martes, 31 de marzo de 2020

Fantasías médicas


(De otros tiempos más felices)

Estoy en la sala de espera del centro de atención primaria. Hay bastante gente, pendiente de que sus números aparezcan en los paneles. Hace calor y, como mi visita va para largo, me distraigo imaginando una vez más que, en lugar de la doctora que me corresponde, me recibe uno de los médicos del centro, al que tengo echado el ojo y que, por desgracia, no es el que me va a atender. Cincuentón, regordete, no muy alto y con una digna calva, suele llevar una bata blanca, aunque abierta, sobresaliéndole una buena barriga que tensa la camisa; de rostro afable y mirada aguda, y con un vello suave que se intuye por la camisa algo abierta y el dorso de las manos. Como hoy no lo veo y ya sería la enésima vez que me hago pajas mentales haciendo con él todo tipo de cochinadas, para variar me da por observar los distintos tipos de hombres que, como yo, esperan su turno. Algunos solos y otros acompañados de sus mujeres. Me fijo en los que me resultan más interesantes y que merecerían un repaso. De pronto se me ocurre establecer unas asociaciones mentales entre esos tipos y mi médico deseado ¿Cómo podría ser el encuentro de éste con cada uno de aquéllos?

Sentado frente a mí, veo a un gordote rechoncho de unos sesenta años y aspecto algo rústico. Con andar cachazudo, entra en el despacho del doctor, que está de pie y, tras cerrar la puerta, le estrecha la mano con cordialidad. “¡Vaya, Eusebio! ¿Otra vez por aquí?”. “Ya sabe usted, doctor, de lo que flojeo”, contesta el otro. “Así que sigue costándote que se te ponga dura…”, dice el doctor sonriente. “Para eso vengo, doctor. Que usted sabe ponerme a tono”. “Bueno, vamos a ello… Bájate los pantalones y siéntate de lado en la camilla”. Eusebio se echa abajo pantalones y calzoncillos, se sube en la camilla y se inclina un poco hacia atrás, apoyado en las manos, para que el barrigón no estorbe al doctor. Éste entonces le separa más los velludos muslos y, primero, palpa los huevos. “Los tienes bien hermosos”, comenta. “Eso me dice siempre, doctor”, ríe Eusebio. Luego el doctor manosea la polla, gruesa y chata. La levanta y estira la piel para descapullarla. “Mojada sí que la tienes”, observa. “Es que nada más entrar aquí me pongo caliente, doctor… Pero de ahí no pasa”, explica Eusebio. “Eso lo vamos a arreglar”, dice el doctor, que se agacha, acerca los labios al capullo y lo sorbe entero. “¡Qué boca tiene usted, doctor!”, exclama Eusebio. El doctor mama con tesón hasta hacer que Eusebio vuelva a exclamar: “¡Cómo sabe ponérmela dura!”. El doctor se aparta y contempla su obra. “Mira qué guapa está ya… ¿Querrás que te saque la leche?”. “¡Uy, si, doctor! Ya me falta muy poco”. El doctor retoma la mamada y, al poco, Eusebio se estremece. “¡Oh, qué gusto! Me sale toda”. El doctor sigue con los labios apretados en torno a la polla hasta que al fin levanta la cara sonriente y se relame. “Bien cargado que venías hoy ¿eh?”, comenta. “Desde la visita anterior, doctor”, reconoce Eusebio. El doctor se pone derecho y dice: “Ya te puedes vestir”. Mientras Eusebio se recoloca los pantalones, El doctor se enjuaga la boca con un botellín de agua. “No te olvides de pedir cita”. “Para la semana que viene sin falta, doctor”, afirma Eusebio, que sale la mar de satisfecho del despacho.

Hay otro individuo que me parece que encajará bastante bien con ese doctor. Grandote y de edad similar a la suya, con brazos recios y velludos, espera sudoroso. Da un salto cuando aparece su número en el panel y lo dirijo en mi mente al despacho del doctor. Éste le estrecha la mano. “¿Otra vez por aquí? ¿No fuiste al especialista para que te revisara la próstata?”. “Sí, doctor. Todo está bien…”, contesta el otro, “Pero me gustó más cómo me metió usted el dedo por el culo”. “Bueno…”, ríe el doctor, “Creo recordar que no te metí solo un dedo”. “Ahí iba yo, doctor”, reconoce el paciente, “Me dejó usted muy a gusto”. “Entonces te daré un masaje a la próstata”, decide el médico. “¿Solo eso, doctor?”, pegunta el otro. “Ya veré sobre la marcha”, contesta el doctor, “¡Hala! Bájate los pantalones y echa el cuerpo sobre la camilla”. El paciente obedece y presenta el peludo culo. El doctor, a dos manos, estira las nalgas hacia los lados para abrir la raja. Comenta con sorna: “No creo que al urólogo le costara mucho meterte el dedo ahí”. Es lo que hace el doctor seguidamente y le clava certero el índice a fondo. El otro se estremece. “¡Cómo lo noto, doctor! ¡Mueva, mueva!”. El doctor remueve el dedo y añade otro. “¡Uhhh, doctor, qué fuerte está hoy”, suspira el paciente. “Si lo tienes de goma”, ríe el doctor intensificando las frotaciones, “A saber lo que te metes”. “Usted sabe lo que me gusta que me meta, doctor”, replica casi suplicante el paciente. Pero el doctor insiste, ahondando y haciendo girar los dos dedos. “Cuanto más abierto te deje mejor te trabajaré con lo otro”. “Lo estoy deseando, doctor”, dice con voz temblona el paciente. Por fin el doctor saca los dedos y, separando las nalgas para mantener bien abierta la raja, se acuclilla detrás y hunde la cara en ella. “¡Ay, doctor! ¡Qué lengua tiene usted!”, exclama el paciente. El doctor persiste en sus lamidas y mordisqueos, que llevan al paciente al máximo de excitación. “¡Oh, doctor, qué gusto me está dando”. Y poco después añade gimiendo: “¡Me estoy yendo, doctor!”. Éste aparta la cara con la barbilla brillante de saliva y lamenta: “Otra vez me has chorreado el suelo”. El paciente se levanta y se sube los pantalones. “No lo puedo evitar con eso que me hace usted, doctor”, se disculpa. “Otro día te pongo un condón”, dice el doctor, que se seca la cara con un pañuelo de papel.

Cambiando de sujeto, fijo mi atención en un tipo que se mueve inquieto en su silla, estirando las piernas y sobándose los muslos. Maduro, alto y macizo, parece destilar testosterona y enseguida me imagino lo que busca del doctor… “¡Hombre! Dichosos los ojos. Sí que te haces caro de ver”, lo saluda éste. “Ya me estaba haciendo falta la inyección, doctor”. “Será la que me pones tú a mí”, ríe el doctor, “Yo también la echaba en falta”. Como demostración, el doctor le mete mano al paquete. “¡Cómo me gusta lo que tienes ahí!”. “¿Quiere sacármela y ver lo pronto que se me pone a punto?”, ofrece el hombre que se deja hurgar en la bragueta. El doctor saca un polla de considerables proporciones y en fase de crecimiento. La sopesa y exclama: “¡Qué hermosura! ¡Cómo me vas a destrozar con eso!”. “¿No es lo que le gusta, doctor?”, dice irónico el hombre. “¡Cómo lo sabes!”, replica el doctor, que se agacha añadiendo: “¡Anda! Deja que chupe ese liquidito que te sale”. Da varios lametones y el hombre avisa: “Me está poniendo negro, doctor”. Éste reacciona y se endereza. “Sí, mejor que ya vayas a lo tuyo”. Con impaciencia, se suelta el cinturón y baja la cremallera del pantalón. Pero a continuación se limita a apoyarse sobre los codos en la camilla e invita al hombre: “¡Venga! Haz lo que te gusta”. El otro levanta la bata y la echa por encima del doctor cubriéndole la cabeza. De un tirón le baja juntos pantalón y calzoncillos. “¡Cómo me pone este culo gordo y peludo!”, exclama dándole un fuerte tortazo. “No tan sonoro”, se queja el doctor, “Que se va a oír fuera”. El hombre le pega ahora una palmada sorda, pero no menos enérgica. “Sabes calentarme, cabrón… ¡Fóllame ya!”, pide el doctor. El otro se echa abajo los pantalones y esgrime la contundente polla bien tiesa. “¡Ahí va la inyección!”, anuncia, y la hunde en la raja del doctor. Éste emite un contenido gruñido debajo de la bata y añade: “¡Qué bestia eres!”, más como alabanza que como reproche. Porque enseguida, mientras el hombre se encaja más a fondo, demanda: “¡Venga, zúmbame ya!”. Se enfrascan en una follada intensa, en que cada cual expresa su gusto con resoplidos y jadeos. El hombre va a por todas y, con entrecortados “¡Ya, ya, ya!”, larga una prolongada corrida bien adentro del doctor. Cuando al fin saca la polla, el doctor suspira: “¡Qué bueno eres follando!”. Se endereza y se sube los pantalones. El hombre hace otro tanto. “Bueno, doctor… Me seguirá recetando inyecciones”, ironiza. “¡Por supuesto! Has de seguir el tratamiento”, asegura el doctor acompañándolo a la puerta.

Pero imagino que al doctor, bien apañado por el culo, le ha quedado todavía una calentura que va a necesitar calmar. Para ello le viene al pelo el siguiente paciente que espera ser atendido. He escogido a un tipo que hace poco ha entrado en la sala de espera. Se queda de pie y tiene bastante buena pinta. Se le ve robusto y con una cara ancha, de barba cuidada de pocos días. Decido hacerlo entrar en el despacho del doctor imaginario. Es acogido con manifiesta satisfacción. “¡Adelante! Vienes por tu vitaminas ¿no?”. “Las que me da usted me sientan muy bien, doctor”, confirma el paciente. “Pues hoy vas a tener una buena dosis, porque el paciente que ha estado aquí antes me ha dado por el culo y me ha dejado con ganas de descargarme”, explica el doctor con desvergonzada naturalidad. “Yo le descargo a usted de lo que haga falta, doctor”, ofrece el hombre. “Pues una mamadita de las tuyas me vendrá de maravilla”, declara el doctor que ya se está soltando el cinturón. “¿Se lo va a quitar todo, doctor? Ya sabe lo que me gusta comerle por todas partes”. Aunque en esta ocasión el doctor tiene cierta urgencia, como le constan las habilidades bucales del paciente, transige: “Con lo chupón que eres me vas a poner a cien”. El doctor se baja ya pantalones y calzoncillos, pero el paciente insiste en que se los saque del todo. “Estará más cómodo”. El doctor no deja que le quite la bata, pero sí que le desabroche la camisa. Las tetas gordas y velludas del doctor entusiasman al paciente, que se lanza a chuparlas y mordisquearlas. “¡Uf, que boca tienes”, exclama el doctor, “Mira cómo me la estás poniendo ya”. Y es que la polla, de muy buen tamaño, se le endurece rápidamente. “Ahora me ocupo de ella”, dice el paciente. El doctor se deja llevar hacia la camilla, sobre la que cae sentado. Pero el otro le sube las piernas hasta hacer que quede tendido, con la bata y la camisa cayendo hacia los lados. El doctor ironiza: “Menos mal que no tienes a mano un bisturí”. “No me hace falta”, replica el paciente, que ahora se aboca a la entrepierna del doctor. Le da seguidos chupetones a la polla, pero la mamada la deja para más tarde. Porque, ansioso, se afana en chupar y lamer los huevos, las ingles e, incluso, alcanzar con la lengua el ojete. El doctor resopla caliente hasta no poder más y acaba pidiendo: “¡Hazme ya la mamada!”. Ahora sí que el paciente engulle la polla entera, subiendo y bajando la cabeza sin parar. El doctor respira agitado y le tiembla todo el grueso cuerpo mientras dura la larga descarga. El paciente va tragando sin soltar la polla, hasta que el doctor llega a suplicar: “¡Basta, basta!”. El paciente se aparta y el doctor baja pesadamente de la camilla. “¡Qué a gusto me he quedado!”, exclama. “Cuánta leche y qué rica, doctor”. “Ya tienes tus vitaminas”, le dice el doctor. “Vendré a por más”, avisa el paciente. “Cuando quieras”, ofrece el doctor.

A mi doctor le viene bien ahora una visita menos trabajosa, al menos para él, aunque el paciente que acude a la consulta se muestra algo preocupado. Es un tipo grandullón, no muy gordo pero fuertote. “Necesito que me eche una mano, doctor”, suelta enseguida. “¿Sigues tan salido?”, pregunta el médico. “¡No vea, doctor!”, responde el paciente, “Voy todo el día empalmado”. “Pues con la polla tan grande que tienes irás dando el espectáculo”, ironiza el doctor. “No se burle, doctor”, se duele el paciente, “Que más de un pitorreo tengo que aguantar”. “¿No te matas a pajas? Con eso irías más calmado”, sugiere el doctor. “Sí, pero por poco tiempo. Hasta me duele ya la muñeca… Pero hacérselo uno solo resulta muy aburrido y casi no me da gusto”. “¿Para eso quieres que te eche una mano?”, ríe el doctor. “Es que usted borda las pajas, doctor”, dice el paciente, “Cuando me hace una, me deja en la gloria”. “No digo yo que a ese cacho de polla que tienes no merece la pena darle un buen meneo”, reconoce el doctor. “Pues aquí la tiene dispuesta”, señala el paciente el exagerado bulto que le hace el pantalón. “Ya estás tardando”, le urge el doctor. El paciente, rápido, se echa abajo pantalones y calzoncillos. Aparece un pollón, efectivamente enorme, bien tieso y a medio descapullar. “Ya lo ve, doctor”, presume el paciente. El doctor lo admira: “Toda una bendición, como te digo cada vez que me lo traes aquí”. “Con su permiso, me pondré cómodo”. El paciente se tumba en la camilla con las rodillas dobladas en un extremo y los pantalones trabándole los tobillos. También se sube la camisa, mostrando la barriga peluda, que enlaza con el poblado pubis, en el que se alza vertical el pollón. El doctor arrastra un taburete y se sienta junto a la camilla. “Menéemela como usted sabe, doctor”, pide el paciente expectante. El doctor, con actitud experta, se unta ambas manos con un poco de vaselina. A continuación, agarra desde la base con una mano el pollón, que sobresale en buena parte, y, con el índice de la otra mano, hace giros sobre el capullo. “¡Uy, doctor! Manos de santo”, exclama ya el paciente. “Hay buen material”, comenta el doctor. Éste, con el puño bien asido al pollón, se lanza a una frotación con distintos grados de intensidad, de arriba abajo y de abajo arriba. No deja ociosa la mano libre, con la que cosquillea los huevos y hasta el ojete. Estas maniobras desatan el entusiasmo del paciente: “Eso es una paja, doctor. Nadie la hace como usted”. Porque el doctor, concentrado en su labor, sabe dosificar las sensaciones del paciente con frenazos y cambio de manos. El capullo, cada vez más enrojecido e hinchado, empieza a dar señales de que su desbordamiento se está acercando. “¡Ay, doctor!”, se estremece el paciente, “Que ya la veo venir”. “Unos pases más y listo”, precisa el doctor. El paciente, para no dificultarle la tarea, contiene sus temblores y manotea a los lados de la camilla. El doctor, que percibe el reguero que asciende ya por la polla, va cesando el frote, sin dejar de mantenerla firmemente erguida. “¡Ya, ya, ya!”, grita el paciente. Y el capullo empieza a soltar chorros de leche en aspersión, que no solo caen sobre la barriga del paciente, sino más allá en todas las direcciones. Hasta el doctor tiene que esquivarlos para que no le den en la cara. El paciente, aun exhausto, balbucea: “¡Como siempre digo, me ha dejado usted en la gloria, doctor!”. Éste, que está echando mano a un rollo de toallas de papel para limpiarse las manos, declara: “¡Mira que llegas a soltar por esa manguera! Cada vez consigues sorprenderme”. “Con el vaciado que me sabe hacer, me deja usted seco, doctor”, replica el paciente. El doctor se fija en la polla, que sigue tiesa. “Pues a ver si dejas ya de presentar armas”. Asimismo le pasa unas toallas. “¡Anda! Límpiate y baja de la camilla, que no eres el único paciente que he de atender hoy”. El otro así lo hace y todavía le cuesta meter la polla dentro de los calzoncillos. “¡Muchas gracias, doctor!, se despide, “Me deja usted aliviado por un tiempo”. “¡De nada, hombre!”, contesta el doctor, “Ya sabes que me gusta domar a esa fiera que tienes entre las piernas”.

Me fijo en un mocetón macizo que no pasará de los cuarenta años. Se sienta con las piernas abiertas y los pies metidos hacia atrás, y planta las manos en los recios muslos. Empiezo a inventarme su visita al doctor. Entra en el despacho algo azorado y el doctor lo acoge con unos afectuosos golpecitos en el hombro. “¿Cómo vas de esa depresión por no encontrar trabajo?”. “Usted me la ha tratado muy bien, doctor. Con las pastillas y las mamadas que me deja que le haga, me voy entonando”. El doctor ríe. “Es que eres como un crío… Mi chupete te tranquiliza”. “Aunque desde hace poco estoy trabajando, ahora tengo también otro problema, doctor”. “Tú dirás. Si te puedo ayudar…”, ofrece solícito el médico. “Verá doctor… Hago de repartidor a domicilio de un charcutero, y eso me va bien. Pero resulta que el dueño se ha encaprichado conmigo”. “Eso no me puede extrañar”, dice el doctor, “Estás muy apetitoso”. “Le dejo que me meta mano, que me chupe y esas cosas… Yo también se lo hago”, explica el mozo. “Entonces todo va bien ¿no?”, se extraña el doctor. “Es que está empeñado en darme por el culo y tiene una polla tan grande que me da miedo… Si sigo resistiéndome, igual se cansa de mí y me quedo sin trabajo”. “Yo no arreglo asuntos laborales”, advierte el doctor, “Pero si hacerme otra mamadita te anima…”. “Verá, doctor… Es que he pensado una cosa”, explica el paciente, “No es que la polla de usted sea pequeña, ni mucho menos. Pero la conozco mejor y a usted le tengo más confianza. Así que, si usted me folla, igual pierdo el miedo y podré dejar que mi jefe me dé por el culo, como él quiere”. “Si lo tienes contento de esa forma, no peligra tu puesto de trabajo ¿no es eso?”, puntualiza el doctor. “Es lo que espero con su ayuda, doctor”, contesta el paciente. “Entonces no hablemos más”, acepta el doctor, “Me bajo los pantalones, como de costumbre… Pero esta vez habrás de hacer tú lo mismo”. Hecho lo cual, se contemplan mutuamente. El doctor comenta: “Con lo que estoy viendo, tu jefe debe disfrutar de lo lindo”. “Si ya le gusta hacerme pajas y chupármela”, admite el paciente, “Pero no se conforma con eso”. El doctor se despatarra sobre una silla y propone: “¿Qué te parece si, para ponerme a tono, me la chupas como tú sabes?”. “¡Por supuesto, doctor!”, contesta bien dispuesto el paciente, “Algo así siempre me levanta el ánimo”. Inicia la mamada y el doctor advierte: “No te vayas a pasar esta vez, que te quedarías sin enculada”. El paciente asiente con la cabeza y, al poco tiempo, se detiene. “Si es que a usted se le pone dura enseguida, doctor”. “Pues vamos allá”, dice el doctor levantándose con la polla tiesa. El paciente se apoya sobre los codos en la camilla y presenta el culo, que tiene gordo y peludo. “¿Así está bien, doctor?”. “¡De maravilla!”, contesta el doctor sobándose la polla, “No me extraña que tu jefe se empeñe en disfrutarlo”. “Pues ahora es todo suyo, doctor”, dice el paciente, “Pero tenga en cuenta que, por mucho que confíe en usted, no tengo yo costumbre”. “¡Tranquilo, hombre!”, le acaricia el culo el doctor, “No me falta práctica en esto”. El doctor apunta ya la polla y se deja caer lentamente. “¡Uy, doctor, qué bien me está entrando!”, balbucea el paciente con la voz temblona. El doctor se concentra en meterla entera y el paciente sigue haciendo la crónica. “Me arde todo, pero siendo usted lo soporto mejor”. El doctor empieza a bombear y comenta: “Tienes un culo muy rico. Cuando lo pruebe tu jefe, te va a subir el sueldo”. El paciente reconoce: “Me está gustando tanto tener su polla en el culo como en la boca, doctor, “¿También me lo va a llenar de leche?”. “No lo dudes… Me falta poco”, dice el doctor acelerando las arremetidas. En efecto, ya no tarda en apretarse con fuerza al culo y soltar varios resoplidos. Cuando saca la polla, el paciente declara: “¡Qué bien me lo ha hecho usted, doctor! Ya me quedo más tranquilo y me da menos miedo la polla de mi jefe”. Cuando el paciente se va a subir ya los pantalones, le tambalean las piernas y explica: “Es que estoy un poco escocido, doctor”. Éste le da entonces un consejo: “Como tu jefe es charcutero, no te costará echar mano a un poco de mantequilla. Te recomiendo que, antes de que te folle, te la untes en el ojete. Te ira mejor y a él le gustará encontrarte resbaloso”. “Así lo haré, doctor… Ya le contaré cómo ha ido”, se despide el paciente tranquilizado.

Se me ocurre hacer entrar en el despacho del doctor a una pareja. Él y ella parecen cortados por el mismo patrón. Ambos en torno a la cincuentena, la mujer luce pechugona y el hombre marca una barriga cervecera. El doctor los acoge sonriente: “Así que hoy venís juntos ¿eh?”. “¿Lo ve muy complicado doctor?”, pregunta el marido. “Si hay interés, nos apañaremos… Dejad que refresque la memoria”. El doctor consulta una carpetilla y, mirando a la mujer dice: “A ti te masturbé con un dedo hasta que te corriste y luego quisiste hacerme una mamada ¿no es así?”. “Eso fue la última vez”, confirma ella, “Pero ya me había follado en otra ocasión … Muy bien por cierto”. “Procuro hacer las cosas bien”, sonríe halagado el doctor. Luego se dirige al marido: “A ti te di por el culo ¿no?”. “Desde que me recomendó usted que probara algo así, le he tomado mucho gusto”, reconoce él. “¿Y cómo puedo atenderos hoy?”, pregunta solícito el doctor. El marido explica: “Verá, doctor… Habíamos comentado lo bien que nos va con usted cada vez que venimos… A mí me gustaría ver, y aprender de paso, cómo lo hace usted con el coño de mi mujer para que la excite tanto”. La mujer añade: “Al saber que mi marido se lo pasa tan bien cuando usted le da por el culo, me hace mucha ilusión verlo con mis propios ojos”. “Qué viciosillos ¿eh?”, ríe el doctor, “Pero está bien que sigáis tan compenetrados”. “¿Cómo lo hacemos entonces, doctor?”, pregunta el marido. “Para empezar, ayuda a tu mujer a sentarse de lado en la camilla”, ordena el doctor. Ella queda con las piernas colgando y el doctor dice: “Vamos a ver ese coño”. Él mismo le sube la falda y asoman unas bragas de encaje. Ella levanta un poco el culo para que el doctor se las pueda bajar y aparece el espeso pelambre de la entrepierna. El doctor se lo acaricia y hurga con los dedos en el coño. “¡Uy, doctor! Que me estoy mojando ya”, se estremece ella. “¡Mejor! Así tu marido lo encontrará más jugoso”, replica el doctor. A continuación insta al marido: “Tú bájate ya los pantalones”. El marido lo hace y luce una polla encogida. Pero el doctor se pone detrás y le soba el culo gordo y sonrosado. “Ahora, mientras te follo, vas a comerle el coño a tu mujer… Verás cómo, con el gusto que te voy a dar, se te va a disparar la lengua y la vas a volver loca”. El doctor, a su vez, se baja los pantalones y se pone a sobarse la polla ante la ansiosa mirada de marido y mujer. Cuando la tiene dura, dice: “¡Venga! Cada uno a lo suyo!”. El marido se inclina con la cabeza entre los muslos de la mujer y el doctor apunta la polla al culo. Le da una certera clavada y el hombre, con un sentido suspiro, hunde la cara en el coño de la mujer. A medida que el doctor intensifica las arremetidas, el marido lame con más ahínco. La mujer empieza a gemir. “¡Oh, cariño! ¡Qué bien usas la lengua con el doctor follándote!”. Mira al doctor por encima de su marido y lo incita: “¡Arréele fuerte, doctor!”. Los gemidos de ella van volviéndose grititos. Y cuando el doctor resopla descargándose en el culo del marido, la mujer suelta un alarido apretándole la cabeza a su entrepierna. Los tres se recomponen ya. La mujer se reclina extenuada en la camilla y el hombre, al enderezarse, muestra el goteo que le sale de la polla. El doctor comenta: “¡Vaya! Otro que me deja el suelo perdido”. La pareja se recoloca ya su ropa y el doctor se sube los pantalones. “¡Gracias, doctor! Ha sido una experiencia magnífica”, dice el marido. “Nunca me había comido el coño tan bien”, añade la mujer. “Lo celebro”, declara el doctor, “Pues ya sabéis que os puedo tratar juntos o por separado”.


8 comentarios:

  1. Muy buen relato ! Me ha puesto a mil.

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  2. Se echaba en falta tus relatos y deseando estaba que publicaras para leerlos, este relato me recuerda a esas peliculas de terror que cuentan varias historias de miedo, pues lo mismo pero en relato erotico con hombres fuertes maduros y deseosos de placer. Alguna de esas historias la he imaginado Yo muchas veces pero por desgracia nunca ocurrio.... Ya no hacen palpaciones rectales, te mandan ecografias ..je je y no es lo mismo. Animo y a escribirnos otro pronto. Un fuerte beso gfla

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  3. Se me olvidaba , la foto que lo ilustra muy propia, bravooo.
    gfla

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  4. Muy bien imaginado-- espero unas escenas de hobres fornudos en la época de cuarentena.

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  5. Excelente me puso de cañón

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  6. Muy buen relato, caliente y morboso como pocos... Muy buenas las fantasias con el doctor y muy variadas.. Este relato pone berraco a cualquiera

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  7. Con un doctor así yo me hago hipocondriaco, jaja
    Vaya morbo me han dado todos los relatos

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