NOTA: Este relato ha tenido una doble inspiración. Por una parte, en una
serie sueca, sale un policía gordo, fachoso y homófobo empeñado en involucrar
en un crimen al dueño de un local BDSM. Aunque se trataba de una escena
anecdótica, su visita al local y su actitud hostil, que el dueño desafía, me
ayudaron a idear el personaje. Por otra parte, me dio mucho morbo un vídeo
visto en X-Tube y se me ocurrió poner en esa situación al policía. No sé si me
habrá salido bien la combinación…
Jacinto era un policía
próximo ya a la jubilación. Pese a su larga carrera en el cuerpo y a que no le
faltara perspicacia, había perdido todas las oportunidades de ascender a
inspector. Su carácter hosco y una excesiva afición a la bebida, que le
habían acarreado más de una sanción, no
le favorecían demasiado y le relegaban a tareas rutinarias y de poca
responsabilidad. Bastante grueso y rubicundo, era desastrado en el vestir,
siempre con una vieja y arrugada gabardina, lo cual le daba un aspecto sacado
de un noir americano. Solitario, se
le conocía un matrimonio fracasado hacía ya tiempo, y su ocio se limitaba a
frecuentar la barra de bares algo sórdidos o ver la televisión en su pequeño y
poco aseado piso.
Se había cometido un
asesinato de dimensiones mediáticas y las primeras pesquisas apuntaban a un
sospechoso con antecedentes y en paradero desconocido. Como existían ciertos
indicios de que pudiera ocultarse en la cuidad, a Jacinto le encomendaron que
se pateara un barrio determinado en busca de pistas. Provisto de una foto del
sospechoso, recorría las calles con desgana preguntando en bares, comercios y
porterías. En un callejón sin salida, le llamó la atención un local con la
fachada pintada de negro y tan solo una puerta de hierro, también negra. Antes
de mirar si había algún timbre, la empujó y se abrió. Daba paso a una escalera
en descenso con muy poca luz. Bajó por ella mientras llamaba “¿Hola?”. Sin
respuesta llegó al último tramo y se encontró con un pasillo cuya única
iluminación provenía de vitrinas de varios tamaños y contenidos chocantes:
máscaras, esposas, pinzas, grandes penes de goma… Jacinto repitió un “¡¿Hola?!”
más enérgico, que tampoco tuvo respuesta. Al acceder a un espacio más amplio,
le sorprendió tanto lo que allí había que tropezó con una gruesa cadena colgada
del techo. “¡Mierda!”, exclamó. Había objetos que le resultaban muy extraños,
como una jaula con barrotes, una camilla, una gran aspa de tablones adosada a
la pared y toda una parafernalia de cadenas, cuerdas, poleas… Lo sacó de su
perplejidad una voz campanuda.
“¡Bienvenido!”. Había
aparecido un tipo alto y fornido enfundado en un ropaje de cuero negro. “No he
abierto todavía. Pero ya que ha entrado…”, dijo con amabilidad, “Por favor,
tome asiento”. Jacinto, que venía cansado de tanto andar de un lado para otro,
agradeció poder descargar sus posaderas en la silla que le indicó el hombre.
Pero quiso dejar las cosas claras desde el principio. “Soy policía”. El otro,
que se había sentado enfrente en un sillón más elevado, replicó: “Sí, ya lo he
notado… Hemos ayudado a varios policías aquí”. “De usted no me interesa nada”,
dijo brusco Jacinto, que sacó una foto y se la mostró. “¿Reconoce a este individuo?”.
Miró con atención la foto y dijo muy serio: “No, no es mi tipo. Es demasiado
flaco. Parece piel y hueso”. Jacinto insistió. “Entonces ¿no lo reconoce?”. El
hombre siguió en la misma línea. “No. Yo quiero tener un poco más con qué
trabajar… No sé si me comprende”. Jacinto se exasperó. “Y dice eso tan
tranquilo, como si tal cosa ¡Maldita sea!”. “Estoy totalmente tranquilo”,
replicó el otro, “Pero parece que el comisario comienza a excitarse”. Jacinto
se levantó furioso. “¡Ni se le ocurra pensar algo así! ¡Maldito bujarrón!”.
Desanduvo rápido el camino y, cuando empezaba a subir la escalera, oyó: “¡Pero comisario,
no tenga miedo! Pensé que podíamos llegar a algo bueno”. Jacinto cerró la
puerta de golpe y cogió aire para calmarse. Ya daba por terminado su, por lo
demás, infructuoso recorrido por el barrio.
Jacinto estaba furioso
consigo mismo porque no se le iba de la cabeza aquella visita tan extraña que
había hecho. No es que fuera un ingenuo e ignorara que existían esos ambientes,
pero para él eran un mundo lejano que solo le había inspirado una despectiva
indiferencia. Sin embargo, la atmósfera de aquel lugar y la actitud desafiante
de su dueño le habían impactado más de lo que estaba dispuesto a admitir. El
caso fue que durante varios días se sentía inquieto de una manera difusa y
terminaba las veladas bebiendo más de la cuenta. Hasta que de pronto una
mañana, él, que no era hombre de ducha diaria, se metió bajo el agua. También
se puso ropa interior limpia. Salió a la calle y, como si todo lo que hacía
fuera maquinal, dirigió sus pasos al callejón de aquel otro día. Más o menos a
la misma hora, empujó la puerta que volvió a encontrar abierta.
Para anunciarse,
Jacinto llamó de nuevo un par de veces mientras avanzaba. “¿Hola?”. Prefirió no
mirar el contenido de las vitrinas ni los aparatos tan inquietantes mientras
avanzaba. Otra vez salió a su encuentro el dueño del local. “¡Vaya, el comisario!
¿Viene a enseñarme otra foto?”. Jacinto pasó por alto la ironía. “No. No es
para eso”. “¿Me tengo que inquietar o puedo celebrarlo?”, siguió el otro. Jacinto,
para ganar tiempo, pidió: “¿Puedo sentarme?”. “¡Faltaría más!”. Así que ambos
ocuparon los mismos asientos. “¿Qué me cuenta entonces?”, lo animó el dueño.
Jacinto hizo un esfuerzo para hablar. “Usted dijo el otro día, cuando me iba, que
podíamos llegar a algo bueno ¿A qué se refería?”. El otro resumió: “Lo que
ofrezco a quienes quieren tener experiencias emocionantes”. “¿Y pensó que yo
podía buscar algo de eso?”. “¿Por qué no? No sería el primero de su gremio”. Jacinto
no cejaba en su curiosidad. “Cuando le enseñé la foto de ese hombre, dijo que
no era su tipo y que prefería que tuvieran un poco más para trabajar…”. El
dueño lo interrumpió: “¡Me admira la gran memoria de que está haciendo gala! En
efecto, trabajo mejor con hombres de más cuerpo”. “¿Cómo yo?”, quiso aclarar
Jacinto. “Es lo que traté que entendiera, pero no lo encajó demasiado bien”.
“Fui un poco brusco, sí”, reconoció Jacinto un tanto indulgente consigo mismo.
“El caso es que hoy ha vuelto… ¿Me equivoco si percibo un cierto interés?”. “No
sé qué decirle… Hay cosas ahí que a mí no…”. Jacinto señaló los aparatos que se
veían. “No todas son de uso obligatorio… Yo voy adaptándome a las necesidades de
cada cual”. “¿Qué cree que pueda necesitar yo?”. “Me voy haciendo una idea…
Todo es empezar”. “¿Cómo?”. “Yo le sugeriría un buen masaje… especial de la
casa”. “¿Qué tendría de especial?”. El dueño eludió de momento especificar y
preguntó a su vez a Jacinto: “¿Le han dado masajes alguna vez?”. “No, nunca… Lo
había pensado, pero con esta pinta me daba no sé qué”. “Ya sabe que eso que
llama su pinta para mí es un aliciente”. “Usted sabrá… Pero ¿cómo sería su
masaje?”, insistió Jacinto. El dueño midió sus palabras. “Procuro sensaciones más
intensas y agradables que los masajes convencionales… No debería dudar en ponerse
en mis manos”. Jacinto, cuyas reservas parecían aflojar, preguntó entonces:
“¿Esto cuánto me va a costar?”. “La primera sesión es gratis”, contestó el
dueño, “Y a los polis les hago un buen descuento… Así consigo que no me estén
relacionando cada dos por tres con el hampa de la ciudad”. Jacinto superó
definitivamente su indecisión. “¿Qué tengo que hacer?”. “Si está decidido, le
pediría que se desnudara”. “¿Me lo he de quitar todo?”, se le atragantó a
Jacinto. “Para trabajar necesito que el cliente se libere de prejuicios… Aunque
si ve que no lo pude hacer, quedamos tan amigos”, lo apremió el dueño. “¡No,
no! Ya que he venido…”, accedió Jacinto, “¿Cómo lo hago?”. “Puedes ir dejando
la ropa aquí mismo… Yo vuelvo enseguida”. Jacinto no captó que el dueño ya lo
tuteaba.
Al quedarse solo, a
Jacinto lo recorrió un sudor frío. “¡Joder! ¿Qué estoy haciendo?”. Estuvo
tentado de salir corriendo escaleras arriba. “Esto no es para mí… No sé lo que
me habrá dado”. Pero ya se había quitado la gabardina. Siguió entonces con el
resto de la ropa, que iba dejando sobre la silla. Dudó al quedarse solo con los
calzoncillos. “Ha dicho que me desnude del todo… Si me los dejo, seguro que
hará que me los quite”. Esta eventualidad le pareció más humillante, así que se
decidió a desprenderse también de ellos. Miró hacia abajo su cuerpo, de gordas
tetas y una barriga que no le dejaba ver lo que le colgaba. “¿Será esto lo que
dice que prefiere?”. Se tocó la polla encogida e ironizó. “¿Tú también le
gustarás?”. Como si lo hubiera calculado, enseguida apareció el dueño. Se había
cambiado de ropa y ahora llevaba tan solo un suelto y breve calzón ajustado de seda
negra. Se le veía robusto y bastante velludo. Miró de arriba abajo a Jacinto.
“¿Ves como no ha sido tan difícil?”. A Jacinto le disgustó que solo él se
hubiera desnudado al completo y objetó sin pasar al tuteo: “¿Usted no se quita
eso?”. “Todo a su tiempo…”, contestó el otro. Y añadió provocador: “Pero si ya
tienes prisa por vérmelo todo, no tengo problema”. “¡No, no!”, dijo Jacinto
cortado, “Haga lo que le parezca”. Pese al confianzudo tuteo del dueño, Jacinto
persistía en el ‘usted’, como una forma de marcar distancias.
Una vez tomada la
decisión, el dueño dijo: “Te vas
a tender en esa camilla”. Cubierta con una sábana estaba allí cerca. No
obstante, Jacinto aún preguntó receloso: “¿Por dónde me va a dar el masaje?”.
“Por todo el cuerpo… Lo tienes muy tenso”. “¿Cómo lo sabe?”. “No hay más que
verte… Y es por eso que estás aquí ¿no?”. La paciente persuasión del dueño iba
aflojando las defensas de Jacinto, pese a que éste se obstinara en no reconocer
su morbosa curiosidad. “¡Vale! Ya que ha hecho que me ponga en cueros, lo
probaré… ¿Cómo me pongo?”. “Empezaremos bocabajo”. El dueño tuvo que ayudar a
Jacinto a dejar su pesado cuerpo adecuadamente tendido en la camilla. Había un
hueco abierto y acolchado en el que podía encajar la cara para mayor comodidad.
Lo que a la vez dejaba una visión bastante limitada de lo que sucedía
alrededor. Que el dueño pusiera las manos sobre él por primera vez para
centrarle el cuerpo en la camilla hizo sentir escalofríos a Jacinto. Pero que
además metiera la mano entre sus muslos para colocarle bien el paquete y que no
le quedara aplastado, le provocó un estremecimiento mayor. “¡Eh, ojo con eso!”,
soltó en tono airado. “Es por tu comodidad”, dijo el dueño sin alterarse.
Aunque avisó: “Y no te vayas quejando cada vez que te toque, si es que quieres
que haga las cosas bien para que te quedes a gusto”. Jacinto emitió un sonido
gutural de incómoda conformidad y se reprochó a sí mismo internamente: “Es que
me lo he buscado. Si el masaje empieza así…”.
Sintió el frío de un líquido resbaloso que le iba goteando por la zona
entre los hombros. A continuación las manos del dueño fueron extendiéndolo por
la parte superior de la espalda con movimientos circulares y presiones que le
resultaban agradables a Jacinto y no le causaban recelos. También le subió los
brazos, que le habían quedado colgando a los lados, para untarlos y frotarlos.
Pero después los colocó estirados a lo largo del cuerpo y, para sobresalto de
Jacinto, que no podía ver lo que hacía, le cerró una abrazadera unida a la
camilla en cada una de las muñecas. “¡¿Para qué es eso?!”, se alarmó Jacinto.
“Para que no se te vayan cayendo los brazos y estés así más relajado para poder
seguir”, explicó calmoso el dueño. “No sé yo…”, rezongó Jacinto que, entre esa
sujeción y la cara encastrada en el agujero, se veía inmovilizado. Lo cual, más
que relajarlo, lo puso más inquieto. Hasta entonces había pensado que, si la
cosa se ponía rara, siempre podía levantarse y poner en su sitio al abusón,
pero ahora… Pese a que
iba asumiendo que las manos del dueño recorrerían su cuerpo sin respetar nada,
solo la tozudez de Jacinto le impedía prever el alto contenido erótico del
masaje que había aceptado. “Que toque por donde quiera”, trataba de convencerse
a sí mismo, “Que a mí no me va a sacar de mis convicciones… ¡Solo faltaría a
estas alturas!”.
Una vez bien lubricado
Jacinto, el dueño inició el masaje propiamente dicho. Sus manos amasaban los
hombros. “Estás muy tenso”. “¿Usted cree?”. Pero lo cierto era que Jacinto iba
notando un alivio que le infundió cierta confianza. Luego el dueño prosiguió
trabajando la espalda, con presiones de los dedos y golpecitos a lo largo de la
columna. Dado sin embargo que el ancho cuerpo de Jacinto ocupaba toda la
camilla y sus manos sujetas a los costados sobresalían, el dueño se arrimaba
tanto por uno y otro lado que iba rozando la entrepierna por ellas. Y lo que
entraba en contacto con el dorso de las manos de Jacinto no era precisamente la
seda del calzón, que el dueño debía haberse quitado en algún momento, sino el
pelambre del pubis y hasta la polla, flácida para menos contrariedad de
Jacinto. Aunque no por ello dejaba de pensar: “¡Cómo aprovecha el tío para
restregarse!”.
El momento crítico
llegó al traspasar el masaje la rabadilla. Aquí Jacinto apretó ya los glúteos
preventivamente y el dueño, al notarlo, lo reprendió. “Éstos son unos músculos
como los otros y tú, por cierto, los tienes bien gordos… Así que déjate de
puñetas porque voy a profundizar donde los masajes convencionales no llegan. El
mío es muy especial y lo vas a notar”. “Espero que no se atreva a violarme”,
dijo Jacinto, con tanto sofoco y en tono tan bajo que solo él se oyó. El dueño,
imperturbable, cacheteó las opulentas nalgas para, a continuación, verter
aceite por la raja y pasar por ella el canto de la mano. Estaba tan resbalosa
que un dedo fue entrando sin dificultad por el ojete, provocando una sacudida
de Jacinto, enseguida atajada. “¡Quieto! ¿No te han hecho nunca una revisión médica?
Verás que lo que yo hago es mejor y tu próstata lo agradecerá”. Movió el dedo
con habilidad y Jacinto notó que se le erizaba la piel. “¡Joder, qué gusto!”,
pensó, “El médico me hizo más daño”.
La sorpresa, que
Jacinto hubo de reconocer que había sido tolerable, lo pilló desprevenido
cuando el dueño anunció: “¡Bueno, ahora por delante!”. Jacinto trató de no
complicarse más la vida, porque además temía que se le notara cierta animación
que había sentido en su intimidad. “¿No
ha habido ya bastante?”. “Un masaje nunca se deja a medias”, sentó rotundo el
dueño. “¡Venga! A ponerte bocarriba”. Jacinto, resignado, fue girando su
voluminoso cuerpo con ayuda del dueño. Éste comentó: “Ya sabía yo que el masaje
extra que te acabo de dar te sentaría bien”. Como la barriga de Jacinto no le
permitía ver más allá, prefirió ignorar a qué se refería el dueño exactamente.
La aplicación del
aceite y el masaje consiguiente por toda la delantera de Jacinto iban a poner a
prueba aún más la tolerancia de éste. Como primera medida, tampoco quiso el
dueño dejarlo suelto. Con rapidez le subió los brazos por encima de su cabeza
y, poniéndole unas bridas en las muñecas, las sujetó a una abrazadera que había
en la cabecera de la camilla. “¡¿Otra vez con eso?!”, protestó Jacinto. “No me
conviene que bracees”, explicó simplemente el dueño. Lo cierto era que, a cara
descubierta Jacinto ahora, esta parte del masaje iba a resultarle mucho más
incisiva, con una actitud del dueño descaradamente provocadora. Y no solo por
la forma de usar sus manos, sino también su propio cuerpo.
Al extender el aceite,
el dueño recorría y moldeaba las abundosas carnes de Jacinto, comprimiéndolas
con una energía que lo hacía estremecer en su indefensión. Le apretaba las
tetas y enredaba los dedos en el vello, pinzando los pezones. “¡No tan
fuerte!”, pedía Jacinto. Al ir bajando, el dueño contorneaba las caderas y los
muslos, para subir luego y meterle las manos por las ingles, orillando de
momento los huevos y la polla. Pero
es que además, al ir dando vueltas en torno a la camilla, se volcaba restregándose
sobre Jacinto. Tanto trajín tenía a éste sobrecogido y ya sin ánimos siquiera
de protestar. Incluso, cuando se colocaba en la cabecera de la camilla, ponía
su polla al alcance de las manos atadas de Jacinto que, al notarla ahora no tan
caída, llegó a palparla brevemente, en un impulso que consideró como mera
curiosidad.
El dueño hizo como si se zafara y, considerando que Jacinto ya estaba a
punto para su actuación final, se desplazó a los pies de la camilla. Fue
entonces cuando Jacinto, al cesar los constantes meneos, se dio cuenta de que,
con toda certeza, su polla había adquirido una tensión que hacía tiempo no
experimentaba. No tuvo tiempo para sacar conclusiones, porque el dueño le apartó
las piernas hacia los lados y, con una agilidad que debía tener ya bien
practicada, se impulsó para quedar de rodillas sobre la camilla, en el hueco
dejado por las piernas de Jacinto. Sentado en los talones, el dueño, en una
perspectiva incómoda para Jacinto, que agotaba sus fuerzas intentando levantar
la cabeza, se sobaba su propia polla ya del todo endurecida. Llegó a juntarla
con la de Jacinto, no menos tiesa, y con un chorreo adicional de aceite, las
frotaba suavemente. De repente Jacinto sintió que una sacudida le recorría
desde la coronilla hasta la entrepierna y, de una forma que escapaba a
cualquier control, fue expulsando borbotones de leche. Quedó anonadado ante la
brusca e inesperada reacción de su cuerpo.
El dueño no hizo el menor comentario de la corrida de Jacinto. Se limitó
a limpiarle cuidadosamente la leche con una toalla. Luego dijo: “Ahora voy a
soltarte ya las manos. Creo que por hoy podemos darlo por acabado”. Jacinto
casi agradeció la no mención de lo ocurrido, como si no hubiera pasado nada.
Cuando el dueño le quitó las esposas, pudo estirar los brazos y
desentumecerlos. “Me bajo ya ¿no?”. Aunque el dueño hubo de ayudarlo a recobrar
el equilibrio sobre el suelo. “Si quieres, puedes recuperar ya tu ropa… Espero
que te marches más relajado”. Jacinto prefirió guardar silencio mientras se
vestía con cierta precipitación. Solo al acabar, por decir algo más neutro, recordó:
“Hoy no tengo que pagarle ¿verdad?”. “¡Por supuesto!”, contestó el dueño, “Pero
confío en verte de nuevo”. “Ya veremos”. Jacinto dio media vuelta y, con la
gabardina al brazo, buscó la salida al exterior. Antes de empujar la puerta, se
puso la gabardina y, al abrir, lo deslumbró la luminosidad del mediodía.
Jacinto empezó a vagar sin rumbo fijo y decidió meterse en el primer bar
que encontró. Entre cerveza y cerveza, trató de aclarar las ideas. Pero más bien
las embrollaba desde el momento en que solo se emperraba en autojustificarse.
Había vuelto a aquel sitio por mera curiosidad, después de haber visto
casualmente lo raro que era, y ese tipo lo había enredado además con su labia. Una
vez allí le picó el amor propio de demostrar que no se echaba atrás ante nada.
Claro que aguantó el masaje con tantos toqueteos y roces, pero por mantener el
tipo, sin que eso significara que se hubiese cambiado de bando ¡Faltaría más!
Ni siquiera pensaba que lo que pasó al final hubiera sido en realidad una paja.
Simplemente se había corrido porque, con el tiempo que llevaba sin vaciarse, el
aceite y el masaje lo habían hecho venir solo. Si el tío se daba el gusto
conmigo, habrá sido cosa suya… No es que estos argumentos lo estuvieran dejando
muy tranquilo y enfiló ese fin de semana bebiendo mucho y sin apenas comer. El
lunes amaneció hecho unos zorros y llamó a la comisaría alegando una gripe.
Seguramente ya estarían acostumbrados.
Sí
tuvo ánimos Jacinto en cambio, con la ropa de tres días y sin haberse lavado ni
las manos en ese tiempo, para emprender la ruta del local que ya le era de
sobra conocida. Únicamente sabía que por la mañana encontraría solo al dueño,
pero no tenía ni idea de a qué iba allí. Empujó la puerta y bajó tambaleante la
escalera. Ni se molestó en avisar de su llegada y se dejó caer en la primera
silla que encontró en la sala de los aparatos. El dueño acudió al oír los
ruidos. Esta vez llevaba una bata de raso negro hasta las rodillas. “Esto sí
que es entrar sin llamar… ¿Tiene alguna urgencia el comisario?”. Jacinto
balbuceó con la respiración entrecortada: “Necesito algo muy fuerte”. El dueño
preguntó extrañado: “¿Estás seguro de lo que dices?”. “¡Sí!”, se exaltó
Jacinto, “Quiero que me haga lo más fuerte que
se le ocurra… Lo que sea, como sea y por donde sea”. Ni siquiera ahora
lo tuteó. El dueño se quedó pensativo. “Se me ocurre una cosa que puede
responder a esos ardores que traes hoy… Pero necesitaría que me ayudara un
colega”. Jacinto ni se lo pensó. “¿Podrá venir ya?”. “Puedo llamarlo y no
tardaría”. El dueño sin embargo se quedó mirando la pinta que hacía Jacinto.
“Antes habrá que hacer algo con esa mugre que llevas encima… No dará gusto
trabajar contigo así”. “Haga lo que quiera, pero llámelo”, le urgió Jacinto.
“¡Anda! Ve quitándote todo eso y ahora vuelvo”. Jacinto no sabía muy bien qué
seguiría, pero se desnudó maquinalmente y sintió cierto alivio al quedarse sin
aquella ropa desastrada. No tardó en volver el dueño. “Ya está todo en
marcha y mi colega vendrá pronto… Mientras te hace buena falta pasar por el
agua… Entre alcohol y sudor no hay quien se te acerque. Y de paso te despejarás”.
Llevó a Jacinto a un cuarto donde había varias duchas sin separación. “¡Anda!
Abre el grifo de una”, dijo el dueño. Pero como Jacinto se limitó a dar el agua
y quedarse quieto debajo, el dueño tomó la iniciativa. Se quitó la bata, que
era lo único que llevaba y entró junto a Jacinto. “Aquí hace falta jabón
también”, dijo poniéndose a frotarlo. Jacinto se dejaba hacer sin inmutarse, ni
siquiera cuando le enjabonó la polla y los huevos. Solo tuvo un pequeño
sobresalto cuando sintió un dedo por el culo. En esas estaban cuando apareció
el compinche avisado. “¿Habéis empezado sin mí o qué?”, preguntó por saludo.
Era tan alto como el dueño, pero más robusto y de aspecto más fiero. “Ya
acabamos” dijo el dueño, “Aquí mi amigo el comisario… Lo he tenido que poner en
condiciones, porque venía poco recomendable”. “Gordito y de una edad, como te
van a ti ¿eh?”, comentó el compinche mirando a Jacinto desnudo, que hacía pinta
de cordero listo para el sacrificio. El dueño quiso asegurarse con Jacinto. “Ya
ves que he traído refuerzos… Ahora que tal vez estás más despejado ¿sigues
queriendo lo que me has pedido antes?”. “¡Sí, sí! Destrozadme”, enfatizó
Jacinto. “¡Joder, con el comisario! Éste es de los que quieren probar su propia
medicina”, comentó el compinche, que también se estaba desnudando para no ser
menos.
Tanto el dueño como el compinche tenían claro cómo iban a proceder.
Volvieron a llevar a Jacinto a la sala de los aparatos. Una traviesa de madera
con argollas en los extremos colgaba horizontal de
unas cadenas. “Ven aquí debajo”, ordenó el dueño. Jacinto lo hizo dócilmente y vio
cómo graduaban la altura de la traviesa por encima de su cabeza. Cada uno tomó
un brazo de Jacinto y los levantaron para acercar las muñecas a las argollas.
Había ya pasadas unas cuerdas por ellas y empezaron a ligarle los antebrazos.
El verse ahora atado de esa forma produjo en Jacinto una sensación de temor,
pero también de extraña excitación. Pero ni hablaba ni preguntaba, dispuesto a
someterse a lo que aquellos dos hombres quisieran hacerle. El porqué de su insólita
actitud ni siquiera él era capaz de explicar. Solo sabía que le venía de muy
adentro. Habían dejado una lazada más floja en la atadura de cada argolla para
que pudiera cerrar los puños en torno a los trozos de cuerda. Así agarrado,
Jacinto distendió los brazos en cruz y, para mantener el equilibrio, separó un
poco las piernas y afirmó los pies en el suelo. Los hombres habían desaparecido
momentáneamente de su área visual, dándole la sensación de haberse quedado
solo. “¿De qué irá esto ahora?”, se preguntaba ansioso, “¿Por qué dos?”.
Pero pronto empezó a tener respuestas. No le sorprendió ya que la
primera medida fuera untarle de aceite, pero fue ya más impactante la forma de
hacerlo. El dueño por delante y el compinche por detrás, le iban extendiendo el
líquido en abundancia, y que ya le chorreaba por las pantorrillas hasta los
pies, haciendo que el apoyo en el suelo se volviera resbaloso. No era un masaje
lo que le daban, sino un completo manoseo por toda la superficie y los
recovecos de su cuerpo. Cuando el compinche le embadurnaba las nalgas, Jacinto
ya no las apretó y aguantó que los dedos ahondaran en su raja. El dueño a su vez se le encaró y
ahora no era el masajista persuasivo del otro día. Le abofeteaba el pecho y la
barriga haciéndole perder el equilibrio. Estrujaba las tetas y pellizcaba los
pezones retorciéndolos. Jacinto gemía, pero se entregaba. Al bajar las manos,
rodeaba los muslos y metía los cantos por las ingles para zarandear los huevos y la polla. Jacinto se
percató sin embargo de que, a diferencia de los otros todavía, estaba teniendo
una fulminante erección.
Tal vez fue esta reacción física de Jacinto lo que dio la señal al dúo para
entrar en una nueva fase. Ahora enlazaron los brazos en torno al cuerpo colgado,
asidos firmemente uno a otro. De este modo, muy pegados a él, se restregaban al
tiempo que iniciaban un balanceo que llevaba a Jacinto, como si fuese un
pelele, hacia delante y hacia atrás cada vez con mayor impulso. Apretaban y
frotaban las pelvis contra él y ya sí que Jacinto notó las erecciones de ambos.
La del compinche le azotaba las nalgas y la del dueño se cruzaba con su propia
polla. Jacinto, al borde del mareo, lo soportaba todo con un jadeo acompasado,
que denotaba una atormentada aceptación.
Se fue frenando el balanceo y, mientras el dueño seguía sujetando
firmemente a Jacinto, el compinche la tomó con su culo. Empezó dándole fuertes
tortazos en las nalgas, que arrancaban respingos a Jacinto. Luego, ayudado con
el aceite que había quedado impregnando la raja, hurgó hasta meterle un dedo
entero en el ojete. Jacinto gimió desfallecidamente y el compinche se lanzó a
un frenético frotado al que añadía más dedos. Jacinto hundía la cara en un
hombro del dueño para soportar el dolor. Ya no le sorprendió, puesto que lo
esperaba en realidad, que el compinche lo hiciera volcarse todavía más sobre el
dueño, quien le servía de apoyo, y deslizara la polla tiesa por la raja. Se
clavó bruscamente y Jacinto ahogó un sollozo. El bombeo del compinche empujaba
a Jacinto contra el dueño y los crecientes resoplidos de aquél se sobreponían a
sus desfallecidos quejidos. Jacinto se sentía arder por dentro y, cuando el
compinche tensó el cuerpo para las últimas arremetidas, con las que ya bramaba,
esa violación consentida, y aún deseada, lo invadió de un increíble morbo.
La erección de Jacinto se había mantenido inalterable y ahora era el
compinche, una vez descargado, quien lo sujetaba manteniéndolo erguido y
agarrándole las tetas con las manos como garras. El dueño por su parte unió su
polla también endurecida a la de Jacinto para frotarlas juntas enérgicamente.
La excitación parecía que iba a hacer estallar la cabeza de Jacinto y, cuando
notó que la leche del dueño le empapaba el pelambre del pubis, también la suya
se disparó entre los muslos del masturbador.
Dueño y compinche fueron soltando y apartándose de Jacinto que, agarrado
a las cuerdas de las muñecas, dejó caer todo su cuerpo. Ante su
desfallecimiento, el dueño lo instó. “¡Enderézate, que te vamos a soltar ya!”. Aún
tuvieron que sujetar al tambaleante Jacinto, que buscó una silla para dejarse
caer. Ninguno comentó nada de lo sucedido y Jacinto se mantenía con la mirada
baja. Se sentía sucio y sudoroso, con el cuerpo dolorido. El dueño le preguntó
con un tono de ironía: “¿Te quedan fuerzas para ir a ducharte?”. Jacinto se
levantó con esfuerzo y, como un autómata, se dirigió con pasos vacilantes a
donde antes lo había lavado el dueño. Bajo el chorro de agua se interrogó
perplejo: “¿Cómo era posible que se hubiera entregado a semejante sometimiento?”.
Sin embargo reconocía sentir una especie de morbosa plenitud que se sobreponía a
su malestar físico. Por otra parte le desasosegaba tener que enfrentarse de
nuevo a los que había contratado y a quienes tendría que pagar ya esta vez.
Cuando Jacinto volvió a donde estaban los otros, éstos hablaban con la
tranquilidad de haber acabado un trabajo. Solo cuando Jacinto empezó a ponerse
su desastrada ropa, el dueño le comentó burlón: “No te vayas a pasear mucho por
ahí con esa pinta… ¡Quién diría que eres todo un comisario!”. Jacinto replicó:
“Voy a mi casa a dormir”. Arreglaron la
transacción y, cuando Jacinto se iba a marchar ya, el dueño le dijo: “Supongo
que te volveremos a ver por aquí…”. Jacinto se oyó a si mismo contestar, como
si otro lo hiciera por él: “¡Seguro! Quiero probar más cosas”.
BUENISIMO....PARA MI UN RELATO DE UN MORBO TREMENDO....QUE MORBO ME DAN ESTOS RELATOS, DE ESTOS MACHOTES, HOMOFOBOS, QUE TERMINAN COGIENDOLE EL GUSTO...AUN QUE ESTE RELATO SEA FISTICIO, EN LA VIDA REAL PASA ESTO TAMBIEN..
ResponderEliminarMuy bueno, me encanto, me corri antes de terminarlo, espero escribas alguna continuacion
ResponderEliminarA mi también me encantaría que este fuese un personaje recurrente, quiero saber más de los morbos del comisario Jacinto y sus límites
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