La temeridad
con que el comisario Jacinto había consentido ir a la casa de aquellos rufianes,
que habían hecho lo que quisieron con él, hasta vejarlo y sacarle el dinero que llevaba, lo dejó trastocado. Su propósito de no ir al club cuando le viniera
en gana, esa gana que no era sino un impulso constante de dejarse usar por quien lo deseara y en la
forma en que deseara, y ceñirse a los pocos días de acceso libre, había
derivado en una irreflexiva aceptación de lo primero que le salió al paso. Y
había sido tan fácil… Mejor tomárselo como una experiencia arriesgada que podía
dar por pasada. De todos modos pensó que, ya que se había hecho socio del club,
sería más prudente aprovecharlo para canalizar ese impulso. Al fin y al cabo
podía ser que la exclusividad le deparara buenas oportunidades y era cuestión
de probarlo.
Así que, en
cuanto tuvo ocasión, se presentó en el club, ya sin atenerse a una fecha. No lo
recibió el dueño ni el colega que ya conocía. Pero mostró su tarjeta y
enseguida abrió un tipo casi tan gordo como él y algo más joven. El volumen de
la barriga casi le tapaba los exiguos shorts de cuero y sus tetas le caían bien
peludas. Hubo un intercambio de miradas escrutadoras. A Jacinto casi lo tranquilizó
encontrar un congénere, y al portero le chocó el aspecto desastrado del socio.
Le entregó una llave y Jacinto se hizo valer. “Eres nuevo ¿no?”. “Suplo al que
suele estar aquí… Ya lo verás en el bar”. “¡Muy bien!”, dijo Jacinto y empujó
la puerta. Pero el portero lo retuvo. “¡Eh, que te falta la pulsera!”. “Ya
tengo la de la llave ¿no?”, se extrañó Jacinto. El otro adoptó una actitud
crecida ante el novato. “Se ve que no sabes cómo funciona esto… Los socios
escogen una pulsera para diferenciarse. Si es verde, significa que van de amos.
La roja es para los sumisos ¿Cuál quieres?”. A Jacinto le repateó tener que
confesarse a aquel tipo y dijo como el que no quiere la cosa: “Probaré la
roja”. El portero no ocultó una sonrisa socarrona al dársela y Jacinto la cogió
y entró rápido.
Ya conocía
el terreno y se desnudó deprisa en un vestuario esta vez vacío, sin descuidar
el ponerse la pulsera roja. Con decisión accedió en cueros al bar, en el que
había cierta animación, más comedida que le otro día, aunque el desnudo
dominaba casi totalmente. También se dio cuenta de que las pulseras tenían
fluorescencia y se podían distinguir con nitidez las verdes y las rojas.
Jacinto se acercó a la barra donde efectivamente estaba el colega del dueño, que
enseguida lo reconoció. “¡Hombre, el comisario! Ya hecho el amo del club ¿eh?”,
bromeó. Al verle la pulsera añadió: “Y bien dispuesto por lo que veo”. Jacinto
obvió las bromas y preguntó: “¿No está el jefe?”. “Estará por ahí atendiendo a
algún cliente”, contestó el otro. Jacinto quiso aprovechar para informarse de
las posibles novedades para los socios. “¿También da atención personalizada?”. “Algunas
cosas le gusta hacerlas él”, no explicó demasiado el colega. “¿En la sala
VIP?”, se interesó Jacinto. “¿Te habló de eso?”, replicó el otro con ironía, “Nada
del otro jueves… No vayas a creer. Solo que se usan más ciertos aparatos”.
Jacinto, viendo que no le estaba aclarando demasiado, dijo: “¡Vale! Pues voy a
dar una vuelta y veré lo que hay”. “Que se te vea bien la pulsera”, rio el
colega.
Jacinto
enfiló la escalera, esta vez ya más sobre seguro, aunque también pensando que
tal vez el dueño le había dorado la píldora para que se hiciera socio y, en
realidad, no iba a encontrar demasiadas diferencias entre unos días y otros.
Pareció confirmar su impresión el toparse igualmente con los camastros en que
se revolcaban varios tíos y se decidió a
enfilar uno de los pasillos. También se fijó en los que, en los bancos
superiores, exhibían sus pollas. Le llamó la atención un tipo grandote que se
sobaba una verga de bastante buen tamaño y que enseguida lo reclamó. “¿Te
gusta, eh? ¡Cómemela!”. Jacinto no lo rechazó. Hasta entonces le habían metido
a la fuerza pollas en la boca y se la habían llenado de leche. Sintió ahora un imperioso deseo de hacerlo
por propia voluntad. Con cierta prevención abrió los labios y sorbió el
capullo. Pero el hombre aprovechó su indecisión para agarrarle la cabeza y
hacerle tragar la polla hasta taponarle la garganta. “¡Así, así, mamón!”, lo
hacía subir y bajar. A Jacinto aquello lo excitó más de lo que esperaba, porque
además los que pasaban por detrás le iban palpando el culo o dándole tortazos.
“¡Mira el gordo qué atracón se está dando!”, oyó. “¡Qué caliente estoy ya!”,
exclamaba el mamado, “¡Te voy a llenar de leche!”. Jacinto aguantó en espera
del derrame y, efectivamente, notó el sabor pastoso y agrio que lo inundaba. El
otro no lo soltó hasta que lo hubo tragado todo. Jacinto se enderezó y respiró
hondo. “¡Lo he hecho porque he querido!”, se dijo con morboso orgullo.
Aunque de
buena gana habría vuelto a bajar al bar para tomar algo que le limpiara la
boca, siguió avanzando. Pero, con la mente un tanto ida, dejó que alguien
sentado en bajo tirara de él y se pusiera a chuparle la polla. Fue entonces
cuando se percató de que se le había puesto dura. La mamada le sentaba bien,
pero tenía la idea fija de llegar cuanto antes a la sala del fondo, la de los slings y demás aparatos. Así que se
soltó y fue directo hacia allí. Sin embargo, al pasar cerca de la bañera donde
ya había un tío metido y varios
alrededor meándolo, se acordó de la azarosa incontinencia que había sufrido el
primer día en el sling. Y esto lo llevó
a pensar también: “¿Por qué no aprovechar por si acaso?”. De modo que juntó su
chorro a los de los meones mirando con indiferencia al que los recibía
encantado. Un escalofrío lo recorrió de pronto ¿Llegaría a estar también él
así?
Había acción
en varios slings, pero lo que atrajo la
atención de Jacinto fue ver el dueño que, sin los shorts con que le había visto
últimamente, se dedicaba a una peculiar tarea. En la cruz en forma de aspa
adosada a la pared del fondo, había un hombre, más gordo y alto que Jacinto,
con muñecas y tobillos ligados a los cuatro extremos de los maderos. Con los
ojos vendados, su aspecto de total indefensión impactó a Jacinto, que se quedó
rezagado para observar lo que hacía el dueño con él. En ese momento le estaba
pinzando los pezones con unas tenacillas, unidas por una cadena. Al apretarlas,
el hombre gemía y se retorcía. Y lo hizo aún con más énfasis cada vez que el
colega daba estirones a la cadena, que acompañaba diciéndole: “Te gusta ¿eh?
¿Quieres más?”. “¡Sí, sí, castígueme!”, lloriqueaba el otro. No dejaba de ser
llamativo que su polla, corta pero gruesa, se le viera bien erecta, a pesar de
que tuviera además un cordel bajo ella que ataba los huevos y del que colgaba una
pesa. “¿Le pasaría a él lo mismo si le hicieran como a aquel hombre?”, se
preguntó Jacinto. Lo sacó de su estupor el ser reconocido por el dueño, que
enseguida se dirigió a él. “¡Hola, comisario!... Aquí me ves trabajando”, lo
saludó cordial. A Jacinto, todavía perplejo, solo le ocurrió decir: “No quiero
interrumpir”. El dueño rio y señaló al del aspa. “Aquí nadie interrumpe nada…
Mira el capricho que ha tenido éste y le estoy dando gusto”. Para demostrarlo
cogió la pesa con una mano y la balanceó dejándola caer con un fuerte estirón
de los huevos. “¡Oh, sí!”, gimió el crucificado. A Jacinto se le erizó la piel
y enmudeció.
El dueño
dijo entonces: “Lo voy a dejar ahí un rato… Así me ocupo de ti”. Jacinto vio
que los slings, ya conocidos, estaban todos ocupados y preguntó inquieto: “¿Qué
querrás hacerme?”. “¡Tranquilo!”, contesto el dueño, “A ti te voy a tratar
mejor que a éste… Salvo que prefieras imitarlo…”. A Jacinto lo de las pinzas y
los pesos lo espantaba y pidió con voz débil: “Eso mejor que no”. “Vas a tener
más movimiento…”, disfrutó intrigándolo el dueño. Acto seguido tiró de una
barra de hierro que colgaba horizontalmente del techo a poca distancia del
aspa, con unas abrazaderas a cada extremo. “¡Ponte aquí!”, ordenó el dueño. A
Jacinto le recordó el tablón al que lo habían atado en la trastienda y, más
tranquilo ante lo conocido, dejó que le cerrara las abrazaderas a las muñecas.
Los brazos le quedaron abiertos al máximo y el dueño se limitó a graduar la
altura. Porque lo más novedoso fue que, a continuación, se agachó para sujetar
del mismo modo los tobillos de Jacinto a otra barra similar que puso en el
suelo. De este modo las piernas estaban tan abiertas como los brazos. Se
trataba pues de otro tipo de aspa. Cuando el dueño se dispuso a ponerle una
banda negra para taparle los ojos, Jacinto se alarmó. “¿Eso también?”.
“¡También! Es tu sala VIP”, afirmó irónico el dueño. Jacinto quedó así sujeto y
además privado de visión. El corazón empezó a bombearle con fuerza ¿De qué iría
esta vez?
Jacinto notó
de pronto que la barra superior a la que estaba ligado se desplazaba hacia
delante y le obligaba a arrastrar consigo la que le separaba los pies. El
avance se detuvo cuando su barriga topó con lo que no podía ser sino otra
barriga, la del que estaba crucificado. Éste, al recibir el impacto, tuvo un sobresalto
y gimoteó: “¿Qué pasa?”. “¡Y yo qué sé!”, replicó Jacinto tan confundido como
él. Pero enseguida una cuerda les fue rodeando por las cinturas y, al anudarla
con energía, hizo que las dos panzas se apretaran al máximo forzadas a
comprimirse. Jacinto sentía entonces en su cara la respiración del otro, que
llegó a sacar la lengua tanteando la cercanía y rozó los labios de Jacinto.
“¡Eso, morreaos!”, se oyó la voz del dueño divertido. Tan juntos habían quedado
los pechos de ambos que las tenacillas que pinzaban los pezones del crucificado
arañaban ahora las tetas de Jacinto. “¡He dicho que os morreéis!”, ordenó más
enérgico el dueño, quien además empujó por el cogote a Jacinto. Éste se vio
obligado a pegar su boca a la del crucificado y dejar que se la chupeteara y le
metiera la lengua. Mientras, el dueño se puso a sobar la polla de Jacinto que,
con el ajetreo no se había llegado a animar. “A ver si se te pone tan dura como
la de tu amigo”. La brusquedad de los frotes logró que Jacinto empezara a
excitarse. Pero el dueño se ocupaba asimismo de la polla del crucificado. “Te
gusta tener a este tío pegado a ti ¿eh?”. “¡Sí! Me quiero correr ya junto a él…
No pare, por favor”, suplicaba el otro, que gimoteaba al borde del orgasmo.
Jacinto notó de pronto que hasta su propia polla y sus huevos llegaba la leche
que lanzaba el crucificado, y que la pesa que le colgaba a éste, con el meneo
de la paja, penduleaba entre sus piernas.
Las
maniobras del dueño con los dos gordos tan vistosamente expuestos habían ido
atrayendo curiosos. Por su parte el dueño, una vez pajeado el crucificado,
soltó la cuerda que mantenía a Jacinto acoplado a aquél. Como la barra que
sujetaba a Jacinto colgaba de una cadena que podía correr por un riel, el dueño
tuvo fácil separarlo y darle la vuelta, empujándolo además hacia el centro de
la sala. “Así los socios conocerán al nuevo miembro”, declaró. Jacinto hubo de
arrastrar torpemente la barra que sujetaba sus pies y, una vez en relativa
estabilidad, abierto de brazos y piernas, y con los ojos tapados, no podía
tener idea de lo que se le vendría encima. Desde luego quedaba muy llamativo y
vulnerable en esa posición. Por lo pronto se vio sometido a balanceos y giros
que no podía controlar, y que forzaban lastimosamente sus articulaciones cuando
trataba de sincronizar los movimientos de la barra superior y la inferior. De
pronto alguien lo sujetó y una boca se le amorró a una teta. Las chupadas
intensas se convirtieron en mordiscos a los pezones, que Jacinto acusó gimiendo
tenuemente. Mientras no fueran pinzas… Una mano fue a parar a su entrepierna y,
al notar las salpicaduras todavía frescas, se interrumpió la chupada de tetas y
Jacinto oyó: “¿Te has corrido ya, guarro?”. “Esa leche no es mía”, reconoció
Jacinto. “Así que la tuya la tienes todavía guardada ¿eh?”, dijo el otro
agarrándole con fuerza la polla, “Te la voy a poner dura”. “Haz lo que
quieras”, aceptó Jacinto, que empezó a recibir enérgicas frotaciones. Pero su
atención hubo de desviarse a los tortazos que le daban en el culo. “¡Buen pandero
tienes, gordinflón!”, soltó el que debía ser el agresor. Éste, o cualquier
otro, ya le hurgaba por la raja y le metía dedos despiadadamente ¿Lo estaban
preparando para darle por el culo?
El dueño sin
embargo tenía prevista una nueva ocurrencia. Mientras dejaba que otros se
divirtieran con un Jacinto indefenso en aquella cruz inestable, ya estaba
disponiendo un aparato, por lo demás bastante clásico, pero que permitiría
actuaciones más incisivas. Se trataba ni más ni menos que de un cepo: dos
postes que soportaban una tabla horizontal con muescas semicirculares para
colocar muñecas y cuello, y otra tabla similar inversa y móvil, que pudiera
ajustarse y quedar fijadas ambas. A Jacinto lo pilló por sorpresa que el dueño
se pusiera a soltarlo de las barras metálicas y que, todavía privado de visión,
lo condujera ante el cepo. Lo hizo agacharse flexionando las rodillas y, cogido
por el cogote, le puso el cuello en la muesca central. También lo hizo con las
muñecas y ya, rápidamente, bajó la tabla superior que dejó atrapado a Jacinto y
fijó con unos cerrojos laterales. “¿No puedo ver qué es esto?”, pidió Jacinto.
“¡No!”, rehusó el dueño, “Así no sabrás quiénes te follan”. “¿Lo harás tú?”,
preguntó Jacinto, que al menos ya conocía su verga. “Lo tendrás que adivinar”,
contestó el otro, “De momento tengo otras cosas que hacer”.
Así que
Jacinto quedó desorientado y tembloroso dentro de lo que la sujeción le
permitía, a merced de los que quisieran abordarlo. Pues el dueño por lo visto
había decidido que ya era hora de liberar al crucificado en aspa. Jacinto pudo
oír las exclamaciones lastimeras que debía arrancar la suelta de las tenacillas
y la pesa de los huevos, para acabar en un sentido “¡Gracias, gracias!” del
descolgado, que desapareció al parecer muy satisfecho de las sevicias morbosamente
deseadas.
La altura a
la que habían quedado no solo el culo sino también la cabeza de Jacinto no
podía ser más tentadora para los dispuestos a usarlas. A quien le venía bien
que lo entonara no tenía más que levantarle la cara asiéndole la barbilla y
hacer engullir la polla a Jacinto. Éste cumplía como podía, resignado a que, no
tanto por su pericia como por el morbo que suscitaba su desvalimiento, le
entrara una descarga lechosa. Porque además, alternativa o incluso simultáneamente,
su culo iba siendo objeto de penetraciones más o menos violentas o duraderas
hasta la corrida final. Jacinto se hallaba envuelto en un ciego y dolorido
entumecimiento que le impedía llevar la cuenta de las incursiones de que era
objeto. Por supuesto no le iba a ser posible distinguir la follada de la que suponía,
y hasta deseaba, no se privaría de arrearle el dueño.
Pero éste
prescindió de las adivinanzas y su voz aclaró que era el que ahora se la iba a
meter. “Me he reservado para el final… Espero que aún te quede sensibilidad en
el culo”. Le pegó una tremenda clavada a Jacinto que a punto estuvo de volcar
el cepo e ir él detrás. Sin que a esas alturas una follada más o menos le
pudiera venir de nuevo, Jacinto no pudo menos que recordar que el dueño había
sido el hombre que lo introdujo en todo aquello. Y mira a dónde había llegado…
Soportó las furiosas embestidas y al doloroso cansancio se fue sobreponiendo
una nueva excitación. Ésta fue en aumento cuando el dueño, para alardear de su
aguante, se detuvo con la verga bien adentro y se volcó sobre Jacinto. Le rodeó
con los brazos y le agarró las tetas colgantes. Las apretó con fuerza y dio
unos cuantos golpes de cadera. Luego fue bajando las manos hasta sobrepasar la
barriga y dio con la polla. “¡Uy, pero si la tienes tiesa!”, rio, “¡Ahora
veras!”. Se puso a frotar la polla y Jacinto empezó a gemir. “Te voy a sacar
toda la leche”, decía el dueño incrementando la masturbación. “¡Sí, sí, lléname
con la tuya también!”, suplicaba Jacinto. Cuando éste se corrió, sus
estremecimientos aceleraron la calentura del dueño que, con unas últimas
arremetidas, se vació en lo más hondo del culo. “¡Cómo llegas a ponerme,
comisario!”, concluyó.
Llegó el
momento de soltar a Jacinto del cepo. Como primera medida, el dueño le destapó
los ojos por fin. Jacinto levantó cuanto pudo la cabeza, aturdido por la luz y
el entorno que le costaba reconocer. Pero al sentir liberados del cepo el
cuello y las muñecas apenas podía levantarse. El dueño tuvo que ayudarlo y
guiarlo hacia una banqueta donde se sentó lentamente. Se fue desentumeciendo y
cruzó la mirada con el dueño, que comentó socarrón: “No te quejarás de las
atenciones recibidas ¿verdad?”. “Ha sido increíble”, declaró Jacinto muy serio.
Aunque para sí se dijo: “¡Vaya con la sala VIP!”.
El dueño ya
le sugirió: “¡Anda, baja al bar! Que te lo has ganado… Ya sabes que puedes
tomarte los que quieras”. Jacinto, morbosamente apegado a él, le preguntó: “¿Tú
qué harás?”. “Me quedo por aquí por si tengo que echar alguna mano”, contestó
el dueño. Jacinto entonces se dirigió hacia la escalera. Pero al empezar a
bajar, algo iba a privarle del descanso merecido…
De frente a
él subían dos hombres forzudos abrazados por la cintura. Pese a su desnudez y
actitud, Jacinto pensó que le sonaban de algo. De repente, como en un flash, lo
recordó y se le heló la sangre. Resultaban ser unos antiguos subordinados suyos
a los que se había dedicado a hacer la vida imposible desde el momento en que
se empezó a rumorear por el cuerpo que se entendían entre ellos. Llegaron a
salir de la policía y, al parecer, se dedicaban a la seguridad privada. El
“¡Tierra trágame!” de Jacinto se mezcló con la esperanza de no ser reconocido.
Todo fue en vano porque la mirada de uno de ellos ya se había clavado en él.
Avisó a su compañero. “¡Mira quién está ahí!”. Siguieron subiendo y uno le dijo
ya con sorna: “¡Vaya, Jacinto! ¿Tú por aquí?”. El otro añadió: “Y con pulserita
roja”. Jacinto intentó abrirse paso. “Ya me iba”, dijo como si se hubiera
tratado de un encuentro en cualquier otro sitio no tan comprometido. Pero la
pareja no pareció tener intención de dejarlo escabullirse. “Con las ganas que
teníamos de volver a verte ¿nos vas a hacer ese feo?”, “¿Quién iba a decir que
sería en un sitio así?”, decían mientras cada uno lo cogía de un brazo y le
hacían ir hacia arriba. Jacinto intentó zafarse. “No es lo que creéis… Estoy
haciendo un seguimiento”. La carcajada de los otros fue sonada. “Será de
pollas”, “¿Ya te han dado lo tuyo?”. “Estoy ya agotado”, se le ocurrió decir a
Jacinto, como si así los fuera a ablandar. Pero en realidad estaba confesando
que en efecto venía de lo que venía. Porque el caso era que en realidad a
Jacinto le pesaba más lo azaroso de que precisamente aquellos hombres lo
hubieran sorprendido que lo que pudieran hacer con él. Así que renunció ya a
cualquier resistencia y se dejó conducir.
Al pasar por
un expositor, uno de los antiguos subordinados cogió unas esposas y enmanilló a
Jacinto a la espalda. “Para recordar viejos tiempos”. Jacinto no sabía si iban
a cosa hecha o improvisaban sobre la marcha. Aunque uno le dijo: “No te
preocupes. No nos van los viejos gordos y sebosos como tú… Solo vamos a jugar
un rato”. Entonces llegaron ante una jaula de hierro, que no tendría
mucho más de un metro de alto y ancho. Abrieron el lado enrejado que hacía de
puerta y empujaron a Jacinto haciendo que se agachara. Cerraron la reja y quedó
arrodillado, con el busto erguido por la tirantez de los brazos sujetos a la
espalda. Los ex-subordinados empezaron a decirle: “Como los calabozos en que te
gustaba encerrar a la gente ¿eh?”, “A lo mejor te metías en uno para que te
diera por el culo algún detenido”, “¿También se la chupabas?”. Jacinto intentó
explicarse. “Entonces yo no…”. “¡Claro! Los maricones éramos nosotros… Pero tú
te morías de envidia”.
De las
palabras pasaron a los hechos. Uno de ellos le asomó la polla entre las rejas.
“¡Toma, chupa! Seguro que lo haces muy bien”. Jacinto, deseando congraciarse,
se fue arrimando con esfuerzo y acercó la boca a la verga flácida. La sorbió y
se la metió en la boca. Mamó con ansia y oyó: “¡Joder con el tío! Si la sabe
poner dura… Te lo recomiendo”. El otro se puso por otro lado y lo llamó.
“¡Ahora ven aquí!”. Jacinto tuvo que ir girándose para chupar también la otra
polla. Entonces el primero dijo: “No pienso desperdiciar mi leche contigo”. Lo
que hizo fue irse detrás de su pareja y pegársele por detrás diciéndole: “¡Tú
sigue! Que ya sabes lo que me gusta”. Lo agarró con fuerza y se la clavó. Del
meneo, a Jacinto se le escapó la polla que, ya tiesa, seguía asomando entre las
rejas. “¡No pares, mamón!”, le soltó el follado. Jacinto, con el bombeo que se por
encima de él, a duras penas podía mantener la polla en la boca, pero se
esforzaba en ello. Hubo resoplidos y pareció que la agitación iba mermando. El
de arriba quedó parado todavía abrazado al cuerpo del otro. Jacinto, ahora con
más precisión, continuó chupando hasta que la boca se le llenó de leche.
“Ya ves que
al final nos has puesto cachondos a los dos”, comentó el que había dado por el
culo al levantarse y liberar también al compañero. “Lo celebro”, largó Jacinto
con voz pastosa, sin saber lo que decía. “Los que lo vamos a celebrar somos
nosotros en el bar… Si te apetece…”. Esto último iba con toda intención, porque
no hicieron nada para sacar a Jacinto de la jaula y se marcharon riendo.
Jacinto tuvo
la suerte de que el dueño, que estaba no muy lejos con otro tío atado a la cruz en aspa, lo vio allí metido y
solitario. Acudió a librarlo y luego le quitó también las esposas. “Es que no
paras ¡eh!”, comentó jocoso. “Si yo te contara…”, replicó Jacinto que casi no se
tenía de pie.
Jacinto se
moría de ganas de beber algo fuerte, aunque temía encontrarse otra vez en el
bar con sus antiguos subordinados. No obstante se armó de valor y bajó las
escaleras agarrado al pasamanos. Efectivamente con lo primero que se topó fue
la pareja sentados en una mesa. En cuanto lo vieron le señalaron una silla
junto a ellos ¡¿Qué iba a hacer Jacinto?! Se acercó y oyó que decían: “¡Qué
rápido el gran Houdini!”. Entonces Jacinto preguntó: “¿Habrá tregua?”. “¡Sí,
hombre, sí!”, contestó uno, “Si nos has dado una buena sorpresa”. Jacinto dijo:
“Voy a pedir algo y vuelvo”. El colega del dueño se interesó por él. “¿Qué,
todo bien? ¿Has hecho amigos?”. Jacinto se limitó a asentir con la cabeza.
Volvió a la
mesa y se dejó caer con ganas en la silla. La actitud de la pareja fue ahora relajada,
con más curiosidad que otra cosa. Y Jacinto no podía creer que estuviera allí
sentado con sus, en tiempos, odiados y hostigados subordinados gais. Los tres
desnudos y metidos en el mismo barco. Haciendo gala de una humildad que
desconocían en él, si no disculparse por
el pasado, sí que quiso ajustar cuentas consigo mismo ante ellos. “Entiendo que
éste sería el último sitio donde podíais imaginar que me encontraríais… y para
colmo con esto”. Levantó el brazo para mostrar su pulsera roja. “Tampoco yo
sabría explicar el cambio que se ha
producido en mí… si es que verdaderamente ha sido un cambio. El caso es que la
agresividad hacia todo de que antes hacía gala, ahora siento la necesidad de
que recaiga sobre mí. Y es a través del sexo como la satisfago”. Los otros dos
lo escuchaban con atención y Jacinto continuó con un deje de ironía. “Entré en
este club incidentalmente y por la trastienda,
y ya veis, he llegado a ser socio… Aunque justo hoy ha sido el primer
día en que he venido en calidad de tal”. “¡Vaya coincidencia!”, comentó uno,
“Así que te hemos complicado el estreno”. “¡Qué va!”, respondió Jacinto, “Si
cuando os he encontrado ya me habían dado a base de bien”. El otro se abrió a
las confidencias. “Después de todo, nos vino bien dejar la policía. Ahora
tenemos una agencia de seguridad y estamos mucho mejor… En cuanto a que
vengamos por aquí, también tenemos nuestro lado morboso y juguetón”. “Ya lo he
comprobado, ya”, replicó Jacinto que estaba más entonado. Aún le sentó mejor
que aquél reconociera: “En cuanto a que no nos vayan los tíos como tú, solo te
estábamos vacilando”. “Y a mí lo de la jaula no me ha ido tan mal… Así que en
otra ocasión volveré a estar disponible para vosotros”, concluyó Jacinto.
- Magnifico
ResponderEliminar:-P
Erea muy grande macho....
ResponderEliminarEl dia que publiques un libro con cualquiera de las historias, el comidario por ejemplo, seré el primero en comprarlo
muy bueno, e encanto, espero haya otra continuación con el comisario y sus antiguos subordinados, sigue asi, eres el mejor
ResponderEliminarExcelente continuacion, cada detalle me la mantuvo bien dura. Sabes como mover el morbo, me encanta. Espero mas de vos. Saludos.
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