Una pareja de amigos
son asiduos veraneantes en una de las zonas naturistas más importantes del país.
Aparte de bordear una inmensa playa, está plagada de urbanizaciones de la misma
naturaleza, que constituyen una verdadera ciudad en que el nudismo es la regla.
Estos amigos, al tener previsto realizar un viaje, nos cedían los últimos días
del mes en que habían alquilado un apartamento. Cuando se lo comuniqué a mi
amigo Javier, le pareció estupendo. No es que no hubiéramos frecuentado playas
nudistas, pero la idea de poder estar todo el día en pelotas yendo de un lado
para otro le entusiasmó.
Para quien no conozca
anteriores descripciones que he hecho de él, diré que Javier, alto, grueso,
velludo y cincuentón, tiene un cuerpo que desde luego resulta ideal para los
adictos a hombres maduros y robustos como él, entre los que desde luego me
encuentro. De una gran vitalidad en todos los sentidos, le excita el atractivo
que suele desplegar y sabe provocarlo con gran desinhibición en cuanto se le
presenta la ocasión ¡Qué mejor oportunidad que la novedad que se nos brindaba!
Llegamos por la
mañana y los amigos nos esperaban para
que tomáramos posesión del apartamento. Como su avión no salía hasta la tarde,
se ofrecieron a hacernos de informadores de la vida que nos aguardaba. La
pareja era más o menos cerrada, aunque uno de ellos, que era el que más
conocíamos, ya se las había tenido con Javier algunas veces que venía por casa.
De todos modos guardamos las formas. Lo primero que sugirieron fue que nos
diéramos un baño en la piscina de la urbanización. Ya tendríamos ocasión de disfrutar
de la playa por nuestra cuenta. Por supuesto el uso de la piscina exigía el
desnudo integral, así que solo nos hicieron falta unas zapatillas y, si acaso,
una toalla en la mano. Nos despelotamos los cuatro en el apartamento y nos
pusimos en marcha. Por el camino nos explicaron que, aunque había alguna que
otra familia con niños pequeños, dominaban las parejas maduras, heteros y
también gais, aunque en los baños que se prolongaban por la noche hasta altas
horas, no se distinguía muy bien quién era qué. Dominaba el respeto mutuo y
nadie se metía con lo que hacían los demás. Todo esto encandilaba sobre todo a Javier,
que ya llegó a la piscina medio empalmado. Menos mal que la ducha fría previa
lo calmó bastante. Aunque con su volumen no dejaba de llamar la atención, lo
cierto es que, dentro y fuera del agua, había más de un tío de impresión.
Siendo pleno día dominaba la corrección, pero era muy normal que alguna pareja se
mostrara cariñosa. Cosa que no dejamos de imitar nosotros dos para irnos
entrenando.
Nuestros anfitriones
quisieron invitarnos a comer en un chiringuito próximo a la playa. Javier
preguntó si también se podía ir en pelotas. Nos comentaron que, aunque no
pasaba nada si se hacía, se consideraba que, sobre todo por razones de higiene,
para sentarse se solía usar una toalla o, lo que era más frecuente, un pareo
más o menos transparente. Tanto mujeres como hombres los llevaban con
estampados llamativos y, sobre todo ellos, aún más si eran gais y tenían qué
lucir, solían acortarlos a la mínima expresión. La idea del pareo encantó a Javier
y, como los colegas tenían un buen surtido que nos ofrecieron, escogió el más
transparente… aunque, con el frenesí con que se llegó a desarrollar nuestra
estancia, poco uso le iba a dar.
De momento no llegamos
a ponérnoslos y disfrutando de nuestra desnudez, como tantos otros que nos
cruzábamos, deambulamos por las calles entre las urbanizaciones hasta enfilar
una especie de paseo marítimo en cuyo extremo se hallaba el chiringuito.
También nos explicaron que aquel paseo sobre la playa se había quedado a medio
hacer a causa de la crisis y, por las noches, no muy iluminado, se había
convertido en un concurrido lugar de cruising.
Otra información versaba sobre locales de gais y osos, y hasta de intercambio o
revoltijo de parejas en sentido amplio. Todas estas cosas las debía ir anotando
mentalmente Javier, además de los baños nocturnos en la piscina.
Al llegar al
chiringuito nos ceñimos los pareos a la cintura para ocupar una mesa. El de Javier,
de una gasa blanca finísima con pequeñas motas coloreadas y que cuidó mucho
acortárselo al máximo, no podía quedarle más provocador. Hasta el más
circunspecto de nuestros acompañantes llegó a comentarle: “Como sigas así, vas
a arrasar”. Comimos un excelente pescado regado con abundante vino blanco. No
perdimos ocasión de ampliar conocimientos sobre la forma de aprovechar al
máximo nuestra estancia.
Al terminar, como
teníamos que regresar a la urbanización donde los colegas recogerían su
equipaje y nosotros tomaríamos ya posesión del apartamento, decidimos hacer el
camino de vuelta por la misma playa, donde ya ni siquiera el pareo iba a ser
necesario. Bordeamos la orilla y nos indicaron la zona en la que solía
concentrarse la colonia de osos. Desde luego el rebaño quitaba el hipo.
Nuestros acompañantes aprovecharon para despedirse y de paso presentarnos. En
especial conocimos a una pareja, de buena talla ambos, y a un invitado que
tenían, no menos robusto, que residían en nuestra misma urbanización. Quedamos
en que nos veríamos por allí e incluso ofrecieron una cena en su apartamento.
Cuando nos quedamos
solos, eran tantas las posibilidades que bullían en la cabeza de Javier que
tuve que recomendarle que se lo tomara con calma. “Tenemos por delante varios
días y no quieras abarcarlo todo de golpe”. Sacamos lo más imprescindible de
nuestro equipaje e inspeccionamos con más detalle el apartamento. Dos
dormitorios con una gran cama cada uno me hicieron comentar: “¡Mira! Podremos
montárnoslas por separado”. “Aquí lo vamos a hacer todo juntos”, me cortó
rotundo. “Ya veremos…”, pensé. Nos
encantó la amplia terraza semicircular que, haciendo esquina, permitía la
visión de las calles por donde transcurría una forma de vida tan peculiar. “¡Qué
gusto va a ser desayunar aquí!”. Propuse entonces un plan de acción. “Como
venimos acalorados de andar por la playa, ahora nos vendrá bien pasar un rato
en la piscina. Luego vamos al súper para comprar lo que nos pueda hacer falta.
Cenamos después y nos queda la noche por delante para ir de inspección”.
La piscina estaba
desierta y solo alguna que otra persona tomaba el sol sobre el césped. El agua
estaba deliciosa y unos chorros diseminados por el borde daban un agradable
masaje. Jugamos un poco y las erecciones no tardaron en aparecer. Al poco rato
aparecieron, provenientes de la playa seguramente, los tres osos que nos habían
presentado antes y, al vernos, nos saludaron. Venían con vistosos pareos que
enseguida se quitaron para ducharse. Entraron en la piscina y se acercaron a
nosotros. Se mostraron de lo más cordiales y acogedores, completando las
informaciones sobre los usos y costumbres del lugar. Pero los balanceos de
cuerpos que propiciaba el agua daban pie también a roces y tocamientos más o
menos directos. Cómo no, Javier en particular, con sus miradas pícaras y sus
insinuantes formas de ofrecerse, atraía manoseos que la transparencia del agua
no disimulaba e iban a parar a su polla endurecida. “¡Uf! ¿Vas siempre así?”,
comentó uno de los tocones. “Reacciona por contacto, como las medusas”, bromeé.
La cosa no iba a ir a
más, de momento, y pasamos a asuntos prácticos. Al saber que teníamos intención
de hacer las primeras compras, dijeron que a ellos también les convenía y
ofrecieron acompañarnos. Además sugirieron que fuéramos a cenar todos juntos y
así luego nos guiarían por la vida nocturna. Al coincidir con nuestros planes,
aceptamos encantados. Para prevenir excesos nudistas a los que tan proclive se
mostraba Javier, me interesé por la indumentaria más adecuada. Al quedar el
súper fuera del perímetro naturista, habría que ir cubiertos. Lo cual también
era indicado para cenar en un restaurante, con ambiente distinto al de los
chiringuitos de playa, e incluso para recorrer los clubs que nos iban a
mostrar. Lo que se hiciera dentro de éstos ya era cosa de cada cual.
Ataviados con pantalones
cortos, sin calzoncillos, y finas camisas, hicimos nuestras compras. Al volver
a la urbanización para descargar, quedamos con los otros tres para encontrarnos
e ir a cenar. Azuzados por la novedad no nos sustrajimos a volver a la piscina.
En la infantil que había al lado, unos niños jugaban, sin demasiado alboroto,
bajo la atenta vigilancia de un par de madres. En la grande solo estaba una
pareja madura, bastante robustos tanto él como ella, a la que no le estorbó
nuestra irrupción para seguir con lo suyo. Incluso nos saludaron cuando
entramos en el agua. “¿Has visto cómo está el tío?”, comenté. “Seguro que nos
tiene ganas”, aventuró Javier. “Muy ocupado se le ve”, objeté. “¡Fíate de
eso…!”, afirmó él. Nos colocamos ante uno de los chorros no muy apartado del
que usaban ellos. Hasta pareció que los animábamos, porque los achuchones que
se daban se hicieron más descarados, a pesar de que, al haber ya atardecido, la
iluminación interior de la piscina acentuaba la nitidez del agua. No nos
privamos de hacer otro tanto y, cuando Javier estuvo ya bien empalmado, me
dijo: “Ahora verás”. Con la mejor de sus sonrisas se les acercó. “¡Perdonad!…Es
que nos acabamos de instalar en uno de los apartamentos y querríamos saber si
la piscina se puede usar también por la noche… Con el calor que está haciendo
resulta muy apetecible”. Fue la mujer quien habló, mientras la mirada del
hombre repasaba a Javier. “¡Uy, desde luego! A cualquier hora aparece gente… Mi
marido siempre se pasa un rato aquí”. “Bueno es saberlo… Muy amables”, se
despidió Javier, que se me acercó con expresión triunfante. “Nos ha puesto
al marido en bandeja”.
Cenamos con los
vecinos osunos en un restaurante muy coqueto. Nos contaron que dos de ellos se
habían casado hacía unos años y que el otro era el ex de uno de ellos. “Pero
ahora nos llevamos muy bien los tres y siempre venimos juntos aquí”, concluyeron
con toda naturalidad. “Nosotros somos también muy abiertos ¿verdad?”, aclaró Javier
pasándome un brazo por los hombros. Nos recordaron: “Reservad una noche para
cenar en nuestro apartamento… Se nos da bien la cocina”.
Se hizo ya buena hora
para recorrer la zona de ocio. En concreto la de los clubs más interesantes.
Era excitante observar que la mayoría de hombres que circulaban por allí eran
más bien maduros y de unas pintas que tiraban de espaldas. Javier, ya animado y
para no ser menos, optó por desabrocharse del todo la camisa para lucir su oronda
y velluda pechera. Primero estuvimos en el bar de osos, bastante concurrido, y
nuestros acompañantes, muy conocidos, iban presentándonos a unos y a otros. Javier,
con su descocado aspecto, disfrutaba cuando, en los besos de salutación, alguna
mano aprovechaba para tocarle las tetas o acariciarle la barriga. Me desentendí
de él porque el desparejado de nuestros vecinos me había tomado cariño y muy a
gusto me dejaba querer. De todos modos era imposible sustraerse del todo a la
desfachatez con que Javier provocaba y facilitaba que le metieran mano. De
pronto se le ocurrió ir a indagar detrás de un cortinón que dividía el espacio.
No era difícil suponer que ocultaba una zona de mayor intimidad. Más de uno le
siguió. Tardó un rato en volver y, cuando lo hizo, venía con la camisa
desencajada, el cinturón suelto y el rostro congestionado. “¡Qué buenas mamadas
me han hecho!”, exclamó para todo el que quisiera oírlo.
El otro sitio que
vistamos era de lo más peculiar. Se trataba de un bar bastante grande y
abierto, con incesante trasiego de hombres y mujeres, todos ya talludetes. Para
entender su funcionamiento nos hubieron de explicar: Cerca hay un auténtico club
de swingers o intercambio de parejas que,
aparte de ser caro, solo admite la entrada de tales, ni hombres solos, ni
mujeres solas. Por ello, en el bar en que estábamos se hacían algunos tanteos
previos que, en caso de dar resultados, facilitaran el acceso al club. Asimismo
se veían maridos, que exhibían a sus sicalípticamente engalanadas esposas,
buscando acuerdos para acabar en el club sin el riesgo de gastarse el dinero
previamente y no encontrar lo que se buscaba, o bien hacer el apaño en otro
lugar más íntimo y menos costoso. Pero en ese mercadeo se jugaba con mucha más
liberalidad. No solo había hombres y mujeres sueltos con ganas de echar un
polvo, sino también hombres ligando con hombres y mujeres, con mujeres. No
dejaba de ser frecuente igualmente que algunas parejas tantearan con quien
montar tríos o más, usando de reclamo los encantos de él o de ella según los
gustos. En resumen, que se podía salir de allí para follar en cualquiera de las
variantes posibles. Tal especie de Sodoma y Gomorra local no dejó de llamar la
atención de Javier, que me indicó: “Esto lo hemos de tener apuntado en la
agenda”.
Para completar el tour turístico, nuestros guías nos sugirieron que, al
emprender el regreso a la urbanización, nos llevarían por el paseo marítimo inacabado.
“Seguro que ya hay movimiento por allí”, afirmaron. Hacía una noche espléndida
y cálida, que dio pie a que ya nos quitáramos las camisas, empezando por Javier.
Unas farolas dispersas y no muy potentes alumbraban escasamente la franja
pavimentada que corría paralela a la playa, con una zona intermedia de dunas
con matorrales. Se detectaban dos niveles de actividad. Alguna que otra silueta
se movía en la extensión más oscura de dunas y playa. Por el paseo había un
deambular más discreto, con descanso a veces en los pocos bancos existentes.
Nuestro grupo de cinco, algo alborotador, no dejaba de ejercer un cierto efecto
disuasorio. Así, cuando nos íbamos acercando a un banco en el que un tipo gordo
recibía los favores de otro agachado ante él, se produjo una interrupción de la
faena y el otro se sentó también, en espera de que hubiéramos pasado. Poco
después, y sin inmutarse, se cruzó con nosotros un tipo gordote impresionante llevando
de una correa a un perro pequeñajo. Solo se cubría con un pareo reducido al
mínimo, y su actitud seria y desafiante era la de quien se siente admirado. Le
susurré a Javier: “Te sale competencia ¿eh?”. “A mí no me hace falta perrito”,
contestó.
Al llegar a la urbanización, nuestros acompañantes se despidieron
porque por la mañana pensaban ir temprano a un pueblo cercano muy pintoresco.
Nosotros ni subimos al apartamento. Dejamos la ropa sobre el césped y nos
duchamos, dispuestos a conocer la actividad nocturna de la piscina. Las luces,
tanto las exteriores como las interiores, estaban atenuadas y en el agua había
ya cierto movimiento. Dos parejas hetero maduritas se abrazaban sin recato
arrimadas a los bordes y algunos tíos jugueteaban metiéndose mano. Como si nos
hubiera estado esperando, apareció de pronto el casado que habíamos conocido
por la tarde. Al vernos dentro del agua, se metió también y muy sonriente se
dirigió hacia nosotros. “Ya veis que esta piscina nunca duerme”. Se quedó un
momento indeciso y añadió: “Pero no quisiera estorbaros…”. “¡Para nada! Estamos
a tu disposición”, replicó Javier rumboso. Como movidos por un resorte
enlazamos los brazos sobre los hombros y nos morreamos a tres liando las
lenguas. El hombre llevaba tantas ganas que nos dejaba sin respiración. Las
manos se pusieron a palpar por todas partes dentro del agua. Tenía un culo
grueso y velludo que daba gusto sobar. Y la polla, ancha y corta, estaba ya
bien dura. No más que las nuestras, que se afanaba en manosear. “¡Qué buena
pareja hacéis! Pienso en vosotros desde que os vi esta tarde”. El asunto se fue
caldeando a pesar de estar en remojo y, de pronto, señalando a una de las
parejas, cuyo varón se había sentado en el borde de la piscina y la mujer se la
chupaba con todo el descaro, nuestro admirador hizo una propuesta. “Ponte como
ese, que te la voy a mamar”, dijo a Javier, y a continuación a mí: “Tú mientras
me la metes por detrás”. Javier, complaciente, saltó para quedar sentado
abierto de piernas, y yo tomé posiciones agarrado a la culata. Nada más hubo
atrapado la polla con la boca, me impulsé y un ojete bien elástico facilitó que
me clavara a fondo. El hombre emitió un murmullo sin soltar la polla y me
esforcé en irle zumbando, aunque la follada subacuática no resultara demasiado
fácil. Tampoco Javier, que se dejaba hacer echado hacia atrás y apoyado en las
manos, parecía tener intención de correrse. El hombre llegó al límite de su
resistencia y como colofón soltó: “Voy a despertar a mi mujer y echarle un
polvazo a vuestra salud”. Salió de agua, todavía con la polla tiesa, y se perdió
camino de su apartamento. Javier se deslizó de nuevo en el agua. “¡Mira que
llevo hoy ya mamadas!...Pero sigo intacto”, comentó abrazándome. “Pues la
follada que acabo de dar ha sido solo un ensayo”, repliqué. “Entonces ya sabes
lo que quiero que me hagas”, dijo él. “Pero mejor que nos vayamos ya arriba ¿no
te parece?”. Así estrenamos el apartamento.
Era de rigor que la mañana siguiente la dedicáramos a la playa. Javier
se empeñó en hacer el trayecto sin siquiera un pareo. Solo una bolsita con
protector solar y algo de dinero. Yo al menos llevé una toalla grande
enrollada. Había bastante gente, aunque no llegara a agobiar y, por supuesto,
el desnudo integral imperaba de forma casi absoluta. Nos pusimos el protector
solar ayudándonos mutuamente en las zonas que no alcanzábamos… y en algunas más.
Después de un buen baño, nuestras apetencias divergieron. Yo quería dar un
largo paseo por la orilla, pero Javier prefirió quedarse tumbado al sol, para
lo que le vino muy bien mi previsora toalla. Durante el paseo me distraje con
la variada visión de hombres a cual más interesante. Bien me cruzaba con los
que también paseaban, bien se despatarraban sobre tumbonas o toallas, solos o
en compañía de esposas o amigos. Me encantaban los papás gorditos que jugaban
en la orilla con sus hijos, sobre todo los que les daban a la pelota con una
pala dando saltos que les agitaban las carnes y los colgantes de la
entrepierna. Cuando volví para encontrarme con Javier, lo hallé efectivamente
bien estirado a pleno sol. Como estaba con los ojos cerrados, le di con un pie.
“¿Te has quedado frito?”. Dio un respingo y me miró. “No… Estaba pensando en el
gusto que da el sol en los cataplines”, contestó. “Bien cocidos te estarán
quedando…”, comenté. “Pues a los dos nos vendrá bien otro baño”, añadí.
Llevábamos un rato en el agua cuando aparecieron los tres vecinos de
nuestra urbanización, ya de regreso del que debía haber sido una breve excursión.
En cuanto nos vieron entraron también y se nos unieron con efusivos achuchones.
Nos comunicaron que habían traído cosas muy apetitosas y que además luego irían
a comprar un pescado exquisito de la zona. Nos recordaron la invitación a cenar
en su apartamento y qué mejor que esa noche en que estaban tan bien provistos.
Aceptamos de buena gana, aunque también intuíamos que se trataría de algo más
que compartir la cena. Quedamos en encontrarnos en la piscina de la
urbanización para subir todos a su apartamento. Aunque decidimos hacer una
buena siesta para estar en forma, también dimos una escapada al súper para
llevarles unas botellas de vino.
Cuando estábamos ya en la piscina, llegaron ellos y, antes de unírsenos, fueron a dejar el
pescado que habían comprado. Solo volvieron dos, pues el más grandote, que era
el cocinero, se había quedado para poner todo a punto. El ex de uno de ellos volvió
a mostrar su interés por mí, con descaradas metidas de mano que, naturalmente,
yo correspondía. El otro estaba encantado poniéndole dura la polla a Javier.
Hubo que parar y subir al apartamento, por supuesto desnudos los cuatro. Como
también lo estaba el cocinero, que había dispuesto ya la mesa, provista en
abundancia, y anunció jovial: “Estoy dando los últimos toques”. Javier, tan
cocinillas también, no pudo resistir la tentación de seguirlo para curiosear en
lo que había todavía en el fuego. El cocinero titular no debió desaprovechar el
interés de Javier para resarcirse de lo que no pudo hacer en la piscina. El
caso es que los dos volvieron descaradamente empalmados.
La cena, realmente abundante y sabrosa, acompañada de un maridaje de
vinos, transcurrió en jocosa camaradería. Durante ella pudimos saber cosas de
su intimidad. Así, los casados confesaron tener un cierto problema. “Vaya por
delante que tenemos un sexo estupendo desde que nos conocimos”, empezó el
cocinero. “Pero resulta que los dos somos activos y, por ese lado, no dejamos
de tener una limitación”, completó el marido. El ex de éste explicó a su vez
con hilaridad: “Fuimos pareja durante un tiempo y ahí no había problema, porque
soy pasivo a mucha honra… Pero me dejó por ese, que es más gordo y le hace la
comida, y así siguen”. Tomó un buen trago y siguió: “Como la ruptura fue muy
civilizada, quedamos los tres como buenos amigos… Tanto que llegamos a un apaño.
Ellos me acogen amorosos y yo les pongo el culo para que no se priven de nada”.
Tan divertida historia tenía por lo demás una lectura que perfilaba el reparto
en el revolcón que indudablemente se avecinaba. Como estábamos sentados juntos,
me bastó dar con el codo a Javier para que éste me echara una mirada pícara, y
tan expresiva que el cocinero soltó:
“¿Qué estaréis tramando vosotros?”. Javier replicó con lo mismo que yo había
pensado. “¡Nada! Que ya sabemos cómo repartiremos el trabajo a gusto de todos”.
Reímos con ganas y a partir de entonces entró ya más prisa por levantarnos de
la mesa.
El cocinero dijo bromista: “¡Qué malos anfitriones somos! Todavía no les
hemos enseñado a los invitados el resto de la casa”. Fue la excusa perfecta
para conducirnos a una zona que invitara a mayor intimidad. Resultó curioso que
en la habitación más grande habían juntado dos camas dobles, creando una de
gran tamaño. Y no lo habían hecho solo para la ocasión porque el ex enseguida
explicó: “Así dormimos juntitos… y me tienen a mano cuando les vienen las ganas
de desfogarse”. Ya todo claro, Javier tomó la delantera y se dejó caer bocabajo
sobre una de las camas, en un gesto que venía a decir: “Si lo que queréis hoy es
mi culo, aquí lo tenéis”. La pareja lo entendió al instante y lo secundaron
subiéndose a la cama. De rodillas uno a cada lado iniciaron un sobeo a cuatro
manos por toda la parte de la anatomía que Javier les presentaba. Cuando se
centraban ya en las nalgas y los muslos, manoseándolos y abriendo la raja, Javier
lanzaba murmullos de placer e incitación. No descuidaban estimularse mutuamente
las pollas por encima de él, hasta que las tuvieron bien duras. En paralelo al
trío, el ex me había tomado por su cuenta para obsequiarme con una mamada, deliciosa
pero controlada, con una finalidad que no se me escapaba.
El cocinero le cedió la vez al marido para que iniciara el ataque a Javier,
que ya se meneaba provocador pidiendo guerra. Como en los tiempos en que,
siendo pequeños, nos daban un cachete en el culo para disimular la inyección,
el marido le dio un par de tortazos a las nalgas y acercó la polla a la raja.
Se dejó caer y el ulular de Javier proclamó el acierto en la diana. “¡Wow, cómo
tragas!”. “¿Te gusta? ¡Pues folla!”, le soltó Javier. El otro le arreó enérgico
y Javier lo jaleaba. “¡Así, Así!”. Pero de pronto el marido salió y se apartó. “¡¿A dónde vas?!”,
se quejó Javier. “¡Ahora voy yo!”, avisó rápido el cocinero echándosele encima.
En cuanto se la clavó, Javier se adaptó enseguida. “¡Venga! ¡Sigue, sigue!”. La
visión de un culazo detrás de otro subiendo y bajando encima de Javier me despertaron
las ganas de follarme al ex que, dejándome la polla bien mamada, muy a gusto se
puso bocabajo. “Una polla nueva ¡qué bien!”. Su culo, como ya había tenido
ocasión de constatar, era de lo más apetitoso y su raja se abría mostrando el
ojete glotón. Se la metí sin esfuerzo y acompasé la follada al ritmo de los que
se afanaban a mi lado. Porque éstos se alternaban con frecuencia, sumiendo a Javier
en un excitante desconcierto. “¡Cómo me estáis poniendo, jodidos! A ver quién
me da la leche primero”.
Para los que estábamos al lado, el asunto quedó resuelto antes. Como mi
follada era continuada, y teniendo en cuenta además que la mamada previa me
había dejado preparado, no pude menos que informar: “Creo que el primero voy a
ser yo”. Mi partenaire confirmó: “Nosotros a lo nuestro, que esos tienen para rato”. Unas
últimas embestidas, que él estimulaba con contracciones expertas, me dieron la
puntilla. “¡Ahí va!”. Me corrí bien a gusto dentro de tan cálido culo, donde
permanecí por deseo expreso del ex. “¡Quédate ahí hasta que se te afloje!”.
Cuando ya la naturaleza hubo hecho lo suyo, el muy golfo se giró y mostró
síntomas inequívocos de haberse corrido también. “Algo tendrás que ver tú con
esto” dijo mientras se limpiaba con una toalla. Nos quedamos relajadamente
abrazados, sin estorbar a los compañeros, pero disfrutando con el espectáculo
que seguían ofreciendo.
Javier, aprovechando uno de los cambios de pareja, subió las rodillas y
elevó el culo. “Tenía la polla y los huevos aplastados ya”, explicó sofocado,
“¡Hala, que todavía puedo con vosotros!”. El culo en pompa daba una nueva y
excitante perspectiva para la follada. Los dos atacantes se coordinaron mejor
y, mientras uno de ellos, encajado entre los muslos de Javier, le zumbaba, el otro
aporreaba con la polla las nalgas en espera del relevo. Le pregunté a mi
compañero si con él también montaban ese circo y aclaró: “Se lo suelen tomar
con más calma. No siempre están los dos apremiados al mismo tiempo… Pero a tu
hombre lo están exprimiendo a base de bien,…y no es que él se corte para
provocarlos”. “Ya conozco de lo que es capaz cuando se pone burro”, confirmé.
La compenetración con que actuaba la pareja folladora incrementaba su
calentamiento y, de paso, el de Javier que, aunque al límite de la resistencia, no dejaba de menear
el culo y pedir la doble corrida. “¡Venga, llenadme de leche!”. Cuando el que
había sido el primero tomó posesión una vez más del culo de Javier, pareció
evidente que iba a ser la definitiva para él. Resoplando y agarrándole por las
caderas, tensó el cuerpo hasta vaciarse y quedar inmóvil. El otro casi lo
empuja para tomar su lugar y le bastó quedar encajado para descargarse con no
menor contundencia. Al fin los dos, con caras de satisfechos, quedaron
arrodillados a los lados de Javier. Éste, al no esperar nada más, fue girando
lentamente hasta estar despatarrado. Su rostro sofocado y sonriente era la
expresión del éxito frente a la carga lujuriosa que se había desatado sobre él.
“Me habéis dejado el culo para el arrastre… ¡Pero qué rico ha sido!”.
Javier tuvo entonces una necesidad imperiosa de aliviar la excitación. Dado
que los otros cuatro estábamos en fase de descompresión, se iba a bastar él
mismo. Empezó a meneársela con delectación para ponérsela en forma después del
aplastamiento. No obstante, los demás nos aprestamos a cooperar, sin dificultar
su tarea. El matrimonio se encargó de chuparle las tetas, y mi pareja ocasional
y yo le sobábamos los muslos y cosquilleábamos los huevos. “¡Mirad, mirad cómo
está ya!”, disfrutaba él ante nuestra expectación. “¡Uy, uy, uy, ya me viene!”.
Mansamente empezaron a brotarle borbotones que iban cayéndole en la mano y la
barriga. “¡Uf, qué ganas tenía!”. Encantado de la atención obtenida, aún
bromeó: “¿Qué, empezamos?”.
Como eran muy organizados, los anfitriones se quedaron recogiendo los
restos de la cena y limpiando. Nosotros dos no dimos un chapuzón en la piscina,
solitaria ya a esas horas de la madrugada. Casi con compasión le pregunté a Javier:
“¿Cómo has quedado?”. “¡De coña! ¿Me follarás tú también cuando subamos?”.
“¡Anda ya!”, y le metí la cabeza en el agua.
Al día siguiente del
revolcón a cinco con los vecinos, pareció que Javier iba a entrar un poco en
calma. Nos levantamos tarde y, aunque quiso ir a la playa, no fue tanto para
acercarnos al agua como para picar algo en el chiringuito que había allí. Lo
que le hacía gracia sobre todo era que ni pareo hacía falta, por lo que
emprendimos el camino solo con un monedero en la mano. Nos quedamos de pie en
la barra y Javier se sentía a sus anchas exhibiendo su desnudez; y como es tan
grandote, no pasaba ni mucho menos desapercibido. Me apeteció darme un chapuzón
y lo dejé bien instalado. Me entretuve un rato en el agua y, al salir para
volver al chiringuito, observé que estaba de cháchara con un matrimonio, ella
tetuda y culona y él grandote y rubicundo, por supuesto desnudos ambos. A saber
de qué les estaría hablando porque no paraban de reír y darle confianzudas
palmaditas. Por lo visto, si había alguien integrado con más naturalidad en el
ambiente nudista era él. Me decidí a unirme a ellos y Javier, pasándome un
brazo por los hombros, me presentó como su pareja. Los otros dos me besaron
efusivos, lo que aprovechó Javier para bromear. “Has tenido más suerte que yo…
A mí solo me toquetean”. Rieron y él marido me comentó: “¡Vaya amigo que
tienes! Está a la que salta”. “Lo tendría que atar corto, pero no se deja”,
repliqué. Javier terció con desfachatez. “Fíjate que me he ofrecido para que
tengan nuevas experiencias conmigo y se han rajado”. La mujer dijo como si
tuviera que excusarse: “Somos más conservadores para esas cosas”. El caso es
que, cuando se marcharon, insistieron en pagar nuestras consumiciones. Ahora sí
que repartieron besos de despedida a los dos y Javier aprovechó los suyos para
arrimárseles con impudicia. La pareja se marchó riendo. “Así que te los has
estado trabajando ¿eh?”, le comenté. “Si no se intenta, no se consigue”,
sentenció. Aparte de esto, no hubo ningún otro evento reseñable y dedicamos la
tarde a dormir una reparadora siesta.
Sin embargo, cuando oscureció, a
Javier se le ocurrió que todavía habíamos de vivir nuevas experiencias. Se
empeñó en que volviéramos los dos al bar de los supuestos intercambios, pero
esta vez dispuestos a probar suerte con lo que fuera. Le previne de que, a
estas alturas de mi vida como homosexual puro y duro, no pensaba dejarme seducir
por una dama cachonda. Javier, que siempre presume de su bisexualidad, ni que
sea esporádica, quiso tranquilizarme. “Por eso no te preocupes. No me niegues
que hay maridos que están como un tren y, si de paso hay que darle gusto a la
esposa, ya me encargo yo”. Nos pusimos con nuestras copas en un sitio bien
visible y de forma que se notara que íbamos juntos. Pero Javier, aparte de las
carantoñas que nos hacíamos, dirigía miradas seductoras a cuanto varón
hermosote cruzaba por su campo visual. En esas estábamos, yo bastante escéptico
y Javier con su proverbial optimismo, cuando se nos acercó un hombretón ya
cercano a los sesenta, pero con pinta de haber sido una estrella del rugby. Nos
saludó con cierta timidez. “Ya se nota que sois pareja, pero es que al ver que
lleváis un rato aquí, le he dicho a mi mujer que iba a hablar con vosotros… Es
aquélla de allí”. Nos señaló a una dama, algo exuberante, que nos miraba desde
lejos. ‘¡Tate!’, pensé poniéndome en guardia, ‘Éste va a querer que nos
cepillemos a su parienta, que debe ser una ninfómana’. Pero estaba muy
equivocado. “Veréis”, continuó él, “A mí me gustan los tíos como vosotros y
ella lo sabe. No es que le disguste, pero prefiere verme en acción. Lo que más la excita
es que me posean en su presencia… Y si son dos, como es vuestro caso, para qué
os digo”. Hasta Javier quedó perplejo y el hombre pareció perder la esperanza.
“Tal vez os haya resultado algo raro, pero he querido probarlo”. Ahora sí que Javier
reaccionó para no dejarlo escapar. “¡Para nada, hombre! Si nos alegramos de que
te hayas decidido ¿Verdad?”. Como el tío estaba cañón y mis temores se
disiparon, contesté con un sentido “¡Desde luego!”. Al hombre se le iluminó la
cara e hizo una señal a su mujer para que se acercara. ”Entonces os voy
presentar”. Ella no pareció nada cohibida. “Te dije que me causaban muy buen
efecto y resulta que han aceptado unirse a nosotros”, le explicó el marido. La
mujer nos estampó un par de besos a cada uno y dijo: “A mí también me gustáis…
Mi marido va a disfrutar con vosotros”.
Nos preguntaron si tendríamos inconveniente en acompañarlos a la
urbanización donde estaba su apartamiento. “Es muy cerca. Llegaremos
enseguida”. No dejaba de ser chocante que la pareja nos precediera con un brazo
de él pasado sobre los hombros de ella y cuchicheándose al oído, aunque nos
llegaba alguna frase. “Parece que son unos tíos estupendos”… “Te van a poner
muy cachondo”… “Y a ti también, mirona”. Desde luego iba a ser una experiencia
nueva, al menos por mi parte. Entramos en la urbanización, bastante más grande
que la nuestra y también con su correspondiente piscina. “Si os apetece, podéis
refrescaros un poco. Mientras, subiré para prepararlo todo… Pero no tardéis”,
dijo entonces la mujer acabando con una risita. Era un buen pretexto para
vernos previamente en pelotas y el marido, dándolo por hecho, nos indicó: “Hay
unas toallas en nuestras tumbonas”. Dejamos sobre éstas la escasa ropa que llevábamos
y cada uno buscó una ducha disponible, con un inevitable cruce de miradas ¡Y
vaya cómo estaba nuestro anfitrión! Con un cuerpo moldeado en otros tiempos por
deportes de fuerza, ahora estaba grueso aunque manteniendo la reciedumbre de
sus carnes. Era abundante el vello claro, que se oscurecía al mojarse. Su sexo,
en cambio, no destacaba demasiado, aunque nunca se sabe cómo sería una vez en
forma. En la piscina, mayor que la de nuestra urbanización, había cierta
actividad nocturna y los tres entramos juntándonos. El hombre no ocultó su
satisfacción. “¡Joder, qué buenos estáis los dos! Y con esas pollas… ¡Uf! Me
vais a volver loco”. “Y tú nos volverás a nosotros”, le correspondí. Javier,
más directo, ofreció: “¡Toca, toca!”. El otro no se privó de palparnos las
pollas bajo el agua, lo que lo puso aún más nervioso. “¡Cómo sois! Mejor que nos
vayamos ya para arriba”. Salimos de la piscina y nos secamos someramente. Ni
siquiera recogimos la ropa y el anfitrión nos guió a su apartamento. “Es de
propiedad y lo hemos reformado a nuestro gusto”, nos explicó.
Abrió la puerta la mujer, que se había cambiado y llevaba un fino pareo
sobre las tetas y hasta las rodillas. Educadamente preguntó si nos apetecía
beber algo, pero declinamos la oferta porque ya habíamos tomado bastante en el
bar y urgía entrar en materia. Habían remodelado el coqueto apartamento como si
fuera un loft, suprimiendo paredes y todo abierto a una gran terraza, cuyas
cristaleras tenían las cortinas descorridas. En paralelo había una cama enorme,
en consonancia con la envergadura del dueño de la casa. No dejaba de sorprender
que lo que sin duda iba a constituir nuestro centro de operaciones quedara tan
a la vista de la terraza de enfrente, donde se veían varias personas alumbradas
con velas. En cambio las luces indirectas dispersas por el loft no dejaban ni un rincón en penumbra. Cosas de la liberalidad de estos
sitios…
Mientras la mujer se reclinaba cómodamente en el sofá enfrentado a la
cama, el marido nos arrastraba sobre ésta. “Echaos, que os las voy a comer”. Apenas
habíamos tenido tiempo de acomodarnos bocarriba y el hombre ya se había
plantado de rodillas entre los dos. Impresionaba lo que aquel tiarrón sería
capaz de hacer. Con mirada enfebrecida se puso a meneárnoslas a dos manos. El
calor que trasmitía y el cerco de las pollas con sus manazas nos las pusieron
duras enseguida. “¡Joder, qué buenas!”. En cambio la suya seguía inerte entre
sus muslazos. Luego, agachándose, chupaba una y otra con gran vehemencia. Javier,
más enfático, elevaba el tono de sus expresiones. “¡Vaya boca! ¡Te daría toda
la leche!”. Esto alertó al hombre. “¡No! Quiero que me folléis los dos”. Se
lanzó en plancha bocabajo con tanta energía que casi tira a Javier de la cama,
lo que ya es decir, y puso a nuestra disposición el espléndido culo. Javier me
cedió el turno con una generosidad que luego llegué a entender. Por supuesto no
lo cuestioné y me eché encima de aquel corpachón que tan lujuriosamente se
ofrecía. Me clavé con una facilidad pasmosa pero, una vez bien adentro, el
calor que envolvió mi polla y las contracciones musculares que la aprisionaban
me impulsaron a zumbar frenéticamente. “¡Sí, sí, qué bueno! ¡Cómo me gusta!”,
“¡No pares, no pares!”, profería el follado. Me enardecí tanto que crispaba las
manos sobre las anchas espaldas y añadía fuertes palmadas a las ancas. “¡Más,
más!”, pedía él. “¡Uf, me está viniendo!”, avisé. “¡Sigue, lléname!”. No me
hicieron falta sus ánimos para soltarle una liberadora descarga. Caí sobre él
extenuado, pero enseguida me sacó de mi relajo su demanda. “¡El otro, el
otro!”.
En mi frenesí, perdí la conciencia de lo que pudiera hacer Javier
entretanto. Solo sabía que, aprovechando el empujón que le dio el hombretón al
extenderse en la cama, había bajado de ésta dejando todo su espacio a nuestra
disposición. Por ello añado este inciso para recoger lo que él mismo me contó muy
ufano con posterioridad: ‘Mientras tú follabas con tanto entusiasmo, al salir de la cama, me la fui meneando para
mantenerla tiesa. Me fijé en la mujer que miraba embelesada cómo te cepillabas
a su marido. Me acerqué a ella y le solté: “¿No querrías ayudarme mientras
espero?”. Rio nada cortada. “Desde luego estás muy bien dotado… Vas a volver
todavía más loco a mi marido”. Insistí en ofrecerle más ostensiblemente la
polla. “Pues no te prives tú tampoco y échame una mano”. Titubeó un poco, pero
al fin se decidió a agarrármela. Frotándola con suavidad, comentó: “Ya la
querría así en mi marido…”. … Si hubiera durado un poco más tu jodienda, seguro
que habría conseguido algo más de la mujer. Pero la demanda insistente del
marido nos interrumpió y ya acudí a desfogarme con él’.
El hombre no se había movido de su posición para recibir a Javier.
Seguí en la cama, dejando espacio, no solo por cansancio, sino también porque
siempre me da morbo ver cómo Javier, con su corpulencia, se folla a otro. Y se
trataba de dos pesos pesados. Javier se colocó con la polla bien tiesa entre
las piernas del otro. Para un mejor encaje y que su propia barriga no le
estorbara, le tiró de los muslos haciéndole subir la culata. El hombre quedó
así apoyado en las rodillas y con el torso volcado hacia delante. Temblaba
ansioso, dispuesto a la nueva clavada. “¡Venga, otra polla!”. A Javier le
facilitó la entrada la leche que yo había descargado y quedó empotrado con la
barriga sobre el gran culo. “¡Uahhh, qué
gorda! ¡Aprieta, aprieta!”. Javier no se hizo de rogar y se puso a dar
enérgicas embestidas con el rostro congestionado. “¡Vaya culo más tragón! ¡Lo
voy a destrozar!”. “¡Sí, sí! ¡Cómo me quema tu polla”. Javier tiene una gran
capacidad de resistencia y hacía durar la enculada sin desfallecer. Hasta el
punto de que el otro empezaba a acusar el agotamiento “¡Córrete ya!”. “¡Aún
aguanto!”, presumió Javier. Y añadió algo que me dejó estupefacto, ya que no
sabía todavía lo ocurrido mientras yo estaba en acción. “¡Hasta me podría
follar a tu mujer!”.
Tras unos segundos de impasse, el hombre se movió haciendo salir a Javier
y poniéndose de lado. Temí que Javier se hubiera pasado, pero la reacción de
hombre fue no menos inesperada. “¿Por qué no? ¿Vienes?”. Esto último lo dirigió
a la mujer que, sin dudarlo demasiado, se despojó del pareo y se subió a la
cama. No le costó nada a Javier cambiar de agujero. Se metió entre las piernas
de la mujer que se le ofrecía y, subiéndolas hasta sus caderas, primero le
restregó la polla por encima del coño. Enseguida se la fue metiendo y la mujer
emitió fuertes suspiros. El marido se irguió sobre las rodillas a su lado y
empezó a manosearse la polla para avivarla. Javier arreció la jodienda y la
mujer se estrujaba las tetas gimiendo. El marido estaba cada vez más excitado y
se frotaba la polla con arrebato. No me mantuve ajeno al desmadre y animé al
marido sobándole el culo. Javier empezó ya a resoplar y, con seguidos espasmos,
llenó a la mujer. Simultáneamente el marido lanzó una corrida en aspersión que
salpicó tanto a su mujer como a Javier. Éste se derrumbó con la polla todavía
semi erecta y la respiración agitada. Reinaba una satisfacción general en la
melé sobre la cama. Al fin el matrimonio habló. “¡Vaya sesión más completa!
Habéis sido todo un hallazgo”, sentenció él. “Nunca imaginé que llegaría a
participar… ¡Y de qué manera!”, reconoció ella para nada arrepentida.
Solo cuando nos fuimos poniendo de pie me vino a la mente lo visibles
que habríamos estado para los de la terraza de enfrente, donde seguía habiendo
actividad. Precisamente sonó en ese momento el teléfono y la mujer fue a
atenderlo. “Sí, sí… ¿Lo habéis visto?... Ha estado genial… Vale, a ver qué les
parece”. “Son los de allí”, informó señalando a la otra terraza, “Nos invitan a
tomar una copa y luego iríamos todos a la piscina ¿Qué os parece?”. Aunque ya
era cuestión de pensar en dar por acabada nuestra experiencia nocturna, Javier,
ufano de su proeza y más todavía sabiendo que hasta habíamos tenido público
ajeno, se anticipó a mostrarse encantado. Así que los cuatro, e ignorando por
nuestra parte cuántos y qué clase de gente serían, cruzamos a la otra casa.
Nos acogieron cinco hombres y dos mujeres, todos en cueros por supuesto
y bastante achispados ya. No llegamos a saber qué emparejamientos tendrían.
Ellos, por su corpulencia, parecían haber formado parte del mismo equipo deportivo que nuestro anfitrión
y, al menos dos de ellos, mucho mejor dotados que éste. Alegremente intercambiamos
besos efusivos a los que el roce de desnudeces daba mayor encanto. Tenían
montada la juerga en la terraza iluminada con velas y contrastaba el alboroto
de ahora con la discreción que hubo durante nuestro revolcón. Pronto quedó
aclarado, porque el tema de conversación fue, como no podía ser otra cosa, lo
sucedido enfrente de ellos. Primero en general: “Nos habéis dejado
boquiabiertos”, “¡Vaya espectáculo en vivo!”, Yo hasta me he hecho una paja”. Luego
al matrimonio: “Te habrán dejado contento el culo para una temporada”, “Hasta
tú has mojado… Y decías que solo mirabas lo que hacían con tu marido”.
Finalmente a nosotros: “Y vosotros ¿de dónde habéis salido? ¡Vaya par de
fieras!”, “Cambiar sobre la marcha del marido a la mujer tuvo un morbo
tremendo”. Hasta Javier estaba anonadado con tanto revuelo y, para integrarnos
en el jaleo, bebimos como todos a base de bien.
El grupo acabó desplazándose al completo a la piscina que, a esas horas
de la noche, estaba a nuestra entera disposición. Con comedido alboroto, para no
perturbar al vecindario, dentro del agua la desinhibición era total. Trompas
como íbamos, y en un juego de ‘aquí te pillo aquí te mato’, guardo fugaces
visiones de Javier que la metía y también que se la metían, o bien que, sentado
en el borde, recibía una mamada. Algo de eso también me pasó a mí y, desde
luego, achuchones a mansalva. No recuerdo cómo volvimos a casa pero, cuando
caímos derrumbados en la cama, ya clareaba.
El siguiente fue un día perdido, si por ello se entiende reponerse de
la resaca, recuperar fuerzas y descansar. Dormimos hasta casi media tarde y
picamos algunas cosas que aún teníamos en la nevera. Sentados en la terraza y
disfrutando del plácido atardecer, Javier me ofreció el mejor regalo de toda
nuestra estancia vacacional. “Mañana nos vamos ya… Lo que propongo es que nos
vistamos de guapos… que no quiere decir desnudos. Vamos a cenar en el
restaurante más pijo del entorno y nada de tomar copas después. Volvemos aquí y
tenemos la noche entera para nosotros solos”. Viniendo de él no podía ser más de
agradecer después del ajetreo que habíamos vivido. Ni siquiera pasamos por la
piscina y seguimos a rajatabla el plan previsto.
Estábamos cenando, exquisita aunque comedidamente y, al servirnos el
café, el camarero añadió dos grandes copas en las que escanció un cognac de categoría. Ante nuestra extrañeza, se apresuró a aclarar: “Es una
invitación del señor de aquella mesa”. Miramos en la dirección que nos indicó
con discreción y vimos a un hombre solo, maduro y corpulento, que saludó levantando
una copa como la nuestra. Javier no se pudo resistir a añadir, al educado gesto
de agradecimiento con que correspondimos, otro que lo animaba a venir a nuestra
mesa. El hombre no lo dudó ni un segundo y, con su copa en la mano, acudió a
sentarse junto a nosotros. Vestía informal pero elegante y mostraba unos
robustos brazos velludos. Se explicó sonriente. “No me extraña que no me
reconozcáis con la locura que fue lo de anoche…”. “¿Tú estabas allí? Íbamos
todos tan trompas…”, dije como excusa. “Yo bebo poco y por esos tengo la memoria
más clara. Pero jugué con vosotros en la piscina como el que más… ¡Vaya par de
lanzados! Y más de admirar después del espectáculo que habías dado con el
matrimonio que os llevó”. Este recordatorio hizo que Javier preguntara con
morbo: “¿Me porté bien contigo entonces?”. “¡Y tanto!”, exclamó el otro,
“Pusiste tu culo a mi disposición y bien que lo aproveché”. Sonrió como si
ahora le diera corte la crudeza de su confesión. “¡Vaya, vaya!”, soltó
divertido Javier y levantó la copa, “¡A tú salud pues!”. Llegué a temer que
estuviera tentado de incumplir la promesa para nuestra última noche. No pude
saberlo ya que fue el que nos había invitado quien puso sensatez. “No os
entretengo más porque imagino que hoy os lo estaréis tomando con más
tranquilidad…”. Me apresuré a cortocircuitar cualquier salida de tono de Javier.
“Además es nuestra última noche aquí”. El hombre no pareció sorprenderse, sino
que dijo: “Creo que anoche dijisteis algo de dónde vivís… Yo también vivo
allí”. Sacó una tarjeta de su cartera y nos la entregó. “Si alguna vez os
apetece, podéis llamarme”. Ya se despidió, no sin que le diéramos un par de
besos cada uno.
Cuando volvíamos paseando a nuestra urbanización, Javier me soltó un
comentario con carga. “¿Vas a quedarte con las ganas de ligar con el hombre del
perrito? Con lo que te gustó…”. Lo miré perplejo ante su provocación. Pero
insistió: “Si quieres, nos damos una vuelta por el paseo marítimo… Seguro que a
esta hora debe estar por allí”. Me disponía a echarle en cara la fragilidad de
sus promesas, cuando me agarró del brazo riendo. “Si lo he dicho para ponerte a
prueba…”. Y añadió socarrón: “Aunque si te apetece, yo te esperaré en el
apartamento”. Ahora fui yo quien lo achuchó: “Y yo que no sabía que tenía un
amante tan virtuoso”. Así pues se cumplió lo previsto y tuvimos una noche, en
solitario para variar, pero de amor calmado y gozoso. Ya en el avión de vuelta,
Javier me pidió: “Escribe sobre todo esto y mándaselo a los que tan amablemente
nos han cedido el apartamento, para que vean que hemos dejado el pabellón bien
alto”.
Te luciste, no alcanze a completarlo y acabe. En serio, muy bueno. Largo pero muy bueno. Espero con ancias el proximo relato.
ResponderEliminarMuy bueno, excelente relato. Y muy morboso
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