Jacinto no
se tomó a la ligera el acuerdo al que había llegado con el extorsionador y su
subalterno. Así que, al día siguiente, reanudó ya su ronda de urinarios, aunque
no tuviera que perseguir a nadie. Desde luego iría con cuidado de no darse de
bruces con el poseedor del vídeo comprometedor, aunque confiaba en que éste, al
menos durante el tiempo del simulacro, no se dejaría ver demasiado. Pero,
claro, en algo habría de ocupar su tiempo Jacinto y no se le ocurrió más que
amoldarse a los usos y costumbres de esos sitios que ya conocía. Al fin y al
cabo le podría servir de distracción y relajo mostrarse complaciente con las
demandas de los usuarios. Es por ello que no se privó de tocar pollas o dejar
que se la tocaran, con alguna paja incluida. Ni siquiera de recluirse en un
retrete para chupar la verga que asomara por un agujero y, por qué no, para dar
por culo a un oferente. Cosa que, por lo demás, cada vez le iba resultando más
grata. El segundo día incluso se animó a hacer una visita al dependiente de los
grandes almacenes, quien muy gustosamente volvió a follárselo, hasta repitiendo
los enérgicos tortazos al culo.
Llegó al fin
el día señalado, en el que, si todo salían bien, las tribulaciones de Jacinto
podían quedar despejadas. Ya no se distrajo con frivolidades en los urinarios
de la estación de autobuses, sino que se mantuvo atento a la aparición del
guardián para así consumar la simulación. En algún momento llegó a temer que el
tipo no se presentara, pero el encoñamiento que éste le había mostrado le hizo
confiar en que no lo dejaría en la estacada. Jacinto se preguntó una vez más
qué sería lo que debían verle para encandilar a los tíos más insospechados.
Instalado pacientemente en su banco de observación, se distraía con el ajetreo
de la estación. En esta ocasión había recuperado su característica gabardina
para reforzar su papel de comisario. Respiró aliviado al ver al guardián
pululando por los alrededores. Aunque le alarmó que se acercara hacia donde
estaba él. Pero lo único que hizo fue, sin mirarlo, dejar caer con disimulo un
papelito arrugado sobre el banco. Cuando se hubo alejado de nuevo, Jacinto
cogió lo que debía contener algún mensaje. “m
alegro de bolver a verte guapeton e venio con un tio mio y le e dado el relo q
me regalo el jefe pa poder qitarselo y q tu me beas besos”. Sorteando las
carencias ortográficas, Jacinto pudo hacerse cargo de la situación, incluso con
un punto de ternura.
Al cabo de
un rato, ya no sorprendió a Jacinto que salieran de los urinarios tío y
sobrino, ni que éste acorralara a aquél hacia una zona despejada, aunque bien a
la vista de Jacinto. De hecho se reproducía la escena en que había pillado días
antes al extorsionador, incluido el traspaso del reloj. Por supuesto el tío, que
se parecía al sobrino, solo que más viejo y rechoncho, desapareció al instante,
mientras que el guardián daba bandazos haciéndose ver.
Jacinto
entró ya rápidamente en acción. Fue en busca de la pareja de policías que
vigilaba por la estación y, mostrándoles su placa, recabó su colaboración para
proceder a la detención de un infractor de la ley, largo tiempo buscado, al que
acababa de sorprender en plena acción. Los tres se dirigieron al guardián,
quien lógicamente alegó su inocencia, y que, tras los trámites de rigor y sin
resistencia por su parte, acabó esposado y retenido en espera de un coche
patrulla. Llegado éste, ocupado en los asientos delanteros por otros dos
policías, Jacinto y el detenido entraron en la parte trasera. Así emprendieron
rumbo a la comisaría. En el trayecto sin embargo, pese al silencio con que los
cuatro cumplían su papel, Jacinto tuvo que esquivar los excesivos acercamientos
que buscaba el guardián como muestra de su inquebrantable afecto. Lo que sí que
aceptó fue el traspaso subrepticio del reloj, que habría de quedar a buen
recaudo por parte de Jacinto para evitar que, a partir de esa prueba, pudieran
atarse hilos indeseados.
Cuando
llegaron a la comisaría, Jacinto pudo saborear su momento de gloria, que sabía
perecedera, por el éxito de su misión. Exhibiendo al guardián como trofeo,
recibía felicitaciones de superiores y compañeros. La admiración abarcaba tanto
la celeridad con que había actuado como la valentía de moverse en ambientes tan
sórdidos. Claro está que no conocían los peculiares métodos empleados por
Jacinto para su investigación. Sin embargo, dado que la palabra de éste era el
único elemento del que por el momento se disponía para contraponer a la
presunción de inocencia del detenido, que solo tenía antecedentes de poca
monta, se hacía necesario recabar más evidencias. Tal como había previsto
lúcidamente el propio guardián, éstas no podían ser otras que las que se
obtuvieran del testimonio de los denunciantes. Así que había que actuar deprisa
dentro del plazo legal de las setenta y dos horas de detención. Se requería
pues citar a aquéllos de urgencia para que acudieran a una rueda de
reconocimiento. Lo cual, entre unas cosas y otras, llevaría casi a apurar el
término legal.
Como mandan
los cánones, en este tiempo también procedía la toma de declaración del
detenido que, ante su previsible falta de colaboración, requeriría más de una
sesión. En este caso además el guardián, para no liar más la troca, renunció a
su derecho a la presencia de un abogado, aunque pidió ser interrogado por el
comisario que había procedido a su detención. Y a Jacinto, héroe del momento,
tampoco se le iba a privar de ese privilegio. Hay que señalar que, para
tranquilidad de los conchabados, la comisaría en cuestión carecía de los
modernos sistemas de grabación de imagen y sonido, y menos aún de cristal para
ver sin ser visto. De modo que los interrogatorios se hacían en salas más bien
cutres, donde podía quedar opaco algún que otro exceso. Aunque en esta ocasión
más bien sería de temer una improcedente efusividad del guardián hacia Jacinto.
Un guardia
condujo al detenido esposado a la sala en que lo aguardaba Jacinto. Éste,
dándoselas de perdonavidas, ordenó que le quitaran las esposas. “¡Me puedo
encargar yo de él!”. En cuanto se quedaron solos, el primer impulso del
detenido fue lanzarse a abrazar a Jacinto. Pero este lo contuvo. “¡Un poco de
calma! Que nos la estamos jugando”. El guardián, dócil, se sentó al otro lado
de la mesa. “Pero está saliendo muy bien ¿verdad?”. Como tenían que llenar el
tiempo, Jacinto se interesó en cómo le iba en el calabozo. “¡Uy, la mar de
bien! Ya me han dado de comer… Además está conmigo un colega muy majo que, en
cuanto los guardias se fueron también a comer, quiso hacerme una mamada… Pero
no le dejé”. “¿Ah sí? Raro en ti”, comentó Jacinto. “Pasa que desde que te he
conocido no me apetece hacerlo con otro”. Esta confesión de fidelidad
sobrevenida no dejó de alarmar a Jacinto. “¡Hombre, tampoco es eso!”. “¿Es que
no te gustó lo que hicimos?”. “¡Claro que sí!”, lo tranquilizó Jacinto, “Además
me estás haciendo un gran favor”. “Y más que haría yo por ti”, afirmó el
guardián emocionado. “Ya te compensaré”, prometió Jacinto, “Pero ahora hemos de
ir dejándolo todo bien hilvanado”. El otro asintió y puso toda su atención en
lo que siguió diciendo Jacinto. “Aunque en mi informe he puesto que te vi
apoderándote de un reloj, como no se ha encontrado cuando te registraron, se
debilita mi declaración… Por cierto, una vez más tuviste una gran idea
pasándomelo a tiempo. Te lo tengo bien
guardado”. “Quiero que sea tuyo”, afirmó el guardián. “Bueno, ya hablaremos de
eso”, zanjó Jacinto, que continuó. “Mañana sabré cuándo se hará la rueda de
reconocimiento, que va a ser lo definitivo de todo esto”. “¿No podremos tener
un rato de intimidad mientras tanto?”, casi suplicó el guardián. Jacinto empezó
a ablandarse. “Ya veré lo que puedo hacer… Ahora diré que te lleven y que, como
no ha habido forma de que confieses las extorsiones que se te atribuyen,
necesitaré seguir insistiendo”. Ahí quedó la cosa de momento.
De cara al
mundo policial, Jacinto se mostró contrariado. “No hay manera con ese tío. No
se le han encontrado pruebas y sigue negándolo todo… Pero yo vi lo que vi y, si
no se hace pronto la rueda de reconocimiento, habrá que soltarlo… Esta noche me
encierro con él y lo pongo a caldo”. Su superior tuvo que recomendarle que no
se pasara demasiado. “Este Jacinto vuelve a ser el que era”, se dijo admirado.
Jacinto, con
la autoridad que su hazaña le había conferido, dio estrictas instrucciones para
el interrogatorio de la noche. Escogió la sala más apartada y dejó muy claro
que, una vez que le hubieran traído al detenido, no quería ser interrumpido por
ningún concepto. Incluso pidió que le proveyeran de agua y barritas
energéticas. Estaba dispuesto a hacer cantar al individuo fuera como fuera y
por el tiempo que hiciera falta. Haciendo ver que se preparaba a conciencia,
demoró el comienzo de la sesión hasta que la actividad en la comisaría se
quedara en mínimos, con el reducido personal de guardia distrayéndose con
vídeos porno o jugando a las cartas.
Ya entrada
la noche, Jacinto reclamó la presencia del detenido. Esta vez no pidió que le
quitaran las esposas, aunque sí que le dejaran la llave. Insistió en que allí
no se podía entrar hasta que él diera por terminado el interrogatorio. “Mejor
que nadie sepa lo que va a ocurrir…”, dejo caer en un susurro para alimentar el
morbo sádico de los guardias.
Sentado y
esposado, el detenido miraba embelesado a Jacinto que se había puesto cómodo, en
mangas de camisa y arremangado. “¡Qué guapo estás así en plan duro!”, le soltó.
Jacinto, a quien le costaba digerir que ensalzaran sus encantos, replicó:
“¡Vale, gracias!”. Pero quiso enseguida revelar que había atendido la demanda
del guardián. “Esta noche nadie nos va a molestar y podré hacer contigo lo que
quiera”. Esto último lo dijo con un tono irónico, pues sabía que más bien iba a
ser al revés. “¿Me vas a torturar?”, preguntó el otro ilusionado. “Eso depende
de ti”, precisó Jacinto con no menor ironía. “Si me sueltas, puedo ser
peligroso”, le siguió el juego el guardián. “Eso me temo”. Y con ello Jacinto
expresaba una certeza. Prefirió desviar el tema personal. “¿Cómo te va con tu
colega de celda?”. El otro reconoció contrito: “Se ha puesto tan pesado que al
final he tenido que dejar que me la chupara… Pero solo un poco, sin correrme ni
nada… Lo reservo todo para ti”. Sacó la lengua relamiéndose los labios, en un
gesto de lo más elocuente, y se puso evocador. “¿Te acuerdas de lo a gusto que
estuvimos el otro día, desnudos y juntos?”. “¡Sí, claro!”, contestó Jacinto,
aunque sus recuerdos de aquella ocasión eran sobre todo penosos.
“Ahora te
voy a soltar”, anunció Jacinto. “¿Nos vamos a desnudar?”, insistió el guardián.
Jacinto especificó: “Tú sí que puedes hacerlo, porque en todo caso se vería
como una forma de intimidación. Pero más vale que yo no me quite demasiado, por
si surge algún imprevisto”. “¡Vaya! Pero el culo sí que me lo dejarás ¿no?
Siempre te puedes subir rápido los pantalones”, transigió el guardián. “¡Venga,
trae las manos!”. A Jacinto le costó más de la cuenta abrir las esposas porque
el guardián manoteaba enredando los dedos con los suyos. “¡Estate quieto! O
tendré que sujetar las esposas a la argolla de la mesa”. Se refería a la que sujetaba
al detenido para mayor seguridad. “Eso luego”, bromeó el guardián, “Primero me
desnudas”. “¿Tengo que hacerlo yo?”, se sorprendió Jacinto. “Hago como que me
resisto y tú te impones ¡Qué morbo ¿no?!”. No era esa la posición en que
Jacinto acostumbraba a colocarse en estos lances, pero allí él era la autoridad
y ¿por qué no?
Tener que
dominar la situación, sin embargo, estaba poniendo nervioso a Jacinto. Y el
guardián, con sus infantiloides provocaciones, no ayudaba demasiado. Éste ya se
había levantado y cruzaba las manos detrás de la nuca. Llevaba una camisa medio
desabrochada que se le subía y, como le habían confiscado el cinturón, el
pantalón se le había ido bastante más abajo de la barriga. A Jacinto le
entraron escalofríos ante esa enormidad peluda que lo incitaba. “¡Aquí me
tienes! No me dejaré desnudar sin lucha”. Jacinto se decidió a proceder y el
otro, más que luchar, lo que hacía era meterle mano a su vez. Total que camisa
fuera y pantalón por los suelos, y Jacinto con la ropa desencajada. Pero lo más
llamativo, no obstante, era la rotundidad con que se levantaba la verga del
guardián. “¡Mira cómo te deseo!”. Ante la escasa iniciativa de Jacinto, el otro
siguió echando mano de su inventiva. Reculó hasta quedar sentado en la mesa y
estiró los brazos hacia atrás. “Ponme otra vez las esposas y sujétalas a la
argolla a mi espalda… Quiero que me la comas sin que yo pueda resistirme”.
Jacinto no se retrajo a hacer todo lo que pedía y lo dejó inmovilizado. Por lo
demás ¿cómo no se iba a comer aquello que se le levantaba entre los muslos?
Chupó la verga con un ansia renacida, enervado por los requiebros que el
guardián le dirigía. “¡Cómo echaba en falta tu boca! ¡Eres único, cielo!”.
Jacinto estaba ya dispuesto a tragarse todo lo que le saliera, pero de pronto
el otro lo interrumpió. “¡No sigas por ahí, que me prometiste dejarme tu
culo!”. Tanto como una promesa no recordaba Jacinto, aunque dada la posición
del guardián lo que exclamó fue: “¡¿Cómo?!”. El ‘respuestas para todo’ no
falló. “Súbete a la silla y déjate caer para que te empale… ¡Yo sin manos!”,
rio.
Lo primero
que hizo Jacinto fue bajarse los pantalones para dejar el culo expedito. Luego,
echando una última mirada a la temible verga erecta, puso la silla a punto para
poderla usar como plataforma de lanzamiento. Agarrado al respaldo le costó dios
y ayuda conseguir subirse, en un equilibrio inestable sin poder contar con que
el guardián esposado pudiera echarle una mano. Sin pensárselo más se dejó
caer como el que se tira al agua de
culo. Para su propia incredulidad atinó a la primera y la referencia al
empalamiento con que había bromeado el otro se hizo real. Lo confirmó el que
estaba medio tumbado. “¡Oh, como te he entrado! ¡Qué gusto me das!”. Jacinto se
acomodó sobre aquello que le quemaba por dentro y el guardián le instruyó
entonces. “¡Muévete tú, que yo no puedo!”. Jacinto, apoyando las manos en busca
de asidero, inició una removida del culo. “¡Así, así! Ahora sube y baja”.
“¡Como si resultara tan sencillo!”, se dijo Jacinto. De todos modos hizo lo que
pudo y el de debajo pareció darse por satisfecho. “¡Cómo me estás calentando!
¡Qué bien te mueves!”. “También me está gustando”, logró decir Jacinto con la
voz comprimida. “¡Oh, cariño, me voy a correr bien adentro!”. Era lo que
esperaba Jacinto. Y no solo porque acabara el riesgo de pegarse un morrazo,
sino porque aquella novedad le estaba poniendo burro también.
El orgasmo
del guardián fue sonado. Hasta el punto de que Jacinto pensó que, desde el
exterior, pudiera creerse que la tortura estaba en pleno apogeo. Pero el
falsamente castigado pidió enseguida: “¡Suéltame ya, que me tengo que ocupar de
ti!”. Jacinto prefirió no preguntarle cómo y se limitó a quitarle las esposas.
El guardián saltó abajo de la mesa y, con movimientos simiescos, desentumeció
brazos y piernas. “¡Que a gusto has hecho que me quede!”. El propósito que
acababa de expresar se concretó. “Ahora vas a ser tú el que me dé por el culo…
No soy yo mucho de eso, pero te portas tan bien conmigo…”. Era lo que menos se
esperaba Jacinto. “¡Hombre! No hace falta que hagas algo que no te gusta”.
“Viniendo de ti me gusta todo”, replicó el guardián dispuesto ya a los
arrumacos. Mientras lo besuqueaba, Jacinto pensó que no era cosa de
desperdiciar ese pedazo de culo peludo y dijo: “Me tendría que poner a tono…”.
“¡De eso me encargo yo!”. El guardián, cogiéndolo casi en volandas, lo hizo
sentar sobre la mesa y se arrancó en una mamada que más le parecía a Jacinto
que le estuviera masticando la polla y los huevos. Pero surtió su efecto y, en
cuanto la tuvo consolidada, el guardián lo hizo bajar y se puso a tiro apoyado
en los codos sobre la mesa. “¡Hazme tuyo, cariño!”. Enfrentarse a semejante
pandero dio vértigo a Jacinto, que respiró hondo y le arreó una buena clavada.
Que aquel hombretón se estremeciera y gimoteara al tenerlo dentro aumentó su
excitación. “¡Uf, cómo me estoy poniendo!”. “¡Sí, lléname!”, replicó el otro.
Que fue precisamente lo que hizo con una trepidante descarga.
Jacinto
retrocedió cayendo de culo sobre la silla y el guardián se volvió hacia él
dedicándole una sonrisa amorosa. “Estamos hechos el uno para el otro”. Jacinto
sin embargo retomaba ahora conciencia de la realidad, que no era sino que
estaban encerrados en una sala de interrogatorios de la comisaría. Así que
dejando al lado consideraciones sentimentales, comentó: “Tal vez llevemos aquí
ya demasiado tiempo…”. “A mí se me ha
pasado volando”, apostilló el guardián. Jacinto insistió. “Deberé devolverte al
calabozo… Al fin y al cabo no puedo decir que te haya hecho confesar nada”.
Pero el guardián soltó entonces una de las suyas. “Antes habrías de hostiarme”.
“¿Qué quieres decir?”, se sorprendió Jacinto. “Tendrá más efecto si salgo de
aquí magullado… No me importarán unos cuantos moratones”, ofreció el otro.
“¿Cómo voy a hacerte una cosa así?”, se cuestionó Jacinto. “Eso es porque
también me quieres… Pero igual hasta me gusta si viene de tu mano”. Ante la
perplejidad de Jacinto, aportó su idea. “Tú que llevas cinturón me das unos
zurriagazos con él… Solo para que dejen marca… Y no te digo que me pongas un
ojo morado porque tengo que estar guapo para la rueda de reconocimiento”. “No
sé yo…”. ¿Se estaba volviendo un blandengue Jacinto, que en sus buenos tiempos
había dado más de una zurra? Pero aparte de esta cuestión, es que no dejaba de
impresionarle aquel tiarrón. Éste precisamente ya le estaba dando la espalda.
“¡Venga, adelante! Yo puedo con eso y más ¿No me ves?”. Jacinto se decidió y se
sacó el cinturón. Dio unos cuantos azotes, pero el otro le corrigió. "¡Con
más energía! Esos ni se notarán”. Jacinto se animó y los golpes dejaban ya
algunas marcas rojizas. “¡Así, así! Si hasta tiene su morbo ¿no crees?”, lo
alentaba. Cuando alguno se le escapó hacia el culo, el guardián bromeó. “Ahí no
creo que vayan a mirar”. Se puso de frente y dijo: “Crúzame las tetas, que hace
mucho efecto”. Así hizo Jacinto, pero enseguida lo dejó. “¡Bueno, ya será
suficiente! Ve vistiéndote”. Con los pantalones puestos, el guardia añadió otro
detalle. “Romperé un poco la camisa y la mojaré con agua como si fuera sudor”.
Ya quedó perfectamente caracterizado y se lamentó. “¡Que poco dura lo bueno!”.
Aún se entristeció más cuando Jacinto avisó: “No creo que nos veamos hasta
después de la rueda de reconocimiento”. El guardia entonces le echó los brazos
a Jacinto y lo besuqueó por toda la cara. “¡Venga, venga! Que esto se acabará
enseguida”, lo calmó Jacinto, que no olvidó esposarlo de nuevo. Se dirigió a la
puerta y la abrió para llamar con voz fuerte: “Ya pueden retirar al detenido”.
Éste interpretó su papel a las mil maravillas cuando vinieron los guardias. Con
el rostro contrito, los hombros hundidos y andar renqueante se dejó conducir,
mientras Jacinto exclamaba airado: “Éste no habla por las buenas ni por las
malas”.
A Jacinto no
le valió la pena irse a su casa y se quedó dormitando un par de horas en un
sofá arrinconado en la comisaría. Poco pudo descansar, sin embargo, por la
tensión vivida un día más. Si bien el guardián estaba cumpliendo magníficamente,
y con una total entrega, lo que él mismo había ofrecido, sus excesos de afecto
no dejaban de turbar a Jacinto. Por otra parte, se acercaba el momento
ineludible en que su fracaso profesional iba a resultar evidente, como precio
por haberse dejado meter en la boca del lobo del extorsionador. Así las cosas,
tras asearse mínimamente, se dispuso a afrontar una nueva jornada que podía ser
decisiva. Ya empezó a notar en el ambiente que su aureola de eficacia en la
resolución del caso declinaba. En realidad, más allá de su palabra, nada nuevo
se había aportado en contra del detenido y todo se fiaba a la rueda de
reconocimiento que finalmente tendría lugar esa misma tarde. En espera de ello,
Jacinto no volvió a tener contacto con el guardián, al que un rutinario examen
médico no halló nada a destacar.
La
precipitada citación de testigos había dado tan solo resultados parciales.
Únicamente tres de las víctimas iban a acudir a la rueda. Ésta se dispuso con
todos los elementos característicos. Ante una pared blanca iban a comparecer
cinco individuos, entre los que se encontraría el detenido, que serían examinados
desde el otro lado de un cristal. Jacinto por supuesto asistió al acto con los
nervios a flor de piel, aunque no creyera posible un error fatal. Los cinco
hombres que se presentaron eran de diversos aspectos y, solo para Jacinto,
destacaba el guardián, al que habían dado una camisa limpia y que mostraba una
estudiada expresión de inocencia atribulada. Los testigos parecieron tenerlo
claro. Ninguno de aquellos sujetos era reconocido como el hombre que los había
extorsionado. Tal vez por no dar el tiempo por perdido, uno de ellos señaló,
aunque con muchas dudas, al compareciente que estaba al lado del guardián, que
resultó ser un policía puesto para hacer bulto. En definitiva, se produjo el
resultado esperado, y a la vez bochornoso para Jacinto. Se decidió la puesta en
libertad inmediata del detenido, por supuesto sin pedirle disculpas por las
molestias causadas.
El prestigio
de Jacinto cayó en picado. No se debía haber vuelto a confiar en él y habría de
retornar a tareas de mera rutina y no comprometidas. Por otra parte, nada se
supo de que las investigaciones para dar caza al extorsionador se fueran a
asignar a otros. Probablemente el asunto se diluiría en el olvido.
Para
Jacinto, sin embargo, quedaba pendiente un asunto no menor, que se hizo
evidente en cuanto abandonó la comisaría. A las dos manzanas recorridas camino
a su casa, lo abordó el guardián con poco disimuladas muestras de alegría.
Jacinto trató de calmarlo. “¡Hombre! Esto no es prudente”. El otro se apartó
contrito. “Perdona… No me he podido contener y no quería perderte la pista”. “Y
no me la vas a perder”, dijo Jacinto, “Tenemos que hablar todavía”. “¿Solo
hablar?”, replicó meloso el hombretón. “¡Bueno, lo que sea!”, salió del paso
Jacinto. El guardián fue de nuevo a lo práctico. “Nos podríamos encontrar esta
noche en el bar al que te llevé… Es un sitio discreto”. “De acuerdo. Allí nos
vemos”. Y Jacinto siguió su camino.
Cuando
Jacinto llegó al bar, el guardián ya lo estaba esperando. Aquél quiso que
buscaran un rincón tranquilo y poco iluminado, aún a riesgo de someterse a
achuchones y besuqueos incontrolados, como así ocurrió. Jacinto trató de poner
orden. “¿Qué te parece si hablamos?”. “Lo que tú digas, pero es que estás tan
rico”, contestó risueño el otro. “Ya tendremos tiempo…”, concedió Jacinto que,
de momento, consideraba obligado expresar su gratitud. “Te has portado conmigo
como nunca podría haber imaginado y no sabes lo agradecido que te estoy… “.
Pero también necesitaba despejar sus preocupaciones. “¿Crees que tu jefe se
quedará conforme con lo que ha pasado?”. “De eso me encargo yo…”, aseguró el
guardián, “Pero luego no quiero seguir teniendo tratos con él”. “¿Y eso?”, se
extrañó Jacinto. “Voy a estar con mi comisario ¿no?”, le respondió. Mientras se
dejaba meter mano de nuevo, Jacinto reflexionó sobre esta situación con la que
no contaba. Mantener unas relaciones estables con el guardián era poco menos
que imposible y, sobre todo, arriesgado. Al fin y al cabo estaba de sobra
fichado y él no iba sobrado de prestigio. Pero tampoco quería hacerle ascos a
los vapuleos que tenía garantizados de aquel pedazo de hombre. De momento, para
calmar su impaciencia, le hizo una buena mamada. Y luego le propuso: “Dejemos
pasar un par de días y nos volvemos a encontrar aquí mismo… Entretanto buscaré
una forma para que podamos seguir viéndonos a gusto de los dos. El guardián se
conformó con la espera, pero avisó: “No me falles ¡eh!”.
A Jacinto se
le ocurrió una solución ¿Qué mejor lugar de citas que el club donde se había
iniciado y que últimamente tenía algo abandonado? Así que le propuso al
guardián apuntarlo como socio. Aunque éste habría soñado con un nidito de amor
más idílico, no dejó de encontrarle un cierto morbo a conocer, de la mano de su
amado, aquel lugar donde, como Jacinto se encargó de enfatizar, podrían
realizar juntos toda clase de fantasías y caprichos. No obstante, el guardián
quiso puntualizar: “Mi único capricho eres tú”.
Por eso
Jacinto tuvo que ir por pasos para introducir al guardián en el ambiente del
club y no herir la vocación a la monogamia que parecía haberle surgido. En una
primera etapa, se bastaban solos para disfrutar de los juegos que el local
ofrecía. Por ejemplo, el guardián se lo pasaba en grande follando a Jacinto en
el sling. Aunque a veces permutaban y
era éste quien le daba por el culo a aquél. Pero poco a poco fueron abriéndose
a la participación de otros socios o eventuales, y el guardián, con su
corpachón y su inagotable sexualidad, llegó a rivalizar con Jacinto en su
disponibilidad para hacer o dejar que le hicieran cuanto a aquéllos se les
pudiera ocurrir. Ni que decir tiene que el dueño del club estaba encantado con
la recuperación de Jacinto y con su nueva aportación.
¿Quién iba a
decir que el comisario Jacinto iba a alcanzar la plenitud en el mismo sitio en
que se había iniciado su transformación, tras vivir experiencias increíbles y
también más de un susto?
Vaya con el final, se volveran pareja?. Me encanto mucho este relato, por favor no pares.
ResponderEliminarYo creo que echan a jacinto de la policía y se hacen pareja.
ResponderEliminarVamos!!!....esto tiene que continuar...El guardian, (que ya es hora que le pongas nombre)... se esta enamorando de Jacinto. Eso tiene que servir para aliarse los dos y acabar con el extorcionador. Me supongo que el extorcionador no se va a ir de rositas en esta saga de relatos del comisario Jacinto
ResponderEliminarHola Víctor me encantan tus relatos Los llevo siguiendo desde hace años sigue escribiendo
ResponderEliminarQue buenos relatos Víctor, se extraña leerte... Espero como muchos que sigas deleitándonos y calentándonos con estas historias.
ResponderEliminarAbrazo desde Argentina
Y para cuando un nuevo relato?. Ya llevas mas de un mes sin novedad tuya.
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