así
que traté de disimular mi patosería danzante con meneos y gestos cochinotes.
Agitaba las tetas haciendo voltear las borlas de las pinzas y aguantando los
tirones que me daban. Movía las caderas y hacía que la polla subiera la gasa.
Me giraba, destapaba el culo y me abría la raja... La cosa debía funcionar
porque las pollas se les iban poniendo tiesas. Las había visto mejores, pero
tenían un pase. Me arrimé entre ellos para que, con la mano libre, me fueran tocando
a su gusto. Uno quiso que le aplastara la polla con el pie, lo que el otro
aprovechó para meterme el dedo en el culo. Les ofrecí mi polla por si les
apetecía chupar, y vaya si se apuntaron. Me daban tales chupetones apretándome
los huevos que se me ponía la piel de gallina. Claro que lo que querían era
dejarme bien a punto para sus apetencias. Me sorprendió que el anfitrión se
levantara de la butaca y me cediera el puesto. Con los pantalones por los
tobillos y la camisa arremangada sobre la barriga –lo que encontré un poco
cutre–, orientó el culo sobre mi polla. Yo, que me había enrollado el chal para
más comodidad, me sujeté la polla para que atinara en el agujero que se me
venía encima. Entré con precisión y el señor se removió para un mejor encaje. Luego
subía y bajaba dándose gusto. Mi postura algo forzada y los golpetazos sobre el
vientre no propiciaban un restriegue suficiente para que me fuera a vaciar.
Pero él, que entretanto se la iba meneando, se quedó sentado bien clavado y se
corrió salpicándome las rodillas. Al menos yo había quedado intacto para
trabajarme al otro señor. Éste no se anduvo con chiquitas y ya tenía el culo al
aire reclamándome. De modo que, casi sin transición pasé de un agujero a otro.
Pero aquí ya me podía mover a mi gusto y vaya si lo agradecía el receptor.
Modestamente, he de reconocer que he cogido un estilo bastante elaborado. Con
la voz quebrada me dijo: “Cuando vayas a correrte avísame, que quiero notarlo”.
“¿Le va que aguante un poco más?”. “Claro que sí, rey, encantado”. Agradecido
por el piropo, hice un esfuerzo de concentración para apaciguarme, sin
disminuir por ello la energía de mis
arremetidas. Hasta que no tuve más remedio que decir: “¡Ya voy!”, y pasó lo que
tenía que pasar. En realidad me alegré que de viniera el invitado, porque con
él me lo pasé mejor, aparte de que la visita le cundiría a usted más. Pero aún
no había acabado, ya que el mismo señor no tenía bastante. “Con lo caliente que
me has puesto, me vendría de perlas una mamadita”. Y ahí estaba yo chupa que te
chupa, y dispuesto a tragarme lo que fuera. En la despedida todo fueron
alabanzas: “Eres único follando”. Y también algún recochineo: “Tan educado que
ni dando por el culo apeas el usted”. Pero a esto repliqué: “Así cada uno está
en su lugar”. Por cierto, que mi mentira inicial debió colar, porque no me
dieron recuerdos para usted”. Desde luego mis amigos se mostraron generosos,
pues en el sobre iba bastante más de lo tarifado.
Cada vez se le notaba más hombre
de negocios, a su manera. Y yo contento de que así estuviera ocupado. Dedicarse
solo a servirme en casa y luego recluirse en su habitación habría acabado
resultando desquiciante. Y organizar visitas de amigos era arriesgado, por la
difícil explicación de su presencia. No me fallaba cada vez que requería de él
un revolcón, pero con el sexo mercenario se sentía muy a gusto y se redimía con
su creencia en el lucro que me aportaba. Aparte de que sus informes parecían
sumergirme en ‘Las mil y una noches’...
Pero no todo es perfecto y un día
regresó antes de lo previsto, muy sulfurado y avergonzado por no traerme el
dinero esperado. Incluso percibí un cierto tono de reproche, inusual en él. “Yo
no sé qué vería usted en el correo electrónico, pero me ha mandado a una visita
que se las traía... Nada más llegar al piso me dio mala espina, por lo sucio y
desordenado que estaba todo. Y el sujeto que me recibió –yo no lo llamaría
señor–, todo el ya en cueros –buen cuerpo, eso sí– hasta olía mal. Me ordenó
bastante bruscamente que me desnudara también, y lo hice, aunque con pocas
ganas. Pero ya su pretensión fue el colmo. Quería que me tumbara en una
colchoneta muy poco limpia para él meárseme e, incluso, cagárseme encima. Ya sé
que hay gente a la que le van esas prácticas y, si son a gusto de todos, es cosa
suya y lo respeto. Pero contratar a alguien para desahogarse en él por las
buenas me pareció un abuso. Aún si hubiera sido al revés, tapándome la nariz,
lo habría abonado. Más que nada por no dar la tarde por perdida y no volver de
vacío, pero sin ningún gusto, entiéndame. Así que cogí mi ropa y salí
corriendo. Me fui vistiendo en el ascensor. Menos mal que no me tropecé con
nadie. Y aquí me tiene sin haber rascado bola. Gajes del oficio...”.
“Este último encargo ha sido muy
bonito y casi me he emocionado. Resulta que era un matrimonio, de hombre y
mujer, se entiende, de edad mediana y de muy buen ver. Ella, una señora
guapetona y él, que tenía un aire a mí. Sería por eso que me escogerían por
Internet, lo que entenderá cuando siga explicándome. Pues, pese a quererse
mucho y estar muy unidos, el señor, por el motivo que sea –no iba a ponerme yo
a preguntar en plan indiscreto–, se había quedado completamente impotente, o
sea, que dejaba a la señora a dos velas. Para arreglar el problema dentro de
casa, habían decidido buscar un suplente que de vez en cuando hiciera la faena
que el pobre no podía. De ahí el interés por el parecido, para que la señora no
lo notara tan raro. Además, al estar el marido presente, no parecería tanto que
le ponía cuernos. Lo organizaron con mucha elegancia. Ellos dos se metieron en
el dormitorio y me dijeron que, cuando estuviera desnudo entrara. Me imaginé
que el señor, sentado en una butaca, se limitaría a mirar cómo yo le hacía a su
señora un apaño. Estaba tan concienciado de cumplir todo lo bien que pudiera
que, cuando llamé a la puerta ya estaba empalmado. Pero lo que me encontré fue
algo distinto a lo que había imaginado, porque estaban los dos desnudos sobre
la cama medio abrazados. ¿A ver si es que el marido quiere también aprovechar
el alquiler en sus partes sanas?, pensé. Me equivoqué igualmente porque, como
verá usted, el hombre solo iba a colaborar dentro de sus posibilidades. La
señora tomó la iniciativa y pidió que me arrimara a su lado de la cama. Con
mucha delicadeza me cogió la polla y se puso a chupármela con un bien hacer
tremendo. ¡Hay que ver lo que se perdía el pobre marido! Éste, sin embargo,
participó a su manera y se puso a
acariciar el coño de la esposa. Cuando ella cesó en la mamada –muy
prudentemente por cierto porque, de haber seguido, no me habría podido
controlar–, él me dejó libre el terreno. Con toda la finura de que fui capaz se
la fui metiendo. Estaba calentito y húmedo, y me movía con comodidad. Ahora el
marido se había puesto boca abajo para besarla con mucho cariño y magrearle las
tetas. Por lo visto, yo únicamente servía para la jodienda. Solo se apartó
cuando ella empezó a dar unos gritos que, la verdad, no me esperaba de una
señora tan fina. Pero he de reconocer que me animaban y, encima, ver el apetitoso
culo del señor era un gozo añadido. Por prudencia no me atreví a tocárselo, y
eso que lo tenía al alcance de la mano. El caso es que todo contribuyó a que,
en cuanto la esposa pareció algo más calmada, le largara un corrida de las
buenas mías. Se quedó la mar de a gusto... con el hambre que debía pasar. ¿Y
ahora qué?, me dije, porque el trabajo me había parecido sencillito. Cuando la
señora, para que descansara, me hizo un hueco en su lado libre de la cama y me
dio un beso afectuoso, yo estaba dispuesto, en cuanto me recuperara, a que
siguieran disfrutando de la contrata. Igual a ella le gustaría la novedad –o
no, vaya usted a saber– de que también le entrara por detrás. Y al marido, por
muy pocho que estuviera de los bajos, ¿no le iría bien que le alegrara el culo,
ni que fuera con una buena lamida? Pero ya que ellos se habían quedado solo en
plan relax, no me atreví a proponerles nada, no fuera que me salieran con que
por quiénes los tomaba. Así que me limité a decir: “Si no quieren nada más...”.
Como me quedó muy fino, sonrieron y el señor contestó: “Por hoy no, muchas
gracias”. Me asaltó la duda de si con eso quería decir que volverían a contar
conmigo o que otro día podría haber más jarana. Las dos cosas me hacían ilusión
y, si fueran juntas, mejor que mejor. De todos modos me gustó haber contribuido
a la armonía conyugal. A saber, sin mí, cómo habría acabado todo”.
No siempre lo solicitaban para
actividades directamente sexuales, al menos en principio. Como un pintor para
el que posó en una serie de dibujos, aunque acabara dándole por el culo en los
descansos, para inspirarse mejor, según le decía. No faltó una clásica
aparición desde dentro de una gran tarta de cumpleaños trucada, a partir de la
cual su desnudez, que no tardó en rebozarse en nata, crema y chocolate, fue
lamida con avidez por los concelebrantes. Lo del peculiar árbol de Navidad
erótico fue muy curioso: “Vaya caprichos más raros se les ocurren a la gente
con posibles. Una fiesta en un chalet muy lujoso de una pareja gay, como ahora se
dice. Por lo visto ellos, y los invitados que luego fueron llegando, eran
aficionados a las redondeces y pilosidades. Y como yo de eso estoy bien
provisto, iba a resultar muy decorativo. Tuve que ir con tiempo para los
preparativos. Anda que no habrá debido sacarles usted pasta gansa. Yo, lo
primero, despelotarme ante los anfitriones, como suele ser de rigor. Y no
escatimaron los toqueteos, con la cosa de hacerse una idea de cómo quedaría
mejor. Me hicieron subir a una tarima redonda, forrada de tela roja con
estrellitas. Aquello parecía un poco inestable, pero me explicaron que era
giratoria y me enseñaron un conmutador oculto por la alfombra para que, al
pisarla, la plataforma girara lentamente. A mí, lo único textil que me pusieron
fue un gorro de Papá Noel. Aunque me colgaron algunas guirnaldas y tiras de
lucecitas. No muchas, para que no me taparan demasiado. Bolas no había; ya
estaban las mías. A mis lados había unos bastones, con rayas imitando los de
caramelo, en los que apoyarme para que no se me durmieran los brazos haciendo
la postura del abeto. Para desentumecerme, de vez en cuando también podía
levantarlos juntando los dedos rectos por encima de la cabeza. Y allí me tiene
usted, esperando a los invitados, tan tieso como un árbol y temiendo quedarme
electrocutado por culpa de las bombillitas. Fueron llegando unos diez señores,
todos con traje negro y pajarita, e incluso algunas señoras con vestidos de
fiesta. La gracia por mi parte estaba que, cuando pisaban la alfombra, la
tarima daba una vuelta en redondo y sonaba una musiquita. A la primera casi me
caigo, pero luego me fui acostumbrando. Todos debían ser muy liberales, o algo
más, porque se mostraron encantados con mi encarnación de la Navidad. Y que
alabaran mi buen ver pues, la verdad, me gustó. Tanto mirar y tanto piropo
provocó que, sin querer, me fuera empalmando. Sobre ese punto no me habían
instruido los anfitriones, pero ya debían suponer que uno no es de piedra, ni
siquiera de madera. De todos modos, me tranquilizaron los comentarios jocosos,
pero también laudatorios, sobre el incidente. La cosa se calmó cuando se
dispersaron a la búsqueda de las copas y los canapés. Aproveché para moverme un
poco y, de paso, colocarme bien la polla, que se había enredado en una
guirnalda. Y vaya uso más original que le iban a dar los anfitriones con su
sentido artístico –y también bastante pluma, que todo hay que decirlo, y más
cuando usted ya ha cobrado–. Porque, en el momento de los regalos, aparecía uno
de ellos con un paquete más o menos grande que depositaba a mis pies. Pero la
picardía estaba en que cada paquete llevaba un cordelito largo con el que, el
muy ladino, hacía un lacito en la base de mi polla, no muy fuerte por suerte.
El otro iba nombrando al afortunado quien, para hacerse con el regalo, tenía
que librarlo del lacito. No vea el señor el trajín que se llevaron con mi polla
que, además, con el toqueteo se ponía cada vez más flamenca. Algunos actuaban
con una torpeza deliberada –que uno no es tonto–, dándome unos buenos viajes,
que hasta se les enganchaba el cordel en mis huevos. Hubo una señora más
remilgada que intentó desatar directamente el paquete, pero los abucheos la
obligaron a hacer lo que todos. Parecía que ahí se acababa mi cometido. ¡Vaya
cosa mas tonta!, me dije, pues me quedaba un poco frustrado, sexualmente
hablando. Sin embargo, al irse dispersando los invitados, uno de ellos –que por
cierto no estaba nada mal– se hizo el remolón. Vi que cuchicheaba con los
anfitriones y, muy dispuesto, vino a ayudarme a librarme de los aderezos. Y no
tenía las manos cortas precisamente, sobre todo en lo referente a mi culo. A lo
tonto a lo tonto, me fue llevando hacía un baño de respeto que había en la
planta. Cerró la puerta e hizo que me sentara en la encimera del lavabo. Sin
lacitos de por medio, me hizo una mamada que, la verdad, necesitaba como agua
de mayo, con tanto trajín como había tenido mi polla. Se tragó todo lo que me
salió, y eso que había acumulado bastante. Lleno de gratitud, yo mismo le bajé
los pantalones y, como estaba ya bien armado, sin más le ofrecí el culo. Me
folló bien follado, sin parar hasta correrse. Se recompuso la ropa y me hizo
esperar para salir él primero. Cuando fui a recoger mis cosas, no sé si estaría
incluido ese polvo último en el sobre que le traigo. Pero le aseguro que me
hacía falta después del numerito vegetal”.
Para atender una nueva solicitud,
le dije que tendría que llevar puestos, bajo la ropa de calle, los arneses que
hacía tiempo le había comprado, a los que añadí un calzón de cuero con
trampillas por delante y por detrás. “Ay, que esto va a ser más complicado para
mí ¿Será como en alguna de esas películas que tiene usted?”. “Bueno, en las
películas siempre se exagera... y pagan muy bien”. “Será por los extras que me
van a caer encima”.”Si no te atreves, te dedicaré solo a consolar damas
insatisfechas”. “No, señor, si yo... Usted ya sabe que mi cuerpo es suyo... y
de los que pagan por él. Pero no vaya a ser que, con tanto riesgo, se acabe
usted quedando sin la gallina de los huevos de oro”. “Menuda gallina estás tú
hecho”. Y se acabaron las objeciones. De todos modos, quedé algo inquieto
esperando su regreso y el relato subsiguiente.
“Cómo voy a poder resumirle todo
lo que me ha pasado. Y gracias que estoy aquí para contarlo...”. Como su
capacidad para la concisión era más que dudosa, me puse cómodo para escucharle.
“Llamé a la puerta y se abrió sin que viera a nadie. Había un recibidor
corrientito y, para ganar tiempo, me quité la ropa de calle, ya que debajo
llevaba el equipo que usted hizo que me pusiera. Pero, cuando me estaba
ajustando las correas y el calzón para que no me dieran pellizcos, salió un
brazo por otra puerta, me agarró y de un tirón me metió para dentro de un
cuarto con una luz roja. Ni de saludar me dio ocasión el señor que, de forma
tan brusca, había entrado en contacto conmigo. Porque, sin soltarme, tiraba de
mí y yo iba dando trompicones, ya que me costaba hacer la vista a aquella
iluminación. Antes de darme cuenta, había enganchado una de estas dichosas
muñequeras a una argolla que parecía colgar del techo y rápidamente hizo lo
mismo con la otra. Así quedé como un cristo, con los brazos en cruz. Ahora pude
fijarme en el caballero. Llevaba un atuendo parecido al mío, aunque la parte
baja era más descarada, no solo porque ya le dejaba directamente el culo al
aire, sino que, por delante, le colgaba un pollón pendulante que no pude saber
entonces si era natural o postizo. Para colmo, llevaba un capuchón que solo le
dejaba fuera la nariz y la boca. No resultaba muy amistoso, no. Se me pasó
atrás y tuve que aguantar que, separándome las piernas, también sujetara las
tobilleras a unas argollas en el suelo. Me arriesgué a decir: “Mire que yo...”.
Pero me dio una palmada en el culo con ganas. “¡Tú a callar!”. Así que yo ahí,
hecho una X, para lo que el señor gustara. Cogió una especie de látigo con
tiras de cuero, pero lo llevaba plegado. Cuando se me acercó, me fijé en que,
en el extremo, lo que parecía el mango, tenía forma de cipote. Por lo visto era
multiusos. “¡Ojalá sea solo para asustar!”, me dije. Se puso a hacerme círculos
en las tetas con el capullo –del látigo, se entiende– en plan amenazante. Luego
la tomó con los pezones, dándome unos pellizcos que vaya... No me queje, no
fuera a provocarlo. Pero bueno, eso ya lo sabía aguantar. Cuando dijo: “Vamos a
ver lo que escondes”, se agachó y abrió la parte delantera del calzón. Pero,
por la incertidumbre, no estaba precisamente presentable. “¿Esto es de lo que
presumes tanto?”. Ahí me piqué: “Ande que he tenido mucho cariño desde que he llegado...”.
“Ahora te voy a dar cariño”. Trajo un tubo de cristal y metió mi polla dentro.
“A ver si me la corta y la guarda en formol”, pensé con pánico. Sin embargo,
unió el tubo a una goma que iba a parar aun aparato desconocido para mí. Lo
puso en marcha y el tubo hizo un efecto de vacío que me lo encajó clavado a las
ingles. Y mientras aquello chupaba, la polla se me ponía cada vez más gorda.
Además, vibraba de una manera que me iba dando un gusto tremendo. Tanto que
llegue a avisar: “Mire que me voy a correr y dejarle perdido el tubo”. “No te
prives... Para que digas que no te doy cariño”. Y le dio más potencia al
trasto. ¡Joder –con perdón–, cómo me puso de cachondo! Eché una corrida que el
tubo parecía el vaso de una batidora. Porque estaba yo sujeto de aquella
manera, que si no se me habrían doblado las piernas. Pues va el señor, me saca
el tubo y se lo bebe como si fuera yogur líquido. Después de todo, no hay mucha
diferencia entre beber del vaso o a morro, ¿no? Por primera vez me sentí a
gusto, a pesar de la postura tan incómoda. Cuando pasó a mi espalda y dejé de
verlo, me volvió la suspicacia. Y encima llevaba otra vez el látigo-consolador.
“Ahora me cae”, pensé, y me cayó, en forma de varios zurriagazos a la espalda.
No muy fuertes, pero picaban. Y eso que uno tiene la piel dura. Menos mal que
de pronto se acordó: “Pero si aún tienes el culo con la tapadera...”. Lo
destapó. “Pues habrá que abrirlo bien para que pueda entrar la fiera que tengo
entre las piernas”. “No, si lo tengo muy elástico...”. “Tú a callar”, otra vez.
Por lo visto se le había pasado el cariño. Empezó a deslizarme por la raja lo que,
por lo frío y duro, no podía ser más que la punta del multiusos. Menos mal que
había visto que la parte consolador tenía un tope a una altura prudencial, y
así desterré el temor de que me entrara por el culo y me saliera por la boca.
Sí que me lo metió, sí, como una taladradora. Inmovilizado como estaba, solo
pude hacer que respirar hondo. Digan lo que digan de estos cacharos y por muy
bien que lo manejen, donde se ponga el factor humano... Usted ya me entiende.
Pues el señor debió divertirse mucho con el juguetito porque, cuando,
dejándomelo metido, pasó delante de mí, tuve claro que lo que tenía entre las
piernas no tenía nada de postizo. Se le había puesto la verga que ni un caballo
en celo. Arrastró entonces una mesa ante mí y me descolgó los brazos. Con los
pies aún sujetos y las piernas separadas no tenía equilibrio, así que me
desplomé de bruces sobre la mesa, atenuando la caída con los codos. En la posición
tan elegante en que me dejó, cambió lo artificial por lo natural, o sea, que me
sacó el bastón y me clavó su polla. Eso ya era otra cosa... aunque tela
marinera. Todavía me dilató más y daba unas arremetidas que el borde de la mesa
se me iba incrustando en el vientre. “Esto te gusta, eh, golfo”. Pues sí, para
qué negarlo, pero un poco menos de vehemencia se habría agradecido. Me quedé
aliviado cuando se corrió. Al sacarla, aún me chorreó leche del agujero tan
abierto, que cayó en el calzón. Total, para tirarlo, que ese material no se
lava. Por fin me liberó los pies y pude ponerme derecho. “No has estado mal,
pero me habría gustado que te acojonaras más”. Será que la procesión la llevaba
demasiado por dentro. Ya me quité los correajes antes de vestirme para que no
me dejaran escocido, y aquí están en una bolsa de plástico que me llevé en el
bolsillo. El calzón también fue fuera, claro, aunque tuviera que volver sin
calzoncillos, y lo eché al primer contenedor que encontré”.
“Pues no veo que fuera para
tanto”, repliqué. “Solo un poco más movido que en otras ocasiones”. “¿Movido
dice? Si me veía yo descuartizado y a trocitos en la nevera. Lo sentía sobre
todo por usted... porque a uno ya lo que le echen”. “Bueno, creo que será mejor
que descansemos por una temporada. Lo anunciaré en la Web y ya habrá tiempo de
recuperar la clientela”. Lo dije porque veía que cada vez se tomaba más a pecho
sus incursiones y. también, porque me agotaban sus continuos informes. Aunque
reconocía que sabía adornarlos con un lenguaje cada vez más descarado. “Lo que
usted mande, señor”. Y se le notó un deje de nostalgia. (Continuará)