El comisario Jacinto
salió muy reconfortado de su estreno como socio del club. Hasta de situaciones
comprometidas, en que había tenido que rendir cuentas con el pasado, el
desenlace podía considerarlo como satisfactorio. Claro que si se entiende como
tal que lo hubieran baqueteado a base de bien ¿Pero no era eso lo que
últimamente necesitaba tanto?
Una de las cosas que
más le habían asombrado de su reciente devenir era el hecho de que, siendo él ya mayor, gordo y de aspecto
no precisamente atractivo, pudiera infundir en otros hombres deseos de
dominarlo y poseerlo con una lascivia desaforada. Desde luego en sus
experiencias en el club nunca había llegado a estar ocioso y, hasta en su
imprudente ligue con aquellos dos desalmados, se había convertido en blanco
fácil de sus rijosos apetitos.
La llegada del buen
tiempo y del calor no solo llevó a Jacinto a prescindir de su casi sempiterna
gabardina, sino que también lo indujo a poner de nuevo a prueba sus peculiares
aptitudes. Sabía de la existencia de una recoleta playa nudista que, más en
concreto, en otros tiempos habría calificado como nido de maricones ¿Qué podía
haber allí de interesante para él? A estas alturas, quedarse en pelotas ya no
le suponía el menor problema y así comprobaría si también despertaba algún
interés en ese lugar más abierto. Y sobre todo si captaban su disponibilidad
para que se aprovecharan de él.
Así pues Jacinto puso
en marcha a media mañana su viejo utilitario y emprendió el camino a dicha
playa. No pensó mucho en su atuendo, limitándose a remangarse la camisa y
ponerse un viejo pantalón sobre sus calzoncillos anticuados. Añadió una toalla
por si acaso. Tuvo que detener el coche ante el comienzo del pinar que
descendía hacia el mar y se abrió hueco entre otros ya aparcados. Con torpeza
de urbanita y algún que otro traspiés, fue avanzando entre los pinos hasta que
pudo vislumbrar la playa. Desde luego se veían bastantes hombres desnudos y
Jacinto dudó entre descender tal como iba o quitarse previamente la ropa. Optó
por lo segundo, ya que le resultaba más cómodo poder apoyarse en un pino. Una
vez en cueros, hizo un hatillo con su ropa y, con él en una mano y la toalla en
otra, bajó a la arena sin el menor complejo.
El primer problema
que, sin embargo, se le planteó a Jacinto fue ni más ni menos "¿Qué coño
hago ahora?". Porque su práctica playera dejaba mucho que desear y eso de
tumbarse o, al menos, sentarse en la arena en principio no le hacía mucha
gracia. Tampoco el mar lo seducía demasiado. Vio la luz cuando se fijó en un
chiringuito, o más bien, un chamizo con una pequeña barra, y varios tíos
tomando algo en ella. Allá se dirigió Jacinto que, dejando sus escasas
pertenencias sobre un saliente del entramado de palmas, se acodó en la barra y
pidió un refresco. Un tipo grandote y bastante peludo que estaba a su lado lo
miró de arriba abajo. "¿Qué? ¿Primer día de playa?". "¿Por qué
lo dices?", preguntó Jacinto sorprendido. "Si parece que no te haya
dado nunca el sol". "¿Tanto se me nota?", vino a reconocer Jacinto.
"Sería una lástima que ese culazo que tienes se te ponga como un
tomate", comentó el otro ya más directo. "No soy yo mucho de
tumbarme", dijo Jacinto pasando de la alusión a su culo. "Deberías
ponerte una crema", le sugirió. "No he traído", replicó Jacinto.
“Yo sí… Pero la tengo en el coche ¿Me acompañas a buscarla?”. “No sé yo...”,
dudó Jacinto. “¿Te doy miedo?”, lo desafió el otro. “Eso no… ¿Está muy lejos?”,
contestó Jacinto, que ya tenía ganas de estrenarse en la playa. “Por entre los
pinos acortamos”, informó el que ya tiraba de Jacinto por un brazo. Éste se
dejó llevar, aunque no dejó de pensar, o más bien confirmar, el blanco fácil
que era para el primero que se le insinuara.
Ya no le sorprendió
demasiado a Jacinto que, en cuanto se adentraron en el follaje, su acompañante
le pasara un brazo por detrás y fuera deslizando la mano por la espalda hasta
alcanzar el culo, que apretujó con descaro. “¡Tienes un polvo, tío!”, soltó
bien arrimado. Sin el menor gesto de rechazo, Jacinto dijo: “La has tomado con
mi culo tú...”. “Pues parece que te gusta”, replicó el otro deteniendo la
marcha, que no el sobeo. Ahora lo abordó de frente y se le pegó haciendo
retroceder a Jacinto hasta dar con la espalda contra un pino. “Me van las
carnes abundantes”, dijo mientras se le restregaba y apoyaba las manos en el
tronco por encima de la cabeza de Jacinto. Las caras quedaban casi juntas y el
aliento de ambos se entremezclaba. El hombre sacó la lengua y la impulsó entre
los labios de Jacinto. Éste la recibió y dejó que le hurgara por dentro de la
boca. Cuando Jacinto pudo hablar, se limitó a preguntar: “¿Pero hay crema o
qué?”. El otro rio apartándose. “Vas a tenerla en cantidad… Pero ya ves, me has
puesto burro”. Hizo ver a Jacinto que la polla, de bastante buen tamaño, se le
había endurecido. “¿No te gustaría
comérmela un poco?”, añadió. Jacinto pensó: “¡Ya estamos!”. Pero solo preguntó:
“¿Aquí?”. “Entre el follaje ¿por qué no?... Tiene más morbo”, ironizó el otro,
que ya estaba cambiándose con Jacinto para apoyar la espalda en el tronco.
Jacinto solo dudaba en cómo ponerse, porque si solo se inclinaba, la barriga no
le dejaría doblarse lo suficiente para alcanzar la polla con la boca, y si se
arrodillaba, el suelo pedregoso no iba a ser muy cómodo. Fue el hombre quien
resolvió el dilema al empujar enérgicamente hacia abajo los hombros de Jacinto.
“¡Venga, que es para hoy!”. Así que Jacinto cayó de rodillas sobre los
pedruscos que se le clavaban. Ello no le impidió sorber la polla que se le
ofrecía y chuparla sujetándose a los muslos del hombre. “¡Qué bien mamas,
gordito!”, declaró éste. Pero no tardó
en apartarlo. “¡Para, para, y no seas tan glotón! Que esto es solo un
aperitivo”. Jacinto se levantó con las rodillas doloridas y siguió dócilmente
al hombre en busca del coche… si es que éste era el verdadero destino.
El caso es que
llegaron, no a un coche, sino más bien a una furgoneta algo apartada de la zona
de aparcamiento. La parte de atrás era completamente cerrada y se accedía por
una doble puerta. El hombre la abrió y
dijo: “Ahí dentro lo tengo todo... ¡Sube!”.
Jacinto, receloso, preguntó: “¿Qué es lo que tienes?”. “Lo que te hace
falta”, contestó el otro ambiguo, y le conminó a entrar empujándolo por el
culo. Una vez los dos arriba, el hombre cerró la puerta y la luz únicamente
entraba por la ventana que comunicaba con la parte delantera. Jacinto era
consciente de que la crema solar era solo una excusa para llevarlo allí.
Aunque, si lo que el hombre quería era simplemente darle por el culo, ya podía
haberlo hecho entre los pinos, y él habría continuado con su experiencia
playera. De todos modos, el hecho de estar encerrado le hacía aguardar
expectante, con una emoción contenida.
Aparentemente el
hombre pareció mostrar que iba en serio con lo de la crema solar, porque buscó
en una bolsa y enseñó a Jacinto un tubo. “Es de protección máxima... Te voy a
embadurnar bien”. Echándose de vez en cuando porciones de crema en las manos,
se puso a restregarlas por todo el cuerpo de Jacinto. Lo cual se convirtió en
un completo sobeo que alcanzaba zonas a las que difícilmente llegaría el sol.
Aunque pretendía justificarse. “Al ir desnudo no hay que dejarse nada”. Por
ello, con una evidente excitación, manoseaba las tetas y hasta el pliegue que
éstas hacían sobre la barriga y le hacía subir los brazos para acceder a los
sobacos. Recorría las anchas espaldas y lo giraba para untarle la panza. En
cuanto a los bajos, el culo no pudo menos que ser objeto de una morbosa
atención preliminar, nalga por nalga y raja incluida. Con la excusa de no tener
que agacharse tanto, hizo que Jacinto se echara de espaldas en una toalla sobre
unos bultos que cubría una lona plastificada. Así levantaba las piernas para
extenderles crema desde los pies hasta las ingles, tras lo cual fueron la polla
y los huevos los impregnados. Las frotaciones untuosas lograron que Jacinto se
empalmara y cuando como a lo tonto los dedos empezaron a entrarle por el ojete,
pensó: “Ahora viene la enculada”.
Sin embargo, en una
sucesión rápida, fueron completándose unos planes del hombre que Jacinto no
podía prever. Aquél empezó echando mano de unos tirantes de los que se usan
para sujetar bultos en la baca del coche. Pasó cada uno de ellos por las corvas
de Jacinto, que se dejó hacer dócilmente, y enganchó los extremos en una barra
que había en el techo. El hombre quedó satisfecho del resultado, con Jacinto
volcado hacia atrás y las piernas colgadas
por las rodillas. “Te dije que tu culo me vuelve loco ¿verdad?”, dijo
excitado. Jacinto preguntó lo que le pareció más lógico: “¿Me vas a follar
así?”. “¡Espera y verás!”, exclamó el hombre. Y como si el previo
reconocimiento de su locura le diera carta blanca respecto al culo de Jacinto,
se dispuso a preparar algo muy distinto.
En su forzada postura,
Jacinto pudo observar con el rabillo del ojo que el hombre sacaba un tubo
bastante más grande que el de la crema solar y en cuyo diseño parecía mostrar
el dibujo de un puño cerrado. “A ver lo que hago yo con ese culo”, musitó el
hombre como hablando consigo mismo. Jacinto empezó a tener menos claro que
fuera a ser objeto de una simple follada. En primer lugar el hombre proyectó en
la raja del culo una abundante cantidad de un emplaste blanquinoso que
recordaba nata montada. Luego se untó una mano entera y se puso a hurgar en el
ojete de Jacinto. Éste trató de relajarse, como había ido aprendiendo de los
diversos ataques anales que le caían encima, y contuvo la respiración. A un
dedo se fueron sumando los otros hasta formar un huso que, al adentrarse, iba
dilatando los esfínteres de Jacinto con una tensión extrema. Aquello le dolía
mucho más que cualquier polla gorda que le hubieran metido e hizo que lanzara
un tembloroso lamento. “¡Calla,
quejica!”, lo increpó el hombre, “Si tienes unas buenas tragaderas”. Siguió
apretando la piña de dedos y girándolos como si los atornillara. El punto de
máximo desgarro llegó cuando la brutal presión fue permitiendo que se abriera
paso la parte más ancha del puño. Jacinto se sintió como si se partiera por la
mitad y las nalgas se le escaparan en direcciones opuestas. Ni gritar podía,
concentrado en asumir el impacto. De repente la presión fue cediendo a medida
que el ojete se ceñía a la muñeca del hombre y Jacinto tuvo la extraña
sensación de los dedos que se movían en sus entrañas. “¡Sabía yo que te
entraría!”, exclamó el hombre exaltado. “¡Oooh, esto no me lo esperaba!”, pudo
balbucir Jacinto. “No te acostarás sin probar algo nuevo”, sentenció el hombre
con el puño bien adentro.
Jacinto casi temía que
aquello no pudiera ya salir de allí. Pero el hombre ya se aprestaba a sacar la
mano. “¡Respira hondo que voy para afuera!”, avisó. Y en un proceso inverso más
rápido, aunque no menos traumático, el puño fue emergiendo mientras Jacinto
quedaba en un dolorido vacío. Ni siquiera notó que ahora lo que le metía el
hombre era la polla, que solo supo porque éste exclamó: “¡Qué caliente me he
puesto! Te voy a llenar de leche”. Golpeteaba en las acorchadas nalgas de
Jacinto. “¡Así, bien abierto! ¡Qué gusto!”. Al fin fue parando encajado entre
los muslos de Jacinto quien, deseando liberarse cuanto antes, preguntó con voz
queda: “¿Ya?”. “¡Cómo te digo!”, replicó el hombre al irse apartando. Se limpió
con un trapo las manos y la entrepierna, y tuvo el detalle de pasarlo también
por la raja de Jacinto antes de descolgarle las piernas, que cayeron a plomo.
Jacinto quedó inmóvil
sin embargo, por las dudas sobre la capacidad para mantenerse de pie. Aunque el
hombre lo incitó a ponerse en marcha. “¡Venga, tío! Que aún vas a poder
disfrutar de la playa”. Jacinto pensó que ya no iba a querer disfrutar de nada
y fue bajando lentamente las piernas. Quedó con el culo apoyado en los bultos
sobre los que había estado tendido y preguntó: “¿Tú qué haces ahora?”. El
hombre contestó desentendiéndose: “Ya que estoy
aquí, me marcharé... Y a ti te irá bien un poco de ejercicio”. Pese a
todo, tuvo que ayudar a Jacinto a bajar de la furgoneta. El hombre se calzó
unos pantalones y subió delante al asiento del conductor. Agitó una mano, que
sin duda era la que había trabajado a Jacinto, y se despidió: “¡Todo un gusto,
tío! ¡Vaya culo que te gastas!”.
Jacinto quedó
sujetándose en un pino sin saber qué rumbo tomar. De buena gana habría ido en
busca de su coche y dar por zanjada su aventura playera. Pero recordó que
necesitaba recuperar sus pertenencias... si es que seguían en el chiringuito
¡Solo le faltaba que no estuvieran! Trastabillando y apoyándose en pinos y
matorrales, trató de orientarse en busca de la playa. Al fin divisó el
chiringuito y fue directo hacia él. Fue un alivio que el encargado, nada más
verlo, le dijera: “Que esto no es un guardarropa ¡eh!”. Jacinto farfulló una
disculpa y compró un botellín de agua. Dudó qué hacer pero, ya que estaba,
decidió tomarse un descanso y hacer lo que en principio había tenido previsto.
Sin buscar demasiado, en el primer hueco que encontró, extendió la toalla.
Aunque ésta era algo reducida, se tumbó procurando, sobre todo, que no se le
pegara arena en el culo. El sol estaba en plena intensidad y confió en que, al
menos, la crema que le había embadurnado todo el cuerpo fuera realmente
protectora. Bien despatarrado empezó a recuperarse con los ojos cerrados. No
pudo eludir, sin embargo, reflexionar sobre lo sucedido hasta el momento...
Una vez más se había
dejado arrastrar, a las primeras de cambio, por un tipo solo porque le
dirigiera palabras insinuantes. Y una vez más había hecho con él lo que le dio
la gana. Pero lo del puño en el culo rebasaba todo lo que habría llegado a
imaginar. Poderse hacer algo así se podía, y el propio culo de Jacinto, que
ahora estaba allí reponiéndose, había sido buena muestra de ello ¡Y cómo lo
había aguantado! A pesar de sentir una fuerte irritación hasta bien adentro,
estaba casi orgulloso de haberlo superado. El calor del sol además ejercía
sobre él un efecto balsámico y el rojo intenso de sus párpados cerrados lo
sumía en un estado de relajante alucinación.
Jacinto quedó medio
adormilado durante un buen rato, hasta que algo le hizo abrir los ojos. Se trataba
de la sombra que, al interferir los rayos del sol, proyectaba un tipo
corpulento erguido a sus pies y que, al verlo despierto, le soltó: “¡Joder,
tío! ¿Con qué estarías soñando para que se te haya puesto tan tiesa?” Solo
entonces fue consciente Jacinto de que en efecto tenía una completa erección.
“No soñaba”, se limitó a contestar. “Pues estás colorao como una gamba... ¿No
te apetecería buscar un poco de sombra?”. Jacinto echó una mirada alrededor y
comprobó que el terreno se había ido despejando de gente. “¿Dónde están?”,
preguntó un tanto ingenuamente. “¡Dónde va a ser!”, respondió el otro, “Entre
los pinos”. “Ya he estado por allí antes”, reconoció Jacinto. “¡Sí que has
empezado fuerte!”, bromeó el grandote, “Yo he bajado para darme un chapuzón. Pero
arriba estoy con unos colegas... ¿Por qué no vienes? Te gustarán”. ¿Iba Jacinto
a negarse a pesar de que, a la quemazón interior, se le añadía ahora la
exterior, por la evidente inutilidad de la crema anteriormente aplicada? De
momento pronunció su consabido “No sé yo...”. Aunque añadió: “No estoy para
muchos trotes”. “Pues la polla tan dura que se te ha puesto parece decir los
contrario”, ironizó el otro, que le estaba tendiendo una mano para ayudarlo a
levantarse. Jacinto la aceptó y ya no cuestionó más qué hacer. No olvidó
recoger su ropa, que envolvió en la toalla, y acompañó al tiarrón procurando
disimular su flojera de piernas. En el trayecto el acompañante iba animando a
Jacinto. “Ya verás que son muy divertidos y tienen mucha marcha”. “No sé si estaré
yo a tono...”, objetó Jacinto. “Seguro que te animamos”, vaticinó el otro.
Pronto pudo ver
Jacinto a los colegas. En un recoleto claro, varios hombretones de la talla de
su acompañante, todos en pelotas por supuesto, se sentaban en toallas y tenían
organizado lo que podría considerarse todo un botellón. Algunos mostraban
actitudes cariñosas, sin ocultar las erecciones que éstas causaban. Al aparecer
los recién llegados, saludaron con alborozo. “¡Mirad qué gordo tan coloradote
se ha agenciado ése!”. El acompañante explicó, avergonzando a Jacinto: “Me lo
he encontrado empalmado en plena siesta”. “Te los buscas con el culo gordo
¿eh?”. La alusión a tal parte de su anatomía produjo escalofríos a Jacinto. Uno
de ellos lo reclamó. “¡Ven aquí! Te hago sitio”. Jacinto no pudo sino aceptar
la oferta y sentarse con cierta dificultad compartiendo la toalla con un tipo
aún más voluminoso que él. “No les hagas caso”, le dijo éste amistoso, “Los
gordos nos cotizamos”. No le hizo ascos Jacinto, que tenía la boca seca, al
'calimocho' que le ofreció, aunque, cargado que estaba el mejunje y con el
estómago vacío desde hacía horas, lo dejó aún más aflojado.
Pero la aparente
cordialidad del grupo derivó pronto en un desenfrenado acoso. Jacinto
comprendió, cuando ya se hallaba metido en el fregado, que la invitación a
unirse a ellos no había sido más que un truco para cazar a un pardillo que se
prestara a su diversión. De ello se ufanaba su captor, que se dirigió al gordo
que había acogido a Jacinto. “¡Oye, tú! No lo acapares… Que buena sudada me ha
costado dar con él”. El gordo protestó. “Si solo le he ofrecido un trago… Y yo
encantado de que la toméis con su culo que es tan gordo como el mío… No me
importa la competencia”. Nuevamente le horrorizó a Jacinto la mención insistente
a su trasero ¿Tan llamativo lo tenía? El caso era que, tal como había hecho en
la playa, el que lo había traído le tendía la mano para que se levantara,
aunque con un gesto más imperativo. Jacinto no pudo sino hacer un esfuerzo para
levantarse, con la ayuda del gordo que lo empujaba por el culo. Como enseguida
el que había tirado de él se sentó entre los demás, Jacinto quedó expuesto de
pie allí en medio. “Se parece al Homer Simpson”, soltó uno. “Más bien al
policía tonto”, corrigió otro. Entre risas mientras lo escrutaban, Jacinto no
tenía ni idea de a quiénes se referían con esas comparaciones, aunque la
mención a un policía le hizo temer que alguno lo hubiera reconocido y tuviera
algo contra él. En cualquier caso tampoco entendía demasiado que a ese grupo de
hombres, tan desnudos como él, le resultara tan divertido su cuerpo
congestionado por el exceso de sol y más bien alicaído.
Pero la cosa no iba a
quedarse en la mera contemplación de Jacinto. Uno de los sentados preguntó al
que había iniciado todo: “¿Y dices que la tenía tiesa en la playa?”. “Bien
empinada… Se le veía de lejos”, contestó el otro exagerando, a juicio de
Jacinto. El primero dijo burlón: “Pues sería cosa de vérsela animada, porque
ahora parece una chufa”. Se dirigió a Jacinto. “¿Por qué no te la alegras y
podemos ver que el colega tenía razón?”. Jacinto intentó salir del paso. “Allí
sería por el calor y lo adormilado que estaba… Ahora no sé yo…”. “¿No te
ponemos cachondo tantos tíos buenos?”, insistió aquél. “No es eso…”, casi se disculpó
Jacinto. “¡Entonces menéatela! Queremos verte”. “A lo menor prefiere que se lo
hagas tú”, terció otro riendo. En esa tesitura, Jacinto optó por ponerse a
acariciarse la lánguida polla. Con ese extraño mecanismo psicológico que
operaba en él, el hecho de estar ante aquellos tipos morbosamente pendientes de
que lograra excitarse operó como un estímulo para Jacinto. Sintió que el pulso
se le aceleraba y, pese a su estado decaído, se esforzó todo lo que pudo para
que la polla se le fuera vigorizando. “¡Joder con el tío!”, rio uno. “No es que
tenga gran cosa”, se burló otro. Pero Jacinto ya se la soltó y dijo con
humildad: “Es lo que hay”. “¡A ver, a ver!”, y una mano fue a palparle la polla
y Jacinto se la ofreció dócilmente. “Dura sí que está”, confirmó el tocón.
Lo que no se esperaba
Jacinto fue el giro que tomó la situación. Porque alguien sugirió: “Ahora que
está a punto podría follarse al otro gordo”. La idea fue bien acogida entre
risas y el aludido protestó, aunque resignado. “Siempre me toca poner el culo”.
“¡Venga! Que es lo que te gusta”, remachó el otro. El gordo admitió: “De todos
modos voy a acabar follado… Al menos probaré una polla nueva”. Pero aún faltaba
la opinión de Jacinto ante un reto imprevisto. De momento trató de aclarar: “Es
que yo no…”. Pero fue atajado por varias intervenciones. “¿A ti solo te va que
te den, o qué?”. “Entonces nos tendremos que ocupar de ti por ahí”. Esto último
puso los pelos de punta a Jacinto. No por nada, sino porque todavía le escocían
las entrañas a consecuencia de la experiencia vivida en la furgoneta y no se
encontraba en las mejores condiciones para que volvieran a meterle pollas o lo
que fuera. Así que, con la esperanza de que si aceptaba lo que pretendían igual
su culo, tan necesitado de recuperación, quedaba a salvo por esta vez, se
inclinó por darles el espectáculo. “Lo intentaré”, se esforzó en decir. Por su
mente pasó un recuerdo de lo que ya veía como su otra vida. En una ocasión, se
había calentado tanto con una puta que, por su cuenta, cambió de agujero y se
la metió por el culo. La tía se cabreó y tuvo que pagarle de más. Pero ahora
todo era distinto. Un hombre con un culo más gordo que el suyo se ofrecía a que
lo follara, en lugar de lo que ya se había convertido en costumbre: que lo
follaran a él. Sin embargo, que el alborotado grupo se lo tomara como una
diversión a su costa lo impulsaba a obedecer.
Jacinto volvió a
frotarse ansiosamente la polla, temeroso de que lo fuera a dejar en mal lugar,
mientras el gordo, jaleado por los demás, tomaba posiciones con el culo en
pompa. El que antes le había comprobado la dureza de la polla no se privó de
darle de nuevo el visto bueno palpándosela con descaro. “La tienes a punto
¡Adelante!”. Jacinto se tuvo que arrodillar para poder ajustarse bajo las
carnosas nalgas del gordo. Con una mano apuntó la polla y se dejó caer,
confiando en acertar a la primera. El ojete del gordo era agradecido y Jacinto
notó que la polla quedaba atrapada. Fue el momento en que se lanzaron
aclamaciones, con una mezcla de cachondeo y morbo. El gordo se permitió dar su
veredicto. “No es gran cosa, pero se encaja bien… ¡Zúmbame ya!”. Jacinto sacó
fuerzas de flaqueza y empezó a bombear, jaleado a cada arremetida. Procuró
abstraerse del ruido externo y sacarle partido a lo que hacía. Su empeño quedó
recompensado por una excitación creciente, estimulada por los lascivos meneos
con que lo acogía el gordo. Casi avergonzado llegó a avisar: “¡Me viene!”.
Nuevas ovaciones que se convirtieron en palmadas cuando se detuvo exhausto. Al
apartarse del gordo y girarse para quedar sentado de culo, Jacinto tomó
conciencia de la realidad que lo rodeaba.
Al parecer, su
escabrosa exhibición había tonificado la líbido de los mirones, algunos ahora
de pie y con descaradas erecciones. Por lo pronto, uno más lanzado aprovechó
que el gordo recién follado reposaba bocabajo todavía y se le tiró encima. Le
pegó una buena clavada que el gordo acogió con gusto. “¡Uumm! Ésta la tengo
conocida”, soltó encajando la follada a la que el otro se dedicó con
entusiasmo. Jacinto temió entonces lo peor, ya que cada vez veía más improbable
que haberse plegado al capricho de la troupe de verlo follar al gordo
compensara otras intenciones que ahora pudieran tener respecto a él. De
momento, decidió despistar y, como seguía sentado en una toalla, echo mano de
la primera polla que le pilló cerca y se puso a chuparla con fruición. Aunque
el agraciado aprovechó la mamada hasta vaciarse en la boca de Jacinto, de poco
le iba a servir la treta a éste. Precisamente su actuación espontánea en
apariencia dio lugar a que uno comentara: “¡Sí que sigue caliente el
gordinflón!”. Añadiendo mientras hacía que Jacinto se pusiera bocabajo: “Pues
yo te voy a dar gusto”. La polla que le metió hizo que a Jacinto se le avivara
la irritación que aún le quedaba bien adentro y le arrancara un fuerte gemido.
Tanto que el otro se sorprendió. “¿De qué te quejas tú? Con lo abierto que
estás”. Pero también debió notar algo extraño, porque sacó la polla que
apareció impregnada de una sustancia de textura y color indefinidos. “¡Joder,
sí que vas preparado!”. Volvió a hincársela y ya no paró hasta correrse
entusiasmado. “¡Con eso que te pones da más gusto! ¡Qué vicio tienes, tío!”,
exclamó al acabar. Lo cual dio lugar a que más de uno también se animara a
disfrutar de orificio tan fluido y que, en una no pretendida competencia con el
otro gordo, a Jacinto cada vez le ardiera más el culo.
Cuando los ánimos
libidinosos se fueron calmando, aparecieron bocadillos y más provisiones de
'calimocho'. Aunque lo invitaron al ágape, Jacinto no se sentía en condiciones
de hacerle los honores. “Es que ya me tendré que marchar”, se excusó. “¿Vas a
volver a la playa a buscar más rollo?”, le preguntó uno irónico. “¡No, no!”,
aclaró Jacinto, “Ya que estoy por aquí, buscaré mi coche”. “¡Vale, tío! Nos lo
hemos pasado muy bien contigo… A ver si nos volvemos a encontrar para montarla
otra vez. Que eres un fiera”. “¡Ya, ya! Gracias por todo”, se despidió Jacinto,
que no veía la hora de tener un poco de sosiego.
A Jacinto le costó
encontrar su coche, dando tumbos y tropezando con pinos y matojos. Antes de
entrar se puso su ropa y dobló la toalla sobre el asiento para ver si conseguía
un mínimo alivio del culo dolorido. El viaje de regreso se le hizo eterno, no
solo por la quemazón de sus bajos, sino también porque los estragos del sol se
le manifestaban con picores por todo el cuerpo. No obstante llegó a decirse con
un punto de ironía: “¡Si a éste se le puede llamar un día de playa…! Casi no he
visto el agua”. Desde luego lo más insólito de la jornada había sido lo
ocurrido en la furgoneta, de lo que seguía resentido. Pero que a continuación
se hubiera dejado enredar de nuevo parecía obedecer a un sino ineludible.
¡Quién le iba a decir que se vería en la coyuntura de tener que darle por el culo
a aquel gordo! Pero eso sí, cumplir había cumplido. Y luego su propio culo, por
más lastimado que lo tuviera, recibiendo de unos y de otros… “No sé yo si
volveré a aventurarme en una playa así”, concluyó. Ahora lo que más le
importaba era que el deterioro de sus bajos fuera remitiendo y así poder estar
en forma para dar salida sus arriesgadas inclinaciones, que no tenía propósito
de refrenar.
Si que es insaciable este gordito, uff me gusta que experimente de todo un poco, me gustó la historia, espero más aventuras del comisario.
ResponderEliminarQue ricura de relato, me encanto lo del fisting que es un fetiche que me gusta. Espero leer mas del comisario. Saludos.
ResponderEliminarNUNCA NOS DEFRAUDAS, MUY BUEN RELATO, MIENTRAS LO LEÍA ME VINE.
ResponderEliminarMuy buen relato, felicidades nos sigues deleitando, estas historias del comisario están brutales, tan buenas como las mejores que nos has dado, como las del Obispo, los esclavos en la roma antigua, el profesor universitario y tantas otras. eres el mejor.
ResponderEliminarMe gusto sigues asi, me encanta como el comisario prueba cosas nuevas, espero siga haciendolo
ResponderEliminarY para cuando otro relato?.
ResponderEliminarBusco un gordito
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