Eugenio era un gordito
tímido y acomplejado. Ya cumplidos los cuarenta, todo lo que había tenido
siempre de empollón y trabajador lo neutralizaba su incapacidad para hacerse
valer, tanto en el ámbito laboral como en el vital. Así, sus esfuerzos en
cumplir con creces cuantas tareas le encomendaban los desaprovechaba él mismo
al preferir pasar desapercibido. Este era el caso de su empleo en una entidad
bancaria, a donde, con su obsesión por el perfeccionismo, muchas veces acudía
fuera del horario laboral para tener todo a punto, a salvo de la presión del
entorno. Siempre pulcro y atildado, ni siquiera en estos momentos de soledad,
aligeraba su indumentaria de traje y corbata.
En una de estas
situaciones se hallaba cuando, inesperadamente, irrumpió en la sala, donde
Eugenio se concentraba en su mesa ante el ordenador, un operario portando una
escalera y una caja de materiales. “¡Uy, perdone! No sabía que hubiera alguien
aquí”, dijo el hombre sorprendido. “No se preocupe. Pase, pase”, contestó
Eugenio. El hombre entonces se explicó más: “Estoy haciendo el cambio de las
cámaras de seguridad y me dijeron que a esta hora no habría nadie”. Eugenio
quiso justificarse: “Es que estoy adelantando en un informe y he venido sin
saber eso… Haga usted su trabajo. Procuraré no estorbarle”. El hombre sonrió:
“Muy amable, joven. Ninguno tiene que molestar al otro”. A Eugenio le sonrojó
que lo consideraran un joven. Y es que el operario era un tipo de cerca de
sesenta años, robusto y barrigón. Lo resaltaba el mono azul enterizo y
abotonado de abajo arriba, aunque con los últimos botones desabrochados, que
mostraban el vello del pecho. Llevaba un casco de protección amarillo, que
enmarcaba su redonda y afable cara. Instaló la escalera en una esquina enfrente
de donde estaba Eugenio para acceder al techo y trepó por ella. Primero tenía
que desmontar la cámara antigua y a Eugenio empezó a distraerle la visión de
aquel hombre en equilibrio, con la barriga apoyada en los travesaños. Para
colmo el operario no parecía que fuera a mantener estrictamente su promesa de
discreción porque, a los sonoros resoplidos que iba dando, añadía comentarios
para él mismo que, sin embargo, eran bien audibles. A Eugenio le sorprendió
que, más que sentirse molesto, la forma en que el hombre se hacía notar, si
quiera involuntariamente, le llevaba a estar cada vez más pendiente del instalador.
De lo que no se había dado cuenta todavía era que éste sentía también
curiosidad por aquel muchacho, desde su punto de vista, tan correctamente
vestido que trataba de concentrarse en su trabajo sin demasiado éxito. Y empezó
a imaginarse cosas poco decorosas…
Cuando el operario
tuvo desmontada la antigua cámara, al enredarse con los cables que salían del
falso techo, estuvo a punto de perder el equilibrio y la escalera se tambaleó.
“¡Me cag’en!”, soltó. Eugenio se sobresaltó y se puso de pie. Pero el hombre ya
se había estabilizado. “¡Tranquilo! Son gajes del oficio”. Bajo con calma de la
escalera cargado con el material y, por lo visto, el incidente le sirvió de
excusa para destarar su verborrea. “Si es lo que yo digo… Lo mandan a uno para
que se apañe solo y pasa lo que pasa”. Una vez soltada su carga sobre una mesa,
retomó su cháchara. “¡Joder! Hasta los huevos se me han encogido”. Subrayó su
declaración dándose un toque a los bajos sueltos del mono, para turbación de
Eugenio, que trató de volver a lo suyo. Pero al instalador ya no había quien lo
parara. Se puso a desembalar la nueva cámara. “Y ahora veremos si la puedo
encajar en el mismo sitio. Seguro que tendré que hacer otros agujeros… Y sin un
puto ayudante que me eche una mano”, se quejó. Aunque Eugenio se encerraba en
su mutismo, el hombre ya se tomó la licencia de entrar en lo personal y en plan
confianzudo. “¿Qué hace un chico como tú metido aquí toda la tarde? Con la de
cosas que podéis encontrar por ahí los jóvenes…”. Eugenio no sabía si sentirse
ofendido o halagado porque se empeñara en considerarlo tan joven ¿Tan poca cosa
lo vería? Trató de darse ánimos a sí mismo. “Tengo muchas responsabilidades”. “¡Va,
papeleo! Pues aquí tengo uno que no veo muy claro ¿Tú sabes inglés?”, preguntó
el hombre agitando una hoja de instrucciones. “Sí, un poco”, contestó Eugenio,
pese a que tenía varios diplomas. El hombre se le acercó decidido con el papel
en la mano. “Es que no quiero meterla por donde no debo”, bromeó con intención.
Mientras Eugenio iba traduciendo concienzudamente, el operario se fijó en las
regordetas manos, con un poco de vello en los nudillos, que delimitaban los
puños de la camisa blanca, lo que le resultó excitante por lo que intuía del
resto del cuerpo. Se arrimó más y forzó que se rozara con su muslo el codo de
Eugenio. Notó que éste se iba poniendo nervioso sin atreverse a apartarse. “¡Tú
sí que sabes! De no ser por ti monto aquí un cortocircuito”, dijo dándole un
cariñoso apretón en el hombro.
Una vez aclarado todo,
el operario se decidió: “¡Bueno, vamos allá! A hacer equilibrios encaramado en
la escalera”. Entonces Eugenio dijo algo a lo que ni él mismo creyó que llegaría
a atreverse. “Si quiere, se la puedo sujetar, no vaya a tener otro tropiezo”.
Desde luego el hombre aceptó encantado. “Ya sabía yo que haríamos buena pareja…
Por cierto, me llamo Alfonso ¿y tú?”, añadió para dar más confianza. “Eugenio”.
“Pues mucho gusto… y deja de hablarme de usted, que ya somos colegas”. A
Alfonso cada vez le iba poniendo más cachondo aquel gordito que se le estaba
mostrando tan dócil. Le habría debido decir que, al menos se quitara la
chaqueta para que estuviera cómodo, pero le daba más morbo que siguiera así de
atildado para lo que se proponía conseguir. Alfonso se colgó unos cables al
cuello y subió varios peldaños. Le dio instrucciones a Eugenio: “La escalera
está firme. Será mejor que me vayas sujetando de las piernas”. Eugenio,
tímidamente, puso las manos a la altura de las pantorrillas, pero Alfonso lo
corrigió: “¡Más arriba, hombre! Tendrás más agarre”. Eugenio subió hasta los
muslos y palpar sus recias formas empezó a provocarle palpitaciones. Además
tenía de frente el orondo culo cuya raja quedaba marcada por la costura central
del mono. Hay que decir que Eugenio, con una experiencia sexual más bien escasa
y poco apasionada, estaba sintiendo un ardor inusitado por todo su cuerpo en la
tesitura en que se hallaba. Para colmo Alfonso, mientras trajinaba por arriba,
no perdía ocasión de ir soltando frases equívocas: “Así, así, agárrame bien”,
“Contigo ahí trabaja uno más a gusto”. Por otra parte, con disimulo, se había
ido desabrochando más el mono hasta la barriga e incluso soltó el botón
inferior que se correspondía con la bragueta. Como no llevaba calzoncillos,
algún movimiento indiscreto podía resultar revelador…
Alfonso estaba
conectando cables en el orificio del techo y de pronto dijo: “Esto lo haré
mejor si me giro… Tú me estás aguantando muy bien”. Fue dándose la vuelta hasta
quedar apoyado en los talones y con el culo sobre otro travesaño. Eugenio lo
ayudaba pasando las manos temblorosas de atrás a delante de los muslos. Fue
cuando se dio cuenta de los cambios que se habían producido en el mono de
Alfonso. Tontamente comentó: “¡Uy! Se te está desabrochando”. Alfonso replicó
con descaro: “Así me estira menos y muevo mejor los brazos… Además me está
entrando calor. No sé cómo resistes tan vestido”. “Estoy bien”, contestó
Eugenio, aunque sudaba con su chaqueta y corbata. Pero es que por nada del
mundo podía ahora dejar de sujetar de la forma en que lo estaba haciendo el
cuerpo de Alfonso. Casi lo tenía abrazado y, ante su cara, percibía el
abultamiento que iba mostrando la entrepierna, tan inestablemente protegida, de
Alfonso. Éste, que vio llegado el momento de lanzarse, simuló dificultades con
los cables y, con los brazos en alto, fue tensando el cuerpo hacia atrás. “¡Jodidos
empalmes!”, maldijo. Pero la que realmente estaba empalmada era su polla, que
poca resistencia tuvo que vencer para ir asomando ante la cara de Eugenio, que
puso los ojos como platos y se le llenó la boca de saliva. Alfonso hacía como
si no se diera cuenta y la polla ya estaba completamente fuera, mientras a
Eugenio le iban entrando unas irrefrenables ganas de metérsela en la boca. Pero
eso habría sido una osadía impensable para él y, en su lugar, optó por un torpe
aviso: “Le ha pasado algo…”. Ni siquiera se atrevió a usar el tú. Alfonso miró
hacia abajo y, sonriente, soltó: “¡Uy, sí! Se me ha salido ¿Te has asustado?”.
“¡No, no!”, balbució Eugenio. “Entonces te gusta ¿no?”, se descaró Alfonso.
Eugenio no contestó, pero su expresión, sofocado y con la boca medio abierta,
lo decía todo. Alfonso lo animó: “¡Venga, hombre! No te prives. Yo también lo
estoy deseando”. Eugenio, fuera de sí, sentía cómo le latía el corazón y el
cerebro. Esto no le estaba pasando a él… Sin embargo, acercó la lengua al
capullo y lamió el juguillo que lo abrillantaba. “¡Adentro!”, lo incitó
Alfonso, que ya se había desabrochado del todo el mono. Ver sobre su cabeza
aquel cuerpo rotundo y velludo excitó aún más a Eugenio. Se amorró a la polla y
la chupó con un ansia nueva para él. La corbata se le había manchado de la
saliva goteante y a Alfonso le daba un morbo tremendo que lo mamara con la
chaqueta bien ajustada.
Todavía quiso
disfrutar más del contraste entre su mono ya caído y la rígida vestimenta de
Eugenio. Además no era cuestión de correrse todavía, lo que ocurriría si no lo
paraba a tiempo. “¡Espera, que me bajo!”. Le encantó restregar su desnudez con
los tejidos que envolvían a Eugenio. “¿Te gusto? Pues cómeme lo que quieras”,
ofreció al verlo desbocado. Eugenio no se resistió a sobarlo por todas partes,
acariciando el vello, para enseguida llevar la boca a las gordas tetas y chupar
los pezones. “¡Uy, lo que me pone esto!”, exclamó Alfonso, que decidió que
ahora sí que Eugenio no se libraba de lo que le exigía su deseo. “¡Bájate los
pantalones!”, lanzó perentorio. Eugenio quedó parado y preguntó temeroso:
“¿Para qué?”. “También tengo derecho a catarte ¿o no?”, respondió Alfonso
poniéndole las manos sobre los hombros. Eugenio, nervioso, se soltó el cinturón y los pantalones cayeron-
Alfonso le echó mano a los calzoncillos para bajárselos también, pero lo
encontró húmedos y pringosos. “¡Joder, si te has corrido!”. Eugenio musitó
compungido: “No lo he podido evitar”. “Bueno, da igual”, dijo Alfonso, “A ver
ese culo”. Eugenio se dejó dar la vuelta y Alfonso le levantó el faldón de la
chaqueta. “De lo más apetitoso, como me imaginaba”. En efecto, el culo bien
orondo y algo peludo asomaba haciendo estallar el deseo de Alfonso. “Échate
sobre la mesa”. “¿Qué va a hacer?”, preguntó Eugenio trémulo. “¿Tú qué crees?”,
replicó Alfonso, que ya lo estaba poniendo doblado sobre la mesa. “Eso no me lo
han hecho nunca”, avisó Eugenio, que sin embargo se dejaba manejar dócilmente. “Pues
ya va siendo hora”, insistió Alfonso, que le estaba sobando el culo. “¡Qué raja
tienes más golosa!”. “Pero me va a doler…”, protestó Eugenio. “No es para
tanto… Te va a gustar”. Alfonso ya hurgaba por la raja y tanteaba el ojete con
un dedo. Presionó y lo metió entero. “¡Ostia, qué agujero más caliente!”. Pero
Eugenio temblaba. “¡Ay, ay, uh, uh!”. Una palmada en el culo lo acalló. Alfonso
apuntó la polla y apretó. “¡Joder, qué bien entra!”. “¡Sí, sí, pero me quema!”,
gimoteó Eugenio. “¡Calla, quejica! Verás cuando me menee”, lo atajó Alfonso. Y
vaya si se meneó, bombeando cada vez con más fuerza. Eugenio aguantaba la
respiración, hasta que dejó de lamentarse. “¡Oy, si me está gustando!”, exclamó
como si no pudiera creérselo. “Si tienes un culo para ser follado ¡Qué cachondo
me estoy poniendo!”, dijo Alfonso cada vez más excitado, “Ya me falta poco”.
Las últimas arremetidas fueron seguidas de un parón, con varios espasmos que
confirmaron el vaciado de Alfonso. “¡Vaya corrida!”. Se apartó y Eugenio siguió
sobre la mesa. “Parece que te ha sabido a poco”, ironizó Alfonso ayudándolo
para que se levantara. Casi avergonzado, Eugenio mostró lo tiesa que tenía la
polla. “Me he calentado mucho”. Alfonso se rio. “No hay nada como ser joven…
Mira el tío otra vez empalmado”. Hizo que Eugenio se apoyara de espaldas en la
mesa. “¡Venga, que te voy a premiar!”. Se agachó y se puso a chupar la polla.
Eugenio resoplaba, pero pronto se contrajo y le dio toda la descarga en la
boca. Alfonso la aguantó y, al soltarse, con los labios llenos de leche dijo:
“¡Coño, esto se avisa!”.
Alfonso se volvió a
poner el mono y Eugenio, pese a lo tiesos que le habían quedado los
calzoncillos, se subió éstos y los pantalones. Alfonso comentó: “Se me ha
quedado sin conectar la cámara… Pero ya se ha pasado el horario. Mejor que
vuelva mañana”. Eugenio no se lo pensó: “¿Querrá que esté yo también aquí?”.
“Si al señorito le ha quedado el culo hambriento…”, rio Alfonso.
Morboso, caliente....Pero quizas un poco rapido...Sobre todo en las corridas
ResponderEliminarEl chico padecía eyaculación precoz...
EliminarY con semejante incentivo quien no se correría
ResponderEliminarQué morboso eres escribiendo. Como siempre, me la has puesto bien tiesa imaginando la escena.
ResponderEliminarMuy bueno este relato , muchas gracias
ResponderEliminarMe encantan tus relatos... Los Leo y re-leo to-do el tiempo. Re ganas todas mis pajas. No pares nunca de escribir. Cariños de un chaser!!!
ResponderEliminarEstoy preparándome para ser escritor: Leo tus relatos con entusiasmo, ansiedad, simpatía e inusitada sorpresa.
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