Hacía poco que me
había mudado a un nuevo piso. Para tener más tranquilidad escogí como estudio
la única habitación interior cuya amplia ventana daba a un patio de luces.
Instalé mi ordenador y todo el material de trabajo pero, como suele ocurrir en
estas situaciones de cambio, no dejó de picarme la curiosidad de lo que ocurría
tras las otras ventanas del vecindario que se enfrentaban a la mía. Supongo que
sería por la pulsión que le queda a uno después de haber visto ‘La ventana
indiscreta’ de Hitchcock… Pero no fue precisamente la observación de un
misterioso crimen lo que me ofreció el azar.
A los pocos días, al
mirar por la ventana, me llamó la atención lo que vi en la que tenía enfrente y
que, por la asimetría de la edificación, quedaba algo más baja que la mía. Lo
cual me daba una vista bastante completa de la habitación, que era un
dormitorio. Un hombre de unos cincuenta y pico de años, bastante grueso, se
estaba quitando la ropa, probablemente con intención de ir al baño a ducharse. Disimulando
tras la persiana de lamas, me inquietó su busto tetudo y bastante velludo. El
pulso se me aceleró al ver que se quitaba los pantalones y quedaba con un eslip
blanco enterrado entre la prominente barriga y los robustos muslos. Cuando el
eslip fue abajo también, el bombeo de mi corazón se puso a tope. El sexo
resaltado en el marco oscuro del pubis atraía morbosamente mi mirada. El hombre
aún se lo manoseó, como si esponjara la polla y los huevos. Había ido dejando
la ropa sobre la cama y, ya desnudo, se giró para dirigirse al baño y permitió
la visión fugaz del orondo culo.
Quedé pegado a la
ventana pese a la desaparición del vecino. La supuesta ducha no podría durar
mucho y no quería perderme lo que ocurriría a su vuelta. En efecto, el hombre
no tardó en reaparecer con una toalla a la cintura. Sin embargo, en el momento
en que recogía la ropa dispersa sobre la cama, miró hacia arriba y la
discreción de mi persiana no debía ser tanta porque, aparentemente incómodo, se
apartó ligeramente. Pero lo que el hombre hizo a continuación me impidió
renunciar al espionaje. Porque, a conciencia de estar siendo observado, se
despojó de la toalla, que usó para un último y desinhibido secado. Luego fue de
un lado a otro por la habitación, se puso un pantalón corto y una camiseta, y
tras dirigir una última mirada a mi ventana, despareció de la vista. Me invadió
una mezcla de bochorno y excitación. Mi indiscreción no parecía haber provocado
una clara reacción de rechazo, pues el vecino había seguido dejándose ver.
Como los
acontecimientos a veces se precipitan inesperadamente, justo al día siguiente
recibí una llamada del administrador de la finca que me había alquilado el
piso. Me comunicó que el presidente de la comunidad de vecinos tenía por
costumbre pasar a saludar a los nuevos inquilinos, como cortesía y también para
hacerles entrega de las normas de funcionamiento de la finca. Al haberle dicho
que yo vivía solo, estaba interesado en saber si esa tarde estaría en casa para
pasar a saludarme. Contesté afirmativamente y, sin darle la menor importancia,
ni por asomo pensé en quién podía ser el tal presidente. Por lo demás, aunque
no dejé de echar alguna que otra mirada furtiva a la ventana de marras, no
percibí nuevos movimientos.
Estaba yo con mis
cosas y casi había olvidado la visita anunciada. Me la recordó la llamada a la
puerta, ya que no esperaba a nadie más. Durante unos segundos no asocié al
hombre robusto que sonreía al abrirle con el vecino espiado el día anterior.
Pero, cuando al fin tuve la certeza de hallarme ante la misma persona, pese a
que ahora vestía lógicamente de manera mucho más formal, quise que me tragara
la tierra. Máxime sabiendo que él conocía que era el único habitante del piso
¿Quién sino yo habría estado mirando por la ventana? ¿Lo de la visita sería un
pretexto para desenmascararme? En cualquier caso tenía que aguantar el tipo y
corresponder a su sonrisa con otra lo menos forzada posible. Habló él con no
menos desenvoltura que con la que se me había mostrado ante la ventana. “Ya le
habrán informado de que pasaría por aquí para presentarme como presidente de la
comunidad de vecinos… Espero no ser inoportuno”. “¡Ni mucho menos! Le agradezco
el detalle”, contesté tratando de dar entereza a mi voz. Movía inquieto una
carpetilla en la mano y no pude menos que invitarle a pasar. Mientras
avanzábamos por el pasillo, fue él quien rompió un silencio algo incómodo.
“Somos bastantes vecinos y, aunque no hay demasiados problemas, ya tengo ganas
que haya la renovación del cargo… No me va mucho esto de hacer de presidente”.
Como me pareció que desearía mostrarme el contenido de la carpetilla, le ofrecí
que nos sentáramos en la mesa del comedor. Fue rápido en sus explicaciones y,
al acabar, me hizo entrega de la documentación. Todo dentro de la más estricta
corrección, hasta que me di cuenta de que el presidente aún no daba por zanjada
la reunión.
Trastabillando los
dedos sobre la mesa, abordó por la tangente el tema que indudablemente quería
aclarar. “Como su piso ha estado vacío bastante tiempo, me sorprendió ver que
había vida en la ventana que está frente a mi habitación… Porque debe
pertenecerle a usted ¿no?”. “Supongo que sí”, contesté acobardado. Lo dio por
hecho y continuó. “Tenía yo ganas de conocerlo en persona, pues ayer me pareció
observar su sombra a través de la persiana”. “No sabría decirle… También estuvo
aquí el técnico informático”, mentí sobre la marcha. “¡Vaya!”, exclamó, con un
tono que lo mismo podía ser de poco convencimiento como de decepción, “No sé
por qué estaría convencido de que era usted”. Quedé callado esperando que eso
fuera todo. Lo pareció cuando dijo dando aparentemente la cuestión por zanjada:
“Pues celebro haberlo conocido”. Tranquilizado repliqué: “Igualmente… Un nuevo
vecino, que espero no le dé problemas”. “No creo que usted sea de esos…”. Pero
añadió algo que no venía muy a cuento. “Veo que es un hombre más o menos de mi
edad y con algo de sobrepeso, aunque no tanto como yo”. Rio de su ocurrencia y
añadió: “Creo que nos podríamos tutear”. “¡Claro, claro!”, respondí enseguida.
Entonces dijo: “Te llamas Julio ¿no?… Pues tiene gracia, porque yo me llamo
César”. Reímos ahora los dos y, ya más distendido, se levantó para despedirse.
“Gracias por tu tiempo. Ya nos iremos viendo”. Al cerrar la puerta respiré
aliviado.
Después del mal trago
no podía dejar de darle vueltas a la coincidencia de que aquel hombre que tan correcto
había estado en mi casa fuese el mismo que, el día antes, había visto en cueros
desde mi ventana. Por otra parte no llegaba a casar el hecho de que
conscientemente se dejara mirar y sus intentos de constatar que era yo quien lo
hacía. Tratando de hallar un hilo más lógico y también movido por una morbosa
curiosidad, esa misma noche decidí apostarme de nuevo ante la ventana. Sin
luces encendidas pensé que mi observación quedaría en el anonimato. El vecino
tardaba en dar señales de vida, pero persistí ya que además estaba desvelado. Me
dio un vuelco el corazón cuando se iluminó la habitación. El vecino, que
llevaba el traje completo con que había estado en mi casa, se acercó a la
ventana. Hizo un gesto como si fuera a bajar la persiana pero miró hacia arriba
unos segundos y desistió. Ordenadamente se fue quitando toda la ropa que dejaba
en un galán de noche, hasta quedar de nuevo desnudo. Yo estaba sentado a medias
en el borde de la mesa del ordenador con la pantalla apagada y en el preciso
momento en que él estaba frente a la ventana, debí hacer un movimiento
involuntario que rozó el ratón. La pantalla se activó de repente y su flash
luminoso tuvo que delatarme. Entre girarme para cerrar el ordenador, que además
tardaría un poco en apagarse y haría resaltar mi sombra, y quedarme inmóvil,
opté por esto último. Porque además era
evidente que había captado mi presencia por la fijeza con que miraba hacia mi ventana.
Sin embargo, con la misma calma con que se había desnudado, fue a buscar un
almohadón que apoyó en el cabecero de la cama y se reclinó con un libro,
crudamente alumbrado por la lámpara de la mesilla. Quedaba frente a la ventana
y se me salían los ojos ante el movimiento de sus piernas, que se separaban o
encogían siempre con el sexo bien visible. De vez en cuando se tocaba
maquinalmente y hasta me pareció ver que llegaba a tener una erección. Al cabo
de un rato el hombre soltó el libro, hizo un gesto con la mano hacia la
ventana, que entendí, o quise entender, como de saludo, y apagó la luz. Me
quedé con la cabeza dándome vueltas y un alboroto en la entrepierna que me
indujo a una urgente masturbación.
Tras este desahogo
momentáneo, pasé en vela toda la noche analizando lo ocurrido. Otra vez se me
cruzaban losa cables. El incidente con la pantalla del ordenador había sido
definitivo. Nadie más que yo podía estar a esas horas a oscuras junto a la
ventana. Pese a esa seguridad, la reacción del vecino bien podía haber sido un
provocador desplante frente al mirón recalcitrante de su intimidad, o bien la
muestra de un regusto exhibicionista. En todo caso, la cuestión más peliaguda era
de futuro ¿Qué pasaría cuando, de forma casual o buscada, volviéramos a estar
cara a cara? Inmerso en esta incógnita, pasaron un par de días sin que tal
encuentro llegara a producirse. Sin embargo, durante ellos, mi morbosa
curiosidad no me daba tregua y no pude evitar el seguir con el espionaje. Desde
luego me abstuve de hacerlo mientras fuera de día, por el mayor riesgo de ser
detectado. Pero por la noche, cuidando de que no se filtrara la más mínima luz
y con el ordenador apagado, volvía a apostarme en mi ventana. El vecino debía
ser un hombre de rutinas, pues siempre repitió el mismo proceso. En cuanto
entraba en la habitación, miraba por la ventana, tal vez con más detenimiento,
antes de desnudarse completamente. Volvía a echar una mirada y se tumbaba
despatarrado en la cama a leer un rato. Ya no esperaba a que apagara la luz
para meneármela mirándolo en sus poses consciente o inconscientemente
provocativas.
Al tercer día recibí
una llamada telefónica. Quien se identificó como César, el presidente de la
comunidad, por si no lo recordaba, dijo en un tono de lo más correcto: “Perdone
que te moleste de nuevo, Julio… Pero ya que nos conocimos el otro día y como
tengo tu número, me he atrevido a llamarte
porque tendría el gusto de invitarte a que tomáramos un café en mi casa…”.
Sorprendido, solo me salió: “Eres muy amable, César”. A la vez que pensé que yo
no le había ofrecido ni agua cuando vino. Tomando mi frase hecha como una
aceptación, añadió: “Si te va bien, podría ser esta tarde”. “Iré encantado”,
contesté sin vislumbrar otra salida y tratando de que no me temblara la voz.
“Me alegrará verte de nuevo… Ya sabes cuál es el piso”. Esto último agravó si
cabe el atolladero en que me sentía metido ¿Era una indirecta o simplemente la
suposición de que lo habría visto en los papeles que me había traído? Lo único
que estaba claro de todo ello era que, si volvía a sacar el tema, como me
temía, ya no podría meter por medio al técnico informático. ¿Aunque no tendría
que dar él también alguna explicación sobre su sospechosa actitud tan
desinhibida? Con estas cábalas me dispuse a bajar a la hora que me pareció
adecuada para ese café. A última hora se me ocurrió llevar una caja de pastas
que hacía unos días había comprado en un Delicatessen
del barrio.
Haciendo acopio de
entereza pulsé el timbre. El presidente me recibió con una cordialidad casi
untuosa. Iba en mangas de camisa, quizás para dar sensación de menos formalidad
al encuentro, pero que evidenciaba mejor las redondeces de su anatomía. Como
saludo le entregué directamente la caja de pastas y tras el convencional “No
hacía falta…”, añadió sonriendo: “No sé si podré resistirme a la tentación”. Me
pasó a la salita donde, ante dos butacas esquinadas, había ya un servicio sobre
una mesita baja. “Ponte cómodo… Enseguida traigo el café”. Dio una carrerilla
hacia la cocina, que hizo agitar sus abundantes carnes. Volvió cafetera en mano
sin perder la sonrisa. Sirvió el café y abrió la caja de pastas. No probó ni
una, pero yo sí porque me servía para calmar los nervios.
Empezamos a hablar de
cosas intrascendentes como si estaba a gusto en mi nueva casa, si conocía ya a
más vecinos… Pero yo me mantenía en guardia y no iba desencaminado porque, con una
expresión más seria, que me aceleró el corazón, sacó a relucir lo que sin dura
era el motivo de la invitación. “He vuelto a percibir cierta actividad algo
extraña en tu ventana enfrente de la mía…”, dijo sin mirarme directamente.
Decidí coger el toro por los cuernos. “Si te refieres a lo de la otra
noche…”repliqué sin saber muy bien como completar la frase sin que encima
resultara ridículo. Me lo ahorró al interrumpirme. “No hace falta que me des
explicaciones… Ya notarías que hasta te seguí el juego”. Quedé callado
preguntándome a dónde querría ir a parar y él adoptó una expresión concentrada
para medir sus palabras, pero más sonriente ya. “La verdad es que me sorprendió
que desde la ventana de un piso, que todavía no sabía que estuviera ocupado, hubiera
alguien mirándome mientras estaba desnudo… Pero lo que yo me dije: ‘Si hay a
quien le gusta ver en cueros a un tío mayor, gordo y peludo como yo, pues que
le aproveche’. Por eso no hice nada por impedirlo”. Paró para tomar un respiro
y habría querido mostrarle ya mi desacuerdo con la opinión que tenía de sí
mismo, pero dejé que siguiera explayándose. “Cuando supe que había un nuevo
inquilino en ese piso y que vivía solo, tuve la curiosidad de conocerlo y
aproveché la entrega de documentación. Me gustó que fueras un hombre más o
menos como yo y, aunque tu excusa no parecía muy creíble, quise comprobar si
habría continuidad”. “Y la hubo…”, me sinceré. “Ya quedó bastante claro…”,
sonrió, “Pero de no ser porque tuviste un fallo imprevisto, pese a que me
exhibí con más descaro aún, seguiría sin salir de dudas”. “Las noches
siguientes ya no fallé”, reconocí. “Lo sospechaba y por eso repetí mi numerito…
Pero no era cuestión de seguir así indefinidamente. Por eso te pedí que
vinieras”. “¿Quieres decir que deberíamos pasar del recurso a las ventanas
ventanas?”, pregunté con todo ya aclarado. “Si no te asustas al verme más de
cerca”, contestó recordando su complejo. “Lo mismo podía decir yo”, repliqué. Mostró
una divertida impaciencia. “¿No hemos hablado ya bastante? Que ya somos
mayorcitos…”.
Aunque me sentía
encantado y excitado con la conclusión de todo aquel enredo, puesto que
estábamos en su casa, dejé que el presidente ofreciera algo ya más tangible. En
efecto, se puso de pie y propuso: “¿Vamos a la habitación que ya conoces
bien?”. Como sabía también por mi espionaje que, para irse a duchar, salía de
su cuarto, para crear un clímax más apropiado que el que tendría empezar a desnudarnos
en él por las buenas frente a frente, se me ocurrió: “Si no te importa, pasaría
antes por el baño”. Algo desconcertado dijo sin embargo: “¡Claro! Te espero
allí”. En el pasillo, cada uno entró en una puerta distinta. En realidad no
tenía necesidad de ir al baño, sino que lo que hice fue desnudarme por
completo. Estaba seguro de que el presidente haría otro tanto y le dejé un
cierto margen de tiempo, imaginando morbosamente cómo sería el encuentro. Luego
me dirigí ya a la habitación y, como la puerta solo estaba entornada, la abrí
directamente.
Como suponía, el
presidente, que había tenido el cuidado de bajar la persiana para crear mayor
intimidad, me esperaba desnudo y sentado en el lado de la cama frente a la
puerta. Con las manos apoyadas a los lados, las piernas separadas y el sexo
asomando entre los rollizos muslos, su expresión socarrona daba a entender que
había captado mi argucia, sin que le sorprendiera que hubiera aparecido también
desnudo. Aun así exclamó: “¡Vaya! Sorpresa mutua… aunque en tu caso más
completa”. “Te lo debía ¿no crees?”, dije acercándome. “Es lo que imaginaba”,
comentó mirándome de pies a cabeza, “Además estás bastante bien dotado”. “No
más que tú”, repliqué, “No creas que no me había fijado desde la ventana”. El
presidente no dejó de liberar su punto exhibicionista. “Ahora que me ves de
cerca ¿sigues encontrándome atractivo?”, preguntó con cierta inseguridad. “Más
todavía… Y eso que estás ahí sentado medio encogido”, contesté para provocarlo.
Se levantó y, como si se estuviera probando un traje, preguntó: “¿Qué tal
así?”. Cada vez más me confirmaba lo apetitoso que estaba, con sus carnes
generosas pero firmes, matizadas por el vello abundante. “¡De impresión!”,
afirmé, “Si desde la ventana me la meneaba mirándote, no sé lo que haría
ahora”. Se rio de mi cruda sinceridad. “¡Con que sí, eh!”. Y añadió pícaro:
“Pues yo también lo hacía sabiendo que estarías allí”. “Eso no lo vi”, advertí.
“Era cuando apagaba la luz… Para dejarte con las ganas, por no atreverte a dar
la cara”.
Habíamos quedado los
dos de pie sin pasar de las miradas. Pero éstas habían hablado ya lo bastante
para que pasáramos a la acción. Me decidí a decirle irónico: “No querrás que
ahora volvamos a meneárnoslas mirándonos uno frente a otro ¿verdad?”. Él se rio
algo cortado. “No sé… Dime que hago”. Para allanar el terreno se me ocurrió:
“Colócate en la cama como hacías cuando te ponías a leer”. Se subió a la cama
moviendo con lentitud su voluminoso cuerpo y hasta se acomodó con un almohadón
detrás. “¿Así? No hace falta que lea ¿no?”, dijo disimulando con la broma su
nerviosismo. “No, pero separa más las piernas”, dije. Lo hizo soltando un
suspiro.
Le entré por los pies
de la cama y avancé a cuatro patas hasta quedar apoyado en sus gruesos muslos. Me
erguí sobre los talones y, cuando empecé a acariciarle por la entrepierna,
cerró los ojos. Le palpaba los huevos y manoseaba la polla descubriéndole el capullo.
Él iba emitiendo suaves resoplidos mientras se le endurecía poco a poco. “Esto
se te está poniendo bien…”, dije con voz suave. “¡Hombre, cómo no!”, replicó.
Cambié de tercio y recorrí con ambas manos la oronda barriga velluda hasta ir a
dar con las pronunciadas tetas. Sorprendido por la alteración de mis maniobras,
abrió los ojos y sonrió. Entonces me volqué sobre él y uní mis labios a los
suyos. Entré la lengua y succioné la de él, enredándose las dos. Me deslicé
luego hacia abajo y me puse a chuparle una teta. Suspiraba y me sujetaba la
cabeza. Gimió ya estremecido cuando le mordisqueé el pezón. Me zafé para pasar
a la otra teta para repetir con vehemencia. “¡Uy, lo que me estás haciendo!”,
exclamó. “¿No es lo que querías?”. “¡Sí, sí, me encanta!”. “¡Pues ahora
verás!”, dije rebasando de nuevo su barriga, esta vez hacia abajo.
La polla, gruesa y
corta, estaba dura y húmeda. Metida la cara entre sus muslos, la lamí y chupé
ansioso. Sus piernas se agitaban, pero se las tenía sujetas. “¡Oh, cómo me estás
poniendo!”, balbució. Pero de pronto tiró de mí. “¡Ven! ¿Cómo estás tú?”. Solté
la polla y, desplazándome sobre las rodillas, llegué a la altura de su cabeza.
Por supuesto, estaba bien empalmado. “¡Así me gusta!”, dijo y, ladeando el
cuerpo, la alcanzó con una mano. Tras tentarla, exclamó: “¡Uf, qué dura la
tienes! ¡Déjamela!”. Acercó la boca y la sorbió. Apoyado en el cabecero gozaba
de su ávida mamada. “Ahora soy yo el que está a cien”, avisé. Se detuvo
enseguida. “Desearía una cosa”. Aunque pocas dudas tenía de a qué se refería, repliqué:
“Tú dirás”. “Me gustaría probar que me penetraras”, pidió con cierta timidez. Me
sonó extraño lo de ‘probar’ y pregunté precavido: “¿No te lo han hecho nunca?”.
Contestó algo cortado: “Cuando era mucho más joven y delgado… Con lo bien que
me estás tratando se me ha ocurrido que tal vez pueda hacerte gracia, pese a lo
gordo y peludo que lo tengo ahora”. “Hacerme gracia es poco. No podría desear
otra cosa en este momento”, reaccioné enseguida, “¡Colócate!”. Le dejé espacio
y fue girando su cuerpo, pero de forma en que se alzó sobre las rodillas e hincó los
codos en el almohadón. “¡Con cuidado, eh! Que hace mucho tiempo”, pidió.
“¡Tranquilo! Que te podré a punto”. Porque la exposición del suculento culo que
me ofrecía no era para ir con prisas.
¡Qué gusto me dio
plantarle las manos en las nalgas! “¡Vaya culo que tienes!”, exclamé. “Enorme
¿no?”. “¡Riquísimo!”. “Ahí lo tienes pues”. Acaricié el vello abundante y suave
que llegaba a oscurecer la amplia raja. Me encantó que, a pesar del grosor de
aquellos cuartos traseros, nada más tirar de ellos hacia los lados, apareció lo
más oculto de su intimidad. La profundidad de la raja ahora se había casi
alisado y, en su centro, el ojete de bordes rojizos se me ofrecía palpitante. Atraído
irresistiblemente hundí la cara y lamí de arriba abajo, mientras con una mano
palpaba entre los sólidos muslos los huevos y la polla todavía endurecida. El
roce de la lengua por el ojete arrancó gemidos a César. “¡Uy, lo que haces!”.
Se incrementaron cuando mi lengua hurgó más a fondo. “¡Dios, qué gusto!”. Bien
ensalivado, empecé a meterle un dedo, que casi resbalaba dentro. Parecía que me
lo atrapara y oí: “¡Uuuhhh, cómo lo siento!”. “¿Te molesta?”, pregunté dejando
el dedo quieto. “¡Tú sigue!”, fue su respuesta. Di unas frotaciones y percibí
una gran elasticidad. César permaneció inmóvil, pero mostró cierta impaciencia nerviosa.
“¿Me la meterás ya?”.
Entonces me erguí
sobre las rodillas y tenía la polla suficientemente tiesa para que solo con apretarla
contra el culo de César quedara absorbida por completo. Me asombró la facilidad
de la penetración y lo cálidamente acogido que me sentí, pero no menos la
quietud con que César me recibió. Así que dije: “Me ha entrado como la seda”.
César respondió ahora con una voz algo apurada: “Ya lo noto, ya… Y me gusta”. En
cuanto empecé a moverme sentía que sus esfínteres se iban contrayendo en torno
a mi polla, lo que me dio un subidón de calentura. “¡Qué culo más tragón
tienes!”. “¿Sí? ¿Te gusta? Dame sin miedo. Me estás haciendo gozar mucho”. Me
di cuenta de que César era de los de placer contenido y silencioso, y ya le
arreé cada vez con menos contemplaciones. “Me estoy poniendo a cien”. “No
tengas prisa… Lo estoy disfrutando”, me calmaba él. Poco después preguntó: “¿Me
la vas a echar dentro?”. “Sí quieres… Ya estoy casi a punto”. “¡Bien! Yo
también voy muy caliente”. No le di todo el sentido a esta última frase de
César hasta que, después de correrme con unas ganas desbocadas y de que la
polla se me saliera, palpé por su entrepierna, todavía él levantado sobre las
rodillas, y percibí que la tenía bien pringosa. “¿Te has corrido también?”,
pregunté asombrado. “¡Claro! No me podía aguantar”.
Me dejé caer junto a
César y él se dio la vuelta para quedar también bocarriba. “¡Uf!”, resoplé,
“¡Qué follable eres! Se te entra como si lo tuvieras de mantequilla… Y eso que
estabas desentrenado”. “¡Ya ves! Tampoco me acordada yo de eso…”, reconoció,
“Pero has hecho que me sienta en la gloria… Hasta me he corrido contigo
dentro”. “Eso también ha sido original… Eres muy completo”, dije sonriendo. “¿Ah,
sí? Habrás pensado ‘Quién lo iba a decir de este gordo’”, replicó. “¡No digas
más eso!”, le reproché, “Estás para comerte… Lo he pensado desde la primera vez
que te vi”. “Algo de eso has hecho por fin ¿no?”, rio. “Solo para empezar”,
añadí. Me volví hacia él y nos fundimos en un cálido beso. Cuando nos
apartamos, sacó a colación una cita: “Como dijo nuestro tocayo Julio César: Veni, vidi, vici”.
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Aquí doy por acabada la historia del encuentro
entre Julio y César, o César y Julio. Que cada lector que la haya seguido la
continúe, si le apetece, con su propia imaginación ¿Se mantuvo esta relación? ¿Perdieron
interés después de resolver el enredo inicial? ¿Acabaron viviendo juntos? ¿Se
les incorporó otro vecino? Etc. Etc…
¿Y cuál dices que es la dirección de estos señores? Tiene pinta de que esos pisos son muy acogedores...
ResponderEliminarMe ponen muy cachondos tus relatos, hasta en este no me había animado a escribir, me imagino en esa situación y me gustaría poder vivirla.
ResponderEliminarVayamos a vivir a esos pisos.